CAPÍTULO 11. DESENLACES ENLAZADOS (Final)
Te quiero, lo siento
y adiós son tres expresiones
complicadas de pronunciar sin experimentar un nudo en la garganta. Esquivar el
momento es igual de insalubre y perjudicial como meter la suciedad bajo la
alfombra. Para bien o para mal, había llegado la hora de articular tales
palabras. No había vuelta atrás.
Adiós. Para empezar, «adiós» escuchó Emilio de su
jefe João. A pesar de un comienzo catastrófico, muy pronto se habituó a servir
los pedidos sin destrozar las piezas de porcelana y vidrio. El apoyo y la
aceptación de su jefe fueron incrementando a la par que el caudal de la propina
recibida. De hecho, llegó a embolsarse más dinero de las dádivas de los
clientes corteses que de su jornal, más escueto que cuantioso. La explicación
oficial se sintetizaba en que, tras la Semana Santa, poco trabajo había por
hacer. Empero, él estaba convencido de que se trataba de una cuestión práctica.
A lo mejor, João se negaba a pagarle un sueldo más consistente y a firmar un
contrato, una vez concluido el periodo de prueba. Su incursión laboral fue tan
efímera como un parpadeo. En un abrir y cerrar de ojos se había marchitado una
de las llamas que lo mantenía vivo, la de ser útil y recibir una retribución
económica por su trabajo. Ahora volvía a engrosar la hilera de desempleados y
batallar a diario contra un futuro incierto y tempestuoso. Sin haber terminado
sus estudios primarios y con una experiencia laboral, alimentados gracias al
enchufismo, la esperanza era un lujo.
«Lo siento», quisieron espetar a Carlos. Siendo
exactos, «Lo siento, Carlos, pero la convivencia contigo es angustiosa. Vete de
casa». Callejeando, Emilio y Francisco buscaron cómo comunicarle su expulsión rehuyendo
de las palabras hirientes. Todo le molestaba. Que compraran yogures de marca
blanca, que el colchón no fuera viscoelástico ni mullido, que, en definitiva,
se comportaran y vivieran al albedrío. Se encontraban hastiados de cohabitar
con un desagradecido que les coartaba. Como si estuvieran introducidos en una
lata de sardinas. Sin espacio, sin capacidad de decisión. Esperando temerosos
que un tenedor atravesara sus cuerpos con unas púas crueles y rogando a Dios
que no se produjera tal escabechina. Estaban dispuestos a despedirse de él y poner
fin a un periodo de sus vidas, protagonizado por el yugo de un reglamento
desmesurado y la soberbia de un mujeriego clasista. Otro argumento que nutría
su determinación se hallaba en su falta de colaboración, no sólo económica sino
humana. De todos modos, un descubrimiento funesto dio a sus intenciones una
estocada. Suave, pero certera.
Una barba postiza, unas ropas roídas, un cabello desaliñado,
una boina donde algunos viandantes depositaban sus limosnas y un aura de
miseria acicalaban la esquina de un supermercado. Allí sentado, reconocieron a
alguien. Carlos. Bajo aquella apariencia pordiosera, se escondía el mismo
engreído que se burlaba de ellos. Y de su condición proletaria. No podían estar
más de acuerdo con quienes afirman que la vida es una montaña rusa. Cuando este
se percató de la presencia de ellos, salió corriendo fingiendo un acento árabe
y sosteniendo que no debía nada a nadie. Milagro o no, Emilio lo alcanzó. «¡Ey,
camarero! ¿Qué tal la mañana? Que no te confundan estas pintas, que yo visto
así a conciencia. No te creas que es fácil ser tan burgués y que los obreros de
chicha y nabo te miren por la calle cual siervo mira a su señor y codicia su
elegancia, su saber estar y sus bienes, o que las mujeres se vistan de decencia
cristiana cuando querrían desvestirme, o que los hombres me miren y piensen “¡quién
tuviera ese cuerpo y no los escombros del mío!”, o que los ancianos se tiren de
los pelos, si es que les quedan por estar, no con un pie en la tumba y otro
fuera, sino con uno en la tumba y otro en proceso de putrefacción. He salido
así para informarles de que existe la cirugía estética y que, gracias a ella,
las damas pueden volver a ser decentes, que los chicos pueden dejar de serlo, o
que obreros y ancianos pueden parecer aburguesados», intentó justificarse.
Mantener la coraza es tarea harto complicada y, en el caso de Carlos, fue un
imposible.
«Ahora dinos la verdad», cuatro palabras que
oxidaron su armadura en un segundo. Llorando, con la autoestima más baja que su
boina con las limosnas se fue despojando de las hombreras, el peto, las
rodilleras o el casco, llenos de orín. «Estoy en la ruina. He pasado de tener
un chalé, un BMW y una cuenta que poco tenía de corriente, de tenerlo todo a
nada, de cenar en los mejores restaurantes al autoservicio del contenedor.
Desde la crisis las mujeres comenzaron a cambiar las operaciones por pomadas,
cremas y potingues; y nosotros tuvimos que tirar de clandestinidad para
ahorrar. Qué importa el tipo de implante mamario, la silicona es igual siempre.
Bueno no, pero había que ahorrar. Luego multazo; nos cerraron la clínica y para
colmo, mi padre me propuso un negocio y me timaron. Gracias a vosotros, tengo
un plato caliente, un hogar, dos amigos –los únicos que no me han querido por
el dinero– y he rescatado mi espíritu burgués».
«Te quiero». Un mensaje bien simple que a Emilio le
resultaba arduo como recitar de memoria la teoría darwiniana o poner el
despertador temprano para salir a correr. Y más aún, cuando tenía a Débora de
frente. En silencio. Con sus labios voluminosos y gruesos, con unos ojos que despertaban
los sentimientos y las pasiones que, durante años de sequía amatoria, habían
permanecido dormidos. En una etapa de hibernación eterna. De la primera cita a
ese momento, habían trascurrido doce días. Doce días de inquietud, de
ilusiones, de disfrutar juntos de la cama en vertical y en horizontal, de
arriba abajo, de conocer a sus respectivas amistades. Doce días. Necesito verte, te echo de menos, ayer lo
pasamos bien, estás loca o majareta, se decían sin reparo. Pero él
quería más. Tenía cuarenta años ya y no podía ni quería perder el tiempo en
protocolos de ligue trasnochados y absurdos. Deseaba etiquetar su relación.
Quería llamarle noviazgo a la
condición de pasear abrazados y agarrados de la mano, de encontrar divertidas
las anécdotas más insustanciales, de aumentar la cantidad de oxitocina en el
plasma sanguíneo mediante los resortes de la pasión carnal, de discutir… Pedía
a gritos ponerle nombre a ese estado de odiar a ratos y amar a ratos, de ser
adicto a la droga que le suponía sentirla cerca, a la adrenalina o a la
norepinefrina, que impulsaba su corazón excitado y su buen humor.
El parque, cuatro palomas, un ficus macrophylla y dos olmos fueron testigos de su conversación
más sincera. Al sentarse y al sentirse tan cerca de ella en el mismo banco, los
colosales y majestuosos árboles le parecieron bonsáis. A pesar de tenerlos a
una distancia de seis metros. Las palomas, desde su óptica de enamorado, eran
mosquitos, y el parque, una minúscula jardinera.
— Débora, ¿qué somos?
— Personas.
— Sí, ya, pero ¿qué somos? –insistió.
— Especie perteneciente a los hominoideos, estirpe
de Primates, compuestos en el nivel atómico por carbono, hidrógeno, oxígeno,
nitrógeno, azufre y fósforo, pero en un nivel atómico hablaríamos de tejido
muscular, adiposo, óseo…
— ¿Algo más?
— Sí, podría decirte mucho más, pero te daré un
solo apunte: en torno al 70% del ser humano es agua.
— ¡¿Estás bromeando?¡ –dejó ver su enfado
incipiente.
— No, con la ciencia no se juega –sentenció ella con
socarronería.
— Seré directo. Te quiero. Sí, sé que nos conocemos
desde hace… ¿cuánto? –aunque ya sabía el resultado, fingió contar con dedos con
el fin de mostrarse ganador–. ¿Diez, once…? ¿Once días, diecisiete horas y
diecisiete minutos? Pero, ¿de qué sirve tocar con los dedos la felicidad si
podemos besarla, abrazarla y zambullirnos en ella? Me gustas, te quiero,
disfruto a tu lado y contigo… Seamos novios –le propuso con alborozo, como un
niño que, inexperto en amores, se sirve de la cursilería barata que ve en películas
y en libros, creyendo que el romanticismo es la piedra filosofal en las
relaciones de pareja.
— Lo siento –se detuvo para pensar la respuesta–,
ya has conocido todos los recovecos de mi cuerpo. No sé a qué vienes con esas…
Lo siento –dijo trasmitiendo incomodidad–, pero… ¡Que sí! ¡Que me apetece
conocernos mejor! Salir en serio. Pero vayamos despacio y sin agobios.
Las personas buscan insaciablemente rodearse de
amigos, de familiares, de parejas amorosas, de éxitos en la carrera profesional
y, en general, de triunfos cotidianos y domésticos en la carrera de la vida.
Pero en esa búsqueda hay un elemento implícito, oculto entre superficialidades
y disimulos ataviados en el traje de la verdad. Un elemento que no puede
recibir otro nombre, sino Libertad.
Libertad es quien nos hace sentir independientes, felices, enamorados de lo que
y de quienes tenemos cerca, a una distancia inferior de la que separa la
televisión del sofá. O quienes nos acompañan tras una simple llamada
telefónica. Libertad es poder decidir o ser responsables de nuestras decisiones
y nuestros actos. De elegir nuestro camino. Ser santos o villanos. La libertad
nos debería acompañar como lo hace la sombra de día, pero aún más de noche,
cuando las inseguridades salen a flote, o cuando los desenlaces se encuentran
tan enlazados que se complica la empresa de hacer borrón y cuenta nueva. Se
trata, más bien, de asumir los aciertos y las experiencias no muy halagüeñas,
porque del principio al final la distancia se reduce a no más de un parpadeo.
FIN SANTOS Y VILLANOS. ¡Gracias por haber seguido de cerca estos capítulos!
-LISTA DE CAPÍTULOS-
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