martes, 29 de abril de 2014

"Desenlaces enlazados" - SANTOS Y VILLANOS 11 (Final)


CAPÍTULO 11. DESENLACES ENLAZADOS (Final)
Te quiero, lo siento y adiós son tres expresiones complicadas de pronunciar sin experimentar un nudo en la garganta. Esquivar el momento es igual de insalubre y perjudicial como meter la suciedad bajo la alfombra. Para bien o para mal, había llegado la hora de articular tales palabras. No había vuelta atrás.

Adiós. Para empezar, «adiós» escuchó Emilio de su jefe João. A pesar de un comienzo catastrófico, muy pronto se habituó a servir los pedidos sin destrozar las piezas de porcelana y vidrio. El apoyo y la aceptación de su jefe fueron incrementando a la par que el caudal de la propina recibida. De hecho, llegó a embolsarse más dinero de las dádivas de los clientes corteses que de su jornal, más escueto que cuantioso. La explicación oficial se sintetizaba en que, tras la Semana Santa, poco trabajo había por hacer. Empero, él estaba convencido de que se trataba de una cuestión práctica. A lo mejor, João se negaba a pagarle un sueldo más consistente y a firmar un contrato, una vez concluido el periodo de prueba. Su incursión laboral fue tan efímera como un parpadeo. En un abrir y cerrar de ojos se había marchitado una de las llamas que lo mantenía vivo, la de ser útil y recibir una retribución económica por su trabajo. Ahora volvía a engrosar la hilera de desempleados y batallar a diario contra un futuro incierto y tempestuoso. Sin haber terminado sus estudios primarios y con una experiencia laboral, alimentados gracias al enchufismo, la esperanza era un lujo.

«Lo siento», quisieron espetar a Carlos. Siendo exactos, «Lo siento, Carlos, pero la convivencia contigo es angustiosa. Vete de casa». Callejeando, Emilio y Francisco buscaron cómo comunicarle su expulsión rehuyendo de las palabras hirientes. Todo le molestaba. Que compraran yogures de marca blanca, que el colchón no fuera viscoelástico ni mullido, que, en definitiva, se comportaran y vivieran al albedrío. Se encontraban hastiados de cohabitar con un desagradecido que les coartaba. Como si estuvieran introducidos en una lata de sardinas. Sin espacio, sin capacidad de decisión. Esperando temerosos que un tenedor atravesara sus cuerpos con unas púas crueles y rogando a Dios que no se produjera tal escabechina. Estaban dispuestos a despedirse de él y poner fin a un periodo de sus vidas, protagonizado por el yugo de un reglamento desmesurado y la soberbia de un mujeriego clasista. Otro argumento que nutría su determinación se hallaba en su falta de colaboración, no sólo económica sino humana. De todos modos, un descubrimiento funesto dio a sus intenciones una estocada. Suave, pero certera.


Una barba postiza, unas ropas roídas, un cabello desaliñado, una boina donde algunos viandantes depositaban sus limosnas y un aura de miseria acicalaban la esquina de un supermercado. Allí sentado, reconocieron a alguien. Carlos. Bajo aquella apariencia pordiosera, se escondía el mismo engreído que se burlaba de ellos. Y de su condición proletaria. No podían estar más de acuerdo con quienes afirman que la vida es una montaña rusa. Cuando este se percató de la presencia de ellos, salió corriendo fingiendo un acento árabe y sosteniendo que no debía nada a nadie. Milagro o no, Emilio lo alcanzó. «¡Ey, camarero! ¿Qué tal la mañana? Que no te confundan estas pintas, que yo visto así a conciencia. No te creas que es fácil ser tan burgués y que los obreros de chicha y nabo te miren por la calle cual siervo mira a su señor y codicia su elegancia, su saber estar y sus bienes, o que las mujeres se vistan de decencia cristiana cuando querrían desvestirme, o que los hombres me miren y piensen “¡quién tuviera ese cuerpo y no los escombros del mío!”, o que los ancianos se tiren de los pelos, si es que les quedan por estar, no con un pie en la tumba y otro fuera, sino con uno en la tumba y otro en proceso de putrefacción. He salido así para informarles de que existe la cirugía estética y que, gracias a ella, las damas pueden volver a ser decentes, que los chicos pueden dejar de serlo, o que obreros y ancianos pueden parecer aburguesados», intentó justificarse. Mantener la coraza es tarea harto complicada y, en el caso de Carlos, fue un imposible.

«Ahora dinos la verdad», cuatro palabras que oxidaron su armadura en un segundo. Llorando, con la autoestima más baja que su boina con las limosnas se fue despojando de las hombreras, el peto, las rodilleras o el casco, llenos de orín. «Estoy en la ruina. He pasado de tener un chalé, un BMW y una cuenta que poco tenía de corriente, de tenerlo todo a nada, de cenar en los mejores restaurantes al autoservicio del contenedor. Desde la crisis las mujeres comenzaron a cambiar las operaciones por pomadas, cremas y potingues; y nosotros tuvimos que tirar de clandestinidad para ahorrar. Qué importa el tipo de implante mamario, la silicona es igual siempre. Bueno no, pero había que ahorrar. Luego multazo; nos cerraron la clínica y para colmo, mi padre me propuso un negocio y me timaron. Gracias a vosotros, tengo un plato caliente, un hogar, dos amigos –los únicos que no me han querido por el dinero– y he rescatado mi espíritu burgués».

«Te quiero». Un mensaje bien simple que a Emilio le resultaba arduo como recitar de memoria la teoría darwiniana o poner el despertador temprano para salir a correr. Y más aún, cuando tenía a Débora de frente. En silencio. Con sus labios voluminosos y gruesos, con unos ojos que despertaban los sentimientos y las pasiones que, durante años de sequía amatoria, habían permanecido dormidos. En una etapa de hibernación eterna. De la primera cita a ese momento, habían trascurrido doce días. Doce días de inquietud, de ilusiones, de disfrutar juntos de la cama en vertical y en horizontal, de arriba abajo, de conocer a sus respectivas amistades. Doce días. Necesito verte, te echo de menos, ayer lo pasamos bien, estás loca o majareta, se decían sin reparo. Pero él quería más. Tenía cuarenta años ya y no podía ni quería perder el tiempo en protocolos de ligue trasnochados y absurdos. Deseaba etiquetar su relación. Quería llamarle noviazgo a la condición de pasear abrazados y agarrados de la mano, de encontrar divertidas las anécdotas más insustanciales, de aumentar la cantidad de oxitocina en el plasma sanguíneo mediante los resortes de la pasión carnal, de discutir… Pedía a gritos ponerle nombre a ese estado de odiar a ratos y amar a ratos, de ser adicto a la droga que le suponía sentirla cerca, a la adrenalina o a la norepinefrina, que impulsaba su corazón excitado y su buen humor.  


El parque, cuatro palomas, un ficus macrophylla y dos olmos fueron testigos de su conversación más sincera. Al sentarse y al sentirse tan cerca de ella en el mismo banco, los colosales y majestuosos árboles le parecieron bonsáis. A pesar de tenerlos a una distancia de seis metros. Las palomas, desde su óptica de enamorado, eran mosquitos, y el parque, una minúscula jardinera.
— Débora, ¿qué somos?
— Personas.
— Sí, ya, pero ¿qué somos? –insistió.
— Especie perteneciente a los hominoideos, estirpe de Primates, compuestos en el nivel atómico por carbono, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno, azufre y fósforo, pero en un nivel atómico hablaríamos de tejido muscular, adiposo, óseo…
— ¿Algo más?
— Sí, podría decirte mucho más, pero te daré un solo apunte: en torno al 70% del ser humano es agua.
— ¡¿Estás bromeando?¡ –dejó ver su enfado incipiente.
— No, con la ciencia no se juega –sentenció ella con socarronería.
— Seré directo. Te quiero. Sí, sé que nos conocemos desde hace… ¿cuánto? –aunque ya sabía el resultado, fingió contar con dedos con el fin de mostrarse ganador–. ¿Diez, once…? ¿Once días, diecisiete horas y diecisiete minutos? Pero, ¿de qué sirve tocar con los dedos la felicidad si podemos besarla, abrazarla y zambullirnos en ella? Me gustas, te quiero, disfruto a tu lado y contigo… Seamos novios –le propuso con alborozo, como un niño que, inexperto en amores, se sirve de la cursilería barata que ve en películas y en libros, creyendo que el romanticismo es la piedra filosofal en las relaciones de pareja.
— Lo siento –se detuvo para pensar la respuesta–, ya has conocido todos los recovecos de mi cuerpo. No sé a qué vienes con esas… Lo siento –dijo trasmitiendo incomodidad–, pero… ¡Que sí! ¡Que me apetece conocernos mejor! Salir en serio. Pero vayamos despacio y sin agobios.


Las personas buscan insaciablemente rodearse de amigos, de familiares, de parejas amorosas, de éxitos en la carrera profesional y, en general, de triunfos cotidianos y domésticos en la carrera de la vida. Pero en esa búsqueda hay un elemento implícito, oculto entre superficialidades y disimulos ataviados en el traje de la verdad. Un elemento que no puede recibir otro nombre, sino Libertad. Libertad es quien nos hace sentir independientes, felices, enamorados de lo que y de quienes tenemos cerca, a una distancia inferior de la que separa la televisión del sofá. O quienes nos acompañan tras una simple llamada telefónica. Libertad es poder decidir o ser responsables de nuestras decisiones y nuestros actos. De elegir nuestro camino. Ser santos o villanos. La libertad nos debería acompañar como lo hace la sombra de día, pero aún más de noche, cuando las inseguridades salen a flote, o cuando los desenlaces se encuentran tan enlazados que se complica la empresa de hacer borrón y cuenta nueva. Se trata, más bien, de asumir los aciertos y las experiencias no muy halagüeñas, porque del principio al final la distancia se reduce a no más de un parpadeo.

FIN SANTOS Y VILLANOS. ¡Gracias por haber seguido de cerca estos capítulos!
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