CAPÍTULO 1. LA MESA DE LOS SOLTEROS
Cuando los problemas no tienen solución, dejan de
ser problemas y pasan a ser hechos. Hechos que más vale asumir si no queremos
podrirnos en el fango de la desazón y la angustia. Francisco y Emilio repetían esto
una y otra vez. Insaciablemente, con la tozudez y la constancia de un
estudiante memorizando sus apuntes en las horas previas al examen. Hacía un mes
desde que Antonio había sido encarcelado. Las matemáticas y la lógica debían de
estar en huelga indefinida, porque el odio que había llevado al anciano a
asesinar no podía caber en un cuerpo tan menudo como el suyo, ni en una mente
tan sensata. La ira había perturbado la brújula de su raciocinio. Estaba claro.
Ahora, sus amigos se devanaban los sesos buscando el norte perdido. Con dudosos
resultados, pero con pasos firmes.
Pasos firmes, buena memoria y firmeza de
equilibrista. Tres deseos que Emilio imploraba al cielo. A tres días para
debutar como camarero en un bar de la ciudad levantina, los malos augurios no
podían ser más evidentes. Por más que practicaba, por más retos que se
propusiera, se preveía que su nuevo jefe no tardaría en despedirlo. De hecho,
este sábado 12 de abril sus ánimos palidecían al ver el estropicio en la
vajilla que estaba causando y la cantidad ingente de dinero que el párroco le
reclamaría. Con todo, lidió contra su vagancia, porque era consciente de que
había llegado el momento de hacer ostensible su valía y de demostrar por una
vez por todas que en la empresa de su padre él hacía algo más que jugar al
Buscaminas. Sin distracción alguna, invirtió la mañana en desfilar por el
pasillo de la casa cural. Transportando platos, tazas y otros recipientes de un
extremo del pasillo al otro. Para desgracia de Francisco y de su economía, fueron
exterminadas casi las tres cuartas partes de la cristalería. De hecho, sólo
sobrevivió al cataclismo doméstico la bandeja de plástico blanca, de esas en
que las pastelerías suelen venderse sus tartas. «¡Basta, basta! Déjalo, Emilio,
porque me veo mañana tomándome la leche en el vaso de la escobilla del váter y
por ahí, sí que no paso», le reprochó el sacerdote con cierta indulgencia. Sin
cejar en su empeño de atender a los clientes con solvencia, se inclinó por
practicar el servicio de las mesas. Emulando los gestos elegantes y la
distinción de los metres de las películas de los años cincuenta, pero en una
versión más modesta, donde el lito no era más que una toalla húmeda; el
sacacorchos, un simple destornillador; y el comandero, un trozo de papel.
Teletransportación hasta junio de 2013. Esa mañana
de domingo evocaron los sentimientos, los miedos y las incertidumbres, que
colmaban sus días de caos por aquellas fechas. En ese viaje reminiscente se
demoraron, sobre todo, en el sábado 15, cuando sus caminos se cruzaron por
primera vez, cuando sus pupilas, sus ojeras y sus llantos expresaron una
infelicidad muy superior a la que manifestaban sus palabras. ¿Cómo pudo ser que
un mueble compuesto de una tabla de madera y cuatro patas pudiera unirlos? Pues
sí. Así fue. Por arte de birlibirloque, la mesa de los solteros fue testigo y,
a la vez, culpable de su amistad. Francisco, en cuanto sacerdote, fue invitado
por parte de los novios al banquete. Él, a sus cincuenta y tres años, con una
crisis de fe titánica y sin mascota a la que pasear, aceptó la invitación. La
idea no le entusiasmaba, pero era o eso, o quedarse en casa viendo cualquier
película trasnochada con una copa de güisqui. O, quizá, dos. El motivo de
Antonio quedaba encadenado a la picaresca, el hambre y a la necesidad de buscar
un acicate sólido para seguir con ganas de vivir. Desde su divorcio, se había
visto en la calle con cuatro prendas harapientas, una manta andrajosa y un
carrito de la compra que arrastraba, o más bien, le arrastraba a él por la
travesía de la mendicidad y la indigencia. En su caso, el motivo se concretaba
en la necesidad de vencer los estragos del hambre y llenar el estómago gratis.
Con un traje de chaqueta prestado, un baño en la piscina municipal y con una
ducha en los vestuarios, se acicaló lo que buenamente pudo. Mientras su
apariencia no delatara su realidad pordiosera, se resistía a hacer una llave de
judo a su plan de colarse en el convite.
De buenas a primeras, los malos presagios estaban de
más como los centros florales de la mesa de los solteros. Dentro del ritual de
las nupcias, es ya un clásico esa mesa de desparejados alicaídos, de
desesperados solterones o de individuos dispersos etiquetados en la categoría
de “los otros”. Sin embargo, fue un milagro que la escuadra de bandejas, el
pelotón de copas de distintas clases, el batallón de cuchillos o la brigada de
tenedores no se convirtieran en armas blancas improvisadas. Y es que el
ambiente se fue tornando negro. El párroco se vio rodeado de once personas
desconocidas, y totalmente exentas de interés. A su izquierda, Antonio; a su
derecha, Belén. Esta logró sacarlo de sus casillas. Tanto que la posibilidad de
acabar en el infierno le pareció un castigo menor. Se trataba de una treintañera
con el verdor de la hierba en su iris, con la rojez de las cerezas coloreando
sus labios carnosos y con unos cabellos tan dorados que codiciaría el propio
sol. Tampoco el Himalaya quedaba al margen de su gran atractivo físico. De
hecho, comparado con el busto protuberante de la muchacha, la gran cordillera
asiática no era más que un altozano. Pudo haber sido la mujer perfecta, pero de
mujer solo tenía el físico. Por lo demás, era la reina Halitosis, de fétido aliento
sin parangón, y la princesa Descaro. Durante la cena no dejaba de sobarle la
entrepierna a Francisco, quien dedicó más tiempo en apartar de su bragadura las
manos libertinas de la rubia que en retirar las espinas de su lubina.
— ¡Ay, padre, qué me voy a morir sola! ¿Hay alguna
más guapa que yo en esta sala? No, ¿verdad? Entonces, ¿por qué no tengo novio?
–dijo Belén a Francisco con aspavientos propios de un culebrón de serie B.
— Estás buenísima, Be. Pero es que te echa peste la
boca –interrumpió un invitado.
— Sí, padre. Has oído bien. ¡Dice que tengo
halitosis! Ja. Siempre me lo han dicho, pero es mentira. La gente, que es muy,
pero que muy, pero que muy muy envidiosa. ¿A qué es mentira, padre?
— ¡Ajá! –dijo el cura interponiendo entre la boca
de ésta y su nariz la servilleta-. No, no te huele –mintió con torpeza-.
— ¡Qué guapa está la novia, joder! –terció Antonio,
intentando calmar los ánimos.
— Va a ser niña, seguro. ¡Hasta embarazada está más
guapa! –comentó una chica, que frisaría los 24 años-. ¡Olé, mi prima!
— ¿Está embarazada? –se sorprendió la reina
Halitosis-. Le sienta bien el bombo y todo.
— El bombo y el mambo –espetó de un modo grosero un
exnovio de la novia.
— Cállate, Raúl –gritó la prima-. Como se enteren
de que la dejó preñada un negro, en lugar de su marido, te arranco la lengua.
— ¡Ajá! –replicó él-. Tonta, ¡ya lo sabe hasta el
cura! Pues sí, esta novia es una zorra, que la dejó preñada un cubano y que se
ha casado de penalti con un cornudo. Y así va: de locutorio en locutorio.
— ¿Me estás llamando guarra? –replicó Belén-. ¿Qué
no me hecho locutorio en los dientes?
Callad, que se va a enterar el resto de invitados.
— Hija, cállate –interrumpió Francisco-. Tu boca es
un charco pestilente, una cloaca, una almorrana, un huevo podrido, un sapo en
proceso de putrefacción, un ano, el intestino grueso, una arqueta apestosa, una
bolsa de basura con restos de sardinas de un chiringuito en verano… Una bomba
atómica, una flatulencia androide, un insecticida para cucarachas, el
anticristo… Vamos, das asco.
— ¿Quieres darme celos, Francisco? ¡Qué tierno! Ven
aquí, que te voy a comer la boca –dijo Belén, sorprendiendo así a todos los
comensales.
— Atrás, bicho –el párroco detuvo a Belén.
Francisco salió disparado hacia el aseo; Antonio,
también, temiendo que, al haber gorroneado en aquella mesa de alborotadores,
los novios se dieran cuenta. Por aquel entonces, tenía sesenta y seis años y no
quería ser señalado por todos los dedos índices. Emilio, vestido de mariachi,
lloraba a moco tendido en el excusado. De repente, el jubilado cornudo y el
«unidor de cornudos en matrimonio» también acabaron plañendo, y no fue,
precisamente, por ver a ese hombre calvo, con un sombrero y un traje negro de
charro.
— ¿Qué te pasa, hombre? ¡A las mujeres cristianas
ya no les gustan las rancheras! –lo animó el sacerdote, poniéndole la mano en
la espalda.
— Hace cuatro meses mi padre cerró su empresa… Yo
trabajaba allí… Pero por mérito propio, que conste. Ahora el dueño del salón de
celebraciones me da algo de pasta si salgo con los mariachis a tocar. Es playback.
— ¿Plai já?
Sea lo que sea, no te preocupes por hacer el ridículo con esa ropa –terció
Antonio-. Si tienes estudios y experiencia laboral, enseguida te contratan.
— No tengo estudios, me salí a los dieciséis años…
Pensé que con el negocio familiar tendría dinero seguro –gimió con más empuje-.Y
lo peor es que ahí está la zorra de mi ex, la única novia seria que he tenido…
Soy un desgraciado… Cortamos a los dieciséis años y desde entonces, no he
conocido a otra mujer… Quiero morirme… No voy a ser padre nunca… Dadme un
pañuelo, joder, que estoy aquí con la moquita y no me los dais –su carácter se
agrió de golpe-. ¿Y yo por qué os cuento esto? No os conozco de nada.
— Pues yo estoy de bajón, también –confesó el
sacerdote-. Siempre he sentido correr por mis venas el cristianismo, pero estoy
perdiendo la fe. Los cristianos ya no acuden a misa; ya no perdonan; se
traicionan sin pensarlo; la sociedad está corrompida… ¿A dónde ha ido a parar
el mensaje de Dios?
— ¡Si yo os contara! –dijo Emilio reteniendo sus
palabras sin éxito alguno-. Mi esposa, bueno, la que fue mi esposa, me ha
puesto la cornamenta con todo bicho viviente. Es que es una puta, una hija de
la gran puta. ¡Encima va y pone a mi hija en mi contra y me echa a la calle!
Ahora soy un mendigo.
El final del convite fue una escena grotesca.
Antonio, vestido de camarero; el novio, corriendo por el salón con la espada de
la tarta en la mano; la novia, llorando por las esquinas, mientras que buscaba
las bragas por debajo de la mesa; Emilio, robando comida de los platos y
guardándosela en los bolsillos; Francisco, con el crucifijo entre los dedos e
intentando exorcizar al padre que llamaba a su hija «puta» cual niña de ‘El
Exorcista’. En resumidas cuentas, la amistad brotó en la mesa de los solteros,
aunque un pétalo se marchitó nueve meses después. Este terceto de voces
desafinadas se redujo a un dúo, cuando Antonio envenenó al nuevo novio de su ex
esposa, y acabó, luego, en la cárcel. Ahora ese dúo, compuesto por Francisco y
Emilio, luchaba contra sus demonios por afinar sus almas y sus voces, a pesar
de rodearse de cantantes que soltaban gallos. Por desgracia, referirse a
ciertas personas bajo la palabra “cantantes” era un recurso para cobardes y
estetas, pues en verdad advertía que algunos individuos se habían propuesto arruinar
cualquier tentativa de acorde y romper la armonía que parecía ahora sita,
cuando menos, en Andrómeda.
-LISTA DE CAPÍTULOS-
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