sábado, 12 de abril de 2014

"La mesa de los solteros" - SANTOS Y VILLANOS 1


CAPÍTULO 1. LA MESA DE LOS SOLTEROS
Cuando los problemas no tienen solución, dejan de ser problemas y pasan a ser hechos. Hechos que más vale asumir si no queremos podrirnos en el fango de la desazón y la angustia. Francisco y Emilio repetían esto una y otra vez. Insaciablemente, con la tozudez y la constancia de un estudiante memorizando sus apuntes en las horas previas al examen. Hacía un mes desde que Antonio había sido encarcelado. Las matemáticas y la lógica debían de estar en huelga indefinida, porque el odio que había llevado al anciano a asesinar no podía caber en un cuerpo tan menudo como el suyo, ni en una mente tan sensata. La ira había perturbado la brújula de su raciocinio. Estaba claro. Ahora, sus amigos se devanaban los sesos buscando el norte perdido. Con dudosos resultados, pero con pasos firmes.

Pasos firmes, buena memoria y firmeza de equilibrista. Tres deseos que Emilio imploraba al cielo. A tres días para debutar como camarero en un bar de la ciudad levantina, los malos augurios no podían ser más evidentes. Por más que practicaba, por más retos que se propusiera, se preveía que su nuevo jefe no tardaría en despedirlo. De hecho, este sábado 12 de abril sus ánimos palidecían al ver el estropicio en la vajilla que estaba causando y la cantidad ingente de dinero que el párroco le reclamaría. Con todo, lidió contra su vagancia, porque era consciente de que había llegado el momento de hacer ostensible su valía y de demostrar por una vez por todas que en la empresa de su padre él hacía algo más que jugar al Buscaminas. Sin distracción alguna, invirtió la mañana en desfilar por el pasillo de la casa cural. Transportando platos, tazas y otros recipientes de un extremo del pasillo al otro. Para desgracia de Francisco y de su economía, fueron exterminadas casi las tres cuartas partes de la cristalería. De hecho, sólo sobrevivió al cataclismo doméstico la bandeja de plástico blanca, de esas en que las pastelerías suelen venderse sus tartas. «¡Basta, basta! Déjalo, Emilio, porque me veo mañana tomándome la leche en el vaso de la escobilla del váter y por ahí, sí que no paso», le reprochó el sacerdote con cierta indulgencia. Sin cejar en su empeño de atender a los clientes con solvencia, se inclinó por practicar el servicio de las mesas. Emulando los gestos elegantes y la distinción de los metres de las películas de los años cincuenta, pero en una versión más modesta, donde el lito no era más que una toalla húmeda; el sacacorchos, un simple destornillador; y el comandero, un trozo de papel.

Teletransportación hasta junio de 2013. Esa mañana de domingo evocaron los sentimientos, los miedos y las incertidumbres, que colmaban sus días de caos por aquellas fechas. En ese viaje reminiscente se demoraron, sobre todo, en el sábado 15, cuando sus caminos se cruzaron por primera vez, cuando sus pupilas, sus ojeras y sus llantos expresaron una infelicidad muy superior a la que manifestaban sus palabras. ¿Cómo pudo ser que un mueble compuesto de una tabla de madera y cuatro patas pudiera unirlos? Pues sí. Así fue. Por arte de birlibirloque, la mesa de los solteros fue testigo y, a la vez, culpable de su amistad. Francisco, en cuanto sacerdote, fue invitado por parte de los novios al banquete. Él, a sus cincuenta y tres años, con una crisis de fe titánica y sin mascota a la que pasear, aceptó la invitación. La idea no le entusiasmaba, pero era o eso, o quedarse en casa viendo cualquier película trasnochada con una copa de güisqui. O, quizá, dos. El motivo de Antonio quedaba encadenado a la picaresca, el hambre y a la necesidad de buscar un acicate sólido para seguir con ganas de vivir. Desde su divorcio, se había visto en la calle con cuatro prendas harapientas, una manta andrajosa y un carrito de la compra que arrastraba, o más bien, le arrastraba a él por la travesía de la mendicidad y la indigencia. En su caso, el motivo se concretaba en la necesidad de vencer los estragos del hambre y llenar el estómago gratis. Con un traje de chaqueta prestado, un baño en la piscina municipal y con una ducha en los vestuarios, se acicaló lo que buenamente pudo. Mientras su apariencia no delatara su realidad pordiosera, se resistía a hacer una llave de judo a su plan de colarse en el convite. 

De buenas a primeras, los malos presagios estaban de más como los centros florales de la mesa de los solteros. Dentro del ritual de las nupcias, es ya un clásico esa mesa de desparejados alicaídos, de desesperados solterones o de individuos dispersos etiquetados en la categoría de “los otros”. Sin embargo, fue un milagro que la escuadra de bandejas, el pelotón de copas de distintas clases, el batallón de cuchillos o la brigada de tenedores no se convirtieran en armas blancas improvisadas. Y es que el ambiente se fue tornando negro. El párroco se vio rodeado de once personas desconocidas, y totalmente exentas de interés. A su izquierda, Antonio; a su derecha, Belén. Esta logró sacarlo de sus casillas. Tanto que la posibilidad de acabar en el infierno le pareció un castigo menor. Se trataba de una treintañera con el verdor de la hierba en su iris, con la rojez de las cerezas coloreando sus labios carnosos y con unos cabellos tan dorados que codiciaría el propio sol. Tampoco el Himalaya quedaba al margen de su gran atractivo físico. De hecho, comparado con el busto protuberante de la muchacha, la gran cordillera asiática no era más que un altozano. Pudo haber sido la mujer perfecta, pero de mujer solo tenía el físico. Por lo demás, era la reina Halitosis, de fétido aliento sin parangón, y la princesa Descaro. Durante la cena no dejaba de sobarle la entrepierna a Francisco, quien dedicó más tiempo en apartar de su bragadura las manos libertinas de la rubia que en retirar las espinas de su lubina.

— ¡Ay, padre, qué me voy a morir sola! ¿Hay alguna más guapa que yo en esta sala? No, ¿verdad? Entonces, ¿por qué no tengo novio? –dijo Belén a Francisco con aspavientos propios de un culebrón de serie B.
— Estás buenísima, Be. Pero es que te echa peste la boca –interrumpió un invitado.
— Sí, padre. Has oído bien. ¡Dice que tengo halitosis! Ja. Siempre me lo han dicho, pero es mentira. La gente, que es muy, pero que muy, pero que muy muy envidiosa. ¿A qué es mentira, padre?
— ¡Ajá! –dijo el cura interponiendo entre la boca de ésta y su nariz la servilleta-. No, no te huele –mintió con torpeza-.
— ¡Qué guapa está la novia, joder! –terció Antonio, intentando calmar los ánimos.
— Va a ser niña, seguro. ¡Hasta embarazada está más guapa! –comentó una chica, que frisaría los 24 años-. ¡Olé, mi prima!
— ¿Está embarazada? –se sorprendió la reina Halitosis-. Le sienta bien el bombo y todo.
— El bombo y el mambo –espetó de un modo grosero un exnovio de la novia.
— Cállate, Raúl –gritó la prima-. Como se enteren de que la dejó preñada un negro, en lugar de su marido, te arranco la lengua.
— ¡Ajá! –replicó él-. Tonta, ¡ya lo sabe hasta el cura! Pues sí, esta novia es una zorra, que la dejó preñada un cubano y que se ha casado de penalti con un cornudo. Y así va: de locutorio en locutorio.
— ¿Me estás llamando guarra? –replicó Belén-. ¿Qué no me hecho locutorio en los dientes? Callad, que se va a enterar el resto de invitados.
— Hija, cállate –interrumpió Francisco-. Tu boca es un charco pestilente, una cloaca, una almorrana, un huevo podrido, un sapo en proceso de putrefacción, un ano, el intestino grueso, una arqueta apestosa, una bolsa de basura con restos de sardinas de un chiringuito en verano… Una bomba atómica, una flatulencia androide, un insecticida para cucarachas, el anticristo… Vamos, das asco.
— ¿Quieres darme celos, Francisco? ¡Qué tierno! Ven aquí, que te voy a comer la boca –dijo Belén, sorprendiendo así a todos los comensales.
— Atrás, bicho –el párroco detuvo a Belén.

Francisco salió disparado hacia el aseo; Antonio, también, temiendo que, al haber gorroneado en aquella mesa de alborotadores, los novios se dieran cuenta. Por aquel entonces, tenía sesenta y seis años y no quería ser señalado por todos los dedos índices. Emilio, vestido de mariachi, lloraba a moco tendido en el excusado. De repente, el jubilado cornudo y el «unidor de cornudos en matrimonio» también acabaron plañendo, y no fue, precisamente, por ver a ese hombre calvo, con un sombrero y un traje negro de charro.

— ¿Qué te pasa, hombre? ¡A las mujeres cristianas ya no les gustan las rancheras! –lo animó el sacerdote, poniéndole la mano en la espalda.
— Hace cuatro meses mi padre cerró su empresa… Yo trabajaba allí… Pero por mérito propio, que conste. Ahora el dueño del salón de celebraciones me da algo de pasta si salgo con los mariachis a tocar. Es playback.
— ¿Plai já? Sea lo que sea, no te preocupes por hacer el ridículo con esa ropa –terció Antonio-. Si tienes estudios y experiencia laboral, enseguida te contratan.
— No tengo estudios, me salí a los dieciséis años… Pensé que con el negocio familiar tendría dinero seguro –gimió con más empuje-.Y lo peor es que ahí está la zorra de mi ex, la única novia seria que he tenido… Soy un desgraciado… Cortamos a los dieciséis años y desde entonces, no he conocido a otra mujer… Quiero morirme… No voy a ser padre nunca… Dadme un pañuelo, joder, que estoy aquí con la moquita y no me los dais –su carácter se agrió de golpe-. ¿Y yo por qué os cuento esto? No os conozco de nada.
— Pues yo estoy de bajón, también –confesó el sacerdote-. Siempre he sentido correr por mis venas el cristianismo, pero estoy perdiendo la fe. Los cristianos ya no acuden a misa; ya no perdonan; se traicionan sin pensarlo; la sociedad está corrompida… ¿A dónde ha ido a parar el mensaje de Dios?
— ¡Si yo os contara! –dijo Emilio reteniendo sus palabras sin éxito alguno-. Mi esposa, bueno, la que fue mi esposa, me ha puesto la cornamenta con todo bicho viviente. Es que es una puta, una hija de la gran puta. ¡Encima va y pone a mi hija en mi contra y me echa a la calle! Ahora soy un mendigo.



El final del convite fue una escena grotesca. Antonio, vestido de camarero; el novio, corriendo por el salón con la espada de la tarta en la mano; la novia, llorando por las esquinas, mientras que buscaba las bragas por debajo de la mesa; Emilio, robando comida de los platos y guardándosela en los bolsillos; Francisco, con el crucifijo entre los dedos e intentando exorcizar al padre que llamaba a su hija «puta» cual niña de ‘El Exorcista’. En resumidas cuentas, la amistad brotó en la mesa de los solteros, aunque un pétalo se marchitó nueve meses después. Este terceto de voces desafinadas se redujo a un dúo, cuando Antonio envenenó al nuevo novio de su ex esposa, y acabó, luego, en la cárcel. Ahora ese dúo, compuesto por Francisco y Emilio, luchaba contra sus demonios por afinar sus almas y sus voces, a pesar de rodearse de cantantes que soltaban gallos. Por desgracia, referirse a ciertas personas bajo la palabra “cantantes” era un recurso para cobardes y estetas, pues en verdad advertía que algunos individuos se habían propuesto arruinar cualquier tentativa de acorde y romper la armonía que parecía ahora sita, cuando menos, en Andrómeda.

-LISTA DE CAPÍTULOS-

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