sábado, 26 de abril de 2014

"Un derbi, alienígenas y una carpintería metálica" - SANTOS Y VILLANOS 10


CAPÍTULO 10. UN DERBI, ALIENÍGENAS Y UNA CARPINTERÍA METÁLICA
Una cosa es que todos los caminos conduzcan a Roma, y otra, bien distinta, es acabar encerrado en una carpintería metálica vestido de alienígena y con un vinilo de El baile de los pajaritos de María Jesús y su acordeón en las manos. Explicar cómo los senderos del azar habían perpetrado tal estrambótica escena no es tarea fácil. Por eso cabría empezar la narración desde el principio. Habría que remontarse al jueves por la noche. Carlos salió de copas para seducir a cualquier chica dispuesta no sólo a dejarse el pudor en casa sino también dispuesta a comprobar la calidad de los muelles de su colchón. Éxito absoluto. A medianoche se presentó con una jovencita, que, a juzgar por su apariencia, no debía tener más de diecinueve primaveras. Lo que sucediera entre las paredes de su habitación y por qué en el armario había tantos arañazos son dos cuestiones que no vienen al caso, a pesar de que con tantas marcas la madera parecía un collage de códigos de barras.


En cambio, los artículos 22, 27 y 28 del Reglamento del buen compañero de piso de Carlos son determinantes para esclarecer por qué Emilio llevó dos días después un maquillaje a base de talco, harina de maíz, manteca vegetal y colorante verde, y dos antenas en la cabeza, confeccionadas con dos esferas de poliespan y papel de aluminio. Estos artículos se resumían en evitar que los ligues de Carlos se encariñasen con él. Así pues, si a la fémina se le pegan las sábanas o se desiste a marcharse, los compañeros de piso deben sacarla del domicilio como sea. Por todos los medios. Sin más desayuno que una galleta integral. Si los esfuerzos resultan ineficaces, uno de ellos ha de disfrazarse de extraterrestre para simular una abducción alienígena. 


Viernes 25 de abril. A falta de cuarenta minutos para las doce, Carlos salió de su cuarto, desmerecido desde su llegada, con un esbozo de haberse puesto las botas con el cuerpo de la jovencita. Un cuerpo que, de ser cuna del éxtasis y de la pasión menos púdica y más carnal, se transformaría en cuestión de minutos en túmulo del deleite o en sarcófago de la excitación. «Os necesito, proletario. No podemos incumplir el artículo 22 del reglamento. Emilio disfrázate de alien; tú, Francisco, busca El baile de los pajaritos. En cinco minutos entrad a mi dormitorio. La chica de ayer no quiere salir», dispuso el mujeriego.

Visto y no visto, Carlos, Francisco y Emilio, caracterizado de extraterrestre, invadieron el dormitorio, mientras que de fondo sonaba el exitazo de 1981 de María Jesús. Yacía una muchacha, medio desnuda, con unas braguitas negras tan escuetas que se aproximaban a un tanga cristiano. Las sábanas ya no estaban metidas bajo el colchón por el pie. En esta ocasión envolvían el cuerpo albugíneo de esta y sus ornatos rosáceos como si de una crisálida se tratara. En realidad, eso es lo que deseaban, que saliera volando de la vivienda como Remedios la bella. Con todo, ya presuponían que nunca habría otro García Márquez. La humanidad no podría soportar tanto talento y tantas proezas literarias en un cuerpo humano. Por ello, se conformaban con expulsarla del inmueble, aunque el medio no le llegara a la suela del zapato a la escena de Cien años de soledad. Invasión, El baile de los pajaritos y acción.

— Mujer no mayor, tú-estáis-en-proceso-de-abducción-te-unirás-con-los-criaturos-de-otra-galaxia-ipso-cactus –expresó Emilio simulando ser un robot con serios problemas de gramática.
— Jovenzuela liberal, sal de aquí, no mires atrás –la agarró del brazo Francisco con el fin de sacarla de la cama.
— Ma mi prendi in giro? Dov’è il tuo disco volante? –preguntó ella estupefacta.
— No-ti-invintes-una-idioma-evacua-el-edificio-vas-a-sufrir-uno-abducción.
— Come? Non parlo spagnolo.
— ¡Vaya, era italiana! –se sorprendió Carlos.
— ¿¡No sabías qué no hablaba español!?–exclamó Francisco.
— No lo sabía. ¿Qué tiene de raro no saber su idioma? Me acuesto con las mujeres por muchas razones, que te podrían escandalizar, pero te aseguro que me la suda si habla español, italiano o danés… Aunque bueno si habla árabe…
— ¿Cómo te la ligaste entonces? –comenzó el sacerdote a vestirla.
— Non mi toccare! Chiamo la polizia!
— Por favor, Francisco, me ofendes. Estás hablando con el mesías del galanteo, el criminal de la castidad femenina, el Príapo pagano, el soberano del dios Sobek, el discípulo de Julio Iglesias o, simplemente, el dios de la seducción. Si hubieras leído “El as de lo exótico”, el capítulo quinto de Manual de seducción urgente, no me habrías preguntado eso.
— Dejémonos de tonterías y sigamos con nuestra misión –propuso el párroco, mientras le colocaba las diminutas braguitas a la italiana, aún de resaca.
— Mi lasci in pace, figlio di puttana –le pegó una patada al cincuentón.

La escena grotesca se saldó con la italiana huyendo despavorida y los tres compañeros celebrando el éxito de su misión intergaláctica. Y después de esto, queda por relatar por qué estaban aquel sábado por la mañana encerrados en una carpintería metálica. Ahora es el momento. Todo surgió cuando la tarde del viernes Emilio programaba el vídeo para un partido que llevan meses esperando. El partido más legendario. Mucho más que un derbi entre el Atlético y el Real Madrid, mucho más incluso que el superclásico entre este último y el Barça. Se trataba del derbi entre dos pueblos rivales, como Springfield y Shelbyville. Galínez del Azahar contra Hoya del Naranjo. Dos ciudades levantinas enfrentadas desde años. Una guerra fría destinada a finalizar en una cruenta masacre, donde los bandos enemigos luchaban contra sus hermanos, primos, cuñados, tíos y amigos. Si bien, décadas atrás, habían firmado una tregua para concluir las funestas relaciones, cargadas de munición, la rivalidad seguía candente. El legendario derbi comenzaba a las nueve de la noche, pero ellos desde las seis aguardaban frente al televisor. Con el reproductor de vídeo preparado para iniciar la grabación, con una docena de latas de cerveza Marbriel y con la firme voluntad de no levantarse del sofá hasta que Galínez del Azahar, su pueblo, se hiciera con el trofeo.

Para desgracia de sus intenciones, Emilio vio pasar por la plaza a la señora que perdió la foto donde aparecía Carlos de crío, o sea, su más que posible madre biológica. En realidad, al nuevo le resultaba baladí el marcador de los onces. Pequeño detalle que trastocó una intensa noche futbolera entre amigos, bajo el influjo de la pasión por el deporte y, mientras la ilusión perdurara, sobre el viento. Él les pidió que lo acompañaran. Quería alcanzarla y poder resolver una de las grandes incógnitas de su vida, adolecente de excesos y carente de respuestas. Por qué lo abandonó, habría intentado contactar con él o quién era su padre. Cuestiones que era necesario mudar en respuestas. A regañadientes, Emilio y Francisco aceptaron, previendo que antes del partido regrasarían. Craso error. A las nueve de la noche se hallaban encerrados en una carpintería metálica. Rodeados de láminas y barras de aluminio, hierro y acero inoxidable, planchas de panel fenólico, de herramientas de trabajo y de elementos de protección. Cascos, gafas antimpacto o monos de trabajo. La culpa de acabar allí, en el polígono industrial, la tuvo el adoptado. Efectivamente. Carlos, carismático y seguro en otras circunstancias, sufrió por unas horas lo que era tener una personalidad de cubo de Rubik sin resolver. Se sentía descolocado, confuso y desafiado al presentir que las casillas que, con el paso de los años, se asentaron, ahora, se hallaran dispuestas en orden aleatorio. Caos absoluto. Le atemorizó enfrentarse con su pasado así. Sin anestesia, con el dolor en carne viva y con su gozo habitual en estado de agonía.


De este modo, se camuflaron entre los materiales almacenados de la carpintería metálica, situada en un polígono industrial solitario. Carlos requería tiempo para decidir si quería saludar a su madre o no. Y el camuflaje fue eficaz hasta el punto de no percatarse de que esta y los empleados se habían marchado. ¿Cómo podrían salir de aquella nave industrial, cerrada a cal y canto? Emilio comprobó si había algún boquete; Carlos buscó la caja de llaves en la oficina; y, por su parte, Francisco intentó localizar una radio o una tele para no perderse el derbi. Ya había trascurrido el primer tiempo, así que con suerte podrían disfrutar del segundo. Algunas veces la fortuna les sonreía; otras muchas les pateaba por doquier. Esta vez la balanza se inclinó por el segundo caso. Como casi siempre. Por desgracia. «Yo no veo ninguna llave, Emilio», le avisó Carlos participando de tú a tú, codo con codo, con ellos. Perdiendo la sensatez y ganando en perturbación, Emilio se lanzó a tomar una sierra circular de mano, que halló en una de las mesas, y, poseído por el espíritu de un encarcelado, cortó los barrotes de las rendijas de la ventana. «¡Amigos, ya he encontrado la llave», gritó con efusividad el sacerdote. Tarde, demasiado tarde. Cuando el párroco alcanzó a Emilio, éste ya se encontraba escapando por la ventana. Aguardó a que Carlos saltara, y, finalmente, atravesó la ventana hasta salir de aquella jaula de metales y herramientas.

— De ese infierno proletario, he cogido estos tapones para los oídos –Carlos alzó los brazos para que los vieran–, cascos, gafas y una revista de tías en cueros. Nos servirá de ayuda.
— ¿De ayuda? –preguntó Emilio.
— Esta noche va a ser muy dura. La ciudad estará celebrando la victoria de Galínez del Azahar o llorando por la derrota. Habrá gente bañándose en las fuentes públicas, tocando el maldito claxon de los coches y haciendo botellón. O sea, si nos los encontramos, podríamos saber quién ha ganado. Tenemos que hacer cómo si esta noche nunca hubiera existido, llegar a casa y ver el partido sin saber el resultado.
— Cierto, el partido es aluci… cómo decirlo…nante. ¡Alucinante! –exclamó excitado Emilio.
— Poneos estos cascos, los tapones y estas gafas –el clasista se los entregó–. Para que no veamos nada, he pintado los cristales con rotulador permanente y he dejado un pequeño agujero para no caernos.
— ¿Y la revista de estas tías en cueros? –indagó el sacerdote–. ¿¡Por qué mierdas pone desnudo integral si la tía sale en bikini!?
— ¡Cuánta razón tienes para ser cura! Dentro aparecen pibones de verdad. He cogido la revista para vosotros, para que os entretengáis. Los burgueses no tenemos que comprar revistas de este tipo. Cuando queremos ver tías en bolas, salimos de copas y esa misma noche las desnudamos.
— ¡No te parto la boca porque has tenido una buena idea! Pero, eres un fantasma, que lo sepas. ¿Ahora qué? ¿Me vas a decir que has quitado más sujetadores que calzoncillos te has puesto?
— ¡Basta ya! Tenemos 35, 40 y 53 años y parecemos aún chicos de parvulario. Escondámonos por aquí cerca y sobre las seis de la mañana nos vamos para casa. Ya prácticamente no habrá nadie por las calles –terció el párroco.
El trayecto no fue sencillo. Ver por un pequeño agujero, mirando el suelo para no toparse con conocidos o leer, por error, una pancarta donde se leyera «Viva Galínez» o «¡Campeones!» no era plato de buen gusto. Por el camino, alguna vez soltaban maldicientes «¡mierda! ¡me cago en todo!». Pero, tranquilos, eso ocurrió porque se chocaron contra el buzón de Correos, pisaron un excremento de perro o, al ir agarrados de la mano, haciendo una cadena humana de tres eslabones, Carlos, el eslabón central se estampó con otra una farola.

Magullados, doloridos y cansados, pero atiborrados de ilusión, a las diez de la mañana del sábado pusieron los pies en la casa cural. Encendieron la tele, rebobinaron la cinta de vídeo y se sentaron dispuestos a deleitarse gritando «Árbitro, cabrón», emocionándose en los contraataques, sintiendo la pasión de los forofos y brindando con los botes de cerveza Marbriel por los penaltis perdidos de Hoya del Naranjo. 0-0. Pasado el segundo tiempo, habían empatado. De golpe la grabación se paró; la excitación y la pasión futbolera de los tres, también. Qué pasó. Sencillamente Emilio había programado el vídeo para que grabara durante algo menos de dos horas, por lo que la prórroga no quedó registrada. Tonto, idiota, descerebrado, retrasado o joputa fueron algunos insultos que recibió. Empero, no todo fueron desgracias; Galínez del Azahar, su equipo, ganó.

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