CAPÍTULO 6. UN COSTALERO EN LA NEVERA Y UNA TARTA DE
CUMPLEAÑOS
¿Cómo echar de casa a un okupa? Llamar a la
policía, simular un incendio doméstico, realizar prácticas satánicas y
nigrománticas, o atravesar la puerta del baño con una motosierra. Fueron medidas
que, tras ejecutarlas, no resultaron tan solventes como parecían. «Si no puedes
con tu enemigo, únete a él», pensaron. Así que, un día después de su llegada y
después de prometerles que el okupa podría vivir con ellos, este salió del
aseo. Poco a poco fue despojándose del miedo y de la inseguridad. No era fácil
dialogar con tres hombres capaces de hacer cualquier locura por echarlo. Con
todo, el costalero sacó fuerzas de flaqueza recordando que si había conseguido
hablar con un banquero, o sea, una bestia vampírica y sin escrúpulos del
dinero, podría sobrevivir entre un sacerdote loco, un engreído cirujano y un
camarero luchando contra la eterna soltería. Estaba tan cansado que llegó a
dormirse en el sofá. La nutrición pobre, las pésimas condiciones sanitarias,
las preocupaciones enquistadas y dormir a la intemperie. Todo ello había
despertado su ingenio y su sagacidad. Pero, en esta ocasión, estaba tan cansado
que, al dormir la siesta, la agudeza también había quedado subyugada al sueño.
— Tenemos que aprovechar ahora. ¿A alguien se le
ocurre cómo sacar a esta sanguijuela de aquí? –preguntó Emilio.
— Es verdad. Este quiere quedarse aquí, comer,
dormir y usar mi baño gratis. Por toda la cara –comentó Carlos-.
— Eso te digo yo a ti. Desde que has llegado, te lo
hemos pagado todo y encima no colaboras en las tareas –le reprochó.
— ¡Si me das jaque, que sea mate! Me siento
ofendidamente ofendido. Yo que os voy a invitar a mi chalé, como si fuerais dos
personas con clase y elegancia, y no dos proletarios. Yo que alegro vuestras
vidas infelices. ¿A qué me voy y no me veis el pelo nunca? –amenazó Carlos con
escasa credibilidad-.
— ¡Pues vete!
— ¡Oh, Señor! ¿Qué te he hecho a ti? Yo que siempre
he marcado la casilla de la renta a favor de la Iglesia católica. Bueno,
escuchadme, os voy a ayudar –rebuscó en su bolsillo hasta sacar una tarjeta
naranja-. ¡Aquí está! Reglamento para
expulsar con educación a invitados que se resisten a marcharse. No es
exactamente lo que buscamos, pero nos ayudará. También os puede prestar Reglamento para eliminar la grasa incrustada
de la cocina, o Reglamento para desterrar
marsupiales de tu dormitorio.
— ¡Madre mía del amor hermoso! ¿Cuántas tarjetas
llevas ahí? –dijo sorprendido Francisco.
— En el bolsillo, unas pocas. Pero tengo escritas
unas ochocientas noventa y tres. Y esto va en aumento. ¡Tengo una idea! ¿Os
suena el caballo de Troya?
— Claro, claro –titubeó Emilio-. El caballo de
Troya es un caballo que vivía en Troya.
— ¡Para que luego digan que la escuela pública es
de calidad! En la Guerra de Troya, los griegos construyeron un caballo de
madera, con un vientre grande en el que cabían muchos soldados. Con él
vencieron a los troyanos. Si queréis información, consultad la Wikipedia.
— ¿¡Quieres que construyamos un caballo!? –expresó estupefacto
Emilio-. Ni hablar. Yo me quedé en el nivel de hacer collares con macarrones… Y
ahí sigo.
La idea de Carlos consistía en introducir al okupa
en una nevera. Sería más fácil mientras estuviera dormido, así pues se
apresuraron para salir a la calle y se apropiaron de un frigorífico abandonado
junto a los contenedores. Uno lo agarró de las piernas; los otros dos, de
sendos brazos. Acto seguido, llamaron al chatarrero para que se llevara el
electrodoméstico. Problema resuelto.
Tras ese sábado de locura, llegó el 20 de abril o
Domingo de Resurrección. Un día que adquiría más relevancia para Emilio.
Cumplía cuarenta añazos. Según él, esa era la fecha límite para encontrar un
trabajo estimulante, una familia, casarse con una buena mujer y tener
descendencia. Lo había intentado por activa y pasiva. Empero, para su ánimo
compungido, había fracasado con estrépito en la persecución de todos estos
retos. Qué se le iba a hacer. Tenía muchos acicates para no perder la sonrisa
de su boca y el brillo de sus ojos. Amigos en quienes confiar inseguridades y
duelos internos. Un padre, que después de ingresarlo en una residencia de
ancianos, seguía amándolo. Una chica, que no era su novia, pero tampoco era una
amiga convencional, a la cual deseaba conocer mejor. ¿Qué de desdichado tenía
eso? Nada. Sin lugar a dudas, su única desdicha era haber construido sobre sí
mismo unos pilares inflexibles, ficticios y traicioneros, que le obligaban a
cumplir a rajatabla sus propias expectativas desmedidas. Ahora se estaba
concienciando de que en la búsqueda de la felicidad, no había que sentar bases,
sino sentarse a reflexionar y a defender la libertad y los mensajes que su
corazón le enviaba. Día tras día, noche tras noche. De una vez por todas,
quería oír y ser fiel a sus sentimientos. Ya estaba cansado de desoírlos y, por
ende, sufrir consecuencias más terribles que saltarse veinte semáforos en rojo
o ir en dirección prohibida. Remordimientos, angustias y muerte. En ese
momento, sus vísceras le ordenaban visitar a su padre y eso fue lo que hizo.
Don Francisco, una vez celebrada la misa y la
procesión, se encargó de los preparativos de la fiesta de cumpleaños sorpresa.
Recorrió supermercados, grandes superficies y pequeños comercios con el fin de
buscar la comida favorita de su amigo. Si bien este era entrado en años, seguía
siendo una persona con ilusiones o, más bien, una persona rescatando a la
desesperada las esperanzas que habían sobrevivido al cataclismo de su vida. Buscó
el regalo perfecto en El Corte Inglés, pero ningún artículo cumplía su
objetivo. Hallar algo que lo entusiasmara, que le evocara la felicidad de
tiempos pretéritos y le impulsara a deleitarse con un futuro, que, si él se lo
proponía, podría ser la época más fulgurante de su existencia. Buscaba, pues,
un obsequio que lo retrotrajera con la capacidad con que una taza de chocolate
caliente y espeso consigue que los males sean un tanto más benévolos. Tales
pretensiones se materializaron en un collage
de fotos con los instantes más relevantes de su existencia.
Carlos se quedó en casa toda la mañana, encerrado entre cuatro paredes, mientras que sus nervios y rabia llegaban hasta la casa de la vecina. Se entretuvo leyendo el diario deportivo con la tele encendida. De repente sonó el timbre. Abrió. Era una vecina con una sonrisa angelical. A primera vista parecía tan inofensiva que le llegó a dar miedo. Demasiado inofensiva para su gusto.
— Buenos días, Antonia, ¿dígame?
— Buenos días, hijo. Venía a preguntarte si por un
casual tenías un cuarto de harina.
— Sí, tengo. Gracias por preocuparse –dijo Carlos
sin advertir que se trataba de una petición-.
— Que digo que si me lo podías prestar, guapetón.
¿Tú de quién eres hijo?
Carlos se dirigió a la cocina, tomó un paquete
empezado y se lo dio. «Aquí tiene, señora, la harina». Aprovechó, entonces,
para pedirle algo más: tres cucharadas de Maizena. Esa mujer estaba abusando de
su confianza y encima había pretendido indagar en su vida. En lugar de
proporcionarle harina fina de maíz, le entregó yeso. «¿Qué se ha creído esta
mujer decrépita? Pues ojalá te envenenes con el yeso, zorra», pensó.
Cuando se marchó, respiró aliviado. Ahora podría
seguir con su lectura tirado en el sofá. Pero no por mucho tiempo. Antonia
volvió a llamar.
— Mira, hijo, ¿tienes azúcar? Con medio kilo me voy
tan contenta.
— Sí, claro. Si quieres un día te enseño lo que son
los supermercados. Corre por ahí la leyenda de en ellos se vende comida –le
espetó Carlos con ración de ironía incluida; fue a la cocina, pero no por
azúcar, sino por sal.
— ¡Gracias, cómo quiera que te llames! Es que estoy
haciendo una tarta de muerte y me faltaban algunos ingredientes. ¡Claro! Como
soy celíaca y diabética, pues nunca compro estas cosas.
— ¿Algo más, señora? Estoy muy ocupado perdiendo el
tiempo.
— Sí. También tengo la tensión altísima, alergia al
olivo, asma, sordera, osteoporosis, artritis, ansiedad, una piedra en el riñón,
colesterol…
— ¡Oh, qué señora más entrañable! –exclamó Carlos
con ironía y desdén-. ¿Quiere algo de comida, de comida, o va a seguir
tocándome las narices sobre lo podrida que está? ¿No, verdad? No quiere nada
más. Pues, adiós –cerró la puerta con portazo–, cuéntele a sus nietos sus
mierdas antes de que se muera, que lo raro es que siga viva con esas
enfermedades.
Como era de esperar, Antonia regresó. Sacó él su
iPhone, seleccionó con el dedo una aplicación y sonó la sintonía de Mercadona.
— Mercadona, Mercadona –cantó el treintañero-.
Supermercados de confianza. Siempre precios bajos. ¿En qué le puedo atender?
Hoy le recomendamos unas gambas fresquísimas y chuletas de cordero –habló como
si fuera un tendero-.
— Un par de huevos.
Repitió la misma jugada. En esta ocasión, optó por facilitarle
unos podridos, que le habían sobrado de una manifestación en defensa de los
derechos de los trabajadores. Pero no luchó por ellos, sino contra ellos.
La celebración fue sencilla, previsible y un tanto infantil. Con todo, los tres compañeros y Débora supieron disfrutar del momento. Hasta que llegó alguien. ¡La vecina! ¡Con una tarta! «¡Feliz cumpleaños, vecino! Te he hecho este pastel de chocolate con nueces». Los allí presentes se la hubieran comido por los ojos y por la boca, salvo Carlos, que sabía que su tarta era explosiva para cualquier estómago. Débora corrió hasta la cocina por una cuchara para que Emilio probara el pastel. Se la dio a su amigo. «Suelta la cuchara por Dios, suéltala», gritó Carlos con los ojos cerrados. No quería ser partícipe del envenenamiento. Ya era tarde. Emilio se había llevado a la boca una cuchara –de las grandes- cargada con ese bizcocho endiablado. De golpe sintió arcadas y le espetó a la anciana: «Hija del diablo, ¡¿qué porquería es esta?!». Veinte minutos después cayó al suelo. Y pocos minutos más tarde una ambulancia lo transportaba en una camilla incómoda hacia el hospital. Allí entre camillas Carlos le detalló los ingredientes de la tarta a sus compañeros, al doctor y a una enferma de generoso escote. Era, tal vez, la tarta de cumpleaños que casi asesina al cumpleañero. Menos mal que existía el lavado de estómago.
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