CAPÍTULO 4. MANUAL DE SEDUCCIÓN URGENTE
«¡Ya llegó el miércoles 16!», gritó el sacerdote
nada más despertar. Llevaba días contando las horas, los minutos y los segundos
que le separaban de su debut como profesor en un instituto católico privado. Meditó
demasiado antes de aceptar el trabajo. Pero, por mucho que su vagancia y las
obligaciones del sacerdocio intentaran detenerlo, acabó firmando el contrato.
Los grandes alicientes fueron la duración escueta del mismo –dos semanas,
durante el periodo vacacional– y la oportunidad de hacer llegar los valores
auténticos del cristianismo, muy alejados de lo que las altas esferas
eclesiásticas, a los jóvenes. Estudió el libro de texto de pies a cabeza, sin
desdeñar ningún apartado ni ningún esquema. Resolviendo, incluso, cada uno de
los ejercicios propuestos.
El centro no resultaba nada acogedor. Paredes
repletas de cuadros de santos, crucifijos de madera y carteles de actos
religiosos. Desde su inauguración habían pasado unos cuarenta años, pero, a su
parecer, jamás gozó de un buen mantenimiento. Las paredes, oscuras y
agrietadas; y el suelo, con las juntas, oscuras y mugrientas. Toda la pulcritud
moral que se exigía en aquel instituto se echaba en falta en lo tangible y
terrenal. Cruzó la puerta que separaba un pasillo silencioso de un aula
abarrotada de adolescentes. Adolescentes, que, por sus calificaciones ínfimas,
pasarían sus vacaciones entre libros, cuadernos y pizarras llenas de tiza.
Francisco vacilaba qué actitud le convenía más. Una opción interesante era
mostrarse severo, exigente, desconfiado y sádico. Le reconfortaba pensar que
jamás le pincharían las ruedas del coche, principalmente, porque no tenía. Otra
opción para tener en cuenta era ser amigable, enrollado y simpático, pero, por
experiencia propia, sabía que esa actitud es característica de esos profesores
que, tarde o temprano, acaban clavando los puñales por la espalda. Optó por la
primera opción. En teoría. Pero, lo cierto es que en la práctica cayó en la
terrible modalidad del docente novato. Tanto es así que mezclaba sin ningún
reparo expresiones cálidas, como «¿cómo vais, colegas?», y el tratamiento de
señor y «ustedes» a sus discentes. La primera lección la dedicó a la historia
de la creación del mundo según el Génesis.
— En resumen, los seis primeros días creó la luz;
separó los cielos y la tierra; agrupó las aguas, que serían los mares actuales;
ordenó que la tierra produjera frutos; creó los astros; se encargó de que el
mundo estuviera atiborrado de animales y, por último, creó al ser humano a
imagen y semejanza suyas. El séptimo descansó –sintetizó Francisco después de
una extensa exposición-. ¿Alguno de ustedes tiene alguna pregunta?
— Sí –exclamó un estudiante con la mano alzada-. ¿Y
qué hizo Dios después del sexto día? ¿Solo descansar? ¡Y nosotros aquí desde
septiembre! ¡Increíble! Cura, ¿y dónde hay que apuntarse para ser un dios?
— Adolescente imberbe, ¿¡cómo te atreves a
blasfemar de esa manera!? El cristianismo defiende el monoteísmo. No hay más
Dios que Dios.
— Eso es mentira. Messi también es un dios
–interrumpió otro estudiante-.
— Troncos –intentó explicarles el sacerdote-, Dios
nos protege cada día, vela por nosotros. Mis jefes falsos se arrodillan ante la
riqueza. Nada más. Pero el verdadero jefe, nuestro Dios, está ahí cada día, nos
escucha y nos ama. Es como una luz que alumbra la oscuridad de nuestros
corazones. ¿Acaso hay alguien capaz de hacer tanto por nosotros?
— Sí, profesor. Jesús y el Espíritu Santo –propuso
una chica de gafas con buenas intenciones–.
— ¿De verdad quién os da clase de religión
normalmente? ¡Necesitáis un buen repaso! –se sorprendió Francisco.
— Tranqui, cura, a Helena ya le da un buen repaso
El Balas –gritó un tal José.
— Joputa –insultó aludida Helena-. ¿Nuestra
profesora? Una zorra e hipócrita anciana que nos obliga a llevar braguitas
cristianas. También dice a los chicos que cuando les «pique la pilila», se den
una ducha fría.
— Haya paz, haya paz, alumnos y colegas. Lo decía
porque Jesús, el Espíritu Santo y Dios Padre son la misma persona.
— Profesor, ¿estás borracho? ¿Ves triple? –preguntó
Helena, mientras se rascaba sus genitales-. Yo en los botellones también veo
doble. ¿Podemos salir ya?
— Recordad el misterio de la Santísima Trinidad. Y
no, no podéis salir. Norma básica: la clase acaba cuando suene el timbre, aquí
tiempo libre ni mencionarlo.
Cuando sonó el timbre, recogió sus libros e hizo
ademán de salir de esa aula. La felicidad fue fugaz. Para su desgracia, el jefe
de estudios le anunció que tendría que dar la siguiente clase. Biología y
geología. Nada más y nada menos. Suspiró, comenzó a sudar, se quedó sin saliva.
Cómo saldría de aquel dichoso atolladero, se preguntó. Observó la programación
didáctica. Más problemas aún. Para colmo, le tocaba explicar la teoría del Bing
Bang. Buscó información en Wikipedia, Rincón del Vago o en algún que otro blog
y lo que encontró lo desalentaba aún más. Un universo que se expande, un tal
Edwin Hubble, la teoría de la relatividad de Einstein o las fluctuaciones
durante la fase inflacionista. Todo ello le resultaba tan ajeno como la cultura
nipona, las discusiones de pareja o la tranquilidad. Improvisó. Se guardaba
varios ases en la manga. Pasar lista y comentar cómo de antiguas eran las fotos
de los alumnos, irse por las ramas o dictar los apuntes con la lentitud más
flemática. Se sintió como el Cid Campeador cuando consiguió dictar todos los
párrafos. Miró su reloj. Faltaban veinte minutos para el descanso. «Idos al
recreo, mañana responderé vuestras preguntas», dijo sin pensarlo. Demasiado
había hecho ya por educar a esos jóvenes. La culpa no la tenía él, sino un
dirigente que, prefería invertir el presupuesto en cosas insignificantes, en
lugar de lo esencial. No se quería imaginar cómo sería el mundo si a un
dentista le obligaran a realizar un baipás coronario, o a un oftalmólogo, una
vasectomía.
Por la noche, al llegar a casa, se encontró con
otro panorama desalentador. Emilio discutía con Carlos, el nuevo, que había
incumplido una norma básica. Fumar. La casa olía a tabaco. Apestaba a tabaco.
Atufaba a tabaco y reyerta. «Maldita sea, ¿dónde se ha visto que un patrón,
alguien como yo, tenga que obedecer a dos proletarios?», se preguntó en voz
alta. Cuando apagó el cigarrillo, tuvieron una charla de hombres. O de mujeres.
Más bien, una charla de hombres sobre mujeres.
— ¡Tengo algo que contaros! –Emilio esperó a qué
preguntaran el qué-. Venga, preguntadme: «Emilio, ¿qué es eso tan importante y
emocionante que te ha ocurrido hoy?» Está bien –prosiguió al ver que ninguna
iba a indagar-, os lo contaré, pero no me atosiguéis más. Hoy en el bar una
clienta, bastante mona, me ha dejado en la bandeja del dinero…
— Eso no es emocionante, tío –interrumpió Carlos-.
¿Todavía te sorprende que te dejen?
— Calla. Estaba diciendo que me ha dado su… ¡Número
de teléfono! Y un pósit, donde ponía «ya mame y quedamos, guapete». Aquí lo
tenéis –le enseñó el papel al nuevo.
— ¿Le das garrafón a los clientes? Además, ha
escrito «ya mame» en lugar de «llámame». Se nota que es una pobre que no tiene
cuartos ni para ir a la escuela privada. Esta tía alucina.
— Alucina no. Es aluci… cómo decirlo… ¡Alucinante!
La voy a llamar.
— No lo hagas. Te habrá visto cara de panoli y
dirá: «A este lo emborracho y le saco un riñón por la cara».
— Claro, claro, «Carnicería Emilio, llévese la
carne ya cortada. Sin esperas, sin pérdidas de tiempo» -terció Francisco con
aspavientos y un tono triunfal. ¡¿De dónde has salido, Carlos?! Vas a durar
menos en esta casa que una barbie
polioperada en Supervivientes.
— ¿Que me quiere sacar un riñón por la cara –se
asombró Emilio-? ¡Cómo va a salir un riñón por la tráquea! ¡Y yo que pensaba
que se hacía un corte en la zona lumbar! Bueno, lo voy a intentar. Por intentarlo
no se pierde nada.
— Sí, un riñón –dijo maldiciente Carlos.
— ¡Los cojones! –soltó con actitud burlesca el casi
cuarentón.
— También, también. Bueno, alégrate. Sería la
primera vez que una mujer se interesa por ellos. De acuerdo –intentó rectificar
al ver el asco que estaba levantando en ellos-, voy a mi cuarto a coger una
cosa que le será de ayuda.
Dos minutos después regresó al comedor. Llevaba un
libro en la mano, no muy extenso. «Arrodillaros ante esta obra maestra de la
seducción. Este es el M-A-N-U-A-L D-E L-A S-E-D-U-C-C-I-Ó-N U-R-G-E-N-T-E. Hace
cinco años lo publiqué y fue un gran éxito de ventas. Supongo que no lo
comprasteis, porque, si no, no estaríamos ahora hablando de S-E-D-U-C-C-I-Ó-N.
Esto sí que es un libro sagrado». Emilio repitió la palabra «seducción» con la
misma cadencia con que Gollum dijo «es mi tesoro» en El señor de los anillos. «Sí, seducción. Eso que siempre has
querido hacer con las chicas, pero no lo consigues, porque eres tan desgraciado
y repugnante como una cucaracha en una tortilla. Pero, amigo proletario, tu
mala racha se acabó». Abrió el ejemplar por la página 198 y comenzó a leer diez
consejos.
Emilio aplaudió tanto por esa decena de lecciones,
que lo raro fue que sus orejas no rompieran en un sonoro aplauso. Le pidió el
libro a Carlos, el autor de estos, pero él lo desestimó: «Ni hablar. Mi libro
nunca. Que los obreros tenéis las manos siempre sucias. Si quieres un ejemplar,
te lo compras». Emilio se fue a dormir contento no, lo siguiente. En cambio,
una vez don Francisco y el nuevo se quedaron a solas, el párroco le preguntó si
esos trucos iban en serio y le transmitió sus sospechas de que eso jamás
triunfaría. A lo que Carlos le contestó: «No te engañes, tu amigo del alma solo
puede seducir dando pena, así que le he enseñado los consejos del capítulo “El
as de la lástima”».
-LISTA DE CAPÍTULOS-
MANUAL DE SEDUCCIÓN URGENTE - Capítulo 11 198
- Antes de abordarla, comprueba que esa supuesta chica no es un póster de Dora la Exploradora, o una valla publicitaria de La Lechera de Nestlé (esa mujer con un cubo en la cabeza es solo un dibujo) o el payado de McDonald. Evitarás una gran pérdida de tiempo.
- Jamás de los jamases le regales flores. Seamos sinceros, ninguna chica en su sano juicio se quedará hasta el final de la cita. Puede fingir que es alérgica a las flores y te deje plantado. Por cierto, si quieres que no se marche tan pronto, tiene dos opciones legales. O quedar con una coja y esconderle las muletas, o invitarla a todo.
- No digas, bajo ningún concepto, que lo que más te gusta de ella son sus ojos. Ya es demasiado tarde. Seguramente te hayas tragado todas las canciones de La oreja de Van Gogh y ahora, cuando quieres ser un hombre de verdad, solo se te ocurren mariconadas. Dile que te gusta todo de ella, incluso su páncreas.
- Nunca le pidas un beso. Mírate en el espejo. ¿Te besarías a ti mismo? No, ¿verdad? A no ser que tu pretendienta sea bruta, ciega, sordomuda, torpe, traste o testaruda, ¿crees tener alguna posibilidad? Venga, tío, asúmelo.
- Queda con ella en lugares con poca iluminación. Cualquier mujer, si te viera demasiado bien, saldría por patas. Además, a oscuras puedes esconder mejor cualquier posible resto de comida entre los dientes.
- Jamás hables de fútbol con una mujer. Ellas son como los cerdos, no saben apreciar el caviar. Háblales, por ejemplo, de tus maquetas de Messerschmitt Bf 109 o de Polikarpov I-15, y de tu afición por los zombies. Si no se marcha, el resto será pan comido.
- Colonia y perfume. Échate mucho. Si se te reseca la boca con los nervios y acabarás apestando más que el ano de una mofeta, así que llevar demasiada colonia disimulará el olor.
- Vístete con elegancia, ni demasiado clásico, ni demasiado moderno. Plantéate llevar traje de marca. Recuerda que la próxima vez que puedas ponértelo quizás sea el día de tu entierro. Además, en el átaud no luce igual. Una camisa moderna de cuadros siempre triunfa, a no ser que entiendas por «moderno» comprarla en Modas Paqui & Hijos.
- Péinate y acicálate. No tienes la culpa de ser tan feo, soso y aburrido, pero sí de no llevar gomina. A ser posible, extrafuerte. Si no eres firme y decidido, procura que al menos tu cabello lo sea.
- Si la chica está buena, preséntasela a Carlos. Sí, ese hombre guapo, seductor, inteligente y de ojos marrones. Este hará el gran sacrificio de pernoctar con ella en el hotel para comprobar sus cualidades.
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