CAPÍTULO 3. HAMBURGUESAS EN ALMÍBAR
Donde viven dos, malviven tres. Francisco y Emilio
ya estaban acostumbrándose a cocinar para dos, a comprar paquetes de dos
unidades y a entrar en el baño sin esperar a que un anciano rollizo desalojase
el aseo. Ese gozo se dio a la fuga con la rapidez con que el gas huye al
encontrar un resquicio. ¿Quién fue el convicto? Jamás se desvelará.
Posiblemente, si Honorio, un antiguo compañero del párroco, no le hubiera pedido
que hospedara a un familiar en su casa, nada de esto habría ocurrido. Nombrar
esa situación era completamente inviable. Sería limar las aristas y reducir esa
realidad a lo puramente anecdótico. Empero, algo más viable parecía determinar
cómo, dónde, por qué y cuándo surgió. Desde que Francisco llamó a Honorio para
aceptar su propuesta, y, en concreto, cuando a las nueve y veinte de la mañana
un caballero de treinta y cinco años, que llamó al timbre dejándose la vida en
ello, se presentó.
— Buenas, soy Carlos. Gracias por acogerme. Si
hacéis méritos, este verano os invitaré a mi chalé –dijo el invitado engreído.
— Bienvenido. Estás en tu casa –respondió el
sacerdote con un tono hospitalario.
— ¿Dónde está mi dormitorio? ¿Mi colchón será
viscoelástico? Mis huesos no van a reposar en un puto camastro y con sábanas de
algodón. Antes una tumba y una mortaja.
— ¿Perdón? –terció boquiabierto Emilio.
— Estás perdonado. No te sonrojes.
— ¿A qué te dedicas? –indagó Francisco
maldiciéndose por haber aceptado en su hogar a ese malcriado y ególatra.
— Confórmate con saber que gano mucha pasta. Tengo
asuntos que resolver en esta ciudad y, en lugar de ir a un hotel lujoso, he
preferido por algo más modesto para conocer más sobre la gente de vuestra
calaña.
Así Carlos llegó a sus vidas. Cada vez que se
miraba en el espejo se veneraba a sí mismo por sus ojos marrones, su cabello
castaño, por medir un metro ochenta y por tener un cuerpo delgado y musculoso. Guapo,
atractivo, seductor, apuesto, elegante, interesante, divertido, inteligente, respetado,
sociable, sincero, valiente, moderno, buena gente, tolerante, sensato, humilde,
honesto, solidario y rico. Así es cómo se veía. Pero, visto bajo el prisma de
la objetividad, era todo lo contrario. Un guaperas de medio pelo, egoísta,
insolidario, arrogante, engreído, antipático, altivo, orgulloso, grosero,
xenófobo, clasista, borde y terco.
Don Francisco se hubiera quedado en casa toda la
mañana escudriñando la vida de ese ser maleducado e idiota, pero las tareas
eclesiásticas pesaron más. Tenía que reunirse con la cofradía y ensayar la
solemne procesión del Silencio. El balance de la mañana fue positivo, aunque,
como todos los años, acabó discutiendo con el capataz, el contraguía, los
costaleros e, incluso, con los nazarenos penitentes. Luchas de ego, en resumen.
Fue un milagro que las cruces, que portaban los penitentes, no sirvieran de
espadas o que varios cofrades no acabaran ensartados en ellas, cuales pinchos
morunos.
Cuando regresó al mediodía, Carlos continuaba
deshaciendo la maleta y colocando trajes, camisas, jerséis o pantalones de
marca en las perchas. Pese al peso que soportaba, la barra del armario no se
desplomó. Hasta nuevo aviso, la física había quedado desarticulada. Entonces,
Emilio se marchó al trabajo. Sí, al trabajo. Llevaba más de un año sin trabajar
–si es que jugar al Buscaminas o deleitarse con chicas ligeras de ropa en la
pantalla del ordenador se puede llamar «trabajo»–. Sea como sea, volvería a
tener un sueldo y un contrato gracias al enchufismo –ventajas de tener amigos a
golpe de talonario y de chantajes-. Salió de casa uniformado y hecho un pincel. Aseado,
afeitado, bien peinado, con las manos y las uñas limpias y cuidadas, con una
camisa blanca de manga larga, un pantalón de pinza negro y unos zapatos del
mismo color. João, su jefe portugués, le explicó primero las distintas tareas
que tendría que desempeñar y, luego, le ordenó que atendiera las mesas. Había
llegado el momento de poner en práctica todo su escueto talento, parte del
protocolo de la hostelería y algo de lo que había practicado en casa. Todos sus
esfuerzos fueron en vano. Sus piernas temblaban asombrosamente; buscó cobijo en
los mensajes de ánimo de una camarera obesa, en la sonrisa de otra camarera, joven,
escultural y licenciosa, y en la propina de unos clientes extranjeros.
Gratificación en forma de cupón descuento para limpiar el coche por la mitad de
precio. Pero no tenía coche, ni carné de conducir. Qué más daba. Cualquier
apoyo se agradecía después de haber cometido errores tan graves como confundir
los pedidos, asesinar copas y jarras de cerveza y zaherir a varios clientes
que, a mandíbula batiente, se burlaban de sus meteduras de pata. Tales como servir
por error un lingotazo de orujo a un chiquillo de seis años, carne de cerdo a
un musulmán, y chuletas de cordero a un vegano.
A las diez de la noche, ya en casa, habló en la
cocina con Francisco, mientras Carlos seguía en el baño. La conversación se
nutrió de las cavilaciones sustanciosas sobre el nuevo y de preguntas del
párroco acerca del primer día de trabajo del eterno soltero.
— Una cosa. ¿Y cuánto has ganado? –preguntó con
curiosidad el sacerdote.
— Menos ochenta y dos euros.
— ¿¡Cómo!? ¿Trabajas para perder dinero? Hazte cura
y c’est fini.
— Se supone que el portugués me va a pagar a seis
euros la hora, pero hoy me ha tocado pagar. ¡Le he roto un puñado de cosas! ¿¡A
quién se le ocurrió inventar o descubrir el vidrio!?
— Eres patético, amigo mío.
— ¿Patético yo? –replicó Emilio ofendido
enseñándole el vale descuento-. ¿Cuántas veces te han regalado un cheque ahorro
para un lavadero de coches? Ninguna. Ja. ¿Ahora quién es el patético?
— Podría ser tan cruel como esas cadenas de
televisión que, por un contrato millonario con anunciantes de fiambres para
amas de casa con rulos y croquetas a diario, meten anuncios a traición en los
últimos minutos de las series, los más interesantes, por cierto, dejando a los
telespectadores el alma en vilo, el cuerpo helado y el odio ardiendo, haciéndoles
sentir desgraciados como un anciano que, tras un dulce sueño, se despierta y
descubre que esa sueca de senos turgentes o ese mundo de ensueño y lujo dejan
de serlo al regresar a su lamentable realidad de artrosis, dentaduras postizas
y… Cof, cof –comenzó a toser-.
— ¡Voy por tu Ventolin! Deja de hablar así de raro
–corrió hacia el cuarto del cura; cogió el inhalador y se lo entregó-. ¿Qué
decías?
— Hablaba de series, por supuesto, extranjeras. ¿Al
menos habrás ligado? Ahora las mujeres, con el calor y tal, enseñan más carne,
que no digo que me haya fijado –aclaró sin convicción-. Bueno sí. Pero, soy
casto y fiel a Dios como las gambas del Atlántico ultracongeladas.
— ¡Qué pibones, joder! ¿Te podrás creer que cuando
se marchaban besaba sus asientos? Mi jefe tendría que venerar a esas sillas por
haberse rozado con esos culos. ¡Qué digo! Culazos.
— Lávate, chorreas testosterona.
— A una le pedí su teléfono.
— ¿Y qué te contestó? –se interesó el sacerdote con
socarronería.
— Que ella no tenía de eso, que ella defendía el
medio ambiente y que se comunicaba con señales de humo.
— ¿Y qué le contestaste? –Francisco contenía la risa.
— Al principio no me lo creí, pero como fumaba
pensé que con el humo me estaba mandando señales. ¿No es fantástica? Debió de
decirme: «Me gustas, calvito». Y le propuse quedar este jueves para que me
enseñara a aprender eso de las señales de humo –calló esperando una reacción en
su amigo-. Me contestó que este jueves se quedaría afónica, y el viernes, y el
sábado, y el domingo…
— Dios, esa chica es la puta ama. ¡Cómo te toreó!
¿Qué tiene que ver la voz para hacer señales con las manos?
— ¡Qué desconfiado te has vuelto para ser
cristiano! Supongo que sería sordomuda de manos.
— ¡Y hamburguesas en almíbar! –exclamó el párroco.
Entró, de repente, Carlos y se incorporó a la
conversación.
—
¿Hamburguesas en almíbar? ¿Qué es eso? ¿Vais al McDonald’s? –preguntó-.
— No. A nosotros nos gusta comer sano –respondió el
cura-. «Hamburguesas en almíbar» es algo que decimos cuando… cuando… Díselo tú,
Emilio.
— Es algo que se produce cuando eso interactúa con
aquello, y luego le sucede eso, apetece eso de por ahí. ¡Pues eso!
— ¿Así habla la gente de vuestra calaña? –preguntó
confundido el nuevo.
— Entre Francisco y yo hay una gran amistad. Nos lo
contamos todo y eso de las hamburguesas en almíbar forma parte de nuestro
lenguaje secreto.
— ¡Oh, dos proletarios me marginan! Preparadme la
soga, que esta noche me suicido. ¡Oh, mundo cruel, dime cómo se puede vivir
rodeado de tanta crueldad y villanía! –respondió irónicamente con aspavientes y
ademanes afectados.
— Entonces, ¿no quieres saberlo, engreído?
–inquirió Francisco.
— Sí, sí. Contádmelo –se arrodilló-. ¿Qué son las
«hamburguesas en almíbar»? –dijo mientras revolvía los armarios y cajones
buscando latas de conserva con ellas-. ¿Habéis secuestrado a un trabajador de
la hamburguesería? ¿Tenéis gustos raros? ¿Os ha sobrado almíbar y habéis hecho
experimentos? ¿Habéis hecho bocatas con carne humana? ¿Estáis hablando de
mujeres? ¿Me vais a matar esta noche después cenar hamburguesas y luego me
esconderéis en una enorme bidón con formol? –llegó a zarandearles exigiendo
saberlo.
— No y no. Olvídate, Carlos. Son cosas nuestras.
El martes acabó así en la casa cural. Con un
habitante más, una curiosidad corrosiva en él y unas «hamburguesas en almíbar».
El último en conciliar el sueño fue Carlos, que daba vueltas y vueltas pensando
en cómo caerles en gracia a sus compañeros de piso. Tendría que indagar en su
idiosincrasia, conocer sus gustos, su lenguaje, sus gestos y sacar la mejor
versión de sí mismo. Con todo, su altivez, su soberbia y su divismo le iban a
poner la zancadilla una y otra vez. Y otra más, y otra. A pesar de guardarse
varios ases en la manga, que pronto acabarían viendo la luz.
-LISTA DE CAPÍTULOS-
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