CAPÍTULO 8. A SOLAS CON EL SILENCIO
El curso del tiempo trascurría a
la inversa en aquel domicilio. El almanaque volvía a recuperar las viejas hojas
arrancadas. Marzo, febrero, enero... Las manecillas del reloj parecían haber
trastocado su giro. De las doce a las once, de las once a las diez... Es
probable que, incluso, el aparato hubiera cesado su actividad. El invierno, un
mes después de despedirse entre los rayos de un sol fulgurante, había regresado
a la casa cural. A primera vista, el motivo resultaba, cuando menos, nimio,
pero tuvo la suficiente consistencia para helar los vasos sanguíneos de
Francisco y convertir las bombillas, que colgaban del techo, en estalactitas, y
las sillas, en estalagmitas. La soledad se estaba apoderando de su vivienda y
no cejaba en su empeño por embadurnar las paredes, las escaleras y los
electrodomésticos de frialdad. Un esquimal en un iglú. Eso es lo que era.
Concluida la jornada laboral en
el instituto privado católico, de las más turbulentas que había vivido, había
llegado a casa hacía dos horas. «Y ahora qué», se preguntó. Desde que conoció a
Emilio y a Antonio, un señor casi septuagenario, al que había expulsado de su
memoria con la mente fría, más fría aún que su casa en este momento, se había
habituado a dar dos vueltas de llave y, nada más abrir la puerta, encontrar a alguien.
Al que confesar sus cavilaciones o sus metas a corto plazo, o, con quien
asesinar el silencio y el aislamiento. De hecho, eso lo había arrastrado a
compartir su casa no ha mucho tiempo. Mas, ahora Emilio trabajaba y, en sus
horas libres, prefería consumirlas en compañía de Débora. Alimentando un amor
aún en pañales, pero que en sus primeros balbuceos se avistaba fructífero y
prolongado. Carlos, por su parte, se pasaba desde el amanecer hasta el
crepúsculo sabe Dios dónde. Conocer los vericuetos de su psique
resultaba una tarea harto compleja. Solo apta para psicólogos con una
experiencia y una paciencia dilatadas. Algo de lo que el sacerdote carecía.
Estaba solo y, peor aun, se sentía solo. La brújula de soledad volvía a
guiarlo. Aunque, más que guiarlo, lo desorientaba.
Descolocado, confuso y ridículo.
Pese a todo. Pese a haber decidido casi treinta años atrás dirigir su
existencia hacia la paz espiritual, hacia la eternidad silenciosa y la carencia
de anécdotas agitadas, que impulsaran los latidos de un corazón condenado al
reposo, a lo previsible y a los lastres de los votos religiosos. Disfrazarse
emocionalmente es sencillo o, como mínimo, cómodo; desnudar las emociones y el
alma, no tanto. Con todo, es el método más solvente para no terminar atrapado
en un traje cada vez más ceñido, que acaba ahogando a la persona con la crueldad
y la técnica de una boa constrictora.
¿Y sus otras amistades? ¿Y Dios?
A lo largo de sus cincuenta y tres primaveras invernales, había hecho buenas migas.
Los estudios de bachiller, el seminario y los cursos prematrimoniales fueron
ricas canteras para la amistad en un cuerpo con escuetos sobresaltos.
Disfrutaba engrosando la lista de vivencias con aquellas gentes, mas jamás le
inspiraron la confianza suficiente como para desahogarse con ellos. En
resumidas cuentas, la amistad se había convertido para él en una cuestión de
fe, más ardua que la de creer en un ser superior. Si bien alguna vez sobreseyó
tal cautela, los esfuerzos fueron en vano. Se trataba de esos vínculos forjados
a la sombra de unas coordenadas temporales y espaciales peculiares que, tras
acabar, se deshacen raudamente. Como las olas que devastan los castillos de
arena erguidos en la orilla del mar. Con la rabia enroscada y la bruma del mar,
asumía que, sin grandes estragos, la transitoriedad de esas amistades vencía la
de las cámaras fotográficas de usar y tirar.
El silencio en la soledad es
ruidoso. Abrir el grifo de la ducha venía a ser igual de atronador como pegar
la oreja a las cataratas del Niagara; morder una rebanada de pan, como un
terremoto devastador; respirar profundamente, como los resoplos de un dragón
furioso; o, incluso, partir el queso curado venía a ser mucho más estruendoso
que una matanza en primera fila. Francisco no sabía cómo reaccionar ante tanto
ruido cotidiano que, rodeado de silencio, se erigía en la mejor banda sonora de
un thriller psicológico. Para acuchillar y amordazar la soledad,
recurría a los espejos. El cuarto de baño fue una suerte de búnker para él.
Allí dentro se sentía acompañado al verse reflejado en el espejo y en la
mampara de la ducha. Cuando la soledad es tan extrema, uno comienza a
engañarse, o a querer ser engañado. Sabía que no había más vida humana que la
suya en el aseo, pero, a pesar de todo, seguía considerando su reflejo el mejor
paliativo de esa soledad troyana.
La escasez de compañía contrastaba con la abundancia de vivencias pretéritas. Esta vez no necesitó remontarse a los tiempos en los que batallaba contra el acné incipiente ni tampoco a la época en que devorar helados de chocolate, jugar al escondite al salir de la escuela o dar los sacramentos a los muñecos de su hermana le suponían un deleitoso placer al cual no renunciaba por nada en el mundo. Esta vez retrocedería no más de diez horas. Once a lo sumo. 9.20 a.m. En el aula, rodeado de adolescentes y acompañado por Adriana, una filóloga hispánica a la que conoció hace diecisiete años en la parroquia. Ella, con su vestido blanco de comunión y él, presidiendo una ceremonia, cuyos asistentes se esmeraban más en lucir sus ropas suntuosas y suplicar que la fotogenia los acompañara en las fotos que en los valores religiosos del sacramento. Adriana desprendía magnetismo por todos los poros de su piel. Así que la requirió para que le fuera más llevadero explicar las complejas nociones de las ciencias naturales y, particularmente, las anquilosadas líneas del libro de religión católica. «El uso de anticonceptivos es propio de asesinos; no podemos impedir a Dios la creación de vida humana», leía el sacerdote con repugnancia. Next. «La fecundación in vitro y cualquier otro sistema de reproducción no natural es pecado, puesto que solo el Señor puede interceder en la concepción del bebé». Next. Por poco no arranca las hojas de ese cúmulo de disparates encuadernados. «En cuanto que las relaciones homosexuales no tienen como fin la creación de un nuevo ser, el cristianismo rechaza tales actos reprobables, a menos que el individuo en cuestión viva en castidad y se reprima». Next. «El dinero no da la felicidad, hay que despojarse de lo material, por eso el buen cristiano ha de pagar más de lo que la voluntad de cada ceremonia exige». Next. «La prostitución es un oficio deleznable, que mancilla el honor de la mujer y que conlleva acabar en el infierno». Next. Next. Next.
Si en un principio Adriana iba a
exponer el embrollo de las oraciones subordinadas sustantiva y la maraña de
conceptos de la literatura áurea, finalmente sus palabras se encaminaron hacia
la prostitución. Hecho que don Francisco acabó celebrando, pues conseguiría que
Helena no le acusara injustamente de violación.
— Oye –interrumpió Helena–, ¿y
siendo filóloga sobrevives?
— Últimamente los jóvenes vemos nuestro
futuro peor que una pitonisa. Nada más hay que ver las cifras del paro. Pero
no, si no fuera por otro trabajo, me veríais más raquítica que el esqueleto del
final de la clase –Adriano lo señaló con el índice.
— ¿A qué te dedicas entonces?
¿Clases particulares? –preguntó El Balas, mientras se volvía a peinar los dedos
su cabellera engominada.
— No seáis impertinentes –terció
el párroco–; dejad a Adriana que continúe con sus atributos.
— ¿Es que nos ibas a enseñar tus
atributos, Adri? –preguntó excitado un muchacho engreído y malcriado– ¿A qué te
dedicas? Venga dínoslo.
— Claro, los atributos, los
predicativos y los verbos copulativos. Y, bueno, no pensaba contarlo... Soy
cortesana.
— ¿Cortesana? –indagó Helena–. ¿Y
qué haces en la corte? ¿Das clases de lengua?
— Si quieres llamarlo así...
Parecéis espabilados, es imposible que no sepáis que hace una cortesana, o una
ramera.
— ¿Ramera o cortesana? ¡Me estáis
liando! –gritó enfurecido El Balas–, a mí me gusta liarme con las tías, no que
ellas me líen.
— Y a mí también –apoyó a su
compañero una chica con la testosterona por las nubes y la feminidad por los
suelos.
— ¡Ya está bien! Soy meretriz, ramera,
cortesana, hetera, prostituta, zorra, furcia, buscona, perdida, chica de vida
alegre, de moral laxa... –suspiró aliviada Adriana.
— ¡Virgen del amor hermoso! ¿Y
cómo te da tiempo a ser tantas cosas a la vez? Yo soy estudiante, peluquera y
estudiante y voy con la soga al cuello –la admiró una muchacha de gafas negras.
— Fan de póster para toda la
vida, tía –masculló El Balas, mientras se echaba desodorante en espray en la
boca y en los genitales.
— ¡No me lo puedo creer! –se
sobresaltó el cura–. Bueno, te aceptamos como eres; la prostitución es un
oficio digno. Eso sí, que no se enteren ni el director ni los frailes, que si
no me capan –habló bajito, como cometiendo un delito grave–. ¿Te importaría
contarnos cómo acabaste prostituyéndote?
— Gracias, padre. Os contaré. Mi
familia no me podía costear los estudios y jamás recibí una beca del
ministerio. En tanto que trabajaba en una hamburguesería, no tuve ningún
problema. Hasta que el payaso de mi jefe me despidió con una gran sonrisa, pero
con una puñalada igual de grande –enfatizó el giro con cierto dramatismo–. Un
día me propusieron prostituirme y pensé: «Sí, adelante. Total, en la
universidad ya te prostituías por un puto aprobado». Las facultades son los
mayores prostíbulos en los que he estado; todos callan como putas, aunque te manden un montón de deberes a las siete
de la tarde, aunque cambien la programación de la asignatura a su antojo,
aunque te coaccionen para cualquier fin o aunque el jefe de departamento, el
decano o, incluso, el rector te vapuleen, allí la dignidad no es que se venda a
precio de saldo, es que no vale nada. Callar y tragar son las dos reglas
básicas si te quieres licenciar.
— ¿Y cuánto cobras por el
servicio? –preguntó El Balas.
— No mucho. Soy barata, pero
libre, algo que jamás me permitió la Universidad –le guiñó el
ojo.
— Oye, puta, zorra, lagarta,
sabandija, puta, zorra, y no te digo más insultos por educación, deja en paz a
mi novio, que El Balas es mío.
Al final cuando todos los alumnos
se marcharon al recreo. Don Francisco le pidió un favor a Adriana. ¿Cuál?
Chantajear a Helena. Si ella no retiraba su acusación, la filóloga prostituta
se acostaría con El Balas. Gratis. Así lo hicieron y, en resumidas cuentas, la
estrategia funcionó. E, incluso, la alumna malhablada se arrepintió por sus
diabólicas intenciones, no sin antes confirmar que Adriana guardaría distancia
con su novio.
Después de haber repasado los
recuerdos más recientes y de haber escuchado un silencio ensordecedor y
terrible a lo largo de horas eternas, sus dos compañeros regresaron. Sus
compañeros más una chica treintañera con una melopea del quince. Venía de la
mano de Carlos, que cada noche traía a otra mujer que pasaba tan rápido por su
cama como acababa saliendo de su mente. Emilio accedió a la vivienda solo, pero
portando algo que instauraría las tinieblas en aquella vivienda con más luces
encendidas que las de los hilos de lamparitas que recorren las plazas en las
verbenas de los pueblos. Se trataba de una foto. A una clienta del bar de Joaõ
se le había caído y, cuando la encontró en el suelo, descubrió que en ella
aparecía Carlos de niño. Era exactamente igual a una que halló en
el guardarropa de este, mientras rebuscaba en los cajones. Si hace unas horas
era Francisco al que se le detenía el reloj, más tarde sería Carlos la víctima
de un tiempo congelado por culpa de un sobresalto difícil de eludir.
-LISTA DE CAPÍTULOS-
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