CAPÍTULO 5. VIERNES DE SILENCIO, VIERNES DE AMOR
Viernes de silencio, viernes de amor, viernes de
cruces. Al fin y al cabo, Viernes Santo. La Iglesia reflexionaba sobre cómo el egoísmo,
la soberbia y el pecado habían conducido a Cristo a una muerte prematura y
dolorosa. Crucifixión. Aunque sus palmas no estuviesen atravesadas por clavos,
Emilio conocía de primera mano lo que era el calvario. La bulla, cada más
numerosa, se deleitaba con la procesión. Costaleros con cara de circunstancia y
ademanes de cansancio; capataces y contraguías deseando que el recorrido
llegara a su término; nazarenos con cirios e insignias de la hermandad, esquivando
la cera caliente que podía quemar sus guantes blancos; o, penitentes, cargando
las enormes cruces de madera. En las calles, abarrotadas y solemnes, solo se
escuchaban saetas, el ruido de los pasos, llantos de bebés, trompetas y tambores
de la banda de músicos y varios «Papá, mamá, ¿nos vamos ya? Me duelen los pies»
por parte de niños hastiados de ver un espectáculo, a su parecer, monótono. A
Carlos lo que le divertía era ver cómo los niños pedían caramelos a los
cofrades, creyendo que se trataba del Domingo de Resurrección. Para Emilio, el
calvario no solo era fruto de estar rodeado de tantas personas hacinadas, sino
también de soportar los minutos que lo separaban de una primera cita.
En efecto, había quedado con la clienta que le había dado su teléfono. Barajó distintas opciones. ¿Ir al cine? Idóneo para no hablar y palpar el cuerpo de la mujer, fingiendo que había confundido sus brazos y pechos con el reposabrazos o el recipiente de las palomitas. Pero, también idóneo para acabar dormido en la butaca. No. Definitivamente, no. ¿Y un museo de pintura? Sopesó la idea. No obstante, la descartó; pues, siendo honesto, sobre ese arte solo conocía el pincel, el lienzo y las acuarelas. Finalmente, se inclinó por una bocatería. Ni romántico ni demasiado formal, pensó. Además, contaba con un amuleto y un recurso infalibres. Por un lado, las fotocopias del capítulo 11 de Manual de seducción urgente, que guardaba en el bolsillo de su americana azul marino. Por otro lado, las frases célebres de Titanic. En menos de cuarenta y ocho horas, había visto seis veces la película de James Cameron. Con ellas, aspiraba a retomar sus dotes de flirteo y romanticismo, que, desde hace más de dos décadas, no le habían funcionado. Pero, de aquella chica con que salió en su adolescencia era mejor no hablar.
A falta de unos días para su cuarenta cumpleaños,
suspiraba por triunfar esta vez. A las nueve y diez llegó a la puerta de la
bocatería. Ella le había prometido que a las nueve y cuarto estaría allí. Con
todo, conociendo la idiosincrasia femenina, daba por descontado que llegaría
tarde o, en el peor de los males, no vendría. Prediciendo su impuntualidad y
confiado, sacó de su bolsillo las fotocopias del manual de Carlos para repasar
los consejos. De repente, un dedo tocaba su espalda. Se giró. Para su sorpresa y su desgracia, era ella,
Débora. Llegó puntual. Tan puntual que le pilló con los folios en la mano. Era
una mujer pelirroja, elegante, muy detallista y con buen gusto, aunque con
alguna arruga, que avistaba el declive de su lozanía. Pese a ello, transmitía
una naturalidad encomiable.
— Buenas noches, Emilio –Débora se saludó dándole
un beso en la mejilla.
— Estás realmente encantadora, Débora; y yo,
encantado de disfrutar de esta noche contigo, y seguro que más tarde lo estaré más -la
piropeó y con una previsibilidad ausente y trasnochada-.
— ¿Qué leías? ¿Qué eran esos papeles?
— ¿Qué
importan los papeles, si esta noche vamos a acabar perdiéndolos? –respondió
rápidamente-.
— ¿Entramos? Será mejor –hizo caso omiso a las
inoportunas palabras del caballero.
Cualquiera podría vaticinar que la noche acabaría
en un sonoro fracaso. Quería mostrarse seguro, decidido, seductor, pero su tono
de voz y su lenguaje corporal no expresaban lo que sus palabras decían. Sonaba
forzado. De querer ser un donjuán pasó a ser Juan lanas. Fácilmente
influenciable y manejable.
— ¿Sabes que me pareciste muy sugerente con tu
uniforme de camarero? Pero te queda mejor esa americana, la verdad.
— Gracias, pero no es difícil hacer bien mi trabajo
cuando hay clientas como tú –cortejó mientras sujetaba un apetitoso bocadillo
de salmón con tomate.
— ¿Desde cuándo te dedicas a la restauración?
— ¿Restauración? ¡Qué va! Soy un completo ignorante
en obras de arte. Un gato con las garras de Eduardo Manostijeras las
restauraría mejor que yo.
— ¿Me estás tomando el pelo? –preguntó ella con
descaro-.
— No, pero no estaría mal, sinceramente –contestó
con picardía-.
— ¿Piensas seguir con el trabajo?
— Me encanta despertarme por la mañana sin saber
que va a ocurrir, a quién conoceré o a dónde me llevará la vida –reutilizó las
palabras de Jack Dawson en Titanic-.
— ¡Oh, estás hecho todo un galán! Te voy a confesar
una cosa. Odio que me digas cosas tan empalagosas como esas. Si yo fuera una
quinceañera tonta, fácil de engañar, te comería los morros ahora mismo y me
haría fotos poniendo morritos por ti, pero yo, con mis treinta y siete tacos, detesto
esas bobadas –dijo Débora segura de sí misma, como una guerrera en el amor,
curtida en mil batallas.
— Lo prometo, Jack. Nunca me rendiré –soltó de
golpe otra frase aleatoria, esta vez de Rose DeWitt-. Perdona, es que me he
visto Titanic un puñado de veces y se me han quedado grabadas las frases.
— ¡Eres todo un personaje! –dijo a mandíbula
tendida ella.
— ¡Y no sabes hasta qué punto, Débora! A veces
siento que el destino, o quizás un señor, está escribiendo mis alegrías, mis miedos,
mis quebraderos de cabeza, mis meteduras de pata… Mi vida, en general. Y parece
ser que estaba inspirado cuando escribió sobre esta noche –dijo mientras
recorría con los dedos el borde de la copa, proporcionando un sentimentalismo a
la cita–.
— Sí, muchos piensan que Dios escribió un guión en
un momento de creatividad y éxtasis y que nosotros solo somos los actores que
le damos vida a su escrito.
— Cierto. Y, hablando de Titanic, últimamente tengo
la sensación de que mi vida es como la peli, pero en rebobinado. Soy como un
barco hundido que, después de tantos años de sufrimiento, comienza a salir a
flote y a coleccionar inolvidables experiencias en los mares de la amistad, el
trabajo y el amor.
— De verdad, Emilio. Me encantas, me divierto con
tus rarezas, pero déjate la poesía y las ñoñerías.
— Yo te mato, Carlos. Suelta a Francisco o te
arranco la cabeza –le ordenó con un estruendoso furor y un cuchillo jamonero en
la mano-. Voy a llamar a la policía para contarles que eres un psicópata que,
antes de matar a sus víctimas, las troceas y vendes sus órganos.
— ¡Cállate, Emilio! No empeores más las cosas
–gritó Francisco desde la cocina-. A mí no me va a matar. Le va a arrancar el
pescuezo a un costalero.
— ¡Uf, qué susto más tonto! –se sintió aliviado el
galán trasnochado-. Mira, Carlos, yo respeto que te ganes la vida
descuartizando a la peña y vendiendo sus órganos. Es un oficio digno y de
valientes, como el de los toreros, pero si vas a asesinar por necesidad, al
menos inyéctales anestesia.
— Vamos a ver, obrero e ignorante de los buenos
modales. Yo no soy sicario ni un asesino cualquiera.
— ¿Eres torero? Entonces, maestro, dale la última
estocada, pero… ¡Saca a ese toro de mi baño!
— ¿Torero yo? Soy persona, luego no puedo ser
torero. Un torero es una bestia, un cobarde que cree luchar contra un animal
violento. Pero, en verdad, él es mucho más humano que ese espécimen con traje
de luces, que en verdad ignora que el toro sólo quiere huir de la plaza. Ser
libre –calló de repente-. Por cierto, soy cirujano plástico.
— Emilio, un costalero ha invadido nuestro cuarto de
baño. Lo han desahuciado. Vamos, que tenemos un okupa.
-LISTA DE CAPÍTULOS-
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