viernes, 18 de abril de 2014

"Viernes de silencio, viernes de amor" - SANTOS Y VILLANOS 5

  
CAPÍTULO 5. VIERNES DE SILENCIO, VIERNES DE AMOR
Viernes de silencio, viernes de amor, viernes de cruces. Al fin y al cabo, Viernes Santo. La Iglesia reflexionaba sobre cómo el egoísmo, la soberbia y el pecado habían conducido a Cristo a una muerte prematura y dolorosa. Crucifixión. Aunque sus palmas no estuviesen atravesadas por clavos, Emilio conocía de primera mano lo que era el calvario. La bulla, cada más numerosa, se deleitaba con la procesión. Costaleros con cara de circunstancia y ademanes de cansancio; capataces y contraguías deseando que el recorrido llegara a su término; nazarenos con cirios e insignias de la hermandad, esquivando la cera caliente que podía quemar sus guantes blancos; o, penitentes, cargando las enormes cruces de madera. En las calles, abarrotadas y solemnes, solo se escuchaban saetas, el ruido de los pasos, llantos de bebés, trompetas y tambores de la banda de músicos y varios «Papá, mamá, ¿nos vamos ya? Me duelen los pies» por parte de niños hastiados de ver un espectáculo, a su parecer, monótono. A Carlos lo que le divertía era ver cómo los niños pedían caramelos a los cofrades, creyendo que se trataba del Domingo de Resurrección. Para Emilio, el calvario no solo era fruto de estar rodeado de tantas personas hacinadas, sino también de soportar los minutos que lo separaban de una primera cita.
  
En efecto, había quedado con la clienta que le había dado su teléfono. Barajó distintas opciones. ¿Ir al cine? Idóneo para no hablar y palpar el cuerpo de la mujer, fingiendo que había confundido sus brazos y pechos con el reposabrazos o el recipiente de las palomitas. Pero, también idóneo para acabar dormido en la butaca. No. Definitivamente, no. ¿Y un museo de pintura? Sopesó la idea. No obstante, la descartó; pues, siendo honesto, sobre ese arte solo conocía el pincel, el lienzo y las acuarelas. Finalmente, se inclinó por una bocatería. Ni romántico ni demasiado formal, pensó. Además, contaba con un amuleto y un recurso infalibres. Por un lado, las fotocopias del capítulo 11 de Manual de seducción urgente, que guardaba en el bolsillo de su americana azul marino. Por otro lado, las frases célebres de Titanic. En menos de cuarenta y ocho horas, había visto seis veces la película de James Cameron. Con ellas, aspiraba a retomar sus dotes de flirteo y romanticismo, que, desde hace más de dos décadas, no le habían funcionado. Pero, de aquella chica con que salió en su adolescencia era mejor no hablar.

A falta de unos días para su cuarenta cumpleaños, suspiraba por triunfar esta vez. A las nueve y diez llegó a la puerta de la bocatería. Ella le había prometido que a las nueve y cuarto estaría allí. Con todo, conociendo la idiosincrasia femenina, daba por descontado que llegaría tarde o, en el peor de los males, no vendría. Prediciendo su impuntualidad y confiado, sacó de su bolsillo las fotocopias del manual de Carlos para repasar los consejos. De repente, un dedo tocaba su espalda. Se giró.  Para su sorpresa y su desgracia, era ella, Débora. Llegó puntual. Tan puntual que le pilló con los folios en la mano. Era una mujer pelirroja, elegante, muy detallista y con buen gusto, aunque con alguna arruga, que avistaba el declive de su lozanía. Pese a ello, transmitía una naturalidad encomiable.
— Buenas noches, Emilio –Débora se saludó dándole un beso en la mejilla.
— Estás realmente encantadora, Débora; y yo, encantado de disfrutar de esta noche contigo, y seguro que más tarde lo estaré más -la piropeó y con una previsibilidad ausente y trasnochada-. 
— ¿Qué leías? ¿Qué eran esos papeles?
—  ¿Qué importan los papeles, si esta noche vamos a acabar perdiéndolos? –respondió rápidamente-.
— ¿Entramos? Será mejor –hizo caso omiso a las inoportunas palabras del caballero.

Cualquiera podría vaticinar que la noche acabaría en un sonoro fracaso. Quería mostrarse seguro, decidido, seductor, pero su tono de voz y su lenguaje corporal no expresaban lo que sus palabras decían. Sonaba forzado. De querer ser un donjuán pasó a ser Juan lanas. Fácilmente influenciable y manejable.
— ¿Sabes que me pareciste muy sugerente con tu uniforme de camarero? Pero te queda mejor esa americana, la verdad.
— Gracias, pero no es difícil hacer bien mi trabajo cuando hay clientas como tú –cortejó mientras sujetaba un apetitoso bocadillo de salmón con tomate.
— ¿Desde cuándo te dedicas a la restauración?
— ¿Restauración? ¡Qué va! Soy un completo ignorante en obras de arte. Un gato con las garras de Eduardo Manostijeras las restauraría mejor que yo.
— ¿Me estás tomando el pelo? –preguntó ella con descaro-.
— No, pero no estaría mal, sinceramente –contestó con picardía-.
— ¿Piensas seguir con el trabajo?
— Me encanta despertarme por la mañana sin saber que va a ocurrir, a quién conoceré o a dónde me llevará la vida –reutilizó las palabras de Jack Dawson en Titanic-.
— ¡Oh, estás hecho todo un galán! Te voy a confesar una cosa. Odio que me digas cosas tan empalagosas como esas. Si yo fuera una quinceañera tonta, fácil de engañar, te comería los morros ahora mismo y me haría fotos poniendo morritos por ti, pero yo, con mis treinta y siete tacos, detesto esas bobadas –dijo Débora segura de sí misma, como una guerrera en el amor, curtida en mil batallas.
— Lo prometo, Jack. Nunca me rendiré –soltó de golpe otra frase aleatoria, esta vez de Rose DeWitt-. Perdona, es que me he visto Titanic un puñado de veces y se me han quedado grabadas las frases.
— ¡Eres todo un personaje! –dijo a mandíbula tendida ella.
— ¡Y no sabes hasta qué punto, Débora! A veces siento que el destino, o quizás un señor, está escribiendo mis alegrías, mis miedos, mis quebraderos de cabeza, mis meteduras de pata… Mi vida, en general. Y parece ser que estaba inspirado cuando escribió sobre esta noche –dijo mientras recorría con los dedos el borde de la copa, proporcionando un sentimentalismo a la cita–.
— Sí, muchos piensan que Dios escribió un guión en un momento de creatividad y éxtasis y que nosotros solo somos los actores que le damos vida a su escrito.
— Cierto. Y, hablando de Titanic, últimamente tengo la sensación de que mi vida es como la peli, pero en rebobinado. Soy como un barco hundido que, después de tantos años de sufrimiento, comienza a salir a flote y a coleccionar inolvidables experiencias en los mares de la amistad, el trabajo y el amor.
— De verdad, Emilio. Me encantas, me divierto con tus rarezas, pero déjate la poesía y las ñoñerías.
Realmente disfrutaron de la noche y apartar las barreras que, en otras ocasiones, le habían impedido hablar con sinceridad. Sin barreras, sin pelos en la lengua. Cara a cara; de corazón a corazón. De hecho, Débora aceptó prolongar la cita en la casa cural. Por desgracia, aquel lugar arruinó sus ricas ambiciones amatorias. Ambos, por mutuo acuerdo, decidieron que Débora debía marcharse, pues el ambiente estaba caldeado y era imposible medir su repercusión. Carlos, tirando del pomo de la puerta del baño, gritaba: «Sal del cuarto de baño, que te voy a matar, hijo de perra». La noche anterior, rebuscando en la maleta de ese engreído treintañero, encontró dos cuadernos con órganos y cuerpos desnudos. Fotos de senos, vientres firmes, orejas, penes o dientes.
— Yo te mato, Carlos. Suelta a Francisco o te arranco la cabeza –le ordenó con un estruendoso furor y un cuchillo jamonero en la mano-. Voy a llamar a la policía para contarles que eres un psicópata que, antes de matar a sus víctimas, las troceas y vendes sus órganos.
— ¡Cállate, Emilio! No empeores más las cosas –gritó Francisco desde la cocina-. A mí no me va a matar. Le va a arrancar el pescuezo a un costalero.
— ¡Uf, qué susto más tonto! –se sintió aliviado el galán trasnochado-. Mira, Carlos, yo respeto que te ganes la vida descuartizando a la peña y vendiendo sus órganos. Es un oficio digno y de valientes, como el de los toreros, pero si vas a asesinar por necesidad, al menos inyéctales anestesia.
— Vamos a ver, obrero e ignorante de los buenos modales. Yo no soy sicario ni un asesino cualquiera.
— ¿Eres torero? Entonces, maestro, dale la última estocada, pero… ¡Saca a ese toro de mi baño!
— ¿Torero yo? Soy persona, luego no puedo ser torero. Un torero es una bestia, un cobarde que cree luchar contra un animal violento. Pero, en verdad, él es mucho más humano que ese espécimen con traje de luces, que en verdad ignora que el toro sólo quiere huir de la plaza. Ser libre –calló de repente-. Por cierto, soy cirujano plástico.
— Emilio, un costalero ha invadido nuestro cuarto de baño. Lo han desahuciado. Vamos, que tenemos un okupa.

-LISTA DE CAPÍTULOS-

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