CAPÍTULO 7. MOVISTORM
A veces una simple pregunta es capaz de desatar una
conversación compleja, extravagante y legendaria. Lunes 21 de abril. Pasadas
las diez y media de la noche y aburridos con la parrilla anodina de los canales
de televisión, sacaron a relucir los trapos sucios. Los ronquidos de Francisco,
la escasa colaboración de Carlos y las visitas, cada vez más frecuentes, de
Débora, la amiga íntima de Emilio, sazonaban la discusión. Una discusión que
surgía, sobre todo, de la necesidad de henchir de sonidos el silencio y de
batallar contra el sueño con el escudo de las palabras. En realidad, entre el
camarero y el cirujano plástico no había grandes diferencias. El primero traía
a casa a la misma chica; el segundo, cada noche a una distinta. Carlos sacó del
bolsillo de su camisa una tarjeta naranja. Reglamento
del buen compañero de piso (5/26). Se la mostró al cuarentón enamorado.
— ¿No traer
demasiados ligues a casa? ¡Yo solo he traído aquí a Débora, y dos veces! Y
tú, desde que llegaste, no has parado de traer mujeres. De hecho, esto parece
el vestuario femenino de la Pasarela Cibeles –exclamó Emilio.
— El artículo 24 es muy claro. Yo soy un imán para
las mujeres y tengo una mirada seductora, así que no hay demasiados ligues para
mí. Todas las tías son pocas –se vanaglorió-. En cambio, para ti, sería
demasiado con que trajeras a casa una mujer, qué digo, a ti te corresponde,
según el artículo, traer una brazo de mujer, o, quizás, menos, una pestaña.
— Pues con Débora me va muy bien.
— Hasta que te confiese que es coprófila, psicópata
o pobre.
La conversación continuó por otros derroteros, no
menos, tortuosos. La escabrosa jornada laboral de Emilio o la xenofobia del
cirujano plástico. Pero fue Emilio quien decidió abrirse y mostrar una versión
de sí más cálida que de costumbre. Insólito, pero cierto. Últimamente, estaba
preocupado y tenso. Las ojeras, que rodeaban sus ojos pequeños, evidenciaban
que dormir era para él un deseo, una quimera con discutible proyección en la realidad.
A lo largo de su vida, no tuvo reparo en mostrarse tal como era. Salvo en la
adolescencia más temprana. A sus cincuenta y tres otoños seguía siendo una
persona reservada, prudente y segura de sí misma. Empero, ahora se encontraba
en una disyuntiva. «Esta mañana en clase, una alumna me ha chantajeado… Y no sé
qué hacer… Le he suspendido la recuperación de Biología y geología y me ha amenazado.
Dice que como no la apruebe, que me denunciará por acoso sexual…», dijo don
Francisco reprimiendo las lágrimas, que querían precipitarse por su tez pálida
y fría. Cinco minutos invirtieron ellos en buscar una solución en ese pajar de
incertidumbre. En buscar la salida en una oscura habitación, cuyo arquitecto
olvidó colocar una puerta y los albañiles, como un rebaño, siguieron sus pasos
por inercia y dejadez. De pronto. Cambiando totalmente de tema. Preguntó Carlos
si tenían en casa ADSL. La ADSL. Sí, ella vertebró una charla sobre los
operadores móviles, que llevó al sacerdote a relatar una amarga experiencia
suya.
«¡Ay! Estudié ya Teología y, por desgracia,
Filosofía, en una profundidad extrema y con enconado esfuerzo. Hace seis años
me veía, pobre loco, sin saber más que al principio. Ejercía de sacerdote y ya
me sentía hastiado de arrastrar a mis discípulos, a mis parroquianos, de arriba
abajo, en dirección recta o curva. Deseaba más, quería más. Y eso consumía mi
corazón. Dejé de temer al infierno o al demonio. Las bibliotecas y los libros
sagrados dejaron de saciarme. Yo necesitaba más información, mayor conocimiento
y acercarme a mis feligreses. Un día iba por la calle de camino a la biblioteca
municipal. Acompañando mis pasos y mi sentir afligidos con lingotazos de
güisqui. La ciudad, un desierto en el estío, ardía en pleno agosto. Presentí
que alguien o algo me seguían. Giré la cabeza. Era un caniche. Intenté
esquivarlo con la pierna, pero su terquedad destruyó el miedo como jamás lo
había visto. Volví a girar la cabeza. Ya no estaba. Nada había. Proseguí mi
camino. ¡Zas! Frente a mí, había un trabajador con un suéter de polo con una
insignia ciertamente llamativa. Parecía una M verde, sobre un fondo grisáceo de
tormenta. La M no era una simple letra, sino un símbolo que ocultaba la forma
de un tridente demoníaco.
— Señor, únase a Movistorm y llévese un móvil de
última generación. Pásese por la tienda y mi compañera se lo explica –dijo el
hombre, con una sonrisa maliciosa y señalando que la tienda estaba tras el
párroco-.
— Gracias, justamente estaba pensando pasar del
teléfono fijo a la telefonía móvil –comenté mientras me giraba mirando el
escaparate del establecimiento.
Para mi sorpresa, él ya se había ido. Entré. Una chica baja, con gafas negras, una sonrisa fingida y con unas ansias por vender a toda costa me atendió. Gracias a la tarjetita que colgaba de su cuello, descubrí que se llamaba Me… ¡Mefistófeles!»
«¡Venga ya, tío! Eso te lo estás inventado. ¿Cómo
se iba a llamar así? Solo podría recibir ese nombre si fuera negra», le
interrumpió Carlos sacando a relucir su racismo y altivez.
«Cállate, esta es mi historia. Mefistófeles me
enseñó diversas tarimuertes, porque
eso, de tarifas, tenía poco. Muchos móviles, bastantes horas de llamadas gratis
con mi tarjeta prepago. Sopesé las ventajas. Cuando me decidí por el Nokia N9,
me informa de que ese modelo solo estaba disponible para clientes de contrato. De
repente, la boca de ella se le empezó a hacer agua. Aprovechó, incluso, para
mirar a otros rincones de aquel Hades encubierto y disparar una mirada triunfal
con disimulo. Los carteles publicitarios de gente disfrutando de una vida plena
se convirtieron, ante mis ojos, en cuatro papeles, donde el fuego infernal, las
llamaradas increíbles y terroríficas, el anticristo, el diablo y una profesora de
latín que tuve aparecían representados. Yo me negué, no quería firmar el
contrato y acabar sometido y maniatado a la tiranía de un operador móvil. Así
que me lo pensé. Pero ella, inagotable e hidrópica de dinero, de pactos de
sangre y de ser proclamada discípula del mes de Belcebú, insistió e incluso
llegó a proponerme esto: “Por ser tú, si un día te cansas de nosotros, te vas a
Dañofone u otro operador y le dices que quieres cambiar el número de tu tarjeta
a otra compañía y se acabó. Pero, ya verás cómo no vas a tener un problema con
nosotros. Te doy mi palabra”. ¿De qué me conocía esa zorra atea?, pensé. Iba de
amiga del alma, que con palabrería barata y unas manzanas bien puestas se creen
capaces de engatusar a diestro y siniestro. La tenía calada. Conozco demasiadas
beatas y ya estoy curtido en sus tejemanejes. Me resistí.
No obstante, fui incapaz de rechazar otra oferta.
12 megas de Internet con una velocidad de descarga fabulosa, llamadas gratuitas
los fines de semana y, para más inri, llamadas desde el teléfono fijo gratis.
¡Fausto se hubiera muerto por firmar un contrato así! La red me ofrecía la
posibilidad de acceder a muchas fuentes bibliográficas y estar conectado las
veinticuatro horas con los feligreses. Margarita.
Así se llamaba la oferta de telefonía. Sin embargo, no fue esta dependienta con
la que firmé el contrato, sino otra muchacha, llamada Marta. Esta, por alguna
razón, me recordaba a Mefisto de la película Faust – eine deutsche Vokssage, dirigida por Wilhelm Murnau. Me
pidió una cantidad ingente de datos. Y, por último, el golpe maestro. Firmé con
tinta roja varios papeles. Con las prisas leí por encima las cláusulas.
Recuerdo, incluso, que pasando una de las páginas me corté. La sangre purpúrea
brotaba de mi dedo.
Desde entonces, mi vida se convirtió en un
infierno. O, mejor, estaba en el Infierno. Me pasaba días y noches consultando
páginas religiosas y alimentando mi hambre de conocimiento. Sin embargo, a los
trece días, la conexión se tornó débil y no podía ni siquiera conectarme. Y,
encima, en la primera factura me metieron un hachazo de los grandes. Intenté
cancelar el pacto diabólico, pero, por culpa de la cláusula de permanencia, me
lo prohibieron. Me puse en contacto con otros clientes. Y gracias al testimonio
de varias amigas, Escasez, Deuda, Inquietud y Miseria, descubrí que Movistorm
era mucho más rastrera de lo que a simple vista pensaba. Las dos primeras,
queriendo dar de baja sus contratos, tuvieron que jugar al gato y ratón.
Hablaban con una teleoperadora que las remitían a otra, y esta a otra. ¿Cómo
era posible que para darse de alta hubiera que hacerlo desde la propia tienda y
para darse de baja solamente por teléfono? Picaresca, tiranía y saqueo, o sea,
Movistorm».
Carlos y Emilio ya estaban cansándose de escuchar
esa historia que parecía infinita. A decir verdad, todo esto no les parecía una
novedad, pues ellos consideraban a cada operador móvil una ratonera o una
trampa mortal para los clientes, y el paraíso para los ladrones. Bostezaban,
daban cabezadas.
«Está bien. Voy acabando. Con el contrato del
demonio, no tenía libertad de movimientos. Las organizaciones de consumidores
me desanimaron con un « contra los gigantes no se puede batallar». Incluso
teniendo motivos. Yo los tenía. Os cuento. Había descubierto que los 12 megas prometidos
se redujeron por arte de birlibirloque a 3 megas justitos. Así que la salvación
de mi alma tuvo que esperar hasta que la cláusula de permanencia expirara.
Desde aquel día, decidí no volver a caer en las garras de Movistorm, ni
Dañofone, ni ninguna empresa tirana. Y, amigos, es por esto por lo que no tengo
ADSL en casa. Así la huella de mis días no se diluirá en los eones. En el
presentimiento de este inmenso gozo, disfruto, ahora, del instante supremo».
-LISTA DE CAPÍTULOS-
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