jueves, 24 de abril de 2014

"El Manifiesto Comunista y un burgués en declive" - SANTOS Y VILLANOS 9


CAPÍTULO 9. EL MANIFIESTO COMUNISTA Y UN BURGUÉS EN DECLIVE
Si Carlos Marx y Federico Engels se hubieran topado con Carlos, antagonista indiscutible de su ideología, probablemente hubieran invertido su tiempo en otros menesteres. Tras su muerte, el marxismo dejó de ser un esbozo para ser una realidad, aunque esta poco a poco fue sucumbiendo. En efecto, el comunismo nunca gozó de buena salud. Quizá por culpa del propio ser humano y su vagancia inherente; quizá por rodear este sistema económico en un halo opresor, donde la libertad del individuo quedaba maniatada en el desván de las promesas incumplidas. Pese a sus deficiencias, en el presente permanece un rescoldo vivo que cada mañana se despierta no por luchar por sus sueños, sino por sobrevivir. La clase obrera. Por desgracia, los asalariados continúan bajo el yugo del patrón, un gobierno egoísta y una parte considerable de la burguesía que encuentra en vagos el sinónimo más acertado para obreros. Francisco y Emilio sabían lo que era vivir con alguien anquilosado en el pasado, en concreto, Carlos. En otra época el treintañero clasista hubiera sido un patricio romano, un señor feudal o un completo idiota, mas aquellos modelos de sociedad habían concluido. Ya iba siendo hora de abrirle la mollera, de instaurar en él la tolerancia y el respeto y de hacerle consciente de que, en el mundo capitalista, los obreros se sitúan en la base de un castillo de naipes, y de que su ausencia significaría el desplome de su querido capitalismo. Asimismo, estimaron conveniente recordarle que en la sociedad no hay (o no debe haber) estructuras piramidales, pues todos resultan imprescindibles, como las piezas de los puzles.

Para ello tomaron prestado de la biblioteca un libro de encuadernación en rústica y con una portada roja. El Manifiesto Comunista. «¡Vade retro, Satana! Quitad ese libro maldito de mi vista. Os puedo perdonar que compréis yogures de marca blanca, que os molesten las camisas o que compréis en el mercado. Cual marujas y devotas de los rebozados, del sofrito y de las aceitunas rellenas de anchoa. Cual divas de los alpargates de a un euro, o que, incluso, defendáis la educación pública, epicentro de paletos, negros, marginados e hijos de proletarios, que no tienen ni para costearse unos implantes de silicona. Pero traer ese asquerosamente asqueroso libro es de chusma», exclamó nada más ver el ejemplar sacando a relucir su xenofobia, clasismo y su imbecilidad absolutos. Sentados en torno a la mesa del comedor y haciendo caso omiso a sus palabras, el párroco comenzó a leer los fragmentos que tenía subrayados.

«Hasta nuestros días, la historia de la humanidad ha sido una historia de luchas de clases. Libres y esclavos, patricios y plebeyos, señores feudales y siervos de la gleba, maestros y oficiales; en una palabra, opresores y oprimidos, siempre enfrentados en una lucha que conduce a la transformación revolucionaria de la sociedad o al exterminio de ambas clases beligerantes».

«¡Joder! Yo estudiándome toda la historia de España, de Europa y del universo y en cuatro líneas te lo resumen todo el tal Marc y su amigo Ángel», ironizó Carlos. «Marx y Engels, Carlos Marx y Federico Engels», le corrigió el sacerdote antes de continuar.

«La burguesía ha desempeñado, en el transcurso de la historia, un papel verdaderamente revolucionario. Desgarró implacablemente los abigarrados lazos feudales que unían al hombre con sus superiores naturales, y no dejó en pie más relación entre las personas que el simple interés económico. Echó por encima del santo temor a dios, de la devoción mística y piadosa, del ardor caballeresco y de la tímida melancolía del buen burgués. Dicho en pocas palabras, sustituyó un régimen de explotación casi oculto por un régimen de explotación franco, descarado, directo, escueto».

«¿Oís? ¡La burguesía destruyó los designios divinos, el feudalismo y la esclavitud! Es que os quejáis por vicio, por vagancia y por aburrimiento. ¡Claro, si sois proletarios! Bueno, tú, Francisco, tienes poco de obrero. A ti es que te falta personalidad y te subes al carro de las modas así porque sí. Venga, negadme esto. Yo nunca he visto a un cura trabajando con las manos», le interrumpió el nuevo.

«El bajo precio de sus productos es la artillería pesada con la que derrumba todas las murallas de la China, con la que obliga a capitular hasta a los salvajes más xenófobos y fanáticos. La burguesía somete el campo al dominio de la ciudad y crea urbes enormes. Reúne a la población, centraliza los medios de producción y concentra en manos de unos pocos la propiedad.

Las crisis económicas, cuyos ciclos periódicos son inevitables en el capitalismo, suponen un peligro cada vez mayor para la existencia de toda la sociedad burguesa. En las crisis se desata una epidemia social, que en cualquiera de las épocas pasadas, hubiera parecido absurda e inconcebible: la epidemia de la sobreproducción. ¿Y todo por qué? Porque la sociedad posee demasiada civilización, demasiados recursos, demasiada industria, demasiado comercio.»

 

Los tres compañeros de piso salieron a la calle para viajar al presente. Deambulando por las calles, encontraron a algunos desempleados aguardando en la cola de la oficina de empleo con la cartilla en las manos y la frustración en todo el cuerpo, a otros parados entregando currículos o dejando sus anuncios en farolas. Hallaron incluso limosneros y mendigos cuyas pertenencias se reducían a cuatro cartones y una manta con más agujeros que un colador. Madres, padres y jóvenes luchando por sacar adelante a los suyos. O, ancianos que, en lugar de disfrutar de una más que merecida jubilación, se veían obligados a sustentar económicamente a sus hijos y nietos. Francisco continuó leyendo cerca de un hombre que frisaría los cincuenta años, comiendo un bocadillo de chorizo en la acera. A juzgar por su uniforme, se ganaba el pan como carpintero.

«En la misma proporción en que se desarrolla la burguesía, es decir, el capital, se desarrolla también el proletariado, esa clase obrera moderna, que sólo puede vivir encontrando trabajo, y que sólo encuentra trabajo, en la medida en que éste alimenta el incremento del capital. El obrero, obligado a venderse a plazos, es una mercancía como otra cualquiera, sujeta, por tanto, a todas las fluctuaciones del mercado.

El desembolso que supone un obrero se reduce, poco más o menos, al mínimo que necesita para vivir y reproducirse. Cuanto más repelente es el trabajo, tanto más disminuye el salario pagado al obrero. Más aún, cuanto más aumentan la maquinaria y la división del trabajo, tanto más aumenta también el trabajo para el obrero. Son todos, hombres, mujeres y niños, meros instrumentos de trabajo, entre los cuales no hay más diferencia, que la del coste.»

— ¡Que aproveche, señor! –saludó Emilio al carpintero.
— Gracias, en estos tiempos no se sabe hasta cuándo tendremos algo para comer.
— Pues hasta que vuelvas a ir al supermercado –respondió Carlos con tibieza.
— Me refería a irme al paro otra vez. Tengo cincuenta y cinco años y es difícil que me contraten. Prefieren a jóvenes, más baratos, pero con menos experiencia.
— Proletario –le interrumpió Carlos con arrogancia–, eso es porque los ancianos siempre pedís la baja y os resfriáis más que un pordiosero en Siberia.
— Calla. Como vuelvas a decir algo así, te echo de mi casa –interrumpió el sacerdote-.
— ¡No me toques las pelotas! –se molestó el obrero-. Además, los trabajadores más mayores nos implicamos más en nuestro trabajo, estamos más concentrados… Con la experiencia y la sabiduría que dan los años, tenemos más contactos y más capacidad para dirigir. Además, los jóvenes siempre buscan otra oportunidad; nosotros, en cambio, somos más leales a la empresa. ¿Acaso merecemos la exclusión laboral?
— Bravo. ¡Cuánta razón tienes! –Emilio lo elogió–. Te ha faltado decir que los mayores a menudo son las únicas fuentes de ingresos en sus hogares.

Una vez destripado el Espíritu del Presente, el párroco continuó con las líneas fundamentales del Manifiesto Comunista. «El verdadero objetivo de estas luchas no es conseguir un resultado inmediato, sino ir extendiendo y consolidando la unión obrera. El predominio de la clase burguesa no puede existir sin el trabajo asalariado. Pueden los comunistas resumir su pensamiento en esa frase: abolición de la propiedad privada. Esa forma de propiedad que se nutre de la explotación del trabajo asalariado, y que sólo puede crecer y multiplicarse, a condición de engendrar nuevo trabajo asalariado, para hacerlo también objeto de su explotación. Sólo aspiramos, a destruir el carácter ignominioso de la explotación burguesa, en la que el obrero sólo vive para multiplicar el capital. Os horrorizáis de que queramos abolir la propiedad privada, ¡cómo si en el seno de la sociedad actual, la propiedad privada no estuviese ya abolida, para nueve décimas partes de la población! El comunismo lo único que no admite, es que, por estos medios, alguien se apodere del trabajo ajeno.

Los trabajadores no tienen patria. Mal se les puede quitar lo que no tienen. Puesto que el proletariado, debe conquistar primero el poder político, antes de elevarse hasta constituir la primera clase nacional, constituyéndose a sí mismo como nación.»


Vagando por la ciudad levantina, se tropezaron con José, un antiguo vecino tocapelotas. Siempre aparecía en el peor momento. Cuando quisieron deshacerse de un niño secuestrado o cuando iban a la parada del autobús con premura por no perderlo. Estaba sentado en la terraza de un bar bebiendo una caña. Había llegado el turno para el Espíritu del Futuro.
— ¡Ey! ¿Qué tal vais, mosqueteros? Ya veo que habéis cambiado a Antonio por este muchacho –señaló José a Carlos.
— ¿Antonio? ¿Quién es ese? –preguntó Francisco intentando recordar de quién se trataba–.
—  ¡Id a una clínica de desintoxicación! O tenéis menos cerebro que una barbie, o os metéis de todo.
— No le hagáis caso. La clínica donde trabaja su hija estará en números rojos y quiere hacer publicidad a toda costa –sospechó el párroco–.
— De mi hija no pienso hablar –a José le cambió el rostro rápidamente–. Pero estoy jodido. Mi hija lleva ya varios meses en el paro, y eso que tiene sus estudios universitarios, que realizó cientos de cursos para estar lo más cualificada posible y habla tres idiomas extranjeros, inglés, alemán y árabe.
— ¡Claro! ¿A qué estudió en los centros públicos? Un buen padre debe procurar que su hija reciba una buena educación, o sea, privada –terció Carlos–. Pero, tú preferiste ahorrarte tu mísero dinero para gastarlo luego en cañas, tabaco y corridas de toros. 
— ¡Joputa, te arrancaría la cabeza, si no fuera porque no tengo fuerzas ni para levantarme! –le insultó José–. Y ahora la pobre se me va a Alemania, que allí, por lo menos, ganará un sueldo digno y podrá dedicarse a lo que le gusta.
— ¿Gastarbeiter en el presente? ¡¿Esto qué es?! ¿1960 o 2014? Emilio y Francisco, os habéis confundido. Esto no es el Espíritu del Futuro, sino el Espíritu del Pasado.
— No, es triste pero es así –replicó don Francisco–. Los jóvenes están huyendo en oleadas porque en España no se les valora, nadie los contrata y, cuando lo hacen, es para un empleo que exige una cualificación muy inferior a las suyas. Así la inversión en su educación, que sale de los bolsillos de todos los españoles, se la pierde España, mientras que Alemania, Francia y otros países disfrutan de tanto talento, sin haber invertido ni un duro.
— Y lo peor es que allí acaban echando raíces, esposos e hijos. Y luego no regresan a su país, salvo en Navidades o en vacaciones. Ni eso. No es fácil volver a tu tierra, cuando te ha despreciado durante tantos años.

El aburguesado de Carlos, paulatinamente, estaba tornándose en un burgués en declive. Fue concienciándose de cuánto luchó el proletariado. Por adaptar sus horarios hacia la racionalidad, o por establecer los sindicatos sin tener que taparse con el velo de la clandestinidad. Y, también, advirtió que todas las batallas pretéritas estaban cayendo en picado por culpa de una mala gestión y por vivir en un mundo donde el respeto y la dignidad siempre acaban relegadas al banquillo, mientras las ambiciones sudan la camiseta en el campo. Para ninguno de los tres el comunismo era la solución a la crisis socioeconómica, pero el conocimiento del Manifiesto Comunista y de las ideas marxistas era necesario para advertir la deshumanización del mundo, que la libertad es rehén de un capitalismo egoísta y caótico o cómo se siente un obrero cuando lo tratan como una mercancía más. Pero el golpe definitivo llegó con el Espíritu del Pasado y una foto en la que Carlos aparecía de niño. Emilio la había recogido del suelo, cuando a una clienta se le cayó.


«Hace tres años descubrí que mis padres me adoptaron, pero se negaron a desvelarme quién me parió –abrió su corazón Carlos–. Yo a mis padres adoptivos los quiero, o, más bien, los quería con locura, hasta que descubrí lo de mi adopción. Desde entonces, me siento perdido, como un nenúfar que, al no estar enraizado, flota por las aguas sin origen y sin rumbo definido». Fue entonces cuando Emilio, tras investigar por su cuesta, le soltó cinco palabras, que le sentaron peor que sentir cómo una bomba de relojería explota a su lado. «Carlos, tu madre es obrera». De repente, el adoptado articuló un pequeño discurso que hacía presentir que, pese a los esfuerzos de sus compañeros de piso, volvía a ser tan aburguesado y clasista como siempre, a pesar de su modesta cuna biológica. «¡Rectifica, proletario! ¡No me digas que mi madre verdadera era una proletaria, una de esas señoras que matan el tedio y la soledad rebozando bechamel y carne de pollo congelada en pan rallado y huevos, o limpiando ella misma su casa, mientras escucha en un radiocasete TDK las canciones de Pimpinela. Venga, necesito sangre burguesa. Llevadme al hospital que me hagan una transfusión y me saquen esta sangre proletaria de mi alma aburguesada». La idiotez de los clasistas no tiene remedio.

NOTA: El texto escrito en azul pertenece al Manifiesto Comunista.

-LISTA DE CAPÍTULOS-

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