lunes, 14 de abril de 2014

"Érase un mundo deshumanizado y una licuadora" - SANTOS Y VILLANOS 2


CAPÍTULO 2. ÉRASE UN MUNDO DESHUMANIZADO Y UNA LICUADORA
La libertad es la facultad humana más subestimada de todas. Sin ella la inteligencia, la imaginación o la voluntad se convierten en vasallas de la opresión. Se confía tanto en que la libertad es imperecedera e incorruptible que, en muchas ocasiones ante un atisbo evidente de perderla, la sociedad hace de tripas corazón, y cose el miedo y la vagancia a la boca. En la prisión Antonio se sentía como un canario jaspeado que tuvo. Vivía en una jaula bien limpia, vigilado y cuidado continuamente por sus amables dueños; jamás le faltaba alpiste, semillas de colza, avena y un bebedero lleno de agua fresca. En cambio, carecía de lo más importante. La libertad. Siempre se vio subyugado a la soledad y a una casa pequeña, donde los enrejados de alambre y metal le impedían batir sus alas al albedrío.

Habituarse al cacheo personal de los agentes, a los kits ordinarios que le proporcionaron el día de su ingreso, al toque de diana tempranero o a extremar la precaución en las duchas fue relativamente factible. En efecto, al cabo de diez días ya había hecho varios amigos, confesado sus demonios y firmado un pacto con los veteranos, donde el papel y el bolígrafo fueron reemplazados por un apretón de manos y saliva. Al anciano cornudo la protección de un hercúleo hombre, que frisaría los treinta y seis años, de incisivos ausentes, y tatuado hasta la médula le supuso perder veinte euros semanales, que, de otra manera, hubiera gastado en el economato. Mas, la incomunicación, el desamparo y la nostalgia no eran tan sencillos de sortear. Se acordaba de sus dos amigos día sí y día también. La primera semana de su entrada lo visitaron dos veces; la segunda, sólo una; la tercera… Cero. Ni una llamada, ni intención alguna. Los llamó a casa, pero la respuesta fue humillante. Emilio guarneció su error con excusas inconsistentes, infundadas y vagas. Que estaban muy ocupados organizando álbumes de fotos, que tenían que cortarse el pelo o que se encontraban atareados limpiando los quemadores de la cocina. Excusas. En la casa cural no había ni siquiera veinte fotografías; ellos mismos se afeitaban su escaso cabello –la calvicie tiene sus ventajas-; y, para más inri, la cocina no era de gas, sino vitrocerámica. Un tránsito provisional, un arreglo pasajero. Tal vez eso fue su amistad. Nada más.

Dichos pensamientos se esfumaron cuando un trabajador social le anunció que a las once menos cuarto recibiría la visita de dos amigos suyos. Veinte minutos tendría para desahogarse. Lo necesitaba urgentemente. Llevaba semanas escondiendo sus sentimientos y reordenando las piezas de su moral mancillada. Incluso reteniendo lágrimas. Tantas que corría el riesgo de morir ahogado en ellas. Mientras que no llegaban, repasó mentalmente todas aquellas cosas que querría contarles. Aunque cuando se los encontró cara a cara, el discurso preparado colisionó contra los nervios, el regocijo y el decurso.
— Amigos, gracias por venir. ¿Cómo estáis? –Antonio les dijo con una inusitada efusividad.
— Bien, bien. ¿De cuánto es la pena? –preguntó Francisco.
— Desde que entré hasta hace dos días. Es cuestión de acostumbrarse –respondió el presidiario.
— Tonto del haba, ¿y qué haces de aquí si ya has cumplido tu pena? –replicó el cura.
— Supongo que la pena va en relación al grado. ¿En qué grado estás? –se incorporó Emilio.
— Pero, ¿¡cómo voy a salir de aquí!? Me tienen fichado. A estos les importa tres pimientos si estoy apenado o he dejado de estarlo –dijo mientras se tanteaba la frente-. Tendré treinta y seis y medio grados –dijo tras tocarse la frente el preso-.
— Pobre, un mes aquí y corto de entendederas –suspiró con desdén el párroco-. Vamos a empezar de nuevo. ¿OK?
— Makey.
— ¿A cuántos años te han condenado? ¿En qué grado te han clasificado? –reformuló Emilio la pregunta.
— A muchos. Estoy en el segundo grado. Me voy a morir aquí. Escuchad bien lo que os digo. Bueno, hablemos de nuestras cosas, que el tiempo corre –propuso el jubilado preso-. ¿Sabéis que ya voy haciendo buenas migas en el talego?
— Pues muy bien… Un potosí para ti –contestó Francisco sin disimular su indiferencia-. Nosotros hemos venido para algo más importante.
— ¡No me lo puedo creer! ¿Me habéis traído un pijama? No, no digáis nada. ¿No será una tarta de merengue? O, mejor, traéis noticias de mi hija y mi nieto. Os pillé, si es que os conozco como si os hubiera parido. ¿He acertado?
— No, no, error –respondió con ansía Antonio-. Hemos venido para que nos expliques cómo se programa el vídeo. Quiero ver el programa de Karlos Arguiñano, pero nos va a pillar fuera de casa. Lo ideal sería grabarlo, pero no tenemos ni idea de cómo se hace.
— Y como tú te memorizaste los libros de instrucciones de puro aburrimiento…
— ¡Ah, si era eso! –se resignó-. Menos da una piedra. ¿Qué tipo de grabación preferís? ¿Manual, directa, automáticamente desde un receptor de satélite o turbo timer?
— ¿Cómo? –inquirió el sacerdote aturdido-. El más rápido.
— De acuerdo –asintió el preso intentando, al mismo tiempo, recordar las instrucciones-. Con el modo «grabación directa», podréis grabar en cuestión de segundos. Primero, debéis insertar un casete; segundo, verificar si la velocidad de grabación SP está seleccionada. Si en la pantalla del vídeo aparece en rojo «LP», pulsad «MENÚ» en el control remoto, seleccionad «AJUSTE DE GRABACIÓN» y, luego, «SP». Sigamos con el siguiente paso. Puesto el casete y seleccionada la reproducción estándar, pulsad «REC» y, cuando queráis detener la grabación, «STOP». Bueno –reapareció su fervor-, ahora hablaremos de lo importante. ¿Sabéis que un trabajador me regala algún cigarrillo de vez en cuando? ¡Lo que daría por estar allí!
— Antonio, querría programar la grabación -lo interrumpió ignorando sus últimas palabras-. Explica el turbo timer.
— Advertencia: las ilustraciones siguientes son ejemplos del proceso –comenzó a decir como si estuviera leyendo las instrucciones, cual robot, sin sentimientos-. Primero, pulse «TURBO TIMER». Después de 2 segundos, aparecerá la hora de inicio (por defecto, la hora actual). Introduzca la hora a partir de la cual desea que se inicie la grabación. Sírvase de los botones de su control «PLAY» y «STOP». Segundo, vuelva a pulsar «TURBO TIMER» y ajuste, del mismo modo, la hora en la desea que se termine la grabación.
— Stop –interrumpió Emilio-.
— ¿Por qué has parado la máquina habladora? –ladró Francisco-. Máquina, continúa, ¿es que te faltan pilas?
— Pulsar  «TURBO TIMER» -titubeó como una máquina en espera-. Se iluminará el piloto luminoso. Acto seguido, introduzca la fruta o la verdura, bien cortada, en la abertura correspondiente (véase la ilustración de la página 2). Apretarla suavemente con el prensador –se detuvo de nuevo-.
— Mecanismo, ¡eso es de la licuadora! Nos vamos –bramó Emilio-. Nosotros-humanos-marchar-partida-cárcel-adiós.
— En caso de avería o de detectar cualquier anomalía en el funcionamiento, lleve el aparato al Servicio de Asistencia Técnica. Gracias por adquirir el productor. Hasta su próxima visita.



En la cárcel. Antonio se quedó allí gris, con unos ojos inertes, un rostro metálico y sin aliento. Como una lavadora apilada junto a otras en un almacén, envuelta en la frialdad y la deshumanización del mundo industrial. Como una lavadora más. En verdad, lo único que deseaba, si es que de su desánimo pudiera surgir un deseo, era lavar su mente de todo recuerdo. Olvidar, simplemente.

Por la tarde, Emilio se quedó en casa jugando al escondite consigue mismo. Necesitaba descansar, desconectar o, simplemente, dormir. En cambio, Antonio tuvo que enfrentarse a esas tediosas reuniones de antiguos compañeros. Tan tediosa que, al salir del salón de actos del instituto donde cursó el BUP, sintió que había resucitado. En los rostros de aquella gente, tan habituales en el pasado, tan irreconocibles ahora, observó que la industria también había impreso su huella. Los más enjutos de carnes en el pasado ahora eran esclavos de los refrescos azucarados y energéticos, y la bollería industrial; los antes voluminosos parecían ahora alistados en la defensa de la dieta mediterránea, a base de frutas, verduras y hortalizas. Los cuerpos más atractivos habían virado a ser una mala copia de lo que un día fueron; las caras más repelentes estaban dominadas por la belleza. Una belleza que en contadas ocasiones se vinculaba con la sabia naturaleza. Destacaba por su contribución a la fabricación de implantes de silicona y a la cirugía estética. Los demás seguían tan feos o guapos, tan codiciosos o generosos, tan rollizos o flacos, tan simpáticos o bordes, como siempre. Con disimulo a veces, con descaro otras, se intercambian preguntas para conocer cómo les había tratado a cada uno la vida. Y entre mentiras, titubeos, frases frías y cortantes como una lámina de acero y orgullo, las respuestas servían de lanza y de escudo simultáneamente en la lucha por no merecer el galardón de ser el mayor perdedor de cuantos había. Don Francisco entabló conversación con un tal Honorio. Probablemente sería algo más mayor que el sacerdote. A pesar de los años sin verse, no escatimó en pedirle un favor nada diminuto. Acoger a un familiar suyo en la casa cural. La decisión que acabaría tomando el destinado al celibato y al rezo cotidiano le pesaría demasiado. Pero, eso es ya otro capítulo.

-LISTA DE CAPÍTULOS-

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