CAPÍTULO 2. ÉRASE UN MUNDO DESHUMANIZADO Y UNA
LICUADORA
La libertad es la facultad humana más subestimada
de todas. Sin ella la inteligencia, la imaginación o la voluntad se convierten
en vasallas de la opresión. Se confía tanto en que la libertad es imperecedera
e incorruptible que, en muchas ocasiones ante un atisbo evidente de perderla,
la sociedad hace de tripas corazón, y cose el miedo y la vagancia a la boca. En
la prisión Antonio se sentía como un canario jaspeado que tuvo. Vivía en una
jaula bien limpia, vigilado y cuidado continuamente por sus amables dueños;
jamás le faltaba alpiste, semillas de colza, avena y un bebedero lleno de agua
fresca. En cambio, carecía de lo más importante. La libertad. Siempre se vio
subyugado a la soledad y a una casa pequeña, donde los enrejados de alambre y
metal le impedían batir sus alas al albedrío.
Habituarse al cacheo personal de los agentes, a los
kits ordinarios que le proporcionaron el día de su ingreso, al toque de diana
tempranero o a extremar la precaución en las duchas fue relativamente factible.
En efecto, al cabo de diez días ya había hecho varios amigos, confesado sus
demonios y firmado un pacto con los veteranos, donde el papel y el bolígrafo
fueron reemplazados por un apretón de manos y saliva. Al anciano cornudo la
protección de un hercúleo hombre, que frisaría los treinta y seis años, de
incisivos ausentes, y tatuado hasta la médula le supuso perder veinte euros
semanales, que, de otra manera, hubiera gastado en el economato. Mas, la
incomunicación, el desamparo y la nostalgia no eran tan sencillos de sortear.
Se acordaba de sus dos amigos día sí y día también. La primera semana de su
entrada lo visitaron dos veces; la segunda, sólo una; la tercera… Cero. Ni una
llamada, ni intención alguna. Los llamó a casa, pero la respuesta fue
humillante. Emilio guarneció su error con excusas inconsistentes, infundadas y
vagas. Que estaban muy ocupados organizando álbumes de fotos, que tenían que
cortarse el pelo o que se encontraban atareados limpiando los quemadores de la
cocina. Excusas. En la casa cural no había ni siquiera veinte fotografías;
ellos mismos se afeitaban su escaso cabello –la calvicie tiene sus ventajas-;
y, para más inri, la cocina no era de gas, sino vitrocerámica. Un tránsito
provisional, un arreglo pasajero. Tal vez eso fue su amistad. Nada más.
Dichos pensamientos se esfumaron cuando un trabajador social le anunció que a las once menos cuarto recibiría la visita de dos amigos suyos. Veinte minutos tendría para desahogarse. Lo necesitaba urgentemente. Llevaba semanas escondiendo sus sentimientos y reordenando las piezas de su moral mancillada. Incluso reteniendo lágrimas. Tantas que corría el riesgo de morir ahogado en ellas. Mientras que no llegaban, repasó mentalmente todas aquellas cosas que querría contarles. Aunque cuando se los encontró cara a cara, el discurso preparado colisionó contra los nervios, el regocijo y el decurso.
— Amigos, gracias por venir. ¿Cómo estáis? –Antonio
les dijo con una inusitada efusividad.
— Bien, bien. ¿De cuánto es la pena? –preguntó
Francisco.
— Desde que entré hasta hace dos días. Es cuestión
de acostumbrarse –respondió el presidiario.
— Tonto del haba, ¿y qué haces de aquí si ya has
cumplido tu pena? –replicó el cura.
— Supongo que la pena va en relación al grado. ¿En
qué grado estás? –se incorporó Emilio.
— Pero, ¿¡cómo voy a salir de aquí!? Me tienen
fichado. A estos les importa tres pimientos si estoy apenado o he dejado de
estarlo –dijo mientras se tanteaba la frente-. Tendré treinta y seis y medio
grados –dijo tras tocarse la frente el preso-.
— Pobre, un mes aquí y corto de entendederas
–suspiró con desdén el párroco-. Vamos a empezar de nuevo. ¿OK?
— Makey.
— ¿A cuántos años te han condenado? ¿En qué grado
te han clasificado? –reformuló Emilio la pregunta.
— A muchos. Estoy en el segundo grado. Me voy a
morir aquí. Escuchad bien lo que os digo. Bueno, hablemos de nuestras cosas,
que el tiempo corre –propuso el jubilado preso-. ¿Sabéis que ya voy haciendo
buenas migas en el talego?
— Pues muy bien… Un potosí para ti –contestó
Francisco sin disimular su indiferencia-. Nosotros hemos venido para algo más
importante.
— ¡No me lo puedo creer! ¿Me habéis traído un
pijama? No, no digáis nada. ¿No será una tarta de merengue? O, mejor, traéis
noticias de mi hija y mi nieto. Os pillé, si es que os conozco como si os
hubiera parido. ¿He acertado?
— No, no, error –respondió con ansía Antonio-.
Hemos venido para que nos expliques cómo se programa el vídeo. Quiero ver el
programa de Karlos Arguiñano, pero nos va a pillar fuera de casa. Lo ideal
sería grabarlo, pero no tenemos ni idea de cómo se hace.
— Y como tú te memorizaste los libros de
instrucciones de puro aburrimiento…
— ¡Ah, si era eso! –se resignó-. Menos da una
piedra. ¿Qué tipo de grabación preferís? ¿Manual, directa, automáticamente
desde un receptor de satélite o turbo
timer?
— ¿Cómo? –inquirió el sacerdote aturdido-. El más
rápido.
— De acuerdo –asintió el preso intentando, al mismo
tiempo, recordar las instrucciones-. Con el modo «grabación directa», podréis
grabar en cuestión de segundos. Primero, debéis insertar un casete; segundo,
verificar si la velocidad de grabación SP está seleccionada. Si en la pantalla
del vídeo aparece en rojo «LP», pulsad «MENÚ» en el control remoto, seleccionad
«AJUSTE DE GRABACIÓN» y, luego, «SP». Sigamos con el siguiente paso. Puesto el
casete y seleccionada la reproducción estándar, pulsad «REC» y, cuando queráis
detener la grabación, «STOP». Bueno –reapareció su fervor-, ahora hablaremos de
lo importante. ¿Sabéis que un trabajador me regala algún cigarrillo de vez en cuando?
¡Lo que daría por estar allí!
— Antonio, querría programar la grabación -lo
interrumpió ignorando sus últimas palabras-. Explica el turbo timer.
— Advertencia: las ilustraciones siguientes son
ejemplos del proceso –comenzó a decir como si estuviera leyendo las
instrucciones, cual robot, sin sentimientos-. Primero, pulse «TURBO TIMER».
Después de 2 segundos, aparecerá la hora de inicio (por defecto, la hora
actual). Introduzca la hora a partir de la cual desea que se inicie la
grabación. Sírvase de los botones de su control «PLAY» y «STOP». Segundo,
vuelva a pulsar «TURBO TIMER» y ajuste, del mismo modo, la hora en la desea que
se termine la grabación.
— Stop –interrumpió Emilio-.
— ¿Por qué has parado la máquina habladora? –ladró
Francisco-. Máquina, continúa, ¿es que te faltan pilas?
— Pulsar
«TURBO TIMER» -titubeó como una máquina en espera-. Se iluminará el
piloto luminoso. Acto seguido, introduzca la fruta o la verdura, bien cortada,
en la abertura correspondiente (véase la ilustración de la página 2). Apretarla
suavemente con el prensador –se detuvo de nuevo-.
— Mecanismo, ¡eso es de la licuadora! Nos vamos
–bramó Emilio-. Nosotros-humanos-marchar-partida-cárcel-adiós.
— En caso de avería o de detectar cualquier
anomalía en el funcionamiento, lleve el aparato al Servicio de Asistencia
Técnica. Gracias por adquirir el productor. Hasta su próxima visita.
En la cárcel. Antonio se quedó allí gris, con unos
ojos inertes, un rostro metálico y sin aliento. Como una lavadora apilada junto
a otras en un almacén, envuelta en la frialdad y la deshumanización del mundo
industrial. Como una lavadora más. En verdad, lo único que deseaba, si es que
de su desánimo pudiera surgir un deseo, era lavar su mente de todo recuerdo.
Olvidar, simplemente.
Por la tarde, Emilio se quedó en casa jugando al
escondite consigue mismo. Necesitaba descansar, desconectar o, simplemente,
dormir. En cambio, Antonio tuvo que enfrentarse a esas tediosas reuniones de
antiguos compañeros. Tan tediosa que, al salir del salón de actos del instituto
donde cursó el BUP, sintió que había resucitado. En los rostros de aquella
gente, tan habituales en el pasado, tan irreconocibles ahora, observó que la
industria también había impreso su huella. Los más enjutos de carnes en el
pasado ahora eran esclavos de los refrescos azucarados y energéticos, y la
bollería industrial; los antes voluminosos parecían ahora alistados en la
defensa de la dieta mediterránea, a base de frutas, verduras y hortalizas. Los
cuerpos más atractivos habían virado a ser una mala copia de lo que un día
fueron; las caras más repelentes estaban dominadas por la belleza. Una belleza
que en contadas ocasiones se vinculaba con la sabia naturaleza. Destacaba por
su contribución a la fabricación de implantes de silicona y a la cirugía
estética. Los demás seguían tan feos o guapos, tan codiciosos o generosos, tan
rollizos o flacos, tan simpáticos o bordes, como siempre. Con disimulo a veces,
con descaro otras, se intercambian preguntas para conocer cómo les había
tratado a cada uno la vida. Y entre mentiras, titubeos, frases frías y
cortantes como una lámina de acero y orgullo, las respuestas servían de lanza y
de escudo simultáneamente en la lucha por no merecer el galardón de ser el
mayor perdedor de cuantos había. Don Francisco entabló conversación con un tal
Honorio. Probablemente sería algo más mayor que el sacerdote. A pesar de los años
sin verse, no escatimó en pedirle un favor nada diminuto. Acoger a un familiar
suyo en la casa cural. La decisión que acabaría tomando el destinado al
celibato y al rezo cotidiano le pesaría demasiado. Pero, eso es ya otro
capítulo.
-LISTA DE CAPÍTULOS-
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