CAPÍTULO 12. HABLAR, EL MEJOR MEDICAMENTO
Algunas
veces el ser humano se obceca en encarcelar la angustia en la boca, sin
expresarla, como si esta fuera un caramelo que, en cuestión de tiempo, se
disuelve en el paladar. En todo caso, es un caramelo de hiel que más vale
escupir, a menos que uno desee tragar bilis hasta que la rabia termine por engullirlo.
Carlos
acaparaba grandes y aparatosos defectos, pero hay que reconocer su gran virtud,
su disposición a escabullirse de la feroz neurosis sin escatimar en gastos o en
dañar su orgullo. Pidió ayuda. Y su amigo Javier le prestó un fajo de billetes
para que acudiera a una consulta psicológica, como ya había hecho para que le
reconstruyeran el diente partido. Así pues, aguardó en la sala de espera hasta
que una tal Lola le atendiera. Le sorprendió que el resto de paciente fuera
gente normal, muy alejada de estereotipos de pirómanos, violadores y tarotistas.
Aguardó, pues, en un sillón de polipiel. Quieto, tan quieto que parecía que el
asiento había absorbido su característica vitalidad. Su actitud se justificaba
por medio de una explicación escatológica. Cada vez que se acomodaba, buscando
la postura perfecta, buscando, por tanto, imposibles, aquel sucedáneo de cuero
crujía como una flatulencia. «Ese pedo, esa flatulencia, ese cuesco, esa
ventosidad, esa mofeta, ese hedor, no es mío. Es el sillón, más mugriento y
vende discos piratas en las ferias de pueblos para pillar unos gramos de
cocaína que llevarse a la nariz», se defendió con mal gusto, como siempre y, a
la vez, como nunca. Movió el trasero para certificar sus palabras, pero el
ruido fue inaudible, es más, fue inexistente. «¡Mierda! Ahora no suena nada. Ya
está, pues me lo tiro. ¡Metano va!», dijo para sus adentros.
Miró
el reloj y maldijo la hora en que echaron por la televisión un reportaje sobre
la telequinesia y cambió de canal. Observó fijamente las manecillas como si
quisiera adelantar los acontecimientos. En la mesa de centro había varias revistas.
Repasó las portadas y leyó los titulares uno por uno. «10 consejos para guardar
la línea este verano», «Cómo afrontar la pérdida de un familiar en diez pasos»,
«Los padres no deberían comportarse como amigos con sus hijos» o «El verano, la
estación más proclive para los divorcios». Finalmente, tomó una de ellas, bajo
el criterio de que la modelo de la portada contaba con una deliciosa sonrisa y
cuerpo escultural. Un hombre, que estaba sentado en el sillón contiguo, parecía
fijar sus ojos en la portada. Carlos se sentía incómodo, pues parecía que ese
señor, más cincuentón que cuarentón, asía hipnotizado la revista con los ojos.
—
Pedro, deja al hombre leer, o mejor, de desnudar a la de la revista con los
ojos. Me eres infiel, lo sé, lo intuyo, y no me equivoco nunca.
—
Maribel, estoy hasta los mismísimos de tus celos. Es solo una modelo. ¿¡Que no
te equivocas!? Te recuerdo que hace tres semanas decías: «España gana el mundial
otra vez». Y mira qué ridículo ha hecho la selección este año.
—
Hasta la seta me tienes. Fíjate lo que me haces decir delante de estos locos —se
dirigió ahora hacia los allí presentes—. ¿Habéis visto qué marido tengo? Siempre
tiene que tener la última palabra. Pues tú ganas.
—
¿Y, si me tiro por el balcón, quién ganaría entonces?
—
Pues la sociedad.
—
¿Y si me descalabro?
—
No te atreverás, marido cojín. Si te quedas impedido, me divorcio. Más cargas
no, que suficiente tenemos con tu madre.
—
¡Mi madre es una santa, Maribel!
—
Ella es una… Tu madre no se muere por joder. Miren, señores; llevó tres años
haciéndole vudú, poniéndole velas negras y clavando alfileres en su vientre de
botijo, y todo, ¿para qué? Solo le dan gases.
—
Cariño, no hables así de mamá —le reprochó el marido—. Maribel, ¿yo te importo?
—
¿A dónde?
La
psicóloga salió de la habitación para invitarle a pasar. Ya era su turno.
Estaba nervioso, era su primera vez en un lugar como aquel y la sola idea de
estar tumbado en el diván para abrir sus miedos y sus ilusiones en canal le
provocaba cierta agrura. Lola cerró la puerta y le invitó a que sentara en un
sillón mullido. A decir verdad, le inspiró confianza. Se dejó llevar, se dejó,
al fin y al cabo, ponerse en sus manos.
Primero, esta le hizo unas preguntas generales y relacionadas con su infancia; luego, se zambulló en el sufrimiento que lo condujo hasta la consulta, en el arrepentimiento por sentirse atraído por mujeres de color y por haber consumado esa pasión entre sábanas.
— Cuéntame, Carlos, ¿qué te ha llevado a venir aquí?
— Un trauma malo, muy malo. Espantoso. Un sueño que me ha matado —se expresó a trompicones.
— Bien, comprendo. Los nervios fuera, ¿eh? Veamos, ¿qué tipo de sueño?
— Erótico.
— ¡No me digas! ¿A qué lo adivino? ¿Has soñado con ver a alguien practicando sexo? No te preocupes, hombre, no eres un depravado; tienes mucha imaginación y ese lado de voyeur.
— No. Es que tenía relaciones sexuales con…
— ¿Una celebridad? No problem! Nuestra mente facilita esas experiencias oníricas para expresar nuestro deseo de poder y de ser requeridos. Eso significa que buscas aumentar tu estima.
— No, señora. Todo lo contrario. A veces me preguntó cómo podría vivir yo sin mí. Como ve, tengo la autoestima muy alta.
— Ya veo, entonces, ¿era un sueño homosexual? No siente deseos de conocer íntimamente a otros hombres, ¿verdad? En ese caso, no se coma el coco, el cerebro está siempre pensando en todas las posibilidades…
— Tampoco, ¿de verdad que eso suele pasar? A mí nunca, todo lo más, con la Abeja Maya… Bueno, entonces sería apisexual.
— ¿Con una persona casada entonces? —se frotaba la cabeza previendo las dificultades de asesorarlo—. ¿Con un ser querido?
— No, ¡qué va! Faltaba más.
— No se escandalice, que es algo muy habitual. Suele ser un reflejo de quitarse de en medio a una persona o corromperla, o incluso de imponer nuestra voluntad sobre la suya.
— Con una negra. Me acosté en sueños y en realidad con una negra. Pero, ¿esto no saldrá de aquí, verdad?
— Joder, y ahora qué. ¡Los demás casos los encontré en Google! —aporreó el teclado con la mano derecha y con la rabia desenfrenada.
— El respeto es el medicamento. La tolerancia. Y, por supuesto, el hablar. Exprésate. Cuéntame por qué odias a los negros.
Lo
hizo. Nabila, así se llamaba el germen de su xenofobia, pero eso es otro
capítulo extenso y trágico que más vale postergar un poco más. Acto seguido y
sin dar tregua a la debacle emocional, abordó el tema de la paternidad de la
noche a la mañana. Para Carlos, no cabía duda de que Samuel, su retoño, era un
muchacho estupendo, pero estaba matando sus anhelos amorosos y la libertad a la
que tanto tiempo aspiró mientras invertía las noches y los días en el quirófano,
operando a pacientes, no siempre por necesidad, sino la mayoría, por el ansía
de alcanzar una juventud marchita y escurridiza como un pez en las manos. Le
glosó sus andanzas como padre, de la noche a la mañana de un niño de ocho años.
De sopetón, sin anestesia. Y lloró de desesperación.
—
No es fácil ser padre y madre al mismo tiempo, sabes. Incluso siendo psicóloga.
—
¡¿Cómo no va a serlo?! Los psicólogos os dais cuenta de todo. Tenéis láseres, criptonita
o qué sé yo, pero os percatáis de todo. Ya sabrás de sobra que te he mentido,
que soñé que me acostaba con la novia de mi mejor amigo, que luego fue verdad,
pero un sueño fue, que ponía en peligro la vida de mis pacientes con silicona
barata y que le corté los frenos a la moto de Manu, mi compañero pizzero.
—
No, ¡me asustas! —rió la psicóloga—. La gente se cree que los psicólogos somos
de otro planeta, que leemos la mente… O que vamos por ahí analizando a la gente…
¡Con lo que cansaría eso! Hace un mes, por ejemplo, mi hijo dio un salto mortal
en la piscina. ¡Vaya susto me pegué!
—
¿Hace natación?
—
Hacía… —se entristeció ella.
—
¿Lo ha desapuntado? Si es porque no vas con el tiempo justo, yo podría
llevarlo.
—
No, está en el otro barrio.
—
Entonces, no. Hace demasiado calor, a ver si me muero con estas calores… ¡Qué
me queda aún mucho por vivir!
—
Mi hijo se murió, quiero decir.
—
¿¡Muerto!? Pues menos aún. Que desenterrar y volver a enterrar es un follón…
Hazlo tú. Por cierto, ahora será un hacha haciendo el muerto, ¿verdad?
—
No me haga reír —intentó disimular la risa—. Le echaría a patadas, pero ha sido
tan gracioso, que se lo tengo que agradecer. Y eso que me tiro el día comiendo
helado de chocolate para olvidarlo, pero el amor verdadero no se olvida aún
después de mil reencarnaciones.
—
¿Te gustaría ser la madre de mis hijos? —le preguntó en un momento de arrebato.
—
¡Por supuesto!
—
Pues voy a llamar a mi hijo Samu para que venga a la consulta. Te lo regalo,
pero tiene una tara: está gordo.
— No y no. Demasiado chupa mi coche como para estar
alimentando a otra bestia más.
— ¡Qué va! Es solo un problema de tiroides.
Capítulo anterior: HUBO UNA VEZ UN SUEÑO ERÓTICO (Capítulo 11)
No hay comentarios:
Publicar un comentario