domingo, 22 de junio de 2014

«La venganza de la cigüeña» - HÉROES Y VILLANOS 7


CAPÍTULO 7. LA VENGANZA DE LA CIGÜEÑA
¡Pon, pon! ¡Pon, pon! Estaban aporreando la puerta. La intensidad de los golpes, unida a su frecuencia, ocupó la primera posición de métodos alternativos para despertar. Con la puerta abierta  de sendos dormitorios, los tres compartían maledicencias contra los homicidas de su sueño. Cada uno en su cama; los tres con el mismo malhumor.
— ¿Quién será a estas horas? Me voy a cagar en todo lo cagable —protestó el soltero de oro. 
— Será la Inquisición. En ese caso, sal ya. A ver si los bomberos extinguen la hoguera y sigues vivo. Arde —dijo el excirujano. 
— Joder, saldré  yo. Así que, seguid durmiendo. Con suerte, jamás despertaréis —se levantó Emilio para abrir la puerta, mientras se terminaba de vestir.

Abrió y encontró a una tropa de periodistas, cámaras y curiosos. Algunos incluso promocionaban sus negocios; otros, su necedad.
— Emilio Molina, una pregunta.
— Ni hablar, ya se rieron ayer de mí lo suficiente. Hice el ridículo ante toda España, ¿y qué? La mayoría de políticos no saben idiomas, solo leen papeles escritos por otros porque no son capaces de decir cuatro palabras con coherencia y la mayoría de profesionales en este país son unos incompetentes.
— Oye, ¡nosotros hemos estudiado en la universidad y tenemos a nuestras espaldas una gran experiencia! —se enfureció una periodista.
— Por favor, no me hagáis reír. ¿Desde cuándo la Universidad es símbolo de profesionalidad? Tú no has visto a profesores saltándose los plazos de entregas de notas, cambiando a su antojo las guías docentes o chantajeando a los estudiantes en las votaciones al rector —interrumpió una vecina del pueblo, tras arrebatarle el micrófono a un periodista.
— Don Emilio, hemos venido con buenas intenciones. Nosotros hacemos nuestro trabajo.
—  ¿De verdad? —preguntó él ingenuamente.
— No, venimos a despellejarte vivo. ¿Es que no has visto nunca un programa del corazón?
— No, no consumo basura.
— Oye, sin faltar —dijo otro reportero comiendo de una bolsa de basura—. ¡Hala, si es una salchicha con ketchup! Mm… ¡Mierda, era un tampón!

De la noche a la mañana se había hecho famoso. Telediarios, series o programas de debates. Hablaban de él. Para ser honestos, se burlaban de él. No obstante, «qué importa ser el hazmerreír, si hay beneficios de por medio», pensó el famoso cuarentón, mientras leía los tuits. Consiguió ser trending topic.



A la hora de comer, también escucharon los golpes de la puerta. Carlos se acercó y observó por la mirilla. A nadie vio. Abrió y miró hacia todos los lados, de derecha a izquierda, de arriba abajo. Encontró algo.
— ¡Anda, si es un balón! —gritó—. Un momento… ¿Cómo ha llamado al timbre?
— Papá —dijo dulce e inocentemente un niño, algo rechoncho y de mirada gentil.
— Francisco, tu hijo. ¡Qué callado te lo tenías!, ahora entiendo por qué te morías por ir al convento.
— No, papá. Tú eres mi papá.
— Niño, no digas tonterías. ¿Es que tienes complejo de perro que teme acabar abandonado por los hijos de putas de sus dueños en una gasolinera, muerto de hambre hasta el punto de chupar los neumáticos para colocarse con el caucho natural y el azufre? Si quisiera un hijo, iría a una perrera. Adiós —le cerró la puerta en sus narices.
— ¿Quién era? —inquirió Emilio.
— Un niño cocainómano. Decía que yo era su padre.

De repente, un timbrazo. Más bien, un tiroteo eléctrico. Carlos abrió con el buen humor agonizante y la furia rompiendo aguas.
— ¡Hostia puta! ¿Qué quieren todas ustedes? Ah, no. Es solo una gorda.
— ¡Cómo te atreves! —le reprochó una señora que frisaría los treinta, con sobrepeso y una cara de perro—. Soy Rocío Palazón Aguilera. Nos conocimos en las fiestas de Hoya del Naranjo en septiembre de 2008, me dejaste preñada esa noche y te he escrito desde entonces.
— ¡Si me das jaque, que sea mate! Estoy furiosamente furioso. ¿Yo con una gorda? Jamás.
— ¿Cómo dice? ¡Estoy rellena, no gorda!
— Ja. ¡Cómo se engañan algunas! —murmuró él—. Claro, claro, un día fuiste a la piscina municipal, creyeron que eras un balón y te inflaron por el ano con una bomba de bicicleta.
— No te reviento la cara porque…
— ¿Quieres conservar el calor corporal? Tranquila, no perderías tus reservas, ni comiendo brécol durante cuatro milenios…
— Porque quiero que te hagas cargo de nuestro hijo… Te he enviado cartas y te he llamado cien mil veces al móvil, y nunca me contestas.
— ¡Pensaba que eras otra admiradora más! La vida de un guapo, atractivo y admirable hombre como yo no es fácil. Es difícil ser el centro del deseo —le espetó con una insufrible petulancia—. Pero, si hubiera sabido que eran tus cartas, o, para ser más respetuoso con tus kilos, vuestras cartas, tampoco las hubiera contestado.
— ¡Gañan! ¡Hijo de puta! Te vas a quedar con tu hijo y punto. En la mochila tienes mi teléfono, por si él me necesita.
— Ni hablar. ¡Exijo una prueba de paternidad!
— ¿Te vale con la mancha de nacimiento que tiene en el cuello? Igualita a la tuya.
— Mierda, mierda. Es un Sánchez de pura cepa. Toda mi familia lo tiene.
— Él ahora es tu familia. Cuídalo bien. Es un niño entrañable y responsable. Enséñalo a bañarse solo y que no coma chocolate antes de dormir.
— No me da la gana. Tú eres su madre, tú decidiste traerlo al mundo… ¿Cómo no lo ahogaste al nacer?
— ¡Cómo puedes decir eso de Samuel? —dijo Rocío, que le tapaba los oídos a su retoño—. Ojalá aprendas de él lo que es el amor, porque nuestro nene es todo corazón.
— ¡Claro y por eso te quieres librar de él! Bueno, está bien. Me lo quedo una semanita. A ver qué tal. ¿Es alérgico a algo?
— Si a los lácteos y a las almendras. ¡Vas a ser un padrazo! ¡Cómo te preocupas por él! —exclamó aquella mujer obesa.
— Bueno, realmente —se frotó el cogote—, es una información relevante; tal vez sea necesario saber cómo matarlo sin dejar huellas.
— Vete, Samu, con tu papi —le invitó ella, cuando se aseguró de que ya podía permitir que este escuchara los exabruptos de su progenitor.

Emilio se alegró de compartir los próximos días con aquel renacuajo. Le pareció entrañable, achuchable e ingenioso. Era el hijo que tanto había querido tener, pero ni Dios ni sus relaciones personales, escasas, se lo habían permitido. Estaba decidido, pues, a suplir las carencias del treintañero clasista, xenófobo y, probablemente, del peor padre del mundo. Carlos se lamentó durante la tarde. Indagando y maldiciendo los factores que le llevaron a salir aquella noche de fiesta y acercarse justo a una Rocío delgada, cuando había tanta hermosura femenina en aquella verbena. Odiaba a ese niño, a su propio hijo, pues se había convertido en un lastre para su libertad de vividor. Buscó en el bolsillo de su camisa alguna tarjeta a las que solía recurrir para encarar los problemas. «Reglamento del buen compañero de piso (IX)», «Reglamento del tratamiento para con los niños ante una mujer», «Consejos sobre cómo manipular con maestría», o «Reglamento para cuidar el perro de tu vecino». Poseía unas ochocientas tarjetas, pero ninguna sobre cómo cuidar a un hijo. Tal vez, porque nunca pensó que un renacuajo le pudiera llamar papá.  


Primera prueba: bañarlo.  Su hijo comenzó a preguntarle por él desde que se desnudó y se metió en la bañera hasta que, puesto el pijama, atacó la humedad de su cabello con el secador.
— Samuel, te parecerá pequeña esta bañera, ¿verdad? A mí también. Te acabarás acostumbrando —le pasó por la espalda la esponja rebosante de jabón—. Por cierto, ¡vaya suerte tienes, eh! No todos tenemos una piscina en casa.
— Papá, ¿cómo sabes que mamá tiene una piscina?
— Por sus lorzas. Una mujer de su tamaño no cabe en una bañera. Imagínatela en esta. ¿A qué no le cabrían ni los pies?
— No digas eso —dijo a mandíbula batiente—. Mamá es muy buena.
— ¡Oh, qué ingenuo! Tu madre es una perra. ¿Sabes por qué no se la lleva la muerte? Porque no puede cargar con tantos kilos. Pobre Parca. Y no llores, Samuel.
— Entonces, deja de rascarme con la esponja, tonto.
— Oye, no insultes a tu pa…
— Padre, papá.
— Eso nunca, me oyes. Paisano quería decir. No insultes a tu paisano.
— Perdón, papi.
— Así me gusta. Porque si te portas mal, viene el Coco y te come.
— ¿Quién es el Coco?
— Claro, qué tonto, ¿¡cómo ibas a conocer el Coco!? Tu madre se lo habrá comido. Entonces, ¡a ver! Déjame que piense… ¿Qué te dirá tu madre para asustarte?
— Sí, ella dice siempre: «Samu, duérmete o vienen las verduras y te comen». Yo no las conozco… —los ojos comenzaron a picarle, cuando Carlos le llenaba el cabello de champú— Sopla, sopla… Me pica, me pica mucho.
— ¡Ese es mi chi…! ¡Qué digo! Mi chibolo. Eso es lo que le digo yo a muchas tías… Ya te llegará la hora.
— Papá, ¿cómo nacen los niños?
— Como las niñas.
— ¿Y las niñas cómo nacen?
— Como los niños.
— ¿Y…?
— Está bien… Los trae una cigüeña desde el infierno. A ti también te trajo una cigüeña al mundo, ¿sabes? Desde aquí te maldigo pajarraco —gritó Carlos como si la tuviera frente a él—, ¿cómo te atreviste a picotear el plástico? Ojalá te hayan rellenado cual pavo en Navidad y los huevos de tus futuros cigoñinos hayan muerto convertidos en una tortilla de patatas para un banquete de bodas, dejando tu memoria a la altura de la autoestima de una gorda, como la madre de este mocoso, al comprobar que la báscula se resiste a ocultar su obesidad.
— ¿Una cigüeña, papá?
— Sí, la venganza de la cigüeña. Por cierto, ¿quieres un yogur o un rico helado de nata?
— Papá, soy alérgico. Podría dejar de respirar y ponerme muy malo. Podría morir.
— Pues por eso. Anda ponte las sandalias, que te voy a acostar. Y, como me vuelvas a llamar papá, esta noche, mientras duermes, te hago tragar seis litros de leche.

Finalmente, Carlos le puso el broche de oro a un día bermejo, como el cobre. Lo condujo hasta su habitación y lo durmió. Quería que durmiese y, si era eternamente, mejor que mejor.
— ¿Me cuentas un cuento? Mamá siempre lo hace —le pidió en tanto se rascaba un ojo, un indicio de su somnolencia.
— Está bien. Hubo una vez, en un lugar muy lejano, una granja llena de animales, y colorín colorado este cuente se ha acabado. Fin.
— ¿Ya ha acabado?
— Sí. Blanco y en botella. Había animales, luego tu madre se los comió.

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