CAPÍTULO 7. LA VENGANZA DE LA CIGÜEÑA
¡Pon, pon! ¡Pon, pon! Estaban aporreando la puerta.
La intensidad de los golpes, unida a su frecuencia, ocupó la primera posición
de métodos alternativos para despertar. Con la puerta abierta de sendos dormitorios, los tres compartían
maledicencias contra los homicidas de su sueño. Cada uno en su cama; los tres
con el mismo malhumor.
— ¿Quién será a estas horas? Me voy a cagar en todo
lo cagable —protestó el soltero de oro.
— Será la Inquisición. En ese caso, sal ya. A ver
si los bomberos extinguen la hoguera y sigues vivo. Arde —dijo el excirujano.
— Joder, saldré yo. Así que, seguid durmiendo. Con suerte,
jamás despertaréis —se levantó Emilio para abrir la puerta, mientras se
terminaba de vestir.
Abrió y encontró a una tropa de periodistas,
cámaras y curiosos. Algunos incluso promocionaban sus negocios; otros, su
necedad.
— Emilio Molina, una pregunta.
— Ni hablar, ya se rieron ayer de mí lo suficiente.
Hice el ridículo ante toda España, ¿y qué? La mayoría de políticos no saben
idiomas, solo leen papeles escritos por otros porque no son capaces de decir
cuatro palabras con coherencia y la mayoría de profesionales en este país son
unos incompetentes.
— Oye, ¡nosotros hemos estudiado en la universidad
y tenemos a nuestras espaldas una gran experiencia! —se enfureció una
periodista.
— Por favor, no me hagáis reír. ¿Desde cuándo la
Universidad es símbolo de profesionalidad? Tú no has visto a profesores
saltándose los plazos de entregas de notas, cambiando a su antojo las guías
docentes o chantajeando a los estudiantes en las votaciones al rector
—interrumpió una vecina del pueblo, tras arrebatarle el micrófono a un
periodista.
— Don Emilio, hemos venido con buenas intenciones.
Nosotros hacemos nuestro trabajo.
— ¿De
verdad? —preguntó él ingenuamente.
— No, venimos a despellejarte vivo. ¿Es que no has
visto nunca un programa del corazón?
— No, no consumo basura.
— Oye, sin faltar —dijo otro reportero comiendo de
una bolsa de basura—. ¡Hala, si es una salchicha con ketchup! Mm… ¡Mierda, era un tampón!
De la noche a la mañana se había hecho famoso.
Telediarios, series o programas de debates. Hablaban de él. Para ser honestos,
se burlaban de él. No obstante, «qué importa ser el hazmerreír, si hay beneficios
de por medio», pensó el famoso cuarentón, mientras leía los tuits. Consiguió ser trending topic.
A la hora de comer, también escucharon los golpes
de la puerta. Carlos se acercó y observó por la mirilla. A nadie vio. Abrió y
miró hacia todos los lados, de derecha a izquierda, de arriba abajo. Encontró
algo.
— ¡Anda, si es un balón! —gritó—. Un momento… ¿Cómo
ha llamado al timbre?
— Papá —dijo dulce e inocentemente un niño, algo
rechoncho y de mirada gentil.
— Francisco, tu hijo. ¡Qué callado te lo tenías!,
ahora entiendo por qué te morías por ir al convento.
— No, papá. Tú eres mi papá.
— Niño, no digas tonterías. ¿Es que tienes complejo
de perro que teme acabar abandonado por los hijos de putas de sus dueños en una
gasolinera, muerto de hambre hasta el punto de chupar los neumáticos para
colocarse con el caucho natural y el azufre? Si quisiera un hijo, iría a una
perrera. Adiós —le cerró la puerta en sus narices.
— ¿Quién era? —inquirió Emilio.
— Un niño cocainómano. Decía que yo era su padre.
De repente, un timbrazo. Más bien, un tiroteo
eléctrico. Carlos abrió con el buen humor agonizante y la furia rompiendo
aguas.
— ¡Hostia puta! ¿Qué quieren todas ustedes? Ah, no.
Es solo una gorda.
— ¡Cómo te atreves! —le reprochó una señora que
frisaría los treinta, con sobrepeso y una cara de perro—. Soy Rocío Palazón
Aguilera. Nos conocimos en las fiestas de Hoya del Naranjo en septiembre de
2008, me dejaste preñada esa noche y te he escrito desde entonces.
— ¡Si me das jaque, que sea mate! Estoy
furiosamente furioso. ¿Yo con una gorda? Jamás.
— ¿Cómo dice? ¡Estoy rellena, no gorda!
— Ja. ¡Cómo se engañan algunas! —murmuró él—.
Claro, claro, un día fuiste a la piscina municipal, creyeron que eras un balón
y te inflaron por el ano con una bomba de bicicleta.
— No te reviento la cara porque…
— ¿Quieres conservar el calor corporal? Tranquila,
no perderías tus reservas, ni comiendo brécol durante cuatro milenios…
— Porque quiero que te hagas cargo de nuestro hijo…
Te he enviado cartas y te he llamado cien mil veces al móvil, y nunca me
contestas.
— ¡Pensaba que eras otra admiradora más! La vida de
un guapo, atractivo y admirable hombre como yo no es fácil. Es difícil ser el
centro del deseo —le espetó con una insufrible petulancia—. Pero, si hubiera
sabido que eran tus cartas, o, para ser más respetuoso con tus kilos, vuestras
cartas, tampoco las hubiera contestado.
— ¡Gañan! ¡Hijo de puta! Te vas a quedar con tu
hijo y punto. En la mochila tienes mi teléfono, por si él me necesita.
— Ni hablar. ¡Exijo una prueba de paternidad!
— ¿Te vale con la mancha de nacimiento que tiene en
el cuello? Igualita a la tuya.
— Mierda, mierda. Es un Sánchez de pura cepa. Toda
mi familia lo tiene.
— Él ahora es tu familia. Cuídalo bien. Es un niño
entrañable y responsable. Enséñalo a bañarse solo y que no coma chocolate antes
de dormir.
— No me da la gana. Tú eres su madre, tú decidiste
traerlo al mundo… ¿Cómo no lo ahogaste al nacer?
— ¡Cómo puedes decir eso de Samuel? —dijo Rocío,
que le tapaba los oídos a su retoño—. Ojalá aprendas de él lo que es el amor,
porque nuestro nene es todo corazón.
— ¡Claro y por eso te quieres librar de él! Bueno,
está bien. Me lo quedo una semanita. A ver qué tal. ¿Es alérgico a algo?
— Si a los lácteos y a las almendras. ¡Vas a ser un
padrazo! ¡Cómo te preocupas por él! —exclamó aquella mujer obesa.
— Bueno, realmente —se frotó el cogote—, es una
información relevante; tal vez sea necesario saber cómo matarlo sin dejar
huellas.
— Vete, Samu, con tu papi —le invitó ella, cuando
se aseguró de que ya podía permitir que este escuchara los exabruptos de su
progenitor.
Emilio se alegró de compartir los próximos días con
aquel renacuajo. Le pareció entrañable, achuchable e ingenioso. Era el hijo que
tanto había querido tener, pero ni Dios ni sus relaciones personales, escasas,
se lo habían permitido. Estaba decidido, pues, a suplir las carencias del
treintañero clasista, xenófobo y, probablemente, del peor padre del mundo. Carlos
se lamentó durante la tarde. Indagando y maldiciendo los factores que le
llevaron a salir aquella noche de fiesta y acercarse justo a una Rocío delgada,
cuando había tanta hermosura femenina en aquella verbena. Odiaba a ese niño, a
su propio hijo, pues se había convertido en un lastre para su libertad de
vividor. Buscó en el bolsillo de su camisa alguna tarjeta a las que solía
recurrir para encarar los problemas. «Reglamento del buen compañero de piso (IX)»,
«Reglamento del tratamiento para con los niños ante una mujer», «Consejos sobre
cómo manipular con maestría», o «Reglamento para cuidar el perro de tu vecino».
Poseía unas ochocientas tarjetas, pero ninguna sobre cómo cuidar a un hijo. Tal
vez, porque nunca pensó que un renacuajo le pudiera llamar papá.
Primera prueba: bañarlo. Su hijo comenzó a preguntarle por él desde
que se desnudó y se metió en la bañera hasta que, puesto el pijama, atacó la
humedad de su cabello con el secador.
— Samuel, te parecerá pequeña esta bañera, ¿verdad?
A mí también. Te acabarás acostumbrando —le pasó por la espalda la esponja
rebosante de jabón—. Por cierto, ¡vaya suerte tienes, eh! No todos tenemos una
piscina en casa.
— Papá, ¿cómo sabes que mamá tiene una piscina?
— Por sus lorzas. Una mujer de su tamaño no cabe en
una bañera. Imagínatela en esta. ¿A qué no le cabrían ni los pies?
— No digas eso —dijo a mandíbula batiente—. Mamá es
muy buena.
— ¡Oh, qué ingenuo! Tu madre es una perra. ¿Sabes
por qué no se la lleva la muerte? Porque no puede cargar con tantos kilos.
Pobre Parca. Y no llores, Samuel.
— Entonces, deja de rascarme con la esponja, tonto.
— Oye, no insultes a tu pa…
— Padre, papá.
— Eso nunca, me oyes. Paisano quería decir. No insultes a tu paisano.
— Perdón, papi.
— Así me gusta. Porque si te portas mal, viene el
Coco y te come.
— ¿Quién es el Coco?
— Claro, qué tonto, ¿¡cómo ibas a conocer el Coco!?
Tu madre se lo habrá comido. Entonces, ¡a ver! Déjame que piense… ¿Qué te dirá
tu madre para asustarte?
— Sí, ella dice siempre: «Samu, duérmete o vienen
las verduras y te comen». Yo no las conozco… —los ojos comenzaron a picarle,
cuando Carlos le llenaba el cabello de champú— Sopla, sopla… Me pica, me pica
mucho.
— ¡Ese es mi chi…! ¡Qué digo! Mi chibolo. Eso es lo
que le digo yo a muchas tías… Ya te llegará la hora.
— Papá, ¿cómo nacen los niños?
— Como las niñas.
— ¿Y las niñas cómo nacen?
— Como los niños.
— ¿Y…?
— Está bien… Los trae una cigüeña desde el
infierno. A ti también te trajo una cigüeña al mundo, ¿sabes? Desde aquí te
maldigo pajarraco —gritó Carlos como si la tuviera frente a él—, ¿cómo te
atreviste a picotear el plástico? Ojalá te hayan rellenado cual pavo en Navidad
y los huevos de tus futuros cigoñinos hayan muerto convertidos en una tortilla
de patatas para un banquete de bodas, dejando tu memoria a la altura de la
autoestima de una gorda, como la madre de este mocoso, al comprobar que la
báscula se resiste a ocultar su obesidad.
— ¿Una cigüeña, papá?
— Sí, la venganza de la cigüeña. Por cierto,
¿quieres un yogur o un rico helado de nata?
— Papá, soy alérgico. Podría dejar de respirar y
ponerme muy malo. Podría morir.
— Pues por eso. Anda ponte las sandalias, que te
voy a acostar. Y, como me vuelvas a llamar papá,
esta noche, mientras duermes, te hago tragar seis litros de leche.
Finalmente, Carlos le puso el broche de oro a un
día bermejo, como el cobre. Lo condujo hasta su habitación y lo durmió. Quería
que durmiese y, si era eternamente, mejor que mejor.
— ¿Me cuentas un cuento? Mamá siempre lo hace —le
pidió en tanto se rascaba un ojo, un indicio de su somnolencia.
— Está bien. Hubo una vez, en un lugar muy lejano,
una granja llena de animales, y colorín colorado este cuente se ha acabado.
Fin.
— ¿Ya ha acabado?
— Sí. Blanco y en botella. Había animales, luego tu
madre se los comió.
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