CAPÍTULO 11. HUBO UNA VEZ UN SUEÑO ERÓTICO
En
medio de un bosque frondoso, los árboles enhiestos creaban una ambientación de
ensueño. Las coníferas y las hayas parecían erigirse hacia el cielo sin tregua.
Junto a ellas, la vegetación se expandía por el suelo a raudales, como si una
alfombra aterciopelada recorriera las sendas del bosque. El encanto de aquel
lugar se acentuaba con un sotobosque escaso de arándanos, helechos y líquenes.
El clima nebuloso y borrascoso en verano se empeñaba en hacer de aquel paisaje
natural el escenario perfecto de una postal. Carlos sentía un frío inefable y
la humedad comenzaba a mermar su salud. Caminó por el sendero, admirando la
longevidad de los árboles. Llegó hasta un lago.
No
se hallaba solo, había una mujer. Joven, quizá ni siquiera tuviera veintitrés
años. Su piel de abenuz era un claro indicio de la fogosidad, disimulada, pero
latente. Su calor se disipó cuando se percató de que ella se desnudaba. Se
retiró la falda vaquera desgastada y, de inmediato, él pudo comprobar que sus
muslos, tonificados, habían sido torneados por el mejor artesano de la Tierra…
Sus largas piernas arcillosas se unían en un vértice. Un paraíso carnal y unos
glúteos capaces de incendiar el Ártico. Esquivó las madreselvas, en tanto
también se desvestía. Le excitó ver cómo el sujetador de la chica de ébano
desaparecía y dejaba relucir sus pechos, cuyos círculos rosados y redondos se
difuminaban cuanto más se distanciaban de sus círculos concéntricos… Círculos
enmarañados en sus tirabuzones de azabache. La vista obstaculizada le resultaba
un reto que incrementaba el morbo. Se acercó a ella. A cincuenta centímetros de
distancia. Las manos, los pies, el tronco y el resto de órganos de ambos se
acercaron por inercia, retozaron por inercia, gozaron por inercia y confirmaron
que los grandes placeres siempre se viven en compañía. Como colofón, se bañaron
en el lago, desnudos, calientes y tiritando, continuando con el deleite de sus
sentidos.
«¡No!,
¡no!, ¡no! Virgen Santa, pero ¿qué he hecho? Esto sí que no. Un sueño erótico
con una negra. Esto no ha pasado. No puede saberlo nadie. Será mi secreto», se sobresaltó Carlos con malestar y alarmado, pues su xenofobia,
cultivada desde sus primeros balbuceos, ahora pendía de un hilo. El sueño
erótico comenzaba a oxidar su ideología retrógrada. A decir verdad, lo que le
inquietaba era cómo su pasión y su seguridad comenzaban a corromperse con el
poder desestabilizador del sueño.
— Carlos, ¡qué
buena noche has pasado, macho! —exclamó don Francisco con socarronería.
— Déjate de
bromas. Por tu culpa, voy a acabar con la espalda hecha polvo. ¿Acaso mis
huesos se merecen agonizar en este camastro incómodo como una tapicería de
chinchetas y con estas sábanas de estropajo? Prefiero un ataúd y una mortaja
que esto.
— Falso. ¡Te has
tirado toda la noche diciendo mulata, cabalga, cabalga» o «africana caliente,
te voy a...»!
— ¡Cómo te
atreves, hijo de gorrina! ¿Insinúas que en sueños he copulado con una negra en
un bosque, junto a un lago? ¿Y que llevaba un tatuaje que decía «Only God can
judge me» donde la espalda pierde su nombre, en ese culamen negro como el
chocolate y ardiente como las ascuas?
— Efectivamente —sonrío
el cincuentón—. Y, gracias por los detalles... ¿Y qué te hacía, la guarrilla
africana?
— Sí —comenzó a
tirarse de los pelos y del pijama sudado—. Me lo he montado con una africana.
¡Yo con una negra! ¡Que me hagan una trasfusión de sangre! ¡Que me hagan
pruebas! ¡Seguro que me ha contagiado alguna enfermedad!
— Carlos,
¿esnifas pegamento o te faltó oxígeno al nacer? Solo ha sido un sueño, no
puedes dejarla embarazada ni, mucho menos, contraer una ETS.
— Sabiondo de
mierda, lo sé. He estudiado medicina durante diez años; he sido el mejor
cirujano de este país, ¿recuerdas? Me ha contagiado una enfermedad, la de la
duda. Tengo un trauma. Necesito olvidar lo ocurrido.
La solución fue
trabajar más arduamente. Quería distraer la mente a través del reparto de
pizzas en la Vespino, o preparando pizzas, o discutiendo con su compañera y con
el gerente, o todo al mismo tiempo. Pero su turno comenzaba a las seis de la
tarde, así que adelantó el inicio de la Misión olvido. Con otros
menesteres, pero persiguiendo los mismos fines. Limpió el cuarto de baño tres
veces, más por despiste que por voluntad; pasó el plumero a los muebles del
comedor con insistencia; blanqueó las juntas del suelo; eliminó la grasa de los
filtros de la campana extractora... Nunca sus compañeros lo habían visto
trabajar con tan altas cotas de solvencia; realmente, nunca lo habían visto
trabajar.
18.00. Dos horas
después de dejar la casa resplandeciente, atravesó el umbral de la puerta de la
pizzería. Saludó al gerente y a sus granos de acné con palabras gratas y
pensamientos indignos de ser pronunciados. «Carlos, hoy te toca cocina. Manu se
encargará del reparto», le informó el encargado. Se puso un delantal, en sus
orígenes, blanco, ahora repleto de manchas de tomate. Harina, agua, sal, salsa
de tomate y otros ingredientes, como olivas, bacón, jamón cocido o atún.
Ingredientes que guarnecerían las próximas cuatro horas, mientras que el
gerente le reprochaba continuamente y Jenny, su compañera, ponía cara de perro
como si le fuera la vida en ello. La gran sorpresa fue cuando se percató de que
la africana con que había ejecutado el mecanismo del amor en sueños se parecía
sospechosamente a esta. Necesitaba pruebas, necesitaba comprobar si su piel
estaba tatuada algo más arriba del trasero. Así pues, buscó métodos, rápidos,
pero seguros, para comprobar la existencia de alguna inscripción a base de
tinta negra. El primero, encender el ventilador para que se le levantara la
camisa. Mas, al llevarla tan ceñida, la visibilidad era un deseo consumido en
la imposibilidad. Halló otro recurso, con resultados minúsculos, pero con un
consuelo refrescante.
— Carlos, dame un
vaso de agua. ¡Qué calor hace esta tarde! —le ordenó su compañera.
— Aquí tienes —le
lanzó el vaso hacia el trasero, tras llenarlo.
— ¿Qué haces,
loco? ¿Qué te crees, que soy una conejita de striptease que me puedes
mojar para verme húmeda? Al gerente que vas.
— Jenny, tú lo de
«farlopa pa' la tropa” lo llevas al pie de la letra. Eres negra, ¿te crees sexy como para querer empotrarte contra
la encimera, mientras empujas el rodillo? ¿Acaso piensas que me fijo en cómo te
limpias las manos llenas de harina en los pechotes?
— Dios mío, estás
salido. Al próximo día me pongo ropa interior, porque eres capaz de forcejearme
contra el frigorífico.
— ¡No llevas ropa
interior! —Carlos comenzó a babear—. Pues te hecho harina —cogió un puñado y lo
esparció por su cara—. Si no eres
blanca, yo te haré... Pero tirarme a una negra, nunca.
El gerente, ante
el alboroto, llegó a la cocina previendo un incendio entre esas dos almas
fogosas, una incendiada por los celos, la otra, por el odio hacia aquel
mujeriego xenófobo. Carlos se quitó el delantal; tomó unos alicates y salió a
la calle. Batalló por empujar el estrés y la frustración a través de bocanadas
vehementes de rabia. «No puedo trabajar junto a esa mulata del demonio,
culpable de erecciones inútiles. Instalar la tienda de campaña para nada es de
necios. Asimismo, las razas no tiene que mezclarse», pensó el treintañero. Para
él, contar hasta diez antes de tomar una decisión era la manera más tonta de
consumir la vida barajando posibilidades, descartando otras. Bajo el amparo de
esta filosofía de vida, no dudó en cortar los frenos a la moto, aunque los
efectos colaterales se resumieran en lesiones, en quemaduras de primer grado o
en la muerte de Manu, un chico de dieciocho años obsesionado con las revistas
para adultos, la PlayStation y la Fórmula 1. Todo con tal de no compartir más
tiempo con Jenny.
Las
consecuencias, impacientes, no se hicieron esperar y, a la velocidad del AVE,
llegaron en forma de mensaje de texto. “Soy Manu. He tenido un accidente con la
moto. El médico dice que voy a perder el brazo derecho y la pierna derecha.
Adiós”.
— Carlos, corre.
Te vas a encargar del reparto. Coge la bicicleta.
— ¿Qué le ha
pasado a Carlos? No me preocupes -fingió inquietud, disimuló su regocijo.
— Ha tenido un
accidente de tráfico. Y quizá pierda una pierna.
— ¡Uf! Menos mal,
pues le queda la otra.
— Y el brazo,
también, parece que lo va a perder.
— Pues le queda
otra. Que no se queje y venga a currar. Si ese ser aparenemente superior que
los ingenuos llaman Dios nos dio dos pares, por algo fue. Que pringue como
todos.
— ¡Calla! Coge la
bicicleta y haz el reparto -le ordenó con tiranía y un enfado nada aparente el
gerente.
— Oye, un
respeto, que yo no tengo la culpa de que seas un joven pringado, lleno de granos,
desfigurado, como un cuadro de Picasso. No soy el culpable de que al salir por
la vagina de tu madre acabaras deforme, pero no seas ingrato, da gracias porque
la Madre naturaleza no te dio lo que te merecías, o seas, cuatro ojos, zarpas,
hocico de morsa y cola de cerdo para que te avergonzarás de ti mismo, como un
pardillo, embutido en ropa de cani, por no tener la suficiente autoestima como
para ser tu mismo, y acabases, así, optando por el suicidio. Bueno, tu
capacidad cerebral es tan limitada que tres palabras seguidas te son más
indigestas que una pizza de esta mierda de local. Te lo resumiré: muérete,
asqueroso.
Lo que no podría
imaginar, aunque hubiera arramblado con la biblioteca más acaudalada del mundo,
aunque hubiera memorizado cada una de las líneas del Quijote, es la clienta.
Abrió la puerta una joven. Treintañera, piel de ébano, envuelta en una toalla
rosa. Llevaba el pelo húmedo y el agua fresca caía a borbotones de su cabello.
Sus caderas, generosas, quedaban subrayadas por el algodón de la toalla.
Acariciaba su gruesa coleta negra, con fuerza, con vehemencia, con gozo. No
parecía sentirse incómoda por los ojos golosos del pizzero. Todo lo contrario. El
viento voló el billete de veinte euros con que iba a pagar. Se dio la vuelta,
la toalla se precipitó al cálido parqué… Carlos pudo comprobar que su
imaginación poco o nada difería de la realidad, y es que, en verdad, sus nalgas
chocolate lo estimularon hasta el punto de estar dispuesto a romper para
siempre la barrera de sus principios racistas. No le importaba ya el color de
las mujeres, sino su cuerpo y cómo de bien talladas estaban, porque esa mujer
era una diosa al fin y al cabo. Se desabotonó la camisa y mascullo: “Si la vida
me ofrece selva negra, quién soy yo para negarme”. Ella aceptó y dio el
pistoletazo a un tiempo de pasión desenfrenada quitándole el cinturón de su
uniforme. Si algo había claro, es que lo de menos era si la pizza estaba fría o
no.
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