CAPÍTULO 4. LA DESHONRA DEL BUTANO Y LA MUJER QUE
OLVIDÓ SU NOMBRE
Las buenas intenciones no siempre van de la mano con
las acciones honestas. En ocasiones, la rectitud y la honestidad se convierten
en unas solteronas desprovistas de cuerpos en los que materializarse. En su
última intentona fueron a buscar maridos en la cocina de la casa cural, pero
acabaron desposadas con la vileza, la canallada y unas abrazaderas.
A primera hora de la mañana, cuando el sol
comenzaba a advertir el posterior bochorno vespertino, tocó el timbre un
hombre. Frisaría los cuarenta. Flacucho, moreno, corpulento, alto, desgarbado y
sin afeitar. Parecía un naufrago. Se daba un aire a Robinson Crusoe. Era
idéntico a él, salvo en la baja catadura moral y la desconfianza que
transmitía. Se podría decir que su semblante se aproximaba más a Barbarroja que
a Crusoe. «Buenos días, me envían para revisar la instalación del gas butano»,
se presentó a don Francisco, a la par que mostraba las credenciales de
identificación, un certificado de instalador sellado por la comunidad autónoma
y una sonrisa de oreja a oreja. Y, por ende, su dentadura, privada de los
incisivos. «Afuera los prejuicios. ¿Acaso no hay políticos con buena
apariencia, y buenos trajes, y roban?», pensó el párroco. Le permitió la
entrada.
Ya en la cocina aprovechó para entablar
conversación con él.
— ¿Es que las revisiones ya no las realiza la
empresa suministradora? —preguntó el religioso al percatarse
de que el uniforme ni era naranja ni llevaba el logo de esta.
—
No, las autoridades exigen que las instalaciones deben ser revisadas por
empresas ajenas para evitar fraudes —midió sus palabras.
— Fraudes, fraudes y fraudes por todos los lados.
—
El mundo está hecho un asco. Y lo peor es que no roban por necesidad, sino por
ambición, por codicia…
— Me va a robar mi puesto. Le veo dirigiendo la parroquia
en menos que canta un gallo —alabó la entereza del técnico.
— Sacerdote, buen oficio, sí señor. Si no fuera por
el voto de castidad, le haría la competencia.
— Es una cuestión de control. ¿Qué cree, que no me
fijo en mujeres?
— Aún está a tiempo. No se prive. Lo que han de
comer los gusanos, que los disfruten los cristianos —contestó
burlón.
Entre gomas, reguladores, abrazadores, y una caja
de herramientas, a dieta, provista solo de alicates, llaves, destornilladores,
un metro y un cúter, nacieron las sospechas de Carlos. La suspicacia se debía
tanto a su apariencia como a ciertos detalles que un técnico eficiente jamás
pasaría por alto.
— ¿Por
qué cambia el regulador? Jamás lo había visto.
— Porque caducan. En cada revisión, cada cuatro
años, hay que cambiarlos. Eso es así. Caducan las jeringas o el agua, ¿cómo no
iba a hacerlo esto? —respondió apaciblemente en apariencia.
— ¿Cada cuatro años? Siempre han sido cada cinco
—continuó sospechando.
— Pues ha cambiado la normativa. Ya sabe. Nuevo
gobierno, nuevas leyes. Todo sea para robar el dinero a los ciudadanos.
— Veamos —tomó la cajita del regulador y leyó—,
aquí no pone fecha de caducidad.
— ¿Cómo no va a llevarla? Deje hacer su trabajo a
los expertos. Esto es lo mío.
— Robar
sí que es lo tuyo —murmuró—. Oye, no se da cuenta de
que el armario de la bombona no cuenta con aberturas de ventilación.
— ¿Es
usted técnico de instalaciones de gas butano?
— Buda no
lo quiera. Un burgués agachado cambiando gomitas, ja. Deje los chistes.
Los recelos de Carlos seguían su tendencia al alza,
en números verdes, mientras que los números rojos de la cuenta corriente del
párroco se le hacían más cercanos, ante una posible estafa. Se retiró, hizo una
llamada y consultó una página web. Su suspicacia había apuntado al blanco. El
técnico trabajaba para esas empresas que se aprovechan de las buenas
intenciones a través de comentarios y estrategias confusas con las que bordean
la legalidad, pero sin caer en su pozo. Dejando la ética y la vocación
profesional en la cuneta. Regresó a la cocina con un florero en la mano,
aprovechó un despiste del obrero tramposo y le golpeó con él. La pieza de
porcelana y el obrero cayeron al suelo.
— ¿¡Qué haces, loco!? —exclamó el párroco
desconcertado.
— Dos obras de caridad. Detener a este estafador de
mierda, y destrozar ese florero que tenías. ¡Qué feo era el hijo de puta! Como
tú de feto, bueno, como ahora. ¿No le habrás dado ni un centavo?
Esta vez apuntó mal. Ya le había pagado algo más de
cien euros. Así pues, Carlos maniató al obrero, ahora inconsciente, le quitó de
su cartera el dinero de don Francisco, y pidió a Emilio que llamara a la
policía para que lo arrestaran.
Media hora después llegó la policía. «¿Quieren
denunciar? En ese caso, deben ir a la comisaría y rellenar un formulario».
Así lo hicieron. Por la tarde. Aliñaron el camino a
base de conversaciones de todo menos insulsas, con comentarios insidiosos,
donde la valentía, la inteligencia y el desparpajo fueron puestos en tela de juicio
y por poco no acaban convertidos en cuestión de Estado. De vuelta, se
tropezaron con una mujer desorientada, descalza y amnésica. Deambulaba por las
calles sin un ápice de rumbo. Andaba por andar, con la dependencia de un montón
de hojas secas movidas por el viento otoñal. Frisaría los cincuenta, aunque su
vestido zarrapastroso y su piel pálida le añadían años, como el filtro vintage de una cámara fotográfica. Esta
se les acercó. Les pidió que la ayudaran a regresar a casa, mas la buena
voluntad se topó contra la ignorancia. Ni conocían su nombre, ni su familia, ni
ella se acordaba. Sin documentación, para más inri.
— Señora, ¿dónde vive? ¿En qué barrio? —le preguntó
el párroco.
— En una casa.
— Muy bien, y ¿qué más?
— No sé… una casa… Tiene cocina, dos plantas…
— ¿Geranios? ¿Jazmines? —indagó Carlos.
— Dos pisos, ceporro… No recuerdo bien, pero
enfrente de la puerta principal hay una farola.
— Gracias, ya me queda claro —ironizó el
treintañero—. Con esa memoria, vas a acabar durmiendo en la calle, entre
yonquis, jeringas usadas y peleas nocturnas por un trozo de cartón.
— ¿Crees que les pido ayuda por gusto? No recuerdo
nada, ahora mismo podrían violarme, y ni me acordaría luego.
— ¡No diga eso! Yo soy un hombre —contestó con tono
serio y honesto.
— ¡Qué el Señor te bendiga, Carlos! Llegué a pensar
que algún día cometerías un delito de ese tipo. Si sigues así, pronto
escucharás al amor de tu vida —exclamó
Carlos.
— ¡No mientas! La ginebra no habla.
— ¿En serio piensas que la ginebra es la respuesta
para todo?
— Ginebra.
— Escornacabras, ayudadme y dejad las bebidas
—terció la mujer de nombre olvidado—. Llamad a la policía.
— No llevamos el móvil encima. ¿Está casada?
—siguió interrogando.
— Sí, y con un héroe —les respondió ella con
orgullo—. Fue un héroe. España lo amaba, se arrodillaba ante él…
— ¿No será el Cid Campeador? Yo le echaba unos
años, pero no siglos. ¿Qué piensas tú, Carlos, que eres cirujano plástico?
— Ginebra.
— ¿Solo vas a decir eso?
— Ginebra, vodka, güisqui… ¿He dicho ginebra? Entonces, ginebra.
— Mi marido es un héroe —insistió la dama.
— Y tú, la heroína, la que has trincado —murmuró el
sacerdote—. ¿Don Pelayo o Jerónimo de Ayanz y Beaumont? Dínoslo.
— Metió cientos de goles a los adversarios. Pero no
recuerdo su nombre. Seguro que os acordáis.
— ¿Goles a quiénes? ¿A los vándalos, a los suevos,
los visigodos, los moros?
— Yo conozco a los brasileños, los neerlandeses,
los alemanes, los franceses… Pero, ninguno de los que me decís. ¿¡Qué
selecciones de fútbol son esas!? —dijo sorprendida.
— ¿Tu marido es futbolista? ¿Y tú me hablas de
héroes? —le reprochó don Francisco—. Los futbolistas ganan un sueldo, como los
demás. Hacen mejor o peor su trabajo, pero de héroes no tienen ni la hache. En
España hay mucha gente que hace bien su trabajo, que salva vidas, que educa, que
con el sudor de su frente da de comer a sus hijos. A pesar de que las medidas
económicas de políticos incompetentes. Hay mucha gente que esquiva la crisis
con la habilidad del mejor guardameta, que regatea como ningún defensa y que, entrenando
día tras día, golea a los bancos vampíricos y a la burocracia chupasangres
—enmudeció de repente—. ¿Alguna pregunta?
— ¿Nos tomamos un cubata, bien cargado de ginebra? La
policía ya viene. Que se encarguen los agentes de ella —terció Carlos.
Así lo hicieron.
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