miércoles, 11 de junio de 2014

"El útero y la escisión" - HÉROES Y VILLANOS 1


CAPÍTULO 1. EL ÚTERO Y LA ESCISIÓN
Los verdaderos héroes no llevan capa. Ni necesitan sofisticados cinturones en los que guardar las armas, ni gritos de guerra ni mucho menos una aureola de arrogancia. Trepar por las paredes, poseer el don de la invisibilidad o abultar la billetera a costa de los ciudadanos no es heroicidad. Es charlatanería y cinismo. Los auténticos héroes ganan las pequeñas distancias, y vencen con pequeños triunfos domésticos. Llenar la despensa de provisiones, vaciar la mente de rencores o colmar las entrañas de coraje, de vitalidad y de optimismo son las hazañas máximas de todo héroe.

Don Francisco, Emilio y Carlos tal vez no sean héroes, pero tampoco han tenido otra opción. Sus vidas han estado marcadas por las mismas normas del juego de la oca. Azar, sorpresa, trampas, desengaños y muerte. El tablero de Emilio lo compondrían el fallecimiento de su madre a los doce años, la tibia relación con su padre, la novia que lo engañó sin piedad a los dieciséis años y un futuro laboral terrible debido a la exigüidad de su talento y de la escualidez de su formación. No menos importante era la casilla de Débora, su pareja. La conoció hace dos meses, en abril, por casualidad, en la terraza donde trabajó como camarero. Se sentía tan dichoso que comenzaba a intuir que pocas casillas le separaban de la calavera. A sus cuarenta años los sobresaltos se podían contar con los dedos; lo que suponía un gran logro comparándolo con Francisco, el sacerdote de cincuenta y tres años. En su juego de la oca las casillas se reducirían a tres: una infancia feliz, una adultez consagrada al sacerdocio y, por último, la sensualidad de una mujer, ya entrada en años, con la que batalló para no traspasar la barrera de la tentación. Carlos, en cambio, ocuparía la primera posición en el palmarés. Unos padres adoptivos, una carrera profesional entre bisturíes, implantes de silicona y pacientes acomplejados, cientos de mujeres, viajes, grandes lujos, soberbia y clasismo. Serían algunas de sus casillas, junto a las más recientes: una cuenta corriente en números rojos y unos compañeros de piso que soportaban sus aires de grandeza con las pilastras de la empatía y la bondad.

Pero, ahora se enfrentan a otras vicisitudes. La plaza de la iglesia está abarrotada de mujeres y algunos hombres con pancartas, con marionetas que representan a los ministros y camisetas. Exigen libertad para gestar o no, para decidir, para equivocarse o aceptar, pero, ante todo, para ser ellas mismas y no verse sometidas por los poderes más retrógrados de la sociedad. La ebullición de las protestas no solo se percibe en los ardores de las calles. En la casa cural se cuece otro contienda. Una miniatura del conflicto armenio-azerí por el enclave del Alto Nagorno Karabaj. La vivienda parece en este momento la cancha de baloncesto. Cinta adhesiva roja recorre el pasillo y las habitaciones. Escinde un hogar que nació para ser uno y que, ahora, muere por ser ninguno. Dividido en tres secciones con el corte tajante con que se parte un pastel, y con la misma reflexión con que un niño caprichoso en una tienda de golosinas reclama con pucheros todas las gominolas habidas y por haber.

Tres semanas atrás comenzaron las discusiones y las caras de perro. Desde la distancia, el armisticio parecía tan inalcanzable como, para un niño de medio metro, unas galletas en la balda superior de una alacena. La epidemia de la trifulga comenzó a propagarse cuando el párroco le reprochó a Carlos su descaro y su nula colaboración económica en los gastos domésticos. Emilio apoyaba al sacerdote, pero solo en eso. No podía defender su cobardía, pues Francisco se negaba a salir a la calle y a enfrentarse a un tema peliagudo como el aborto y, más aún, con la sotana. Pretendía cerrar los ojos ante la realidad y caminar a oscuras, sin caer en la cuenta de que el miedo huele al mielo, y lo persigue, y lo acosa, y lo duplica, y mata. Así las cosas, la casa cural está dividida en tres sectores. El sector A, el de Francisco, incluye la cocina, la despensa, el sofá y el televisor; el sector B, el de Emilio, dos dormitorios y medio, pues la puerta del tercero se encuentra en su parte; y, para terminar, el sector C, el de Carlos, que le corresponde el cuarto de baño, buena parte del comedor.

Discusión tras discusión, noche tras noche. En el punto 0, al principio del pasillo, después del telediario, y del parte meteorológico de TVE, y del parte meteorológico, y del parte meteorológico… O sea, después de ese maratón de información irrelevante y ese programa eterno como un dolor de muelas o como el comezón de sabañones, se citaban para buscar una solución, o, al menos, esa era la versión oficial, porque la oficiosa era otra bien distinta. Se llamaba Aburrimiento, Soledad o Arrepentimiento. A decir verdad, no estaban solos, pues les acompañaban también Orgullo y Rencor.

— Exijo una tregua ipso facto. Esta es mi casa y me estáis tocando ya los mismísimos. Y perdón por el insulto —reinició Francisco el conflicto el lunes pasado.
— No has dicho ninguno —apuntó Emilio con desdén.
— ¿¡Cómo que no!? ¡Si he dicho «hijos de puta»! —observó la cara de sorpresa de sus enemigos y rectifico—. ¡Uy, qué despiste! ¡Si solo lo había pensado! Pues nada, hijos de puta, hijos de puta, hijos de…
— ¿A qué te rompo la cara como lo vuelvas a decir? —amenazó Carlos.
— Puta, eso. Hijos de la gran puta. Vuestras madres son tan putas que ellas solas podrían repoblar el planeta en dos días si una bomba atómica acabara con la humanidad.
— ¡Con mi madre no te metas! Que en gloria esté, la pobre. ¡Ay, mamá, lo que te quiero! —se emocionó Emilio, mientras se contenía por no sellarle la cara al párroco con los nudillos.
— No te preocupes, Emilio, que tu madre es puta hasta en el cielo, o en los infiernos —repuso el párroco.
— Dios mío, fréname porque voy a acabar matando a tu siervo. Emilio, no le hagas ni puto caso. ¿Cómo va a tener derecho a hablar quien cree que el embarazo de una mujer dura 2 días? Un hombre de letras, por favor. Eso sí que es un insulto.
— ¡Vuestras madres no tardaron ni eso! En dos días os parieron, solo hay que ver vuestro coeficiente intelectual. Y que conste que yo respeto a todo ser humano, pero vosotros sois las heces de Judas, la mierda de Pilatos o los pulmones de un fumador.
— Corramos un tupido velo, no vaya a ser que te mate y me eches a perder la camisa con tu sangre —propuso Carlos—. Voto por una relación trilateral.
— ¿Vamos a repartir los gastos y las tareas? —inquirió el cura. Es que no podemos seguir así. Yo soy el que más invierte y el que menos recibe.
— Pero, ¿quién se encarga de preparar la comida, de dejar la casa como los paños del oro, o quién os hace la colada y plancha vuestra ropa? —replicó Emilio.
— Cierto es.  Pero, ¿quién paga las facturas? La luz, el agua, el butano… ¿De quién es la casa? Yo, el cura, el tonto de esta casa —Francisco se golpeaba el pecho.
— La culpa no es mía, sino de Carlos. Es nuestra garrapata.
— Ofendidamente ofendido estoy. ¡Cómo te atreves! ¿Qué quieres, que trabaje como un vulgar obrero con las manos para ganar un sueldo de mierda o que me pinte la cara de negro y que, cual pordiosero, pida limosna fingiendo una discapacidad en las puertas de los supermercados? Yo tengo orgullo y dignidad.
— A ti lo que te falta es educación y memoria —interrumpió Emilio. ¿Qué leche te pasa con los extranjeros? ¿Te tengo que recordar tu etapa de mendigo? ¡Qué pena dabas!
— Visto lo visto nos pondremos de acuerdo ad kalendas graecas. Me voy a dormir.

La discusión continuó la noche siguiente a la misma hora.
— Reclamo la autodeterminación. Quiero la independencia y reivindico así mi idiosincrasia, mis valores y mi historia —espetó Carlos.
— ¿La independencia del sector C? ¿Dónde venden setas alucinógenas?
— Pues en tu parroquia, ¿o, si no, cómo explicas que alguien pueda tragarse esas chorradas? Una paloma semental, lenguas ardiendo... ¿Es esto un concierto de los Rolling Stones?
— Blasfemar contra Dios es alardear de ignorancia —indicó el religioso.
— Retomando el tema de la independencia, vamos a ver… ¿Te crees que el resto de sectores va a aceptar tu propuesta? Independencia respecto a qué o quién —interrumpió Emilio.
— Hacia vuestros abusos. He tenido que ceder, poner en un segundo plano mis intereses para ensalzar los vuestros… Sois la culpa de mi mal y de todos los males.
— Claro, claro, la Gran Guerra fue culpa nuestra, y los fascismos, y las epidemias, y las glaciaciones, y el deshielo de los casquetes polares… —ironizó Francisco.
— Efectivamente, y se os olvidan dos males más: la prensa rosa y la moda guiri de combinar calcetines con chanclas.
— Dejaos de bromas, esto es un asunto serio —gritó Francisco.
— ¿Qué esto es serio? Miraos bien. Carlos, tienes 35 años; y tú, Paco, 53. Parecemos niños pequeños, o, mejor primitivos. Venga, corred, y pintad búfalos por la casa. Primitivos, neandertales… Bestias… Recordad vuestra historia. Compartimos el mismo útero, el de la soledad. Nos unimos para evitar la sensación amarga de llegar a casa y sentir que el único ser que nos esperaba era un mosquito tocapelotas. O dos.
— Por cierto, Carlos, ¿qué haces? –preguntó desconcertado el cura.
— Pues pintar un búfalo, como ha dicho Emilio —dijo tras desplazarse desde la zona 0 hasta la pared del comedor.
— ¿Un búfalo? ¡Pero si tiene dos piernas, dos brazos y…? ¿Qué son esas dos líneas en la cabeza?
— Cuernos. Es el marido de la tía que me trajiné el sábado. ¡Menuda pájara! Si los cuernos fueran velas, su cabeza sería la tarta de un centenario.


El armisticio se ha demorado hasta hoy, miércoles 11 de junio. Este día quedará marcado a fuego en el ADN. El primer paso lo dieron Emilio y Francisco cuando firmaron un pacto por las relaciones bilaterales. Las cláusulas se resumen en repartir equitativamente las tareas y los gastos y lo han firmado con un apretón de manos y un abrazo. Pero, con Carlos no ha sido tan fácil. Ha hecho falta mano dura. Así pues, tras bajar todos los interruptores del cuadro eléctrico, salvo los enchufes de la cocina, la sección de C perdía el acceso a la electricidad. Acto seguido, Emilio salta por la ventana, dando gracias a Dios por vivir en una casa de una planta, y cerró el agua. «Protestar con el estómago lleno es fácil; con hambre y sin apoyo, protestar es una putada», pensó Emilio. La reacción de Carlos no se ha hecho esperar.

— ¿Cómo os atrevéis a quitarme lo mío?
— Carlos, aquí nada es tuyo. Has recibido nuestra ayuda día sí y día también. Ahora te falta independizarte del pueblo, de España, de Europa, del Universo y de Dios sabe qué. ¿Qué vas a crear, tu propio idioma o tus propias leyes? ¿Acuñarás una nueva moneda?
— Si hace falta, lo haré. No os necesito…

Un minuto después, Carlos ponía las manos en la espalda de Emilio.
— Oye, que te pregunto si tienes un bocadillo de jamón serrano para prestarme.
— No, ¿no quieres ser independiente? Pues empieza a demostrarlo.
— Entiendo, un bocadillo es demasiado, pero un yogur podrías darme, ¿no?
— Ni los buenos días, Carlos.
— Oye, Francisco, te noto más delgado. Me tendrías que hablar más del sacerdocio y de ti —comenzó a adularle—. ¿Y un vaso de agua? Tengo sed, como me deshidrate será por vuestra culpa.
— ¿Independencia o comida? Cuando comprendas que el ser humano está destinado a unirse, y no a escindirse, tendrás comida, costillas de cordero con su grasa, patatas asadas con laurel, pimienta y piñones, o tarta de chocolate, emborrachada con ron, y cerveza fresquita…

Y Carlos se resiste, busca sin pausa por los armarios, por el pequeño mueble del cuarto de baño, hurga por las rendijas que dejan los cojines del sofá. Nada, absolutamente nada. Ni migajas de pan, ni restos de magdalenas. Halla, entonces, unos auriculares y la consciencia de que, nacidos del mismo útero, no hay otro destino mejor que la unión, porque juntos son más fuertes, porque la escisión perjudica a todos, porque saben que el ser humano es zóon politikon, un animal político, y que nada como la alianza puede hacerles más políticos y menos bestias. 

Capítulo siguiente: EL HOMBRE QUE CREYÓ SER DE HIELO (Capítulo 2)

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