CAPÍTULO 10. LA REBELIÓN DE LAS MATRICES
Con la cruz a las espaldas, con el alma en vilo, con el corazón
palpitando a mil por hora y con la presión del rey en situación de jaque.
Francisco era una suerte de peón de ajedrez que, a cada movimiento que
realizaba, le correspondía coacción por arte de las voces disidentes de la
reforma del aborto. Cada día, cada noche, presenciaba desde la ventana cómo los
manifestantes, en su mayoría mujeres, defendían sus derechos, pero también le
ponían entre la espada y la pared. La situación se recrudeció cuando seis días
atrás decidieron dar un paso más o, tal vez, seis o siete zancadas, para
defender la autonomía de sus úteros frente al poder opresor. El sacerdote, ante
esto, tenía la impresión de ser una aceituna en una almazara inmensa lista para
ser prensada. Llegados a este punto, donde llenar de aire los pulmones suponía
un gran lujo como para un indigente un trozo de pan sin moho, su estado
original vagaba en el recuerdo de una época pretérita. Se ahogaba en medio del
río de la polémica. Llegar a una de las dos orillas podría haber sido la
solución inmediata, mas vacilaba entre cuál de las dos era menos turbulenta. O
acallaba su postura y defendía la oficial de la Iglesia, o rompía una lanza a
favor del aborto siendo consciente de las astillas que su decisión podría
acarrear a su vida religiosa.
El último viernes de junio lo vio despertar
temprano y con el miedo aún enquistado en los huesos. No habían pasado
veinticuatro horas del atraco callejero y el trauma se había aferrado a él. No
se atrevía a salir a la calle solo, no se atrevía siquiera a pestañear, porque
un segundo de oscuridad era un universo infinito de temor y ansiedad. Así pues,
le rogó a Emilio que lo acompañara a algunas tiendas. Aceptó. A decir verdad, a
este no le movía la empatía y la gratitud, sino promocionarse, disfrutar de la
fama instantánea. Acababa de ser expulsado de un formato de telerrealidad y se
oponía a que la llama de la popularidad se fuera extinguiendo. En la plaza
aguardaba la prensa, con la paciencia infinita de la Guardia Real británica y
con la indiscreción de un BMW aparcado en un barrio marginal.
— Emilio, ¿qué balance haces de tu paso por Gran hámster? —le preguntó una reportera
que frisaría los veinticinco.
— Un balance positivo. Pero, admito sentir
indignación porque mi expulsión ha sido injusta.
— ¿Cuáles son tus próximos proyectos?
— Aprovechar esta popularidad y el cariño de la gente para…
— Aprovechar esta popularidad y el cariño de la gente para…
— Me cago en tus muertos, joputa —gritó alguien en
medio de la concurrencia.
— ¡Cuánta gentuza hay por este mundo! Lo que venía
diciendo… Quiero aprovechar para hacerme un hueco en televisión y escribir mi
propio libro.
— ¿Un libro? ¿Recuerdas el ridículo que hiciste en No te vayas de la lengua? ¿Te ves capaz de
ello?
— Por supuesto. No os puedo adelantar gran cosa.
Decir que será una novela basada en un hecho real y el protagonista será un
hombre de mi edad que vende vómitos de famosos.
— ¿Podría deletrear Huelva?
— U de hundir;
E de estrella, L de ladilla, B de váter y A de Andalucía.
¿Por qué lo preguntabas?
— Y ahora entrevistaré a Francisco García, el
párroco de Galínez del Azahar … —hizo caso omiso al cuarentón—. ¿Qué opina de
la manifestación?
— Pues yo… yo… —vaciló el sacerdote—. Bien, por un
lado, todos tenemos el derecho a la huelga, pero es un caso perdido. El aborto
va contra otro derecho de mayor envergadura, el de la vida. Queremos mujeres
libres, no asesinas —espetó casi atragantándose, como si intentara tragar una
cuchara de canela—.
— ¡Hostia puta! ¿Cómo se le ocurre decir eso? ¿No
quiero retractarse?
— No… Sí… —respiró, tomó impulso y soportó el
quemazón de la garganta—. Se acabó, voy a ser sincero, diré lo que pienso y no
lo que la Iglesia me impone. Defiendo a esas mujeres que batallan contra viento
y marea por no convertirse en productoras de fetos patrios. Estoy hasta los
huevos de ver cómo los políticos juegan con los derechos de la mujer y, en
general, del ser humano. Personalmente, me gustaría que nacieran niños y niños
y niños, pero es intolerable que los dirigentes del país se apoderen de la
libertad de los ciudadanos. Desde aquí, declaro la rebelión de las matrices… Sé
que mi cargo corre peligro, pero, antes eso que extirparme la voluntad. ¿España
es un Estado aconfesional? Ja. Entonces, ¿cómo es que la Iglesia católica tiene
exención total del pago del IBI? ¿Qué hace una x en la declaración de la renta
para sufragar los gastos de la Iglesia Católica? ¿Por qué el resto de
religiones no tienen la propia? ¿Por qué en las escuelas públicas se imparte
Religión Católica? ¡Cuánta hipocresía! Yo amo a Dios, creo fervorosamente en él
y en los dogmas de fe, pero desconfío de esa jerarquía eclesiástica que tanto
daño hace a la inmaculada imagen de nuestro Señor y de quienes entregamos
nuestra vida a extender su mensaje.
Es difícil medir qué fueron más ruidosos, los
semblantes boquiabiertos por la sorpresa de un sacerdote hablando con franqueza
o los atronadores aplausos que recibió Francisco, aún temblando de orgullo y de
excitación al haber dicho lo que su corazón y su alma sentían. Asimismo,
adelantó que a las ocho de la tarde
daría una rueda de prensa en la parroquia, porque quería cambiar la historia
del país, porque quería revolucionar la política y romper la tendencia al
parasitismo que reinaba en la casta.
A las seis de la tarde, por su parte, Carlos salió
de casa con un uniforme rojo. En su gorra, del mismo color, se podía leer «pizzería».
A su parecer, ir ataviado de ese modo era tan ridículo como un cartelito en la
espalda con el siguiente mensaje: «Soy tonto, dame una colleja». Treinta y
cinco años de vida ninguneando al proletariado, y él iba a formar parte de él
en cuestión de minutos. Desde su más tierna infancia, había sido un espíritu
libre, alimentado por la tendencia de sus padres a colmar de caprichos las
aspiraciones de su niño mimado; en cambio, desde ahora, su discurso contra los obreros
resultaba incoherente, grotesco y deslavazado. Respira con fuerza, como si
deseara expulsar la angustia y la frustración con cada bocanada de aire.
Tal y como le ordenó el gerente, se encargó del
reparto a domicilio con la ayuda de un Vespino rojo, cuyo motor gruñón no
olvidaría aunque viviera siete vidas más. Obedeció a regañadientes las órdenes
del encargado, un joven de veintitantos años,. «¿Quién se cree este niñato para
mandar en mí?», pensó. Con todo, se armó de prudencia para encarar la pesadilla.
En verdad, la prudencia era, más bien, pavor a morir de hambre. El primer reparto
vino rodeado de polémica. «Antes que ponerme este casco mugriento, pringoso,
guarro, podrido, prefiero desenterrar a tu abuela, bailar con ella y chuparle
el cráneo cual barquillo de stracciatella»,
masculló. Salió del establecimiento sin más dilación y condujo la moto sin
casco, procurando que la pizza no llegara fría y, sobre todo, no despeinarse. Recorrió
las calles, mientras se volvía loco buscando el domicilio en que debía
depositar el pedido y preguntando a los viandantes. El altercado siguiente no
se demoró. Solo precisó de una clienta que pagó con un billete de cincuenta
euros, a pesar de haber asegurado que pagaría con el dinero justo. «Pero,
¿quién te crees que eres, vieja amargada? ¿Acaso tengo que rebajarme de esta
manera, contando céntimos como un indigente en la puerta del supermercado para
comprarse una cajetilla de cigarros con que aliviar la frustración de una vida
marcada por el odio, el rechazo y la necedad? Pedazo zorra, aquí tienes tus 36,86
euros y espero que le hayan echado demasiada mierda a la pizza para que acabes
donde te mereces, en la tumba, a merced de gusanos necrófagos y buitres
carroñeros?», le espetó en la cara de la señora mientras acariciaba a su gato
obeso.
La hoja de reclamación denunciando su descortesía y las protestas del gerente, sufridor del acné más agudo, no se hicieron esperar. Con cierta arrogancia y un arsenal de repulsión hacia el joven, Carlos lo escuchó y asumió su papel de subordinado. Ahora debía ser amable, simpático, y disfrazar su repugnancia hacia los clientes con una sonrisa y expresiones cordiales. Así pues, de un modo u otro, estaba dispuesta a ser cordial y la vía más accesible, sin lugar a dudar, le resultó la de los chistes. No era un aficionado a El club de la comedia ni a los monólogos trasnochados de Noche de Fiesta, pero todo fuera por comer. Segundo pedido: dos carbonaras medianas y una cuatro quesos. Golpeó la aldaba al grito de “Ábreme la puerta” y salió un hombre de su edad.
— Buenas noches, tío, aquí tienes tus tres pizzas.
Son 26,75 euros.
— Aquí tiene —le dio la cantidad exacta e hizo
amago de cerrar la puerta.
— Espere, espere. Le contaré un chiste. Una rubia
va a una pizzería y, cuando le sirven la pizza, el encargado le pregunta: «¿Le
corto la pizza en cuatro o en ocho trozos?». Y va la tonta y contesta: «En
cuatro, mejor… Estoy a dieta… No creo que me vaya a comer 8 pedazos».
— Muy bueno, hasta luego que se enfrían —dijo no
muy convencido.
— Pues ríase. ¿Así me lo agradece? Entonces, le
cuento otro. Va un huérfano a una pizzería, y ¿a qué no sabes qué pide? ¡Dos
familiares para llevar! —comprobó que el cliente tampoco reaccionaba con agrado—.
¿No pilla el chiste? ¡Ni que fueras hijo de la LOMCE!
— Soy huérfano, gilipollas. Mi madre murió la
semana pasada.
— Tranquilo, si la echas de menos, cómete las tres
pizzas de golpe, y morirás. Pero, no estés triste; así podrás visitarla todos
los días. Por cierto, la carbonara no lleva tomate, pero es que Jenny, mi
compañera, menuda pájara, se ha cortado el dedo y ha empezado a salir sangre
como si aquello fuera la fuente de Neptuno y, claro, pues ha dicho: «Pues por
un poco de sangre no la voy a tirar, a ver si me la descuentan del sueldo y
acabo debiendo a la empresa. Que se la coman, que por medio litro, no creo que
vaya a contagiarle la hepatitis B».
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