jueves, 12 de junio de 2014

«El hombre que creyó ser de hielo» - HÉROES Y VILLANOS 2


CAPÍTULO 2. EL HOMBRE QUE CREYÓ SER DE HIELO
A la mañana siguiente la lámpara de pie seguía encendida. Así la encontró Francisco al despertar. Madrugó más por costumbre que por obligación. Con la puntualidad de las campanadas de la Puerta del Sol y la constancia del reloj de cuco, se desvelaba siempre a las nueve menos diez, siempre con desgana, pero con el enorme sentido de la responsabilidad con que tomó el hábito. Leche caliente, café, bollería… Deleites de bajo coste que surtían motivos suficientes para vencer el sueño.

Y la lámpara seguía encendida. Más de doce horas había estado iluminando el comedor. El calor que propagaba la bombilla incandescente era tal que por poco la pantalla floreada se prende como un muñeco en la noche de San Juan. Su luz poco podía envidiar a la solar. Alumbraba papeles y tarjetitas de cartulina, que reposaban sobre el sofá y la mesa. Había tanto papel que nadie podría jurar que aquello no era confeti para gigantes.

Entonces, Emilio salió del cuarto de baño Emilio, se subió la bragueta, tras forcejear con la cremallera, que se negaba a deslizarse por los dientes. Se frotaba los ojos, de puro sueño, con la intensidad de un perro escarbando en la arena. Había trasnochado y, a juzgar por las cuencas de sus ojos, cuévanos hundidos y oscuros, estaba de mala uva. Su humor era fruto de horas y horas de estudio, memorizando fechas, cuestiones de cultura general, aprendiendo el diccionario con la rigidez del alambique o repasando las preguntas del Trivial, el Pasapalabra y otros juegos de mesa. Acababa de sembrar las semillas de la sabiduría e, ingenuo, pretendía recoger la cosecha al momento. Por ello, se maldecía por la distancia abismal entre las veloces intenciones y la lentitud de sus logros. El interés repentino por el conocimiento tenía nombre propio. No te vayas de la lengua. Se trataba de un concurso cultural de la televisión que repartía cada tarde un buen pellizco para las maltrechas economías domésticas. 

¿Sabes que Elvis Presley nació en Tupelo? —presumió Emilio de lo que carecía, de erudición. 
¡Mira quién fue a burlarse de mi calvicie! Tú, el calvísimo, el pagano calvinista, el montísimo Calvario, el calavero calverísimo. 
Tupelo es una ciudad de Misisipi. Hazte político, eres demasiado incoherente. Te iría bien. Por cierto, ¿sabías que, en 1930, Uruguay fue el primer país en ganar la Copa Mundial de Fútbol? ¿O que Gaspar Balaus, un hombre que creyó ser de mantequilla, se suicidó en un día caluroso? —preguntó con entusiasmo. 
Buenos días —irrumpió Carlos mientras se terminaba de vestir—. ¿De qué habláis? 
De nada importante —el párroco destiló indiferencia. 
Estábamos hablando de mí —sonrió Emilio. 
Pues, lo que decía. De nada importante —replicó con desdén—. 

A decir verdad, la conversación no le resultó tan insulsa; de hecho, lo desazonó hasta límites insospechados. Titubeó en confesar qué le rondaba por la mente. Su dialéctica interna era incoherente, inconsistente y confusa. Agua pasada no mueve molino, pero sí reabre heridas que comienzan a cicatrizar. Desde el principio, el proceso pareció flemático, y así lo estaba siendo. En su mente se paseaban las palabras, los gestos, los silencios y los actos de aquel hombre que conoció hace dos semanas y media. 



Quién les mandó a Carlos y a él ir a la gasolinera por cubitos. Fuera el karma o quién fuese, lo cierto es que, tras articular el dependiente “cogedlos, vosotros mismos, del congelador”, todo se desarrolló estrepitosamente. Fue un terremoto, cuyas secuelas aún eran evidentes diecisiete días después. Carlos se dirigió hasta el refrigerador, intentó abrir la puerta. Pero, lo impidió un hombre extraño, callado y maduro, que desprendía un aura de silencio, lo cual le hacía parece un señor inofensivo y, al mismo tiempo, un personaje terrorífico a la altura de la niña de El exorcista o de un profesor déspota, cuyas frustraciones impactan contra sus discentes. Su vestuario y su piel eran blancos y fríos, como su mirada, como su lenguaje corporal. 
Señor, ¿me permite? —le rogó Carlos haciendo ademán de abrir la puerta. 
Jamás, apártese. Vete, que me derrito. 
— ¿Cómo que se derrite? ¡Qué dice usted! Venga déjeme coger el hielo. 
— ¿¡Qué le he dicho?! A medio metro de distancia. Y usted, dependiente fracasado —dijo al ver cómo cogía este el teléfono—, ¿no estará pensando en llamar a la policía? Suelte el teléfono. 
—Entonces, márchese.
— ¡Madre del amor hermoso! Estoy sudando. Me están entrando calores —dijo el extraño hombre y, acto seguido, se despojó de su calzado y la ropa, incluida la interior. 
— No me obligue a llamar a la policía, y póngase los calzoncillos ya — el dependiente fingió marcar los nueve dígitos—. 
— Ni lo sueñen. ¿Qué creen que a mí me gusta despelotarme cual concursante de Gran Hermano? ¿Acaso piensan que soy nudista? 
— No, qué va. No se preocupe. Yo jamás hubiera pensado eso, solo que está como una regadera, como una puta cabra, que deberían encerrarle en un manicomio hasta el fin de tus días... —se sinceró el dependiente—. No se lo repito, vístase. 
— Ni loco me vestiría—respondió el rebelde. 
— Eso todo lo sabemos —terció el párroco con socarronería. 
¿Por qué nadie me entiende? ¿Tanto cuesta entender que soy de hielo y huyo del calor? —planteó el hombre mientras se metía en el congelador. 
Salga de ahí, me va a estropear el género. 
Mira, hombre de hielo, ¿le puedo llamar don Calippo? Aquí al lado hay un restaurante chino, nos colamos por la puerta trasera y te dejamos en la cámara frigorífica, ¿le hace? 
Acepto, pero si me compráis cuatro bolsas de hielo y la revista Inuit Magazine de este mes. 
¡Perfecto, hombre de hielo! Y una cosa más, ¿cómo puede vivir con fimosis? Opérese, hombre, opérese... Un corte rápido y a disfrutar. Se lo digo por experiencia, que soy cirujano plástico. 
¿¡Te has fijado en mi pene!? —se sorprendió el extraño caballero. 
Sí, y, por cierto, te sobra más piel que tela al hábito de una monja. 

Por el camino, el sacerdote indagó en la vida del desconocido, que se ceñía a contestar las preguntas con síes y noes. Con todo, su experiencia en el confesonario les ayudó a descubrir que ese hombre tenía un trauma enorme. Descubrieron que en su infancia sufrió acoso escolar y la muerte de sus padres en un accidente aéreo. Que en la adolescencia se vio subyugado a las exigencias de su abuelo, o que a sus cincuenta y siete años su vida era menos coherente que la saga de Harry Potter y menos ajetreada que un cadáver petrificado. El corazón se le heló cuando fue despedido por su jefe, tras veintiocho años a su servicio, aportando su talento a aquella empresa de electrodomésticos, mientras descuidaba a su mujer y su hijo. No supo valorar a quienes tenían en casa. A ellos, que, a pesar de sus constantes quejas y su cara de gruñón, seguían regalándole una sonrisa, que desde hace mucho, ya no se merecía. «He sufrido tanto en esta puñetera vida que, por no preocupar a los pocos seres que me seguían apreciando, he logrado que me abandonaron, y de los que no, la muerte se ha ocupado de llevárselos a su reino. Día tras día, mi frialdad aumenta. No lloro, no siento alegría, no amo, no me compadezco, no envidio, no quiero, no pienso, no soy... Soy hielo... Inerte», confesó en un arrebato de sinceridad. 


Se despidieron de él, de otra víctima más de la crisis y de la deshumanización. El mundo le había enseñado a no expresar sus sentimientos y a padecer. Al final, la existencia se le atragantó como un cubito en la tráquea. No volvieron a saber de él hasta la noche, cuando la periodista en el telediario informó de que «un hombre, creyendo ser hielo, se ha arrojado de cabeza a un pozo en Galínez del Azahar temiendo derretirse por la ola de calor».

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