CAPÍTULO 2. EL HOMBRE QUE CREYÓ SER DE HIELO
A la mañana siguiente la lámpara de pie seguía
encendida. Así la encontró Francisco al despertar. Madrugó más por costumbre
que por obligación. Con la puntualidad de las campanadas de la Puerta del Sol y
la constancia del reloj de cuco, se desvelaba siempre a las nueve menos diez,
siempre con desgana, pero con el enorme sentido de la responsabilidad con que
tomó el hábito. Leche caliente, café, bollería… Deleites de bajo coste que
surtían motivos suficientes para vencer el sueño.
Y la lámpara seguía encendida. Más de doce horas
había estado iluminando el comedor. El calor que propagaba la bombilla
incandescente era tal que por poco la pantalla floreada se prende como un
muñeco en la noche de San Juan. Su luz poco podía
envidiar a la solar. Alumbraba papeles y tarjetitas de cartulina, que reposaban
sobre el sofá y la mesa. Había tanto papel que nadie podría jurar que aquello no era
confeti para gigantes.
Entonces,
Emilio salió del cuarto de baño Emilio, se subió la bragueta, tras forcejear
con la cremallera, que se negaba a deslizarse por los dientes. Se frotaba los
ojos, de puro sueño, con la intensidad de un perro escarbando en
la arena. Había trasnochado y, a juzgar por las cuencas de sus ojos, cuévanos
hundidos y oscuros, estaba de mala uva. Su humor era fruto de horas y horas de
estudio, memorizando fechas, cuestiones de cultura general, aprendiendo el diccionario con la rigidez del alambique
o repasando las preguntas del Trivial, el Pasapalabra y
otros juegos de mesa. Acababa de sembrar las semillas de la sabiduría e,
ingenuo, pretendía recoger la cosecha al momento. Por ello, se maldecía por la distancia abismal entre las veloces intenciones
y la lentitud de sus logros. El interés repentino por el conocimiento tenía
nombre propio. No
te vayas de la lengua. Se trataba de un concurso cultural de la televisión que repartía cada tarde un buen pellizco para las maltrechas economías domésticas.
— ¿Sabes que Elvis Presley nació en Tupelo? —presumió
Emilio de lo que carecía, de erudición.
— ¡Mira quién fue a burlarse de mi calvicie!
Tú, el calvísimo, el pagano calvinista, el montísimo Calvario,
el calavero calverísimo.
— Tupelo es una ciudad de Misisipi. Hazte
político, eres demasiado incoherente. Te iría bien. Por cierto, ¿sabías que, en
1930, Uruguay fue el primer país en ganar la Copa Mundial de Fútbol? ¿O que
Gaspar Balaus, un hombre
que creyó ser de mantequilla, se suicidó en un día caluroso? —preguntó con
entusiasmo.
— Buenos días —irrumpió Carlos mientras se
terminaba de vestir—. ¿De qué habláis?
— De nada importante —el párroco destiló
indiferencia.
— Estábamos hablando de mí —sonrió Emilio.
— Pues, lo que decía. De nada importante —replicó
con desdén—.
A decir verdad, la conversación no le resultó tan insulsa; de hecho, lo desazonó hasta límites insospechados. Titubeó en confesar qué le rondaba por la mente. Su dialéctica interna era incoherente, inconsistente y confusa. Agua pasada no mueve molino, pero sí reabre heridas que comienzan a cicatrizar. Desde el principio, el proceso pareció flemático, y así lo estaba siendo. En su mente se paseaban las palabras, los gestos, los silencios y los actos de aquel hombre que conoció hace dos semanas y media.
Quién les
mandó a Carlos y a él ir a la gasolinera por cubitos. Fuera el karma o
quién fuese, lo cierto es que, tras articular el dependiente “cogedlos, vosotros mismos, del congelador”, todo se desarrolló estrepitosamente.
Fue un terremoto, cuyas secuelas aún eran evidentes diecisiete días después.
Carlos se dirigió hasta el refrigerador, intentó abrir la puerta. Pero, lo
impidió un hombre extraño, callado y maduro, que desprendía un aura de
silencio, lo cual le hacía parece un señor inofensivo y, al mismo tiempo, un
personaje terrorífico a la altura de la niña de El exorcista o de un profesor déspota, cuyas frustraciones impactan
contra sus discentes. Su vestuario y su piel eran blancos y fríos, como su
mirada, como su lenguaje corporal.
— Señor, ¿me permite? —le rogó Carlos haciendo
ademán de abrir la puerta.
— Jamás, apártese. Vete, que me derrito.
— ¿Cómo
que se derrite? ¡Qué dice usted! Venga déjeme coger el hielo.
— ¿¡Qué
le he dicho?! A medio metro de
distancia. Y usted, dependiente fracasado —dijo al ver cómo cogía este el
teléfono—, ¿no estará pensando en llamar a la policía? Suelte el teléfono.
—Entonces,
márchese.
— ¡Madre
del amor hermoso! Estoy sudando. Me están entrando calores —dijo el extraño
hombre y, acto seguido, se despojó
de su calzado y la ropa, incluida la interior.
— No me
obligue a llamar a la policía, y póngase los
calzoncillos ya — el dependiente fingió marcar los nueve dígitos—.
— Ni lo
sueñen. ¿Qué creen que a mí me gusta despelotarme cual concursante de Gran Hermano? ¿Acaso piensan que soy nudista?
— No, qué
va. No se preocupe. Yo jamás hubiera pensado eso, solo que está como una
regadera, como una puta cabra, que deberían encerrarle en un manicomio hasta el
fin de tus días... —se sinceró el dependiente—. No se lo repito, vístase.
— Ni loco
me vestiría—respondió el rebelde.
— Eso
todo lo sabemos —terció el párroco con socarronería.
— ¿Por qué nadie me entiende? ¿Tanto cuesta
entender que soy de hielo y huyo del calor? —planteó el hombre mientras se
metía en el congelador.
— Salga de ahí, me va a estropear el género.
— Mira, hombre de hielo, ¿le puedo llamar don Calippo? Aquí al lado hay un restaurante chino, nos colamos por la puerta trasera
y te dejamos en la cámara frigorífica, ¿le hace?
— Acepto, pero si me compráis cuatro bolsas de
hielo y la revista Inuit
Magazine de
este mes.
— ¡Perfecto, hombre de hielo! Y una cosa más,
¿cómo puede vivir con fimosis? Opérese, hombre, opérese... Un corte rápido y a
disfrutar. Se lo digo por experiencia, que soy cirujano plástico.
— ¿¡Te has fijado en mi pene!? —se sorprendió
el extraño caballero.
— Sí, y, por cierto, te sobra más piel que tela
al hábito de una monja.
Por el
camino, el sacerdote indagó en la vida del desconocido, que se ceñía a
contestar las preguntas con
síes y noes. Con todo, su experiencia en el confesonario les ayudó a descubrir
que ese hombre tenía un trauma enorme. Descubrieron que en su infancia sufrió
acoso escolar y la muerte de sus padres en un accidente aéreo. Que en la
adolescencia se vio subyugado a las exigencias de su abuelo, o que a sus
cincuenta y siete años su vida era menos coherente que la saga de Harry Potter
y menos ajetreada que un cadáver petrificado. El corazón se le heló cuando fue despedido
por su jefe, tras veintiocho años a su servicio, aportando su talento a aquella
empresa de electrodomésticos, mientras descuidaba a su mujer y su hijo. No supo
valorar a quienes tenían en casa. A ellos, que, a pesar de sus constantes
quejas y su cara de gruñón, seguían regalándole una sonrisa, que desde hace mucho, ya no se merecía. «He sufrido tanto en esta puñetera
vida que, por no preocupar a los pocos seres que me seguían apreciando, he
logrado que me abandonaron, y de los que no, la muerte se ha ocupado de
llevárselos a su reino. Día tras
día, mi frialdad aumenta. No lloro, no siento alegría, no amo, no me compadezco, no envidio, no quiero, no pienso, no soy... Soy hielo... Inerte»,
confesó en un arrebato de sinceridad.
Se
despidieron de él, de otra víctima más de la crisis y de la deshumanización. El mundo le había enseñado a no
expresar sus sentimientos y a padecer. Al final, la existencia se le atragantó
como un cubito en la tráquea. No volvieron a saber de él hasta la noche, cuando la periodista en
el telediario informó de que «un hombre, creyendo ser hielo, se ha arrojado de
cabeza a un pozo en Galínez del Azahar temiendo derretirse por la ola de calor».
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