martes, 24 de junio de 2014

«Tantas tontas razones por que quitarse la camiseta» - HÉROES Y VILLANOS 8


CAPÍTULO 8. TANTAS TONTAS RAZONES POR QUE QUITARSE LA CAMISETA
Realidades desvalijadas, mentiras de gala. Tan pronto como los ojos se abren, las mentiras y las intrigan acechan. Depredadores más salvajes que las pirañas, más hábiles para el disimulo que el camaleón, más fieros que un gato al acecho de un saltamontes entretenido en el bosque minimalista de los jazmines. La hipocresía se acicala con un vestido de gala, collares y toneladas de maquillaje.

La semana comenzó de un modo inaudito, a tres milímetros de la telerrealidad y con un guión tan cercano a lo surrealista y tan lejano de la lógica. Una lógica exiliada, que se paseaba por las estancias de la casa cural con la dependencia de una veleta. Por una vez en mucho tiempo, estaría habitada por dos hombres y medio. Un sacerdote, un mujeriego racista y un niño, convertido en moneda de cambio en el enfrentamiento entre sus padres.

¿Y Emilio? ¿Qué había sido de él? Su popularidad en ebullición había propiciado un encuentro con una productora y una cadena nacional, un contrato firmado y su aislamiento en un plató de televisión. A las siete de la mañana le propusieron participar en Gran hámster. Un programa de telerrealidad donde dos participantes quedaban aislados en sendas casas durante dos días, luego se sometían a la votación del público, que expulsaba a uno… Quien soportara veinte días encerrado, con la sombra de la soledad al cuello y la necesidad de aire fresco en las narices, ganaba cincuenta mil euros. Para atraer la atención de la audiencia, los concursantes podían recurrir a todo tipo de atrezo. Maniquíes, telas kilométricas, decorados de cartón piedra…


Francisco, Carlos y el pequeño Samuel cenaron temprano. La mesa del comedor carecía de esos platos suculentos que se devoran más con el hambre de los ojos que con la apetencia del estómago. El niño se negaba a cargar el tenedor de ensalada alegando que una cena sin carne era como la pista del Scalextric sin coches. Además, afirmaba con una vehemencia insólita en una persona tan menuda, si bien rolliza, que su madre jamás se atrevería a darle eso de comida. «Samu, samuel, pensaba que tu madre era una vaca, pero qué equivocado estaba. Ella no es omnívora, es carnívora, caníbal y pecadora. Parirte sí que es un pecado. Pero que se joda. Esa bola de sebo, como las demás, no irá al infierno, sino al gimnasio», comentó con una maldad innegable pero, tal vez, no hacia ella, sino como modo de airear y desempolvar su ingenio y su agudeza. Mandaron al muchacho a dormir y, en ese preciso instante, sonó el teléfono del párroco.



— Dime, Isabel.
— …
— Bien. No puedo quejarme. La iglesia ahí va y tu hermano, como siempre, dejándose la piel en extender la palabra de Dios. ¿Y tú?
— …
— Me alegra oír que los tuyos estén bien... ¿Y Manolito? ¿Ha aprendido ya a leer?
— …
— ¡Qué me dices! Tengo unas ganas de verte, hermana. Tremendas...
— …
— No, puedo. Estoy muy ocupado... Y más en septiembre, que está a la vuelta de la esquina, y que siempre viene con un montón de bodas... Tengo mucho trabajo.
— …
— ¿Que si me voy al pueblo la primera semana de julio? No creo, tengo que recibir un paquete muy importante.
— …
— No lo sé, pero alguno vendrá —se rascó el cogote en busca de excusas sólidas, pero todas se desmoronaban como una torre de naipes frente a un ventilador encendido—. Está bien... En nada nos vemos... Iré al pueblo. Ciao, Isabel.

Colgó el teléfono maldiciendo su suerte. Hace dos años murieron sus padres, a los que les tenía un apego que se medía en toneladas, y volver a aquel pueblo perdido de España le resultaba una idea horrorosa. No se encontraba con las fuerzas suficientes como para echarle un pulso a la nostalgia y, mucho menos, para vencerla. Para más inri, reencontrarse con su hermana Isabel, el marido de esta y tres mocosos era otro mal trago que el propio hecho de evocarlo le creaba un nudo en la garganta. Y, siendo honestos, necesitaba unas manos hábiles para desatar nudos, pero ni las tenía ni nadie se entrometería en su relación fraternal. Isabel, desde pequeña, había sentido una gran admiración hacia él y proclamaba a los cuatro vientos que tenía un hermano sacerdote, que había sacrificado su vida por las demás y que era un triunfador en mayúsculas. Pobre ingenua. Ella ignoraba que don Francisco no era más que un buen hombre en el momento y en el lugar equivocados, rodeado de amistades de no buen nombre y algo perdido.

Encendieron la tele y pusieron el programa Gran hámster, más que nada para ver a Emilio. Una presentadora rubia, entrada en años, humilde, tolerante, respetuosa... Tan tolerante y tan abierta al diálogo que la tolerancia debería llamarse como ella.
— Si algo me gusta de este programa es la libertad. Aquí todos los invitados pueden decir lo que le salgan de los huevos, y ¿sabéis por qué? Sí, queréis saberlo, ¿verdad? Pues porque Gran hámster lo hacemos entre todos, pero yo cobrando. Ja. Querido Fulgencio —-dio paso al padre de Emilio, que estaba sentado entre el público—, te cedo la palabra. ¿Por qué crees que tu hijo se comporta con excentricidad?
— Porque es así de natural. Yo quería decirte, Milagros, Mercedes o Rosalía... Me he quedado en blanco, perdona, ¿Matilde o Merche?
— ¿¡Cómo que no te acuerdas de mi nombre?! Yo soy superfamosa. Una palabra mía vale más que toda tu vida... Espero que te calles, chocheas, anciano decrépito...
— ¡Si somos de la misma quinta, Manuela!
— ¡Cállate! Respeta tu turno. Si nos respetamos, el mundo es más bello, se respira paz y amor... ¿te enseño las bragas? —se levantó la falda—. Quería agradecer a mi estilista por estas bragas tan maravillosas con un hámster dibujado...
— Dedicáis más vídeos a la contrincante de mi hijo que a él, y eso que la pobre parece que está muerta... Es un mueble, Estela. Mi hijo, por lo menos, da juego y se merece ganar.
— Cállate, no empiezas con la tontería de siempre de “manipuláis los vídeos y ponéis en mi boca palabras que no he dicho”.
— Pues enséñame los vídeos al completo, sin cortes.
— Está bien, así lo hará la productora. No permito que se dude de la honestidad de mi equipo... Un momento... —atendió las directrices de su jefa desde el pinganillo—. Me temo que eso va a ser imposible, porque se acaba de quemar la tortilla de patatas del regidor.
— ¿Qué tiene eso que ver, Antonia?
— Cierra el pico, joputa. ¡Cómo me irrita la gente que cree tener la verdad y que no deja hablar a nadie! Nos vamos a publicidad. Enseguida volvemos... Como el programa es una puta mierda, entonces os enseñaré el sujetador.

Acabado el corte publicitario, dieron paso a varios vídeos de Emilio, con los que los espectadores no tuvieron más remedio que dudar si aquel individuo se burlaba del programa o era tonto de remate. Había pensado que una buena idea de ganarse a la audiencia era seguir los clichés de las series de televisión españolas. La criada andaluza que discute con el abuelo cascarrabias, las niñas cursis que juegan a ser mayores y los desnudos a trochemoche. Todo ello con la ayuda de maniquíes, marionetas y una pizca de imaginación.



Primer vídeo del programa: dos niñas lamentando sus amores contrariados. Para ello, se sirvió de dos marionetas, una niña rubia y otra morena, una en cada mano. Paula y Emilia se llamaban.
— Paula, mi madre se ha puesto muy gorda. Rubén Collado dice que mi madre se come a los niños.
— Emilia, tu mamá es mala, mala. Hay que matarla. Coge un cuchillo de la cocina y la asesinamos.
— ¡Estás loca! Yo la quiero. Es mi mami.
— Pero tenemos que salvar a los niños que se ha comido. ¡Pobrecillos! A lo mejor sale de su panza dos príncipes azules y nos piden matrimonio. Casadas... Sería como jugar a las casitas pero todo el día...
— Es verdad, mi mamá debe morir. Voy por el hacha. Por cierto, ¿has visto a mi novio?
— No, se lo habrá comido tu mamá.
— Perfecto, la descuartizamos y le sacamos a todos los nenes. Y si nos encontramos a Rubén, le pido ser su novia y casarnos ya, ya. Pero, hay un problema.
— ¿Cuál?
— Me ha pedido un beso con lengua y no sé de qué animal quiere la lengua.
— A lo mejor con la de tu mamá le basta. A matarla, vamos. Estará dormida en el sofá...

Segundo vídeo: la conversación costumbrista entre criada y abuelo gruñón. Esta vez recurrió a dos maniquíes.
— Alfonso, hijo, cuando entres a la casa, lávate los pies. ¡Cómo se nota que estás acostumbrado a que las mujeres lo hagamos todo!
— Vete al infierno... ¿Qué hay de comer?
— Mi arma, mira qué pollo más rico estoy cociendo -le enseñó el contenido de la olla-. Esta receta me la enseñó mi abuela, que en gloria esté.
— ¿Que en gloria esté tu abuela o la receta?
— Hombres, ya lo decía mi madre...
— ¿El qué, chacha?
— Que los hombres solo dais problemas. Y nosotras, que somos unas tontas, y caemos con vuestras miradas. Tenía que haber hecho como mi prima soltera, la Raimunda, la que montó una granja y vivió sola hasta que se la comieron las gallinas... ¡Qué vida esta! Menudos huevos ponían esas gallinas. Por mi madre, que Dios la tenga en su gloria, te juro que esas gallinas tenían el agujero del culo como una canasta...

Tercer y último vídeo: los desnudos de Emilio. A pesar de tener un cuerpo escombro, repleto vello, que provocaba, más que admiración, repulsión, el solterón de oro y famoso por unos días se desvestía como si fuera uno de esos actores, que invierten su tiempo en que sus músculos queden igual de marcados que sus carencias interpretativas. “Qué calor hace, me voy a quitar la camiseta”, comenzó así su tendencia al despelote injustificado. “Me ha quedado una mancha de café en la camisa”, la prosiguió, pero lo curioso es que no había bebido nada. Otras tantas tontas razones por que quitarse la camiseta fueron las siguientes: “Convoco un concurso de mejor torso y, como solo me presento yo, entonces gano; voy a quitarme la camiseta”, “¡Qué frio hace esta noche! ¡Pues me quito la camiseta!”, “Hoy es martes, voy a quitarme la camiseta”, “Esta silla la compraron en Ikea, voy a quitarme la camiseta”, o “No llevo camiseta, así que voy a quitarme la camiseta”.

Ganado el público femenino, ahora tocaba el masculino. La única idea que se le pasó por su mente retorcida era acariciarlas sin pudor alguno, besarlas, tocarles los senos duros, comprobar todos los giros de sus piernas y desvestirlas... Comenzó, pero al ver que era un plástico donde la fisonomía de la mujer era una mera ilusión con escasas pretensiones de verosimilitud, cambió de táctica. Lo que pasó más tarde y las demás preguntas son interrogantes que más vale que queden relegados al olvido y al silencio, porque un exceso de información, a veces, es un exceso de preocupaciones con más efectos secundarios que beneficios.

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