CAPÍTULO 3. HOMOSEXUALMENTE HOMOSEXUAL
Sonó el teléfono. Sonó
una, dos, tres, veintiuna, cuarenta veces... «Gracias, amigos. ¿Qué haría sin
vosotros? Cuando os resbaléis en la ducha y vuestro cráneo se desangre como un cochinillo, os ignoraré sin escrúpulos»,
gritó nada más salir del cuarto de baños con una toalla a la cintura y la
espuma del champú a caballo entre su cabello húmedo y sus ojos, irritados por
el jabón. Logró contestar. «Emilio, Francisco, esta noche viene a cenar mi
amigo Javier».
Su experiencia como
anfitriones era escueta, pero a Francisco la sola idea de evadirse de la rutina
y el hastío le plugo. Estaba cansado de estar encerrado en su propia casa desde
que los primeros manifestantes se instalaron en la plaza de la iglesia para
protestar por la nueva ley del aborto. Así pues, decidió tirar la casa por la
ventana, preparar un menú variado, saludable y, sobre todo, exquisito. No
deparó en gastos. Con todo, su situación económica
era tan alarmante que unas aceitunas rellenas, un vino tinto y quinientos
gramos de lomo resultaban un lujo. Pero, por una vez en mucho tiempo, no se
pensaba privar. Tomó un pósit de su agenda y un bolígrafo que reclama aliento para funcionar. Anotó
todos los productos de los que precisaba para una cena digna, y le pidió a
Emilio que fuera al supermercado.
Media hora más tarde,
con la mente repleta de ideas y la cartera hambrienta de efectivo, dispuso la
compra por la encima y fue dividiéndola en
pequeños grupos. «Mayonesa, aceitunas, zanahorias encurtidas, pepinillos en
vinagre... para la ensaladilla; cebolletas, pasta fresca, magra, bechamel...
¿para canelones o lasaña?, ya lo decidiré; harina, huevos, chocolate, nueces
azúcar... para los brownies; y la cinta de lomo», musitaba Francisco con un hilo de voz
escueto, como hacía con sus plegarias. A la par que iba de un lado para otro,
los ojos de Carlos también lo hacían, como cuando seguía el balón en los
partidos de fútbol televisados. Por su parte,
Emilio se entretuvo leyendo el periódico en la cocina, junto a ellos, pero
mentalmente a veinte kilómetros de sus quehaceres. «Pica el encurtido y, cuando acabes, continúa
con la magra», le pidió el párroco desvelando sus dotes innatas para capitanear
a las masas.
— Don Francisco, tengo
que confesarte algo —le dijo al párroco con una timidez inusitada en él.
— Ahora no, cuando esté
en horario de servicio.
— No me refiero a eso,
ya sabes lo que opino yo de la Iglesia. Quería hablarte sobre mi amigo.
— ¿No come carne?
¿Es alérgico a la lactosa? Pues le haces una tortilla, Virgen Santa —exclamó
iracundo el párroco, por la premura con que debía cocinar.
— No es eso. Es que el
mes pasado quedé con él para tomar unas copas y tal, y me confesó...
— ¡¿Intrusismo laboral?!
Eso sí que no.
— Cierra el pico. Me confesó
que era homosexual.
— ¿Y? ¿Qué quieres que
le haga, le bailo una jota, canto por Pitbull o le regalo unas maracas? A mí
eso qué me importa —le espetó con adustez.
— Nada... Como eras
cura, pensaba que la homosexualidad no la tolerabas...
— Si Dios lo hizo gay,
¿quién soy yo para juzgarlo?
— Me alegra escuchar
eso... A mí la verdad es que me costó asimilarlo. Nos conocemos desde que éramos unos
renacuajos; lo hemos compartido todo: las peonzas, los videojuegos, las tías,
los porros, las juergas...
— ¿Esto qué es, el
comienzo de un drama gay? Si quiero llorar, me pongo Entre
todos o Sálvame.
Pero, cállate ya y sigue picando la comida... —ordenó el sacerdote, mientras
olía algo que le hizo temblar—. Mierda, mierda, se me han quemado las patatas.
Pues, nada, sin ensaladilla. Mañana te las comes, como castigo. Y, si acabas
intoxicado, te rezo tres padrenuestros y se te pasa. Y, si mueres, pues eso, ya
sabes lo que dicen: No dejes para mañana
lo que puedes hacer hoy.
Carlos se marchó
al comedor. Era eso o romperle los dientes a aquel malnacido, marioneta de la
tensión, el estrés y el devenir de un reloj, que, indolente, se negaba a
detenerse. Tampoco los pensamientos de Carlos tuvieron freno. Recordó aquella
noche en que Javier le confesó algo tan íntimo, que lo martirizaba desde parvulario. A
los tres años vislumbró que los compañeros poseían una magia de la que carecían
las chicas. Aun, treinta y tres años después, recordaba cómo se peleaba con
ellos a puño cerrado. Solo por tocarlos, por acercarse más de la cuenta. O,
cómo, en el pilla pilla,
prefería alcanzarlos antes que a ellas. O, cómo, más tarde, en los vestuarios
examinaba los cuerpos desnudos de sus compañeros, no con los ojos de un
urólogo, ni con las pupilas de quien observa la mera belleza, sino con deleite,
con regocijo. Disimulando. En la adolescencia se sintió atraído alguna vez por
alguna amiga, lo que lo confundió más. Qué estaba pasando o dónde terminaban
los límites del deber y comenzaban las fronteras de la voluntad. Cuestiones que
se preguntaba una y otra vez. La atracción homosexual era un caballo veloz y
egoísta. Un caballo que, desde hace mucho, lo
llevaba arrastrando en una carrera salvaje, de la que solo sobrevivió cuando
fue capaz ser honesto consigo mismo, si bien las magulladuras y las huellas de los ríos de
sangre permanecían en su rostro aún. Para Carlos no fue fácil encajar la
condición de su amigo; lo aceptaba y lo seguía queriendo como al hermano que
nunca tuvo, pero necesitó algunos días para acostumbrarse al hecho de que, tras
la apariencia bien varonil de este, se escondía un hombre homosexual.
Horas después, a las
ocho de la tarde, alguien llamó al timbre. Carlos corrió hacia la puerta, miró por la mirilla, era su
amigo.
— Buenas, macho, ¿qué
tal? ¿Por dónde has aparcado?
— Bien, bien, figura. En
el quinto pino lo he dejado. He traído unas birras y unos pasteles de nata —se
los entregó—. Guárdalos en el frigo.
— Entra, que te voy a
presentar a mis amigos.
Florecieron los apretones
de manos y un beso en la mejilla por parte de Emilio a Javier.
— ¿¡Qué coño haces!? —
exclamó el huésped—. ¿¡Desde cuándo los tíos se saludaban con un beso!? ¿Soy
marroquí acaso?
— No, pero eres gay —
contestó con inocencia y desconcierto.
— Homófobo.
No mezcles churras con merinas.
— Carlos, habla tú con
tu amigo, que no sé qué dice del cuadro de Velázquez — pidió Emilio confundido.
— Javier —terció Carlos—,
no le hagas ni puñetero caso, es obrero, ¿sabes? Ya conoces cómo son los de esa
calaña.
Se sentaron a cenar
ellos cuatro y Discordia. Ella guarneció la velada de tensión hasta el
punto de que solo la intercesión divina podría explicar que la cubertería no
acabara incrustada en algún tórax incauto. La exasperación
de Emilio lo condujo a la cocina. Necesitaba descansar de la rudeza y la
suspicacia de aquel homosexual. Pedía a gritos terapia para sentarse de nuevo a
la mesa, y lo más parecido a un psicólogo que encontró fue Carlos.
— ¿Qué narices te pasa con Javier? —protestó
mientras colocaba los platos en el fregadero—. ¿Cómo se te ocurre decirle «¿me pasas el aceite?», inconsciente?
¿Es que no has oído eso de que lo pierden los gais?
— ¿Te estás oyendo? ¿Me pasas
ese líquido graso amarillento que se obtiene al prensar las aceitunas?,
prefieres eso, ¿no? Defiendes la condición de tu colega, pero eres tan homófobo
como él. Nadie se escapa de los insultos, de burlas, de chascarrillos… Pero,
haces uno sobre gais y eres un criminal.
— Javier es homosexualmente homosexual, y punto. ¿Cómo va a ser
homosexualmente homófobo? Es tan incoherente como una televisión pública en la
ruina, que se gasta una millonada en los derechos para emitir el fútbol.
— Incoherencia ninguna. Tu amigo es homófobo, y lo peor es que ve
homófobos donde no los hay, como los penes —dijo con una sonrisa burlona, pero con intención reconciliadora.
— Homófobo, ¿a qué viene eso de los penes? —se
molestó—.
— De acuerdo, pero como me diga otra vez homófobo, no me responsabilizo de mi actos. ¿Javier, me pasas el aceite? Homófobo. Pásame la pimienta. Homófobo.
¿En qué escuela estudiaste? Homófobo. ¿Tienes tenedor? Homófobo. ¡Vaya derrota
la de España contra Holanda! Homófobo. 1-5, una vergüenza. Homófobo —Emilio reprodujo la conversación con el invitado—. ¿Es la única palabra que sabe?
—Buf. Vayamos a la mesa.
La terapia en la cocina fue como una
vacuna caducada. Ineficaz y, en cierto modo, contraproducente. El ambiente se
caldeó aun más hasta el punto de que el comedor se convirtió en una suerte de
olla de presión, donde salir escaldado era, más que una posibilidad, una
realidad difícil de esquivar.
— Tío —terció Carlos—, podrías haber tardado más en confesar que eras gay, y te veo
saliendo del armario un día, y al día siguiente, acabas en la tumba, convertido
en un manjar para los gusanos.
— Pues como ahora —frivolizó Emilio.
— Ho…
— Venga, dilo, Javi, dímelo de nuevo. Ho-mó-fo-bo. Es fácil hasta
para ti —se
encaró Emilio al huésped.
— Homúnculo, eso iba a decir. Homúnculo.
— ¿Qué dices? Seguro que lo has dicho por decir culo.
— Si no sabes lo que significa, lo buscas en el diccionario,
homófobo.
— ¿Homófobo yo? Para nada —se defendió
Emilio—. Como dices que lo soy, pues te voy a dar razones ahora, pero de
verdad. Cuando aprendas a darle a cada cosa la importancia que se merece y
sepas reírte de ti mismo, serás más feliz y libre, y nosotros también.
— Dejad la discusión, joder —Francisco
se puso de pie y comenzó a gritar—.
Esta es mi casa, he estado todo el santo día cocinando y… —calló
y vio cómo se levantaba el invitado— y… ¿Javier, dónde vas? ¿No le irás a
pegar?
Pues sí, se levantó de la mesa con
la ira de quien no sabe enfrentarse a las críticas y la virulencia del honor
vírico, y le propinó a Emilio un puñetazo. El cuarentón optó por no vengarse,
dada la corpulencia del convidado. El sacerdote y Carlos palidecieron a la par
que Emilio enrojeció.
— No se lo tengáis en cuenta —Carlos
le restó importancia—. Javier es más
basto que unas medias de esparto, más que un helado de chorizo, más que…
— Tronco, cállate o te dejo igual la
cara que aquella tarde cuando perdimos la final de fútbol regional —amenazó el
invitado.
— Pero es muy buena gente —rectificó
a tiempo—. Un amigo de los que no quedan.
— No, si se le ve. Menos mal que no
he contado el chiste del proctólogo, y el del tacto rectal —masculló Emilio,
mientras refrescaba las contusiones de la cara—.
— ¿Cómo dices? —inquirió el amigo
gay.
— Que yo también jugaba al fútbol,
como vosotros.
— Emilio, que de pequeño te patearan
la cara, no significa que jugaras al fútbol.
Y, la reyerta parecía no alcanzar su
pico. Crecía, crecía y crecía al igual que la nariz de Pinocho, que los números
rojos de un moroso ludópata o el mercurio de los termómetros de Sevilla en
agosto.
— ¿Qué le veis los heteros a las
mujeres? Al pubis de la mujer le falta algo. ¿Qué moda es esa de tener ahí una
raja, como los pantalones rotos de ahora? Les falta algo ahí, parece un defecto
de Dios.
— A Dios ni me lo toques —salto a la
defensiva el párroco—, por favor, por favor —rectificó al recordar la
agresividad del destinatario.
— Luego, esos bultos en el torso.
¿Qué tienen de especial las tetas? Y, encima, con estrías, que parecen tener
ahí dos exprimidores. ¿A quién le pueden gustar?
— A mí.
— A mí.
— Y a mí también —contestó entre
dientes el sacerdote.
— Y, luego, más estrías por el resto
del cuerpo. ¿A quién le pone eso? Muslos, caderas, vientre, nalgas… ¿Son
mujeres o cebras?
— ¡Cómo te atreves! Las mujeres son
el elixir de la vida y del placer. De una de esas rajas naciste, y de dos tetas
te alimentaste, recuérdalo. Sé homosexual, no gilipollas. Ellas son nuestra
locura y nuestra solución, nuestro obstáculo y nuestra meta —alegó Carlos.
— Saben quitarnos esa coraza de
macho cabrío. Solo ellas pueden traspasar, con una mirada sutil, la fragilidad
de nuestra valentía. Logran sacarnos ese punto sensible que nos empeñados en
esconder. Ellas nos hacen más inteligentes, más nobles y más…
— Y más tonto, te hacen más tonto.
¿Qué sabes tú de mujeres? Si has estado veintiséis años soltero, de los
dieciséis a los cuarenta años. Lo mejor de las mujeres es que te las puedes
trajinar. Y se acabó —sentenció Carlos, el donjuán del grupo.
— En cambio, los hombres aguantamos
más el paso del tiempo y tenemos brazos y piernas fuertes y robustas, no como
las de mujer, que parecen flamencos. Y, con los canelones de cuerpo presente,
me callo. No quiero asquearos.
— Demasiado tarde llegas, querido homosexual
—masculló con temor Emilio.
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