domingo, 15 de junio de 2014

«Homosexualmente homosexual» - HÉROES Y VILLANOS 3


CAPÍTULO 3. HOMOSEXUALMENTE HOMOSEXUAL
Sonó el teléfono. Sonó una, dos, tres, veintiuna, cuarenta veces... «Gracias, amigos. ¿Qué haría sin vosotros? Cuando os resbaléis en la ducha y vuestro cráneo se desangre como un cochinillo, os ignoraré sin escrúpulos», gritó nada más salir del cuarto de baños con una toalla a la cintura y la espuma del champú a caballo entre su cabello húmedo y sus ojos, irritados por el jabón. Logró contestar. «Emilio, Francisco, esta noche viene a cenar mi amigo Javier». 

Su experiencia como anfitriones era escueta, pero a Francisco la sola idea de evadirse de la rutina y el hastío le plugo. Estaba cansado de estar encerrado en su propia casa desde que los primeros manifestantes se instalaron en la plaza de la iglesia para protestar por la nueva ley del aborto. Así pues, decidió tirar la casa por la ventana, preparar un menú variado, saludable y, sobre todo, exquisito. No deparó en gastos. Con todo, su situación económica era tan alarmante que unas aceitunas rellenas, un vino tinto y quinientos gramos de lomo resultaban un lujo. Pero, por una vez en mucho tiempo, no se pensaba privar. Tomó un pósit de su agenda y un bolígrafo que reclama aliento para funcionar. Anotó todos los productos de los que precisaba para una cena digna, y le pidió a Emilio que fuera al supermercado. 

Media hora más tarde, con la mente repleta de ideas y la cartera hambrienta de efectivo, dispuso la compra por la encima y fue dividiéndola en pequeños grupos. «Mayonesa, aceitunas, zanahorias encurtidas, pepinillos en vinagre... para la ensaladilla; cebolletas, pasta fresca, magra, bechamel... ¿para canelones o lasaña?, ya lo decidiré; harina, huevos, chocolate, nueces azúcar... para los brownies; y la cinta de lomo», musitaba Francisco con un hilo de voz escueto, como hacía con sus plegarias. A la par que iba de un lado para otro, los ojos de Carlos también lo hacían, como cuando seguía el balón en los partidos de fútbol televisados. Por su parte, Emilio se entretuvo leyendo el periódico en la cocina, junto a ellos, pero mentalmente a veinte kilómetros de sus quehaceres. «Pica el encurtido y, cuando acabes, continúa con la magra», le pidió el párroco desvelando sus dotes innatas para capitanear a las masas. 

— Don Francisco, tengo que confesarte algo —le dijo al párroco con una timidez inusitada en él. 
— Ahora no, cuando esté en horario de servicio. 
— No me refiero a eso, ya sabes lo que opino yo de la Iglesia. Quería hablarte sobre mi amigo. 
— ¿No come carne? ¿Es alérgico a la lactosa? Pues le haces una tortilla,  Virgen Santa —exclamó iracundo el párroco, por la premura con que debía cocinar. 
— No es eso. Es que el mes pasado quedé con él para tomar unas copas y tal, y me confesó... 
— ¡¿Intrusismo laboral?! Eso sí que no. 
— Cierra el pico. Me confesó que era homosexual. 
— ¿Y? ¿Qué quieres que le haga, le bailo una jota, canto por Pitbull o le regalo unas maracas? A mí eso qué me importa —le espetó con adustez. 
— Nada... Como eras cura, pensaba que la homosexualidad no la tolerabas... 
— Si Dios lo hizo gay, ¿quién soy yo para juzgarlo? 
— Me alegra escuchar eso... A mí la verdad es que me costó asimilarlo. Nos conocemos desde que éramos unos renacuajos; lo hemos compartido todo: las peonzas, los videojuegos, las tías, los porros, las juergas... 
— ¿Esto qué es, el comienzo de un drama gay? Si quiero llorar, me pongo Entre todos o Sálvame. Pero, cállate ya y sigue picando la comida... —ordenó el sacerdote, mientras olía algo que le hizo temblar—. Mierda, mierda, se me han quemado las patatas. Pues, nada, sin ensaladilla. Mañana te las comes, como castigo. Y, si acabas intoxicado, te rezo tres padrenuestros y se te pasa. Y, si mueres, pues eso, ya sabes lo que dicen: No dejes para mañana lo que puedes hacer hoy. 


Carlos se marchó al comedor. Era eso o romperle los dientes a aquel malnacido, marioneta de la tensión, el estrés y el devenir de un reloj, que, indolente, se negaba a detenerse. Tampoco los pensamientos de Carlos tuvieron freno. Recordó aquella noche en que Javier le confesó algo tan íntimo, que lo martirizaba desde parvulario. A los tres años vislumbró que los compañeros poseían una magia de la que carecían las chicas. Aun, treinta y tres años después, recordaba cómo se peleaba con ellos a puño cerrado. Solo por tocarlos, por acercarse más de la cuenta. O, cómo, en el pilla pilla, prefería alcanzarlos antes que a ellas. O, cómo, más tarde, en los vestuarios examinaba los cuerpos desnudos de sus compañeros, no con los ojos de un urólogo, ni con las pupilas de quien observa la mera belleza, sino con deleite, con regocijo. Disimulando. En la adolescencia se sintió atraído alguna vez por alguna amiga, lo que lo confundió más. Qué estaba pasando o dónde terminaban los límites del deber y comenzaban las fronteras de la voluntad. Cuestiones que se preguntaba una y otra vez. La atracción homosexual era un caballo veloz y egoísta. Un caballo que, desde hace mucho, lo llevaba arrastrando en una carrera salvaje, de la que solo sobrevivió cuando fue capaz ser honesto consigo mismo, si bien las magulladuras y las huellas de los ríos de sangre permanecían en su rostro aún. Para Carlos no fue fácil encajar la condición de su amigo; lo aceptaba y lo seguía queriendo como al hermano que nunca tuvo, pero necesitó algunos días para acostumbrarse al hecho de que, tras la apariencia bien varonil de este, se escondía un hombre homosexual. 

Horas después, a las ocho de la tarde, alguien llamó al timbre. Carlos corrió hacia la puerta, miró por la mirilla, era su amigo. 
— Buenas, macho, ¿qué tal? ¿Por dónde has aparcado? 
— Bien, bien, figura. En el quinto pino lo he dejado. He traído unas birras y unos pasteles de nata —se los entregó—. Guárdalos en el frigo. 
— Entra, que te voy a presentar a mis amigos. 

Florecieron los apretones de manos y un beso en la mejilla por parte de Emilio a Javier. 
— ¿¡Qué coño haces!? — exclamó el huésped—. ¿¡Desde cuándo los tíos se saludaban con un beso!? ¿Soy marroquí acaso? 
— No, pero eres gay — contestó con inocencia y desconcierto. 
Homófobo. No mezcles churras con merinas. 
— Carlos, habla tú con tu amigo, que no sé qué dice del cuadro de Velázquez — pidió Emilio confundido. 
— Javier —terció Carlos—, no le hagas ni puñetero caso, es obrero, ¿sabes? Ya conoces cómo son los de esa calaña. 

Se sentaron a cenar ellos cuatro y Discordia. Ella guarneció la velada de tensión hasta el punto de que solo la intercesión divina podría explicar que la cubertería no acabara incrustada en algún tórax incauto. La exasperación de Emilio lo condujo a la cocina. Necesitaba descansar de la rudeza y la suspicacia de aquel homosexual. Pedía a gritos terapia para sentarse de nuevo a la mesa, y lo más parecido a un psicólogo que encontró fue Carlos.
¿Qué narices te pasa con Javier? —protestó mientras colocaba los platos en el fregadero—. ¿Cómo se te ocurre decirle «¿me pasas el aceite?», inconsciente? ¿Es que no has oído eso de que lo pierden los gais?
¿Te estás oyendo? ¿Me pasas ese líquido graso amarillento que se obtiene al prensar las aceitunas?, prefieres eso, ¿no? Defiendes la condición de tu colega, pero eres tan homófobo como él. Nadie se escapa de los insultos, de burlas, de chascarrillos… Pero, haces uno sobre gais y eres un criminal.
Javier es homosexualmente homosexual, y punto. ¿Cómo va a ser homosexualmente homófobo? Es tan incoherente como una televisión pública en la ruina, que se gasta una millonada en los derechos para emitir el fútbol.
Incoherencia ninguna. Tu amigo es homófobo, y lo peor es que ve homófobos donde no los hay, como los penes dijo con una sonrisa burlona, pero con intención reconciliadora.
Homófobo, ¿a qué viene eso de los penes? —se molestó—.
De acuerdo, pero como me diga otra vez homófobo, no me responsabilizo de mi actos. ¿Javier, me pasas el aceite? Homófobo. Pásame la pimienta. Homófobo. ¿En qué escuela estudiaste? Homófobo. ¿Tienes tenedor? Homófobo. ¡Vaya derrota la de España contra Holanda! Homófobo. 1-5, una vergüenza. Homófobo Emilio reprodujo la conversación con el invitado. ¿Es la única palabra que sabe?
Buf. Vayamos a la mesa.

La terapia en la cocina fue como una vacuna caducada. Ineficaz y, en cierto modo, contraproducente. El ambiente se caldeó aun más hasta el punto de que el comedor se convirtió en una suerte de olla de presión, donde salir escaldado era, más que una posibilidad, una realidad difícil de esquivar.
Tío —terció Carlos—, podrías haber tardado más en confesar que eras gay, y te veo saliendo del armario un día, y al día siguiente, acabas en la tumba, convertido en un manjar para los gusanos.
Pues como ahora —frivolizó Emilio.
Ho…
Venga, dilo, Javi, dímelo de nuevo. Ho-mó-fo-bo. Es fácil hasta para ti —se encaró Emilio al huésped.
Homúnculo, eso iba a decir. Homúnculo.
¿Qué dices? Seguro que lo has dicho por decir culo.
Si no sabes lo que significa, lo buscas en el diccionario, homófobo.
¿Homófobo yo? Para nada —se defendió Emilio—. Como dices que lo soy, pues te voy a dar razones ahora, pero de verdad. Cuando aprendas a darle a cada cosa la importancia que se merece y sepas reírte de ti mismo, serás más feliz y libre, y nosotros también.
Dejad la discusión, joder —Francisco se puso de pie y comenzó a gritar—. Esta es mi casa, he estado todo el santo día cocinando y… —calló y vio cómo se levantaba el invitado— y… ¿Javier, dónde vas? ¿No le irás a pegar?



Pues sí, se levantó de la mesa con la ira de quien no sabe enfrentarse a las críticas y la virulencia del honor vírico, y le propinó a Emilio un puñetazo. El cuarentón optó por no vengarse, dada la corpulencia del convidado. El sacerdote y Carlos palidecieron a la par que Emilio enrojeció.
— No se lo tengáis en cuenta —Carlos le restó importancia—. Javier es más basto que unas medias de esparto, más que un helado de chorizo, más que…
— Tronco, cállate o te dejo igual la cara que aquella tarde cuando perdimos la final de fútbol regional —amenazó el invitado.
— Pero es muy buena gente —rectificó a tiempo—. Un amigo de los que no quedan.
— No, si se le ve. Menos mal que no he contado el chiste del proctólogo, y el del tacto rectal —masculló Emilio, mientras refrescaba las contusiones de la cara—.
— ¿Cómo dices? —inquirió el amigo gay.
— Que yo también jugaba al fútbol, como vosotros.
— Emilio, que de pequeño te patearan la cara, no significa que jugaras al fútbol.

Y, la reyerta parecía no alcanzar su pico. Crecía, crecía y crecía al igual que la nariz de Pinocho, que los números rojos de un moroso ludópata o el mercurio de los termómetros de Sevilla en agosto.
— ¿Qué le veis los heteros a las mujeres? Al pubis de la mujer le falta algo. ¿Qué moda es esa de tener ahí una raja, como los pantalones rotos de ahora? Les falta algo ahí, parece un defecto de Dios.
— A Dios ni me lo toques —salto a la defensiva el párroco—, por favor, por favor —rectificó al recordar la agresividad del destinatario.
— Luego, esos bultos en el torso. ¿Qué tienen de especial las tetas? Y, encima, con estrías, que parecen tener ahí dos exprimidores. ¿A quién le pueden gustar?
— A mí.
— A mí.
— Y a mí también —contestó entre dientes el sacerdote.
— Y, luego, más estrías por el resto del cuerpo. ¿A quién le pone eso? Muslos, caderas, vientre, nalgas… ¿Son mujeres o cebras?
— ¡Cómo te atreves! Las mujeres son el elixir de la vida y del placer. De una de esas rajas naciste, y de dos tetas te alimentaste, recuérdalo. Sé homosexual, no gilipollas. Ellas son nuestra locura y nuestra solución, nuestro obstáculo y nuestra meta —alegó Carlos.
— Saben quitarnos esa coraza de macho cabrío. Solo ellas pueden traspasar, con una mirada sutil, la fragilidad de nuestra valentía. Logran sacarnos ese punto sensible que nos empeñados en esconder. Ellas nos hacen más inteligentes, más nobles y más…
— Y más tonto, te hacen más tonto. ¿Qué sabes tú de mujeres? Si has estado veintiséis años soltero, de los dieciséis a los cuarenta años. Lo mejor de las mujeres es que te las puedes trajinar. Y se acabó —sentenció Carlos, el donjuán del grupo.
— En cambio, los hombres aguantamos más el paso del tiempo y tenemos brazos y piernas fuertes y robustas, no como las de mujer, que parecen flamencos. Y, con los canelones de cuerpo presente, me callo. No quiero asquearos.
— Demasiado tarde llegas, querido homosexual —masculló con temor Emilio.

A continuación, la charla tensa viró hacia temas más banales, porque seguir caminando por un campo de minas hubiera sido el germen de una guerra mundial. La cuestión de la homosexualidad emergió de nuevo cuando, en el portal, a solas, Javier le confesó a su amigo Carlos: «Tron, ¿Emilio es gay? Dile que se pase por mi clínica que yo le curo las heridas, y lo que surja». El asunto no fue a mayores. A Emilio le atraían las mujeres, y era feliz con Débora en todos los planos. Con todo, hubo algo que nunca cambió: la admiración de Carlos por su amigo Javier. Ambos habían compartido mujeres y juergas, e, incluso, habían conquistado entre los dos a más mujeres que don Juan Tenorio si hubiera tenido conexión a Internet. Al fin y al cabo, seguía siendo un mujeriego, pero, como solía decir su colega, «un mujeriego de hombres».

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