CAPÍTULO 9. LA VALENTÍA DESDE EL BÚNKER
Don Francisco es de ese tipo de personas que reciclan los tiempos
muertos aderezándolos de reflexiones y filosofía. Tomar un café a altas horas
de la madrugada, terminar un capítulo de una novela u observar cómo se deshace
el hielo en una infusión caliente son situaciones idóneas para meditar sobre la
pobreza, la discriminación, las guerras o el papel del hombre en el planeta.
Desde muy temprano y de paisano, el párroco transitaba
las calles de la ciudad aún somnolienta. Había madrugado por voluntad propia
con ganas de comerse el mundo. No atesoraba grandes deseos. Comprar varios
artículos en la farmacia, y otros tantos en el supermercado. Ya de vuelta a casa,
a falta de una hora para abrir las puertas de la parroquia, reflexionó.
Reflexionó con insistencia acerca de la preponderancia de los pequeños momentos
de felicidad del día a día frente a los instantes de gozo y éxtasis que se
cuentan con los dedos de la mano. Transitaba mirando sus pies, como si le
inquietase que estos pudieran gravitar. Chicles pegados, papeles, folletos
convertidos en bolas de papel, colillas y más basura habitaban las aceras de la
ciudad desnuda. Saludó a vecinos, esquivó a beatas cansinas, se entretuvo con
el quiosquero.
Veinte pasos para girar la esquina y arribar la plaza de la
iglesia. Una sensación extraña le recorrió el cuerpo. Sudor frío, sequedad
bucal… Sentía que alguien le observaba. A pesar de no poder atestiguarlo con
sus ojos, olía el peligro. Se armó de valor. ¿Qué iba a ocurrirle? Era
temprano, las calles comenzaban a poblarse y las bolsas pesaban. Apresuró el
paso, maravillándose de la prodigalidad de los temores, a pesar de la
inconsistencia de estos.
De repente, de la hilera de coches aparcados junto a la acera,
salió un hombre desaliñado, con unos vaqueros y una camiseta básica reclamando
su jubilación y una barba exigiendo ser afeitada. Se detuvo frente a Francisco,
impidiéndole dar un paso más. Desprendía un olor a alcohol de narices y
marihuana… Francisco no sabía cómo actuar. Se quedó pálido. Profirió palabras
entrecortadas, recluidas al silencio mortal. El sudor frío atestiguaba el alma
paralizada del párroco y la quietud de su espíritu, curtido en la rebeldía y la
pujanza.
— Venga, cura, el cepillo… —le intimidó con su voz grave y su
metro ochenta de estatura.
— No, ni hablar. Si lo quieres, te lo tendrás que ganar, como yo
hice —se defendió en un arrebato de valentía.
— Que te pincho.
— ¡Vaya por Dios! Toda la vida aplacando la sed de mujeres por el
sacerdocio, y voy a acabar como un pincho moruno en este tío —murmuró—. Todo
sea por mi integridad. Toma el cepillo.
— ¿Un cepillo de dientes? ¿Me estás vacilando? A que te rajo.
— ¡Virgen Santa! Pero, ¿¡qué quiere este hombre!? Primero,
sodomizar y, ahora, una autopsia —farfulló sus palabras—.
— Dame la pasta. No te lo repito más.
— Joder, si lo sé, no madrugo. Aquí tienes los espaguetis.
— ¿Espaguetis? Ahora sí que sí. Pues te saco la navaja… —dijo con
fingida resignación—. Dame todo lo que lleves encima.
— ¿Te refieres al sombrero o al dinero?
— Quieres morir, ¿verdad?
— No, no… Aquí tienes la cartera, los zapatos...
— Y el reloj.
— Eso sí que no. Lo heredé de mi padre. Antes muerto.
Abrió los ojos. ¿Dónde estaba? ¿Cuánto tiempo había trascurrido? Percibió dos cabezas. Un hombre de mediana edad y un niño. Alguien lo abofeteaba. «Despierta, padre, despierta». A pesar de que sus mareos persistían, fue restableciéndose de los daños. Reposaba sobre la cama. Levantó la sábana y se miró. Unos calzoncillos blancos le resguardaban de la desnudez. Se sintió helado, a pesar de los numerosos cardenales que poblaban su piel y pese al calor estival. Alrededor de la órbita de los ojos, llevaba un moratón violáceo. La espalda le dolía, como si sus costillas se hubieran convertido en las láminas de percusión de un xilófono percutidas con martillos, en lugar de con baquetas.
Abrió los ojos. ¿Dónde estaba? ¿Cuánto tiempo había trascurrido? Percibió dos cabezas. Un hombre de mediana edad y un niño. Alguien lo abofeteaba. «Despierta, padre, despierta». A pesar de que sus mareos persistían, fue restableciéndose de los daños. Reposaba sobre la cama. Levantó la sábana y se miró. Unos calzoncillos blancos le resguardaban de la desnudez. Se sintió helado, a pesar de los numerosos cardenales que poblaban su piel y pese al calor estival. Alrededor de la órbita de los ojos, llevaba un moratón violáceo. La espalda le dolía, como si sus costillas se hubieran convertido en las láminas de percusión de un xilófono percutidas con martillos, en lugar de con baquetas.
— ¿Qué te ha pasado, religioso decadente? —preguntó Carlos con
mordacidad—. Samuel, bájate de la cama, que la hundes.
— Nada. Iba por la calle y he visto a un indigente y, de pura
lástima, le he regalado mi ropa. Del gozo por hacer el bien me he desmayado —contestó
el párroco combinando la amnesia con la invención más descabellada.
— ¡Qué dices! A ti te han atracado a punta de navaja, y, como eres
un pardillo y una señorita, pues te has cagado. « ¡Uy, malhechor, malhechor! Llévese
lo quiera, pero no me rompa las uñas», eso es lo que le has dicho. Pues, olé por
ti. ¿Dónde está tu dignidad? ¡Anda, qué tonto soy! Si la has perdido, al igual
que el reloj de tu padre.
— ¡Cómo! ¿Dónde está? ¿Me lo ha quitado ese malnacido?
— Sí, como lo oyes, cobarde, gallina. Ni héroe ni villano.
Fracasado, sin más.
— El reloj lo compró mi padre en los chinos. No le costó ni quince
euros, pero tenía un valor emocional inmenso.
— Llora como una mujer lo que no supiste defender como hombre.
— Aïsha al-Hurra, calla de una puñetera vez. Tú no te has topado
con la muerte de frente, con un loco sin frenos, capaz de apuñalar a su madre
si hace falta… Prefiero perder dinero antes que morir.
— Ya te voy calando… ¡Cuántas veces te habrán metido la cabeza al
váter en el colegio!
— ¡Mentira! Pero, cuando no hay posibilidades de vencer, ¿por qué
resistirse? Además, la virilidad no es sinónimo de bestialidad. Los varones
somos racionales… Hay demasiados prejuicios. ¿Acaso las mujeres no son
valientes? Ellas siempre luchan por defender la igualdad, por sacar adelante a
los hijos… Ningún hombre sería capaz de llevar con dignidad los dolores del
parto.
— ¡Discurso barato y populista! Hombres y mujeres tenemos
estrategias diferentes. Ni más ni menos.
— La esencia de masculinidad surgió en contraste con la de feminidad,
y, por desgracia, desde la óptica de quien considera a las mujeres como seres
incompletos, con un raciocinio parcial. Cada noche gozas de una mujer
diferente, y es una tragedia que no seas capaz de respetarlas. Una pena, sin
duda. Presumir de valentía desde el búnker es muy sencillo.
— ¿Qué insinúas? ¿Que no soy capaz de salir a la calle y
enfrentarme a cualquier hijo de mala madre?
— Efectivamente. ¿Te atreverías a dormir esta noche en un callejón
a oscuras?
— Sí, y para demostrártelo me voy ya.
— Estupendo. Vete y que sepas que hasta mañana no te dejo entrar.
Firmaron el pacto con un apretón de manos y con el orgullo a
rebosar. Aquella noche el sacerdote y el pequeño Samuel se durmieron en el
sofá. Justamente después de que la presentadora de Gran hámster anunciara la expulsión disciplinaria de Emilio. Las
votaciones habían estado muy igualadas entre él y aquella mujer con tendencia a
mueble de aglomerado. Durante toda la gala los porcentajes habían estado muy
igualados. El programa, por ello, estaba esperando un golpe de suerte para que
la balanza se decantara por la marcha de Emilio. Pero se resistía. Así que lo
expulsaron como castigo, no merecido, pero rentable en términos de audiencia. ¿La
razón? Disparate, como cabía esperar; el cuarentón había afirmado que las papas
canarias con mojo picón le resultaban un infierno para su paladar. Sacado de
contexto, la rubia anciana y conductora del programa lo reinterpretó como un insulto
a Canarias, a la gastronomía y a la diversidad cultural española. Y, tal vez,
un atentado contra Europa y un ataque intergaláctico contra los terrícolas. No
obstante, eso no se puede corroborar debido al apagón que contempló la casa
cural. La corriente eléctrica había sido más inteligente que el propio
sacerdote. Para ver basura, más vale esperar al camión de los basureros o
rebuscar en los contenedores.
Sonó el timbre a medianoche. El párroco abrió la puerta y halló a
Carlos, con las ropas raídas, despeinado, sucio y con olor a orina.
— ¡Reto superado! He sobrevivido seis horas en la calle, junto a
yonquis, jeringas o armas transmisoras de SIDA y mafias. Me han robado la
cartera, por cierto. Pero me he defendido. ¿Qué me pasa al hablar? Parece que
se me escapa el aire.
— Te has partido el diente, Carlos. ¿Quién te ha pegado?
— ¡No tengo diente! —el mujeriego altivo y xenófobo se alarmó—.
Voy por un cuchillo. Me hago el harakiri y c’est
fini. Quiero morirme. Adiós, vida cruel.
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