La
novela posmoderna suele despertar miedos a veces infundados. La metaficción
(ficción sobre la ficción), la experimentación o la inclusión de
características del periodismo pueden disuadir a muchos de leer el tipo de novela
que surge sobre 1960 que los contiene temiendo que sean relatos crípticos, de
suma complejidad formal y esclavos de la artificiosidad en detrimento de la
verosimilitud. La noche del oráculo
(2004) desmiente esos prejuicios de raíz. Paul Auster (Nueva Jersey, 1947) nos
ofrece una historia acerca de un autor, Sidney Orr, que acompaña su
recuperación tras una enfermedad grave con la escritura de una novela
protagonizada por Nick Bowen, un editor personaje de El halcón maltés de Dashiell Hammett. Dentro de esta novela
ficticia y dentro de la novela real, objeto de esta crítica, se hallan más
relatos, bocetos de ellos y el argumento de un guión de cine. Digna de elogio
resulta la ensambladura ejemplar de estas narraciones dentro de narraciones, de
esta «matrioska» literaria que es La noche del oráculo, por cuanto, gracias a las similitudes entre
los relatos y la limitación en el número de personajes, se puede seguir la
lectura sin problema alguno, sin confundir personajes ni planos narrativos.
Tampoco
generan dificultades otras técnicas innovadoras, como la inclusión de noticias,
un cartel telefónico y un listín telefónico entre sus páginas, ni la
eliminación de los verbos dicendi y
de la raya en el diálogo entre Nick y Ed (p. 86), ni las notas extensas a pie
de página (a menudo, a modo de semblanza), que, si bien con su artificio
desconectan unos segundos al lector del mundo de ficción que hasta entonces lo
habían absorbido, permiten a este indagar la personalidad de los personajes.
La noche del oráculo se
lee con rapidez, con gusto. Atrapa porque no cesa el relato de los distintos
avatares de los diferentes personajes; existe una expectación por descubrir qué
nuevas escenas depara la obra y todas ellas se disfrutan, incluso las escenas
rocambolescas con Chang. Esa espera curiosa es hija del azar, del gusto de
Auster por reflejar lo cotidiano, lo aleatorio de la vida, al que Sidney Orr procura encontrarle un sentido, un hilo que conecte los distintos acontecimientos con
el fin de comprenderlos mejor, un hilo que, en verdad, no tiene por qué existir
más allá de la conciencia de los personajes y de los lectores.
La
presencia del azar motiva la continua sucesión de historias, que, para
desesperación de algunos lectores, algunas quedan inconclusas o, en el mejor de
los casos, abocetadas. Sin embargo, esto no ha de ser entendido como
imperfección, sino como signo, como elemento potencial de expresión, capaz de
evocar muchas significaciones. Se trata de una interrupción o de un silencio
que dice mucho y, es más, se manifiesta decisiva para la comprensión y la
interpretación globales de la novela. De hecho, el propio Auster alude a estas
características en las páginas 23 («Es
el azar quien gobierna el mundo. Lo aleatorio nos acecha todos los días de
nuestra vida; una vida de la que se nos puede privar en cualquier momento, sin
razón aparente») y 111 («Me
refiero a sus libros [de John Trause], he leído sus novelas, y entonces dejan
el tema y pasan a otra cosa»).
Desde el inicio me ha recordado a una
novela de Javier Marías que reseñé hace un año, Negra espalda del tiempo, por desentrañar esta las intersecciones
de la ficción y la realidad previas y posteriores a la publicación de una
novela (personajes inspirados en la vida real, personas que quieren trascender
pidiéndole al autor que los incluya en su obra como personajes, personajes que
sin pretenderlo pueden ser una viva imagen de una persona real, etc.). En la
novela de Javier Marías existe una mayor variedad de situaciones producto de la
relación entre ficción y realidad, mientras que en La noche del oráculo encontramos reflexiones metaliterarias en
algunos momentos superficiales y manoseadas. Entre ellas resalto la confusión
entre literatura y ficción (¿son
creíbles las escenas de Sidney con Chang o que Sidney no escuche y no sea visto
por su mujer cuando esta lo llama?), la ficción como único espacio donde el
autor da rienda suelta a su voluntad, a lo que no se atreve a efectuar en su
vida real (p. 71), el poder de evasión de la literatura (p. 78), el vínculo
íntimo entre el autor y el lector, por cuanto el segundo cree poseer un
conocimiento hondo del primero por todo aquello que refleja su obra de él (p.
111), el reparto de los beneficios de la venta de libros poco favorable al
propio autor (p. 173), la reconstrucción de las lecturas del autor en su propia
escritura (p. 202), la capacidad de lo escrito para anticipar el futuro (p.
242), la textualización de la vida («No fue hasta 1994, año en James Gillespie
publicó El laberinto de los sueños: vida
de John Trause, cuando por fin me enteré en detalle de las actividades de
John entre el 22 y el 27», p. 244) o la literatura como preámbulo y nutriente
de la comunicación humana (p. 248). Asimismo, se concibe la literatura como
fertilidad, y acaso, también, trascendencia, en «Aquella mañana, sin
embargo, sentado frente al escritorio por primera vez en casi nueve meses, con
la vista fija en el recién adquirido cuaderno» (p. 23).
Junto
a algunos rasgos comunes, quisiera señalar como debilidades un gancho fácil,
innecesario al tratarse de una novela poderosa, que atrapa («Ni siquiera se atreve imaginar las
sorpresas que le esperan», p. 103) y un final, en buena parte, predecible,
aunque permita asegurar la verosimilitud de la trama tras varios giros, en
apariencia, aleatorios, tras diferentes casualidades. Ojo, solo en apariencia,
ya que, aparte de contar con un desenlace sobrecogedor, contundente, demuestra
que las páginas de este libro conforman una unidad. Paul Auster será el autor
del azar, pero, desde luego, no el de la desidia, y eso implica que el
lector tenga que hilvanar todo lo leído para interpretar el texto, para que se
revele el verdadero mensaje de la obra. Y es en ese instante cuando más que
nunca nos parecemos a Sydney Orr, pues, al igual que él, pretendemos ordenar el
azar para entender la vida. Siempre estamos buscando un sentido a las
casualidades.
A lo largo de esta novela, el narrador
homodiegético en primera persona, que es el protagonista, nos hace reflexionar
sobre la amistad, sobre el amor, la familia, la muerte, la enfermedad, la necesidad
de mirar hacia delante, el conocimiento como riqueza, pero, también, como
veneno, como sufrimiento (p. 74), y sobre la mentira del sueño americano («En
China tengo mi gran sueño americano, pero en América no hay sueño. Este país
también es malo. En todos sitios igual. Gente mala y podrida. Todos los países
malos y podridos», p. 159).
No quisiera acabar esta reseña sin
aludir las referencias intertextuales (El
halcón maltés, un personaje tan Bartleby –me refiero a Pearl, mencionado en
la página 70–, la crítica a las primeras novelas de Wells en la página 135 o el
tópico de la vida como sueño en «A lo mejor seguimos durmiendo todavía, y
estamos teniendo el mismo sueño», p. 148), el resumen de buen parte de la
novela a modo de recapitulación o, mejor dicho, de intento de relato coherente
de lo azaroso en la vida de Orr en la página 243 así como el guiño a los
lectores en la página 206 («–Dame cincuenta páginas y te conseguiré un
contrato, Sid»). También, merece ser señalada la magnífica traducción al
castellano de Oracle Night por Benito
Gómez: la prosa goza de naturalidad, fluye.
La noche del oráculo es
una novela ideal para despojarnos de prejuicios hacia la narrativa posmoderna,
porque no deja de ser una novela que cuenta una historia, que nos cuenta una
historia y nos deja con la sensación de que necesita más de una lectura para
descifrar toda su riqueza sígnica sin convertir la prosa en un laboratorio de
técnicas, sin relegar la historia en pos de la experimentación técnica: la
prosa es cristalina y a la vez evocadora, de ahí que esta novela de Paul Auster
merezca pertenecer a ese grupo de nuestras lecturas escogidas entre todas las
publicaciones, cuyo número limita la caducidad del hombre.
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