miércoles, 18 de junio de 2014

«Cuando un hombre ama a una mujer» - HÉROES Y VILLANOS 5


CAPÍTULO 5. CUANDO UN HOMBRE AMA A UNA MUJER
Aquel miércoles de junio quedará grabado en la retina por los siglos de los siglos. Las razones son variadas y pintorescas; los sentimientos, también.

Desde hace mucho, vislumbraba Emilio el instante en que su relación con Débora se afianzara. Se conocieron en Semana Santa. Sin buscarse, sin pretenderlo. Él servía las mesas en el bar de un portugués huraño; ella solía sentarse en la terraza cada tarde. Un intercambio de teléfonos y un arsenal de sonrisas prepararon el camino a un romance, con más espinas que rosas, pero, al fin y al cabo, con una pasión capaz de destruir trabas, obstáculos y muros. O era así, o sus defectos y manías se habían aliado con los aciertos y las virtudes, tras contemplar que el calibre de aquella pasión no la destruiría nada ni nadie. Ni el poder erosivo de las olas, ni el del viento intempestivo. Ni el paso de los años, ni la llegada de la muerte. No había fuego suficiente para quemar todas las páginas de ese amor eterno. Grandes civilizaciones habían sucumbido después de un cúmulo de casualidades. Mas, entre ellos, no había casualidades, sino causalidades. Parecían destinados a madurar y a envejecer juntos, hasta que el destino los expulsara del árbol de la vida.

Bajo las sábanas, bajo el manto de estrellas, sobre la arena de la playa, sobre las nubes o, incluso, de compras, que ya es decir, sometieron su amor a pruebas. Y, Emilio confiaba en pedirle matrimonio y aprobar con sobresaliente. Al menos, su parte la llevaba bien estudiada. Había repasado el discurso tantas veces y, de tantos modos, que al dormir lo repetía. Lo repetía, incluso, con otros matices, con otros acentos, en otros idiomas, los cuales desconocía. Se acicaló como nunca. Se afeitó con precaución, evitando los cortes de una cuchilla hambrienta. Se peinó, no sin vacilar en qué lado hacerse la raya. Finalmente, optó por la derecha, y por fijarla con gomina y con la precisión de un relojero. En cuanto al vestuario, desestimó formalismos innecesarios. Zapatos de charol, un pantalón chino oscuro, una camiseta de polo y una americana.

Llamó al timbre. Esperó. Se abrazaron con complicidad, calurosamente. Le entregó un ramo de rosas rojas. «Gracias, gordi, muy bonitas», le agradeció el gesto. Ella aún no había terminado de arreglarse. Esperó en el sofá. Desesperación. Media hora después, la cogió por la cintura y comenzó a besarle el cuello. Pausada, delicada y sensualmente. «Ahora no, tonto», le frenó.

Pasearon por el parque de la ciudad, el mejor testigo de su relación. Cenaron en un restaurante italiano. La salsa caruso y una balada italiana ambientaron el momento para pedirle la mano, para subir, en definitiva, un peldaño más en la escalera de la felicidad. Cuando Débora fue al baño, aprovechó para escribir en una servilleta el discurso. Y, cuando se dispuso a recitarlo, las letras le resultaron borrosas. Los ojos húmedos tampoco facilitaron su empresa. Al segundo intento ni siquiera percibió las letras, solo un papel en blanco, porque, al fin y al cabo, las palabras salían de sus entrañas. Se levantó, se puso de rodillas ante ella, tomó su mano, y acariciando su muñeca, comenzó a decir: «He movido cielo y tierra para buscar las palabras exactas, pero las hallo únicamente a tu lado, junto a ti. Seré breve… ¿Te quieres casar conmigo?».

Le mostró el anillo y le ofreció otra rosa. La respuesta no se hizo esperar.
— ¡Virgen santa! Tengo que preparar la maleta para el vuelo —se exasperó ella.
— ¿Qué vuelo?
— Me voy a Punta Cana.
— ¿Cuándo?
— Dentro de veinte días.
— ¡Ya tendrás tiempo! Entonces, ¿qué me dices sobre lo que te dicho?
— Pues que tenías razón: las patatas estaban demasiado saladas.
— No, tonta —sonrió con candidez—, lo que te he preguntado después.
— A tu padre le puse la zancadilla, pero sin querer.
— ¿Te quieres casar conmigo? Vivamos juntos, tengamos niños…
— Me tengo que ir, tengo alergia.
— ¿Alergia a qué? ¿Al polen de las flores?
— No, alergia a ti. He disfrutado mucho contigo estos meses, pero lo nuestro no va más allá… Además, no quiero comprometerme, pero no es miedo, es necesidad de vivir lo que no he vivido, es deseo de conocer a otros hombres sin compromisos de por medio… Lanzarme a la aventura, cambiar de aires, ser libre, abandonar los prejuicios… Entiéndeme. No es culpa es mía, sino tuya.

Débora pidió al camarero que le pusiera el tiramisú para llevar, y, sin pagar ni despedirse de aquel loco enamorado, se fue. Desapareció para siempre de aquel salón donde parejas y familias brindaban por la vida, por los triunfos conseguidos y por una apuesta firme de seguir cultivando una pasión que carecía, al parecer, de fecha de caducidad. Él no demoró el momento de pagar la cuenta. Deseaba salir de ese infierno, dejar de ser el objetivo de los ojos piadosos de los presentes, deseaba olvidar que allí estuvo, que allí se declaró o, incluso, olvidar su propia existencia. Deseaba también desvanecerse como la cera caliente de las velas encendidas. Al igual que las corcheas que emanaban de los altavoces. 

Puso los pies en la calle. Miró el reloj; eran las diez. Miró al cielo, no logró ver las estrellas. No las vio no porque el amor fuese ciego, sino porque se lo impedía el desfile de farolas que recorría las aceras. No podía despegar la vista de las luces, al igual que un mosquito bobalicón se queda adherido al cristal de una lámpara encendida. Observaba, con gran atención, la bombilla oculta tras el vidrio traslúcido. Tal vez, buscando la respuesta que su ofuscada mente no le proporcionaba; quizá, envidiando a aquel insecto que había muerto por amor, por el amor de la luz y la calidez. Prefería esa muerte antes que una senectud marcada por la soledad al llegar a casa, por un colchón siempre helado y por los silencios de un alma predestinada a perecer en el fango del olvido.

Tras deambular por las calles con un aroma casi estival, llegó a la plaza de la iglesia. Abrió la puerta de casa, mas se sentó en el portal. A buscar la luna caprichosa y menguante. No la halló, solo divisó la eternidad de un crepúsculo negro, aciago y agrio. La puerta entreabierta despertó la curiosidad de Carlos y don Francisco. Lo encontraron llorando. El primero le dio una palmada en la espalda; el segundo, un abrazo fuerte, como si pretendiese ponerse en su piel y compartir el dolor de su amigo. Les contó lo ocurrido en medio de un silencio sepulcral, excepto cuando el smartphone de Carlos le notificaba un nuevo wasap. Los consejos fueron dispares.
— Dale las gracias —dijo Carlos—. ¡No sabes de la que te has librado! Un hombre comprometido es un hombre castrado. Solo hay un hombre más feliz que un hombre soltero.
— No. ¿Un cura, tal vez? —respondió el párroco— ¿El que tiene un harén?.
— ¿Un harén? Y parecía tonto cuando lo compramos. Un divorciado. Solo los divorciados son más felices que los solteros, porque es como si hubieran vencido a la muerte. Después de estar muerto, sepultado, hecho polvo, al separarse, reviven.
— Ni caso, Emilio. Era demasiado pronto para pedirle matrimonio.  Pero, ¿tú la quieres, verdad? En ese caso, sigue luchando, pues solo los héroes, los valientes, quienes batallan por sus sueños hasta el final, hasta las últimas consecuencias, perviven, trascienden y descansan gozosamente, y ¿sabes por qué? Porque no se arrepienten, porque han vivido y vivir no es más que un juego, cuyos auténticos vencedores son los que arriesgan. Ahora es un turno. Debes decidir entre quedarte entre dos aguas y morir ahogado, o pelear un poco más hasta llegar a la orilla. 
— Vomito, vomito… ¡Una bolsa, por favor! ¡Un libro de religión católica, o algo! —terció Carlos—. ¿Os habéis tragado una tarta de manzana, cuatro pasteles de merengue, mientras veíais La sirenita y escuchabais La oreja de Van Gogh? Como me diagnostiquen diabetes, os mato.
— Te necesito, padre.

Quince minutos para medianoche, y Emilio corría por la ciudad con una guitarra prestada, de trastes casi destrozados y de cuerdas ajadas. Se la había pedido al vecino, un día en el que, de puro aburrimiento, le apeteció aprender a tocarla. Pero, al final, como de costumbre y como con casi todo, la dejó apartada en el garaje, bajo la dictadura del polvo y la humedad. Corrió, corrió y, por fin, llegó hasta la casa de Débora. Tocó el timbre, pero nadie contestaba. Un minuto con el regusto de tres glaciaciones. Ciento diecisiete segundos tardo en aparecer. Se asomaba desde el balcón, con un camisón con estampado de rayas azules y blancas, bien ajustado gracias al lazo que abrazaba su cintura. Emilio se arrancó a cantar:

«Te vas y te pierdes, como los reflejos;
te vas y te busco, y ya no nos vemos;
el tiempo que pasa; los años que no ceden,
mientras capturo el instante en que te desvaneces.
Anhelaré los despertares junto a tus labios,
Mientras con otras damas acabaré buscando
sin éxito el tesoro del que me has privado.
¿Cómo puedo olvidar este amor aciago?»

Ahí estaba desafinando, propiciando tormentas y precipitaciones eternas, provocando problemas de audición a su amada. Esta sonreía desde el balcón, al tiempo que su cabello rizado y azabache hacía cabriolas en el céfiro. En un viento apacible y suave. Pero sordo e impávido ante los lamentos de un enamorado, que veía cómo sus ambiciones amorosas se escurrían como un puñado de arena en las manos. Solo le quedaba cantar, tocar la guitarra y mirarla fijamente, para demorar su veredicto. Temía ratificar que los cimientos de su relación poseyeran la consistencia de un castillo de arena. «…Mientras capturo el instante en que te desvaneces… ¿Cómo puedo olvidar este amor acigo?», prosiguió entonando. De pronto, «Ave María, ¿cuándo serás mía?». Silencio. Emilio siguió aporreando la guitarra, pero esta vez no sonaba.

— Perdón, perdón —salió de su escondite don Francisco con un radiocasete—. Emilio, lo siento. No me acordaba de que había grabado la canción de Bisbal encima. Un día escuchando la radio, el locutor dijo: «No se vayan. A la vuelta pincharé Ave María». Y yo, claro, le di al REC pensando que se refería al Santo Rosario.
— Imbécil, me has dejado con el culo al aire —Emilio le reprochó su desliz.
— Te recuerdo que venías calvo desde casa —terció burlona Débora.
Errare humanum est —el párroco soltó un latinajo, como de costumbre.
— Bueno, ¿qué me dices, mi vida? —le preguntó a esta con una sonrisa que clamaba piedad.
— Lo de antes. Lo nuestro se acabó. Asúmelo. Ningún hombre ha hecho por mí tantas tonterías como tú y, sinceramente, sospecho que nadie superará tu marca en los años que me quedan. Tú, un romántico empedernido, un idealista ingenuo, un hombre con demasiados pájaros en la cabeza, y yo, una mujer más práctica, más cercana a la realidad, a los nuevos tiempos, más avezada en los varapalos de la vida. Estamos hechos de pastas distintas; estamos hechos para caminar en sendas distintas, con un paso distinto y con una imagen de la existencia completamente distinta. Hasta siempre.
— Está bien. No me arrastro más. Pero, antes de marcharme, quiero decirte algo. Estoy cansado de amar en silencio, sin poder declararlo a los cuatro vientos. Y, todo, por los protocolos inútiles de la seducción, por el miedo a arriesgar —Emilio contuvo las lágrimas—. Ojalá encuentre a una mujer con la que no tenga por qué ocultar lo que siento, el temblor de mis piernas al verla llegar, la excitación al ensimismarme con sus carnosos labios rojos, ni las ganas de hacerle el amor sin esconder que obedecen a un afecto auténtico, a un sentimiento que me hace ser mejor persona y que me ayuda a valorarme más y a endulzar, en cierta medida, las penas de este caos llamado mundo. Ahora mismo, moriría por retozar en tu cama, por abrazarte, por peinarte. Soportaría, incluso, hacer la cuchara, a pesar de acabar con los brazos dormidos.
— A ti lo que te pasa es que eres muy puta —alguien gritó.
— ¿Quién leche anda por ahí? Emilio, ¿a quién te has traído? ¿No tenías suficiente con él cura? —dijo enfadada Débora.
— Soy yo —apareció Carlos, que los había seguido y se había escondido detrás de un coche aparcado—. Es que estoy aquí hablando con una tía, y me dice que no puede venir esta noche a casa a… Que tiene que ir mañana al instituto.
— ¡Es profesora! Adelante, a ver si te encarrila —dijo el sacerdote.
— No, es una estudiante. Dieciséis años.
— ¡Es menor de edad!
— Pues su culo y sus tetas no dicen lo mismo. Tengo una foto de ella en bolas. ¿Te la enseño? ¡Benditos petit-suisse!
— ¡Éramos pocos y parió la burra! —exclamó Francisco.
— Bueno, ¿os vais a tomar por culo o queréis que llame a la policía? —Débora les amenazó.


Se fueron caminando los tres. Procurando respetar el silencio, susurrando, en tanto el rocío se posaba en los cristales de los coches. En uno de ellos Emilio dibujó un corazón, y se le quebró el alma cuando lo atraveso con una línea vertical en el medio. Símbolo de un amor roto y de una vida alejada de aquella dama, con la que había proyectado un futuro compartido y muchos sueños que, al parecer, permanecerían en una vigilia constante. Lloró, lloró… Sobre el cristal tintado cayeron sus lágrimas, como un diluvio en el desierto.


De improviso, dio la vuelta, deshizo el camino andado, dejando a sus amigos con la mandíbula desencajada. Volvió a llamar a la puerta de Débora. Volvió ella a salir con el camisón de rayas blancas y azules, pero ahora junto con un cubo de lejía. «Que digo, que si me puedes devolver mi taza de Bob Esponja», le dijo Emilio. «Claro que sí. Voy por ella», le contestó. Se ausentó un momento. Regresó. Se la lanzó desde el balcón y le arrojó la lejía. Allí, sentado y mojado, pernoctó. Junto con los pedazos de porcelana amarilla, y vestido con ropas ahora pálidas. Triste y miserable se sentía, pero en su alma aún había un hálito de esperanza, pues, cuando un hombre ama a una mujer, su huella permanece inexorable hasta que la muerte pone término a sus días. Pues, cuando un hombre la ama de verdad, en lugar de disfrutar —y padecer— desde el parapeto de la distancia, como si fuera un espectáculo teatral, lo vive en sus propias carnes, con regocijo, con dolor, pero, siempre y sin excepción, con la sensación de una vida más enriquecedora.

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