Con D de dolor y de decepción. Con S de sorpresa y de
silencio. Con M de misterio, de mentira y de muerte. A Emilio se le cayó el
alma al suelo. Quedó hecha añicos. Ahora no eran más que pedazos de una amistad destruida, imposible
de restaurar. La comisaria Rodríguez entró a la casa cural y descubrió que el
plan había dado sus frutos. A pesar de esta situación tan primaveral, lo cierto
es que los sentimientos de los dos amigos inocentes se aferraron en el invierno
eterno. La decepción abismal de Emilio tenía nombre propio. Antonio. Con A de
asesino y de Antonio, así era el gran desengaño. ¿Cómo el jubilado fue capaz de
cometer tal crimen? Siempre fue el más sensato de todos. O eso parecía. Pero
los hechos no daban coartada a la duda. La cocina del sacerdote recibió a una
afluencia inmensa de policías. Ante los ojos incrédulos de Francisco, la
comisaría se había traslado hasta su hogar, concretamente, a los nueve metros
cuadrados de la habitación, equipada de muebles y electrodomésticos.
Finalmente, optaron por desplazarse hasta el comedor. Allí el inspector Gómez
explicó cómo descubrió al asesino.
«Antonio quería matar a Isidoro. Tal vez, porque no podía
soportar ver cómo su exmujer estaba con otros sin remordimiento, después de más
de treinta años de matrimonio. La víctima cada domingo asistía a misa y
participaba en la celebración leyendo un fragmento de la Biblia. El acusado lo
sabía, así que no dudó en envenenarlo. Diluyó la estricnina en agua e impregnó
las páginas que le correspondía leer. ¿Cómo iba a morir de ese modo?, os
preguntaréis. Amigos, la respuesta es bien simple. Isidoro Vidal tenía por
costumbre pasar las hojas mojándose los dedos de saliva. Por tanto, él mismo provocó su propia muerte. Sólo necesitó
llevarse el dedo a la boca, pasar una hoja y volvérselo a llevar. Las cinco
páginas que leyó contenían veneno. Luego, delegó a una persona, aún
desconocida, que disparara en dirección al rosetón de la iglesia. El propósito
era despistar y, mientras que todos huirían despavoridos, él se quedaría dentro
para trasladar el cuerpo hasta el dormitorio del párroco. Hubo un imprevisto:
nadie salió. Con todo, algún niño travieso encendió un petardo en medio de la
homilía. Así que, pensando que se trataba de un atentado terrorista, la
concurrencia evacuó el edificio. Para su fortuna y desgracia nuestra, el plan
continuó.»
«Antonio Martínez siempre cuidó los detalles. Estaba
dispuesto a todo con tal de salir indemne. E, incluso, a traicionar a sus
amigos. Por eso, escondió el cadáver en el cuarto de Francisco; incriminó a
Emilio; y para más inri, guardó el pañuelo rojo en el bolso de Pilar, su
exmujer. No obstante, dejó cabos sueltos. Sí, Antonio –el inspector lo señaló
con el dedo-, cometiste un gran error. Un pequeño detalle se convirtió en su
gran error. ¿Queréis saber cuál? El jersey de lana blanco. Sí, el jersey que llevó
puesto desde el día del crimen hasta hace unas cuantas horas. Ayer al echar el
azúcar, le tembló la mano y vertió algunos gránulos por el suelo. No fue la
única vez. Unas horas antes de la misa, al sacar del botecito donde guardaba el
veneno, algunos gránulos de estricnina cayeron al suelo de la sacristía y a su
pulóver. Por esta razón, el gato apareció muerto, tras ingerir la ponzoña. Algo
similar le sucedió al pobre gorrión que entró por la ventana de la cocina. Como
llevó esa prenda puesta, acabó contaminando el aire con una proporción mínima,
pero suficiente como para que el pobre pájaro estuviera alicaído. En cuanto al
polígrafo, la prueba fue un absoluto fracaso. El señor Martínez logró engañar a
la máquina. Salvo una vez, cuando le preguntamos si había envenenado a Isidoro.
Dijo la verdad, pues quien se llevó los dedos a la boca con el veneno fue la
víctima, sin ser consciente de ello. O sea, no lo forzó en ningún momento.»
Todos los allí presentes se quedaron boquiabiertos ante el
talento del inspector. No obstante, quedaba una cuestión en el aire. ¿Quién
disparó la bala? Los restos de pintalabios color bermellón resultaron
decisivos. Esposado Antonio y de camino al coche de policía, apareció Laura y
Pilar, es decir, la hija y exmujer de éste. Pese a todas las discusiones, los
enfados, los malentendidos y las palabras insidiosas, no podían renunciar a
despedirse de él. Pasaría una larga estancia en la cárcel, sometido a la no
oficial, sino oficiosa ley taleguera.
— ¡Laura, hija mía! ¿Qué haces aquí? –Antonio se sorprendió.
— Padre, ¿¡pero qué has hecho!? –contestó su hija.
— Acabar con ese hijo de perra. Se lo merecía por estar con la
puta de tu madre.
— Y, ¿por qué no mataste al cura?, si también tuve una cita con
él –replicó Pilar.
— Porque él es mi amigo, aunque intenté que lo culparan escondiendo
el cadáver en su habitación. ¡Qué se joda! Estoy harto de todos.
— Antonio, otra pregunta. ¿Quién disparó desde fuera? –interrumpió
el inspector.
— Eso jamás. Ese secreto me acompañará a la tumba.
En realidad su secreto fue de todo, menos fiel. Laura había
participado en el envenenamiento. Odiaba al nuevo novio de su madre y, cuando
el odio aparece, el dolor, la crueldad y la muerte también desfilan por la
pasarela de la vida. El indicio que llevó a tal conclusión fue el color del
pintalabios con que acicaló sus labios. El mismo que la policía encontró en la
bala. Sin lugar a dudas, esto explicaba el porqué del silencio del jubilado.
A partir de ahora, Francisco y Emilio vivirían solos, pero
para nada mal acompañados. Quizás les pidieran cuentas por haber secuestrado a
un recién nacido del hospital o por vivir juntos en la casa cural. Con todo,
las cosas de palacio y los papeles de la burocracia no se caracterizan
precisamente por la rapidez. De momento, sus corazones albergaban dos
sentimientos contradictorios. Por un lado, decepción por descubrir que su
compañero casi septuagenario era un lobo en la piel de un amigo fiel, como lo
es cada oveja a su pastor. Por otro, felicidad, ya que se iba a hacer justicia.
En cambio, Antonio tendría que atravesar los momentos más duros de su vida con
su señera amiga. Se llamaba Soledad y era la única que a lo largo de sus
sesenta y siete años le había sido fiel. Con una S de silencio, de soledad y de
sentir, se cerraba una etapa en la historia de su vida e inauguraba otra. Tal
vez la última. Una vida que le haría sentir mucho más villano y que lo colmaría
de misterios despreciables. Nada suculentos a la hora de descifrar. En ese allí
y en ese ahora no había otra salida que despedir el pasado. Con una F no de
futuro, ni de felicidad, ni de fácil, sino de funesto y de final.
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