Juanita la Larga (1895) no
es Pepita Jiménez, aunque compartan
sus rasgos más característicos: una escritura, aunque sencilla, delicada y
elegante, que persigue la belleza a través de una nostalgia complaciente, recreando
cuadros costumbristas y bucólicos, un empleo de los elementos narrativos muy
tradicional, y un amor que ha de lidiar con los convencionalismos sociales de la época:
si en Pepita Jiménez el seminarista Luis
de Vargas lucha contra su atracción hacia Pepita Jiménez, viuda de un
octogenario y prometida de su padre, en Juanita
la Larga el conflicto surge del enamoramiento de un hombre cuya edad
triplica la de su amada, de diecisiete años, que da título a la novela.
Se
lee bien, se disfruta, entretiene como lo hace El tiempo entre costuras –y con un estilo, un tono, muy similares–
o cualquier telenovela, pues está repleta de lugares comunes del género de la novela
rosa. Con solo señalar el nombre del pueblecito donde se desarrollan los hechos, Villalegre, uno puede hacerse idea de esta narración. Personajes tópicos, progresión del
argumento previsible, escasa pretensión crítica hacia la sociedad… Del mismo
modo, si bien proliferan más los refranes entre los personajes más humildes y
Juana en la página 203 dice manoscomio
o monomonio en vez de manicomio, el discurso de los personajes
es demasiado parecido. Juan Valera no atiende las diferencias dialécticas de
sus personajes, Juanita la Larga, en ocasiones, enlaza una serie compleja de
razonamientos admirable, pero no verosímil. Ahora bien, esta característica no
es tan visible como en Pepita Jiménez,
donde hasta el personaje más inculto debate sobre filosofía y con una variedad
enorme de vocabulario.
Ahora
bien, esto no impide apreciar las dotes como novelista de Valera, pues, salvo
cuando abandona el conflicto para describir la Semana Santa y otras fiestas del
pueblo, logra manejar la tensión dramática y el interés del lector. Y más le
valía, pues sus cuarenta y cinco capítulos y su epílogo se fueron publicando
por entregas en un periódico, de modo que tenía que ganarse capítulo a capítulo
el apoyo de los lectores de este folletín. Con miras a lograrse, recurre no
solo a un conflicto amoroso en que compensa su gusto por la descripción
costumbrista con una cantidad generosa de giros argumentales, enredos y
malentendidos, sino que, además, recuerda en las primeras líneas de cada capítulo
la situación en que había quedado el relato en la entrega anterior o resulta
demasiado explícito en sus intenciones, a veces, incluso, dirigiéndose a los
propios lectores, como en los siguientes fragmentos:
Sin
el menor artificio he presentado ya a mis lectores a varios de los personajes principales
que han de figurar en la presente historia; pero me quedan dos todavía, de los
cuales conviene dar previamente alguna noticia (p. 81).
En
el momento en que va a empezar la acción de esta verdadera historia, Juana
tendría cuarenta años muy cumplidos, si bien conservaba aún restos de su
antigua belleza (p. 82).
Ruego al lector que me dé entero crédito y
que no imagine que son ponderaciones andaluzas o que mis simpatías hacia
Juanita me ciegan. Lo que digo es la verdad exacta, pura y no exagerada. Yo he
estado en Villalegre; he visto algunos trajes hechos por Juanita, y me he
quedado estupefacto. Y cuenta que yo tengo buen gusto. Todo el mundo lo sabe
(p. 174).
Otros
logros serían la caracterización de los personajes a través de la gastronomía que consumen o que regalan (así defienden los platos tradiciones andaluces Juan Valera) así como los elementos intertextuales, cómo incluye el romance De Mérida sale el palmero (p. 165),
referencias bíblicas –se alude a la infertilidad de Abraham y Sara y en la
página 173, se dice: «Juanita fue, pues, mirada, si no como paloma sin
mancilla, como Magdalena arrepentida y penitente, no de la culpa, sino del
conato», la sustitución de la Larga por el apellido real de modo a similar en
don Quijote pasa a ser llamado Alonso Quijano (p. 159), el Bueno, los refranes
o La Celestina:
Al
principio se difundió tanto la idea de que Juana había llevado su complacencia
inmoral hasta ser tercera de su hija, que la llamaban menos para trabajar en
las casas principales por el temor de pervertir a las Melibeas de dichas casas
(p.172).
A
mi juicio, Valera y Pepita Jiménez,
el clásico con que merecidamente ha logrado trascender, habría destacado más en
el siglo XVIII, junto con su admirado Fernández de Moratín, que en el siglo XIX.
Echo en falta en Juanita la Larga una crítica real de las injusticias de su
tiempo (y del nuestro), o autocrítica, si tenemos en cuenta su conservadurismo.
Se limita a señalar un problema social, por ejemplo, el caciquismo, pero con benevolencia.
Carece de carácter. Y, además, en ocasiones, incurre en estereotipos y en
alguna frase puesta en boca de un personaje femenino poco creíble: no me
imagino decir a una mujer «Y ve tú ahí lo que son las mujeres» en el siguiente
fragmento:
―[…]
Y ve tú ahí lo que son las mujeres: me halaga, me lisonjea creer que me ama
tanto, y esta creencia es al mismo tiempo causa de mi pena y del remordimiento
que me destroza el alma (p.172).
Todo
ello no quita que logre ser coherente y ser modelo de lo que afirma el narrador
en la página 238:
A mi
ver, hasta en corregir, atildar y perfeccionar lo que se hace, aunque no niego
que se presta al atildamiento y a la mejora, es menester andarse con tiento.
Puede ocurrir […] por el prurito de acicalar el estilo, manosea, soba y
marchita lo que escribió y lo deja mustio, lamido y sin espontaneidad ni
gracia.
Juanita
la Larga, en el fondo, es demasiado hija del tiempo y las
condiciones en que se gestó, como la fascinación por el esoterismo que
experimenta Policarpo, el boticario, que también se refleja en La sirena negra, de Pardo Bazán, a cuya
entrada en la RAE como académica se opuso Valera alegando que «su trasero no cabría en
un sillón de la RAE», por cierto. De lectura rápida, entretenida, una novela
rosa de calidad no muy extensa (en torno a las 250 páginas) en que la contraposición de Inés, la hija de don Paco, y
Juanita recuerda a la que con más gracia y desarrollo llevó a cabo Benito Peréz
Galdós a la hora de oponer los caracteres de Jacinta y Fortunata,
respectivamente. Carece de compromiso social, elemento que, por lo general,
cumplen los grandes clásicos de la literatura. En cualquier caso, para Valera, quien nunca defendió el Naturalismo, lo primordial en materia novelesca era la belleza estética y absorber al lector
con su prosa, tal y como declara en el prólogo de la obra, y eso, desde luego,
lo logra con creces.
VALERA, JUAN (1985 [1895]). Juanita la Larga (ed. Enrique Rubio). Madrid: Clásicos Castalia.
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