martes, 25 de marzo de 2014

"La verdad también esconde sus mentiras" - MISTERIOS Y VILLANOS (VI)


CAPÍTULO 6. LA VERDAD TAMBIÉN ESCONDE SUS MENTIRAS 11/Mar.11h-22h
Con el estómago lleno la vida se ve de otra manera. Una vez lavados los platos, barrido el suelo de gres grisáceo y adecentada la cocina, el soltero casi cuarentón y el jubilado bajaron las escaleras del sótano. Llegaron hasta la puerta que separaba la sacristía de la casa cural. Buscaron al párroco. Querían disculparse por haber puesto en tela de juicio su amistad novel y recolocar las pinzas que el viento de la suspicacia había desprendido del tendedero. Ninguno de ellos podía ser el culpable del envenenamiento. Eso es lo que sus palabras afirmaban; sus pensamientos, no. Podrían ser el paradigma de la amistad, de la confianza mutua, pero, cuando la supervivencia y una estancia ilimitada en la cárcel planean sobre la cabeza, el corazón deja de cobijar los sentimientos para limitarse a bombear sangre.

Allí estaba Pilar. Confesando sus pecados al párroco o acusándolo de la muerte de Isidoro. Frisaría los sesenta años, pero, a pesar del paso del tiempo, seguía siendo tan coqueta como en su juventud. Jamás abandonaba su bolso negro de polipiel y el carmesí del pintalabios. El saludo de los recién llegados fue más propio de un esquimal encrespado. Frío y cortante. Antonio optó por un “¿qué haces aquí, hijaputa?”; Emilio, por su parte, por un simple “hola”. Tampoco ella escatimó en alimentar el altercado por medio de ademanes insidiosos y malintencionadas palabras.

Para bien o para mal, la discusión se zanjó cuando el inspector regresó. Y eso que hacía hora y media que se había marchado con todas las cuestiones planteadas, pero con las sospechas intactas. «Acompañadme a comisaría. Vamos a realizaros la prueba del polígrafo. Uno de vosotros nos está mintiendo, pero las mentiras van a salir a luz como me llamo Gonzalo Gómez», vociferó el inspector. El intento de Pilar de salir de la parroquia fue en vano. El sacerdote lo impidió sin despegar de su boca la sonrisa, pero culpándola de la muerte de Isidoro. «Enséñame el bolso un momento. ¿Qué es eso rojo que se asoma?», inquirió. Un pañuelo rojo. Ella negó la evidencia. Que no era suyo, que no sabía qué hacía allí, que… Tantas vacilaciones expresó; tantas lactaban las sospechas recién paridas en la mente del policía. Si su memoria no le fallaba y sus ansias por resolver el caso no le traicionaban, ese trozo de tela, ajado y descolorido, lo llevó puesto el árabe que accedió a la parroquia el día del crimen. Cada vez tenía más claro que uno de ellos era el asesino; cada vez menos, cómo podría hacer la criba.

El polígrafo acechó las mentiras y las verdades de cada uno. Los neumógrafos, midiendo la frecuencia respiratoria, dos dedales, detectando si el interrogado sudaba o no, y un brazalete para medir la frecuencia cardíaca y la presión arterial. Uno tras otro fue sometiéndose a las preguntas, mientras el monitor del ordenador trazaba una serie de caminos. Los caminos de las respuestas fisiológicas. Primero, Francisco; luego, Emilio; después, Antonio; y, por último, Pilar. Morderse la lengua, mantener un tono uniforme al contestar, controlar la respiración o pisotear las preguntas de control. Cualquier truco resultaba un buen recurso para esquivar la verdad. Probablemente no pretendieran engañar a ningún policía, pero la presión de subyugar sus verdades a un aparato les repelía tanto que deseaban con todas sus fuerzas vencerlo. «¿Envenenó a la víctima con estricnina?», «¿colaboró en el asesinato?», «¿se disfrazó de árabe?», «¿disparó usted la bala que impactó contra el rosetón de la parroquia?» o «¿no es cierto que deseaba verlo muerto?» conformaron el listado de preguntas en común para todos los sospechosos. No, no, no, no… El diluvio de los noes inundó el cuaderno de anotaciones del inspector. Sólo hubo un vago no provisional. El del sacerdote. La última cuestión parecía una trampa para principiantes. Dudó en si una respuesta negativa afirmaría que quería verlo vivo, o en si una respuesta afirmativa negaría que quería verlo muerto.

Terminó el interrogatorio. En el salón de reuniones la comisaria Rodríguez los congregó. Las uñas de Pilar parecían esclavas de la lima más cruel, la de sus nervios. Solamente el aire de la estancia suponía una carga notable para la cargazón de sus cuerpos.
— Mi compañero, el inspector Gómez, me ha pasado los informes de la prueba –comenzó a hablar la comisaria.
— Ese aparatejo del tres al cuarto no tiene ninguna validación científica. ¡Maldigo a su inventor, a su madre por parirlo y a su patria por no desterrarlo! –interrumpió el cura, despojándose de esa bondad de la que, hasta entonces, había hecho alarde.
— Cállese, señor García. Deje en paz a Keeler y a los Estados Unidos, que ya tenemos bastante con usted y esta ciudad. Si no, le denuncio por desacato.
— Perdóneme, comisaria. No siempre es fácil guardar la compostura –respondió con un arrepentimiento fingido y una hipocresía disimulada.
— Vamos a comenzar por usted –abrió el sobre-. Usted ha dicho la verdad. Disculpe las molestias.
— ¡Os lo dije! Yo jamás mataría a nadie.
— ¿Le repito lo del desacato a la autoridad? No me tiente –prosiguió leyendo los informes-. Pilar, usted tampoco está implicada en el asesinato, según el polígrafo. Emilio, tampoco…
— ¡Oh, hijo de puta! –le gritó ésta a su exmarido-. ¡Yo que te di lo mejor de mi vida!
— ¿Qué me diste lo mejor? –preguntó sorprendido Antonio-. ¡Ah, sí, una cornamenta así de grande –gesticuló con las manos-.
— Él –interrumpió la comisaria Rodríguez- tampoco está implicado en el crimen. Según el polígrafo, ninguno participó en el envenenamiento.


Cuando regresaron en el vehículo policial, el reloj de la iglesia marcaba las ocho menos veinte. Estaba anocheciendo, pero aún no era tarde para que los acontecimientos viraran. Y así lo hicieron. El resultado del polígrafo, el perfil del posible asesino, el número de pruebas y la vida reposada de esos tres amigos. Todas estas cosas viraron como nunca lo habían hecho, como nunca lo volverían a hacer. ¿Qué hacía la Biblia en el suelo con varias páginas roídas y otras arrancadas? ¿Por qué había un gato muerto en la sacristía? Las razones podrían aducirse de la razia apresurada de un ladronzuelo y de un ventanal abierto por que accedió el felino, que murió tras ingerir algo. En concreto, un polvo cristalino blanco, inodoro, esparcido por algunas losas de la sacristía. La verdad también esconde sus mentiras, pero, a pesar del empeño puesto y el miedo que subyugaba al culpable, el escondite dejaría de serlo. Y, muy pronto. Tan pronto que a la mañana siguiente la verdad vencería frente a cualquier ápice de falsedad.

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