CAPÍTULO 6. LA VERDAD TAMBIÉN ESCONDE SUS
MENTIRAS 11/Mar.11h-22h
Con el estómago lleno la vida se ve de otra manera. Una vez
lavados los platos, barrido el suelo de gres grisáceo y adecentada la cocina,
el soltero casi cuarentón y el jubilado bajaron las escaleras del sótano. Llegaron
hasta la puerta que separaba la sacristía de la casa cural. Buscaron al
párroco. Querían disculparse por haber puesto en tela de juicio su amistad
novel y recolocar las pinzas que el viento de la suspicacia había desprendido
del tendedero. Ninguno de ellos podía ser el culpable del envenenamiento. Eso
es lo que sus palabras afirmaban; sus pensamientos, no. Podrían ser el
paradigma de la amistad, de la confianza mutua, pero, cuando la supervivencia y
una estancia ilimitada en la cárcel planean sobre la cabeza, el corazón deja de
cobijar los sentimientos para limitarse a bombear sangre.
Allí estaba Pilar. Confesando sus pecados al párroco o
acusándolo de la muerte de Isidoro. Frisaría los sesenta años, pero, a pesar
del paso del tiempo, seguía siendo tan coqueta como en su juventud. Jamás
abandonaba su bolso negro de polipiel y el carmesí del pintalabios. El saludo
de los recién llegados fue más propio de un esquimal encrespado. Frío y
cortante. Antonio optó por un “¿qué haces aquí, hijaputa?”; Emilio, por su
parte, por un simple “hola”. Tampoco ella escatimó en alimentar el altercado
por medio de ademanes insidiosos y malintencionadas palabras.
Para bien o para mal, la discusión se zanjó cuando el
inspector regresó. Y eso que hacía hora y media que se había marchado con todas
las cuestiones planteadas, pero con las sospechas intactas. «Acompañadme a
comisaría. Vamos a realizaros la prueba del polígrafo. Uno de vosotros nos está
mintiendo, pero las mentiras van a salir a luz como me llamo Gonzalo Gómez»,
vociferó el inspector. El intento de Pilar de salir de la parroquia fue en
vano. El sacerdote lo impidió sin despegar de su boca la sonrisa, pero
culpándola de la muerte de Isidoro. «Enséñame el bolso un momento. ¿Qué es eso
rojo que se asoma?», inquirió. Un pañuelo rojo. Ella negó la evidencia. Que no
era suyo, que no sabía qué hacía allí, que… Tantas vacilaciones expresó; tantas
lactaban las sospechas recién paridas en la mente del policía. Si su memoria no
le fallaba y sus ansias por resolver el caso no le traicionaban, ese trozo de
tela, ajado y descolorido, lo llevó puesto el árabe que accedió a la parroquia
el día del crimen. Cada vez tenía más claro que uno de ellos era el asesino;
cada vez menos, cómo podría hacer la criba.
El polígrafo acechó las mentiras y las verdades de cada uno.
Los neumógrafos, midiendo la frecuencia respiratoria, dos dedales, detectando
si el interrogado sudaba o no, y un brazalete para medir la frecuencia cardíaca
y la presión arterial. Uno tras otro fue sometiéndose a las preguntas, mientras
el monitor del ordenador trazaba una serie de caminos. Los caminos de las
respuestas fisiológicas. Primero, Francisco; luego, Emilio; después, Antonio;
y, por último, Pilar. Morderse la lengua, mantener un tono uniforme al
contestar, controlar la respiración o pisotear las preguntas de control.
Cualquier truco resultaba un buen recurso para esquivar la verdad.
Probablemente no pretendieran engañar a ningún policía, pero la presión de
subyugar sus verdades a un aparato les repelía tanto que deseaban con todas sus
fuerzas vencerlo. «¿Envenenó a la víctima con estricnina?», «¿colaboró en el
asesinato?», «¿se disfrazó de árabe?», «¿disparó usted la bala que impactó
contra el rosetón de la parroquia?» o «¿no es cierto que deseaba verlo muerto?»
conformaron el listado de preguntas en común para todos los sospechosos. No,
no, no, no… El diluvio de los noes inundó el cuaderno de anotaciones del
inspector. Sólo hubo un vago no
provisional. El del sacerdote. La última cuestión parecía una trampa para
principiantes. Dudó en si una respuesta negativa afirmaría que quería verlo
vivo, o en si una respuesta afirmativa negaría que quería verlo muerto.
Terminó el interrogatorio. En el salón de reuniones la
comisaria Rodríguez los congregó. Las uñas de Pilar parecían esclavas de la
lima más cruel, la de sus nervios. Solamente el aire de la estancia suponía una
carga notable para la cargazón de sus cuerpos.
— Mi compañero, el inspector Gómez, me ha pasado los
informes de la prueba –comenzó a hablar la comisaria.
— Ese aparatejo del tres al cuarto no tiene ninguna
validación científica. ¡Maldigo a su inventor, a su madre por parirlo y a su
patria por no desterrarlo! –interrumpió el cura, despojándose de esa bondad de
la que, hasta entonces, había hecho alarde.
— Cállese, señor García. Deje en paz a Keeler y a los
Estados Unidos, que ya tenemos bastante con usted y esta ciudad. Si no, le
denuncio por desacato.
— Perdóneme, comisaria. No siempre es fácil guardar la
compostura –respondió con un arrepentimiento fingido y una hipocresía
disimulada.
— Vamos a comenzar por usted –abrió el sobre-. Usted ha
dicho la verdad. Disculpe las molestias.
— ¡Os lo dije! Yo jamás mataría a nadie.
— ¿Le repito lo del desacato a la autoridad? No me tiente
–prosiguió leyendo los informes-. Pilar, usted tampoco está implicada en el
asesinato, según el polígrafo. Emilio, tampoco…
— ¡Oh, hijo de puta! –le gritó ésta a su exmarido-. ¡Yo que
te di lo mejor de mi vida!
— ¿Qué me diste lo mejor? –preguntó sorprendido Antonio-.
¡Ah, sí, una cornamenta así de grande –gesticuló con las manos-.
— Él –interrumpió la comisaria Rodríguez- tampoco está
implicado en el crimen. Según el polígrafo, ninguno participó en el
envenenamiento.
Cuando regresaron en el vehículo policial, el reloj de la
iglesia marcaba las ocho menos veinte. Estaba anocheciendo, pero aún no era
tarde para que los acontecimientos viraran. Y así lo hicieron. El resultado del
polígrafo, el perfil del posible asesino, el número de pruebas y la vida
reposada de esos tres amigos. Todas estas cosas viraron como nunca lo habían
hecho, como nunca lo volverían a hacer. ¿Qué hacía la Biblia en el suelo con
varias páginas roídas y otras arrancadas? ¿Por qué había un gato muerto en la
sacristía? Las razones podrían aducirse de la razia apresurada de un ladronzuelo
y de un ventanal abierto por que accedió el felino, que murió tras ingerir
algo. En concreto, un polvo cristalino blanco, inodoro, esparcido por algunas
losas de la sacristía. La verdad también esconde sus mentiras, pero, a pesar
del empeño puesto y el miedo que subyugaba al culpable, el escondite dejaría de
serlo. Y, muy pronto. Tan pronto que a la mañana siguiente la verdad vencería frente
a cualquier ápice de falsedad.
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