miércoles, 19 de marzo de 2014

"El instinto de supervivencia" - MISTERIOS Y VILLANOS (V)


CAPÍTULO 5. EL INSTINTO DE SUPERVIVENCIA        11 marzo 9:00-11:00
El estado de vigilia permanente, las horas de descanso pérdidas, la eternidad de las declaraciones, las miradas recelosas de la policía… Todo ello había causado que sobre la mesa hubiera una caja con más porciones de pizza ausentes que presentes. Quedaban dos trozos. Ahora tan fríos y desaboridos, tan poco apetecibles, pero seguían resultando una opción rápida para entretener el estómago caprichoso con algo de comida. Si el lunes fue turbulento, el martes no tuvo nada que envidiarle. El inspector Gómez llegó a la vivienda del sacerdote algo antes de las nueve de la mañana. Emilio y Francisco devoraron su porción de pizza con el ímpetu de un caníbal con diez días en ayuno. Por su parte, Antonio decidió prepararse un café bien cargado. Los ojos suspicaces del inspector escanearon cada uno de los movimientos de aquellos hombres. Y sus nervios también.

Tan nervioso se encontraba el jubilado de sesenta y siete años que, queriendo verter en su café el azúcar de su cucharilla, esparció algunos granos cristalinos por el suelo. Por culpa de los temblores sísmicos de su mano. «Pareces un tartamudo de manos. Torpe, que eres un torpe», reprendió con cierta clemencia. El retirado no se mantuvo impasible y le dijo: «¿Quieres que te diga lo que me pareces tú? Por cierto, ¿dónde está mi suéter blanco de lana?». Emilio tampoco. Fue por ella al cesto de ropa sucia, y no dudó en entrometerse en esa guerra doméstica al terciar así, mientras en medio de la cocina la enarbolaba: «Cerdo, aquí la tienes, la íbamos a lavar». «¿Te digo yo a ti algo cuando te pones ese pañuelo en el cuello –le espetó el anciano-; pareces Doña Rogelia en sus años mozos?». Finalmente, Emilio zanjó esta conversación absurda con un cortante «no sé de qué me hablas, ni siquiera me gusta el color rojo».

— Se acabó, señores –interrumpió el inspector-. He venido aquí para continuar con el interrogatorio, no para escuchar vuestras discusiones. Interrogaré al señor Martínez; vosotros, Francisco y Emilio, abandonen la cocina.
Una vez salieron los aludidos, el policía comenzó a preguntar al jubilado indolente, en apariencia.
— ¿De qué conocía a Isidoro?
— Lo conozco desde… ¿1992? No recuerdo exactamente. Siendo sincero, no era santo de mi devoción… Demasiado ambicioso… Y según tengo entendido, es el nuevo novio de mi ex.
— De hombre a hombre –dijo el inspector sacando su lado más cercano-, ¿y no le fastidia que después de tantos años su exmujer esté con otro?
— No, es que ella siempre fue muy puta.
— Repito, ¿y no le molesta? No se le revuelve el estómago por eso.
— ¿Cuántas veces quiere que se lo repita? No, no, no… Me da exactamente igual. ¿Qué insinúa, señor inspector? –dijo mientras veía cómo un gorrión acababa de entrar por la ventana.
— ¿No le parece demasiada casualidad que se sentara justamente a su lado?
— Si hubiera querido envenenarlo, ¿qué iría a conseguir sentándome a su lado, sino levantar sospechas? ¿No habría otra manera más disimulada de hacerlo? Inspector, me senté a su derecha, porque cuando llegué estaban todos los sitios ocupados. Además, vi a Emilio cerca y decidí sentarme delante de él.
— ¿Cómo sabe que murió así?
— Lo leí en un periódico.
— ¿Cómo es que las cámaras del banco no filmaron su llegada? –indagó el agente.
— La sacristía está conectada con un salón donde se guarda el material para las procesiones y donde se celebra la catequesis. Pues desde ese salón se puede acceder al inmueble, exactamente al sótano de esta casa. Me entiende, ¿verdad?
— ¿Cómo explica que el cadáver apareciese en el cuarto del sacerdote?
— Le recuerdo, inspector, que eso le corresponde descubrirlo a usted –expresó de una manera desafiante-. Supongo que alguien se quedó dentro cuando todos salimos a la plaza, tras escuchar los petardos en medio de la homilía. Luego, aprovechó para que Francisco fuera incriminado. ¿Quién? El árabe, tal vez.
— En la grabación, se ven a 87 personas entrando, pero 86 sólo salieron tras el disparo y los petardos. En ese caso, dos personas no habrían salido. ¿Sabe si Emilio también salió?
 — Sinceramente no lo vi. Estaba tan nervioso, que no podía ver a nadie. En esos momentos uno sólo piensa en sí mismo. El instinto de supervivencia.
Las preguntas prosiguieron; las respuestas también. Las primeras, con el recelo intacto; las segundas, con la tranquilidad amansada. El gorrión, que había planeado varios minutos a la altura del plafón del techo, estaba tumbado en el suelo, sin fuerzas para volar y con movimientos espasmódicos. El inspector observó al pájaro. Tomó una muestra de los granos cristalinos, supuestamente de azúcar, que había desparramado Antonio. Según su instinto y su dilata experiencia, el ave habría picoteado algún gránulo. Movido, luego, no por su intuición, sino por el desconcierto, acabó en el dormitorio de Emilio. Abrió su armario y descubrió unos calcetines rojos, un par de calzoncillos rojos, un pantalón rojo, cuatro camisetas rojas, una bufanda roja… Para no gustarle, Emilio tenía demasiadas prendas de ese color. Mentía.

Cuando el agente se marchó, las sospechas en ellos hicieron acto de presencia, tan ruidosamente como lo harían veinte helicópteros sobrevolando sus cabezas, sus miedos, sus preocupaciones, sus dudas, o, simplemente, sus vidas. Por una razón difícil de desentrañar, comenzaron a plantearse la posibilidad de que uno de ellos era el asesino.
— Amigos, no es por pensar mal –dijo Emilio-, pero presiento que uno de nosotros es el asesino.
— Yo también lo estoy pensado –confesó Francisco-. Sólo nosotros tenemos acceso a esta casa, sólo nosotros tenemos las llaves, nadie como nosotros conoce cada rincón de esta casa y de la iglesia… Sólo uno de nosotros, pues, pudo envenenarlo.
— ¡¿Cómo?! –terció Francisco exhausto-. ¿En serio pensáis que entre nosotros está el culpable? Hemos luchado siempre por salir delante de la crisis, de la soledad, y ahora que tenemos que estar unidos, ¿pensáis eso? Me voy a la parroquia, porque me están entrando ganas de echaros de mi casa. No me esperéis para comer –salió por la puerta-.


Ahora más que nunca el instinto de supervivencia estaba activo, y sospechar se había convertido en el recurso básico para luchar contra años y años de prisión, de soledad entre barrotes y de la ingente inmundicia de quienes habitan entre las paredes de la crueldad.

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