CAPÍTULO 3. EL ÁRABE DESAPARECIDO 10Marzo 9:00-16:00
Cuando más se necesita dormir, más difícil es conciliar el sueño. Y más
aún cuando descubres a un cadáver en tu propio hogar. Hacía casi un día que la
tranquilidad del pueblo se había hecho añicos. La de Emilio, Francisco y
Antonio, también. En la casa cural, las primeras horas del diez de marzo
vinieron guarnecidas de numerosas incursiones a la cocina en busca de los
objetos más inservibles y de infinitas travesías por sus pasillos y estancias.
Paradójicamente, cuando Morfeo adormeció sus espíritus activos y despiertos, el
bullicio del pueblo, que vociferaba en la plaza, se convirtió en el despertador
más cruel de sus vidas. Encendieron la tele. Las desgracias nutrían los
espacios informativos, así que optaron por pulsar el botón de apagado. Tan
exhaustos se hallaban que sortearon todas las discusiones posibles. Discusiones
que en otro momento y en otro lugar, habrían sido ineludibles. Antonio llevaba
ya tres días con el mismo suéter blanco de lana y toreaba a sus dos amigos de
manera magistral con el fin de no ocuparse de las tareas domésticas. Por su
parte, Emilio no daba tregua a su móvil inteligente, parecía que se había
olvidado de quienes mitigaban su soledad. Para más inri, Francisco había
preparado, para él sólo, el desayuno. En resumen, los motivos más nimios que
inflamaban cada día su amistad habían resultado esta vez ignífugos.
El timbre, otro despertador eficaz. La policía llamó a casa. Emilio y
Antonio se escondieron en sus habitaciones: si llegaba a los oídos del prelado
de la diócesis de que éstos vivían con el sacerdote, el pobre Francisco se
vería constreñido a despedirse del sacerdocio y vivir de la caridad de las
gentes.
— Buenos días, comisaria Rodríguez. ¿Le puedo ayudar en algo?
— Sí, padre. El banco, como sabrás, cuenta con cámaras de vigilancia. Y
resulta que ha filmado algo interesante.
— ¿Interesante? Siga, siga.
— En la grabación, hemos encontrado que 86 personas evacuaron la iglesia,
tras el disparo.
— ¿Y? ¿A dónde quiere llegar? No le sigo –interrumpió perplejo.
— Pues resulta que hemos visionado la grabación no una, sino veinte
veces, y al edificio accedieron 87 individuos.
— ¿Quiere decir que una persona se quedó dentro?
— Sí. Para ser más exactos un hombre de complexión media, con un
turbante rojo en la cabeza y una túnica beige.
Entró a las once y siete minutos.
— A esa hora yo estaba en la sacristía. No pude ver nada. Ni en ese
momento, ni en la celebración. El sacristán tampoco me ha comentado nada.
— No puede ser… -masculló la comisaria.
— Espere un momento –dijo Francisco acariciándose la barbilla con los
dedos-. Estoy pensando en que es posible que ese del turbante sea Abpul, Acluz,
Azul, Azlotú… Bueno el moro ese que trabaja para Isidoro.
— Abdul Musharen, querrás decir –le corrigió no sin antes revisar unas
anotaciones de su libreta-. Entiendo. Según usted, Abdul se adentró en la
iglesia disfrazado de incógnito para despistar y, luego, en la parroquia, se
quitó el turbante y la vestimenta magrebí para pasar desapercibido.
Rastrear las huellas del tunecino se erigió como el objeto primordial.
En paradero desconocido, sin papeles que acreditaran su legalidad, y
acostumbrado a mimetizarse con una solvencia camaleónica. Tales condiciones suponían
los principales lastres para la resolución de los interrogantes, que afloraban
con la misma celeridad con que las bacterias lo hacen en un yogur caducado. Durante
la mañana, la policía dio varios pasos en falso. Reconstruyendo móviles, procedimientos
y estrategias; consultando expedientes y argumentos; contestado llamadas
telefónicas. Y fue, especialmente, una de ellas, más vespertina que matutina,
la culpable de que en el aeropuerto se desarrollara una escena muy hollywoodense. Un magrebí identificado había sido sorprendido
in fraganti intentando acceder al
transbordador, burlando el control de seguridad. Con las descripciones, los
testimonios de otros pasajeros y el retrato robot se presentía que ese individuo
sólo podía tener un nombre: Abdul Musharen.
Los
controles de pasaportes, el tablero desesperante de llegadas y salidas, los
seguratas desesperados por terminar la jornada laboral y los pasajeros, mirando
frecuentemente el reloj con ansía y a los demás con desdén, todos ellos
acudieron a la captura del fugitivo. Algunos se alarmaron. Podía ir armado,
podía ser un esquizofrénico sin medicarse o, simplemente, un hombre desesperado
por batallar contra la pobreza armígera. Las armas de los agentes ayudaron a
que éste no llegara al aeródromo de Oujda.
Con todo, el resultado fue insustancial. Las declaraciones balbucientes del
sospechoso diluyeron por completo su relación en el crimen. «Mi jefe es una
cabrona, un hijo de perro… Yo no le maté, pero me alegra... Que se pudra... No
tenía papelos, yo estaba ilegal en
España, tuve miedo, quise huir… Soy inocento
–sentenció Abdul con una elocuencia discutible y una evidencia translúcida
de sus dificultades con la morfología del español».
De
esta manera, la incógnita del árabe desaparecido seguía en el aire y con más
fuerza ahora, desde que también se descartó que la exmujer y el socio de
Isidoro hubieran intervenido en el homicidio. Por un lado, ésta contaba con una
coartada perfecta: estaba de viaje, descubriendo el mundo y los mundos que con
su marido egoísta nunca pudo conocer. Rodrigo López, el socio, tampoco. De
acuerdo a sus confesiones, no tenía un móvil demasiado firme como para cometer
tan sanguinaria empresa. Él odiaba con toda su alma al tirano de Isidoro, pero
¿qué conseguiría matándolo? Las acciones de éste las heredaría un amigo del
difunto. Un amigo que el señor López aborrecía más o tanto que a su compañero
de negocios. El lenguaje gestual, la entonación y la tranquilidad del
interrogado apoyaban su inocencia con la misma intensidad de un axioma.
Cuatro
campanadas. Las cuatro de la tarde de aquel lunes 10 de marzo. La
majestuosidad, la paz y la armonía que se desprenden del repiqueto de las
campanas en la casa cural no hicieron acto de presencia. Allí el ambiente
resultaba tan pesado como el osmio, tan cortante como el diamante y tan nocivo
como el arsénico. El inspector Gómez se encontraba en el zaguán para espetarle:
«Padre, vengo a su casa para llevarme al sospecho número 1. Hay que tomarle
declaración.»
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