jueves, 13 de marzo de 2014

"El árabe desaparecido" - MISTERIOS Y VILLANOS (III)

CAPÍTULO 3. EL ÁRABE DESAPARECIDO                      10Marzo 9:00-16:00
Cuando más se necesita dormir, más difícil es conciliar el sueño. Y más aún cuando descubres a un cadáver en tu propio hogar. Hacía casi un día que la tranquilidad del pueblo se había hecho añicos. La de Emilio, Francisco y Antonio, también. En la casa cural, las primeras horas del diez de marzo vinieron guarnecidas de numerosas incursiones a la cocina en busca de los objetos más inservibles y de infinitas travesías por sus pasillos y estancias. Paradójicamente, cuando Morfeo adormeció sus espíritus activos y despiertos, el bullicio del pueblo, que vociferaba en la plaza, se convirtió en el despertador más cruel de sus vidas. Encendieron la tele. Las desgracias nutrían los espacios informativos, así que optaron por pulsar el botón de apagado. Tan exhaustos se hallaban que sortearon todas las discusiones posibles. Discusiones que en otro momento y en otro lugar, habrían sido ineludibles. Antonio llevaba ya tres días con el mismo suéter blanco de lana y toreaba a sus dos amigos de manera magistral con el fin de no ocuparse de las tareas domésticas. Por su parte, Emilio no daba tregua a su móvil inteligente, parecía que se había olvidado de quienes mitigaban su soledad. Para más inri, Francisco había preparado, para él sólo, el desayuno. En resumen, los motivos más nimios que inflamaban cada día su amistad habían resultado esta vez ignífugos.  

El timbre, otro despertador eficaz. La policía llamó a casa. Emilio y Antonio se escondieron en sus habitaciones: si llegaba a los oídos del prelado de la diócesis de que éstos vivían con el sacerdote, el pobre Francisco se vería constreñido a despedirse del sacerdocio y vivir de la caridad de las gentes.
— Buenos días, comisaria Rodríguez. ¿Le puedo ayudar en algo?
— Sí, padre. El banco, como sabrás, cuenta con cámaras de vigilancia. Y resulta que ha filmado algo interesante.
— ¿Interesante? Siga, siga.
— En la grabación, hemos encontrado que 86 personas evacuaron la iglesia, tras el disparo.
— ¿Y? ¿A dónde quiere llegar? No le sigo –interrumpió perplejo.
— Pues resulta que hemos visionado la grabación no una, sino veinte veces, y al edificio accedieron 87 individuos.
— ¿Quiere decir que una persona se quedó dentro?
— Sí. Para ser más exactos un hombre de complexión media, con un turbante rojo en la cabeza y una túnica beige. Entró a las once y siete minutos.
— A esa hora yo estaba en la sacristía. No pude ver nada. Ni en ese momento, ni en la celebración. El sacristán tampoco me ha comentado nada.
— No puede ser… -masculló la comisaria.
— Espere un momento –dijo Francisco acariciándose la barbilla con los dedos-. Estoy pensando en que es posible que ese del turbante sea Abpul, Acluz, Azul, Azlotú… Bueno el moro ese que trabaja para Isidoro.
— Abdul Musharen, querrás decir –le corrigió no sin antes revisar unas anotaciones de su libreta-. Entiendo. Según usted, Abdul se adentró en la iglesia disfrazado de incógnito para despistar y, luego, en la parroquia, se quitó el turbante y la vestimenta magrebí para pasar desapercibido.

Rastrear las huellas del tunecino se erigió como el objeto primordial. En paradero desconocido, sin papeles que acreditaran su legalidad, y acostumbrado a mimetizarse con una solvencia camaleónica. Tales condiciones suponían los principales lastres para la resolución de los interrogantes, que afloraban con la misma celeridad con que las bacterias lo hacen en un yogur caducado. Durante la mañana, la policía dio varios pasos en falso. Reconstruyendo móviles, procedimientos y estrategias; consultando expedientes y argumentos; contestado llamadas telefónicas. Y fue, especialmente, una de ellas, más vespertina que matutina, la culpable de que en el aeropuerto se desarrollara una escena muy hollywoodense.  Un magrebí identificado había sido sorprendido in fraganti intentando acceder al transbordador, burlando el control de seguridad. Con las descripciones, los testimonios de otros pasajeros y el retrato robot se presentía que ese individuo sólo podía tener un nombre: Abdul Musharen.

Los controles de pasaportes, el tablero desesperante de llegadas y salidas, los seguratas desesperados por terminar la jornada laboral y los pasajeros, mirando frecuentemente el reloj con ansía y a los demás con desdén, todos ellos acudieron a la captura del fugitivo. Algunos se alarmaron. Podía ir armado, podía ser un esquizofrénico sin medicarse o, simplemente, un hombre desesperado por batallar contra la pobreza armígera. Las armas de los agentes ayudaron a que éste no llegara al aeródromo de Oujda. Con todo, el resultado fue insustancial. Las declaraciones balbucientes del sospechoso diluyeron por completo su relación en el crimen. «Mi jefe es una cabrona, un hijo de perro… Yo no le maté, pero me alegra... Que se pudra... No tenía papelos, yo estaba ilegal en España, tuve miedo, quise huir… Soy inocento –sentenció Abdul con una elocuencia discutible y una evidencia translúcida de sus dificultades con la morfología del español».

De esta manera, la incógnita del árabe desaparecido seguía en el aire y con más fuerza ahora, desde que también se descartó que la exmujer y el socio de Isidoro hubieran intervenido en el homicidio. Por un lado, ésta contaba con una coartada perfecta: estaba de viaje, descubriendo el mundo y los mundos que con su marido egoísta nunca pudo conocer. Rodrigo López, el socio, tampoco. De acuerdo a sus confesiones, no tenía un móvil demasiado firme como para cometer tan sanguinaria empresa. Él odiaba con toda su alma al tirano de Isidoro, pero ¿qué conseguiría matándolo? Las acciones de éste las heredaría un amigo del difunto. Un amigo que el señor López aborrecía más o tanto que a su compañero de negocios. El lenguaje gestual, la entonación y la tranquilidad del interrogado apoyaban su inocencia con la misma intensidad de un axioma.

Cuatro campanadas. Las cuatro de la tarde de aquel lunes 10 de marzo. La majestuosidad, la paz y la armonía que se desprenden del repiqueto de las campanas en la casa cural no hicieron acto de presencia. Allí el ambiente resultaba tan pesado como el osmio, tan cortante como el diamante y tan nocivo como el arsénico. El inspector Gómez se encontraba en el zaguán para espetarle: «Padre, vengo a su casa para llevarme al sospecho número 1. Hay que tomarle declaración.» 

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