CAPÍTULO 4. LAS CALLES QUE TIENEN OÍDOS 10
Marzo 16:00-21:00
Antonio, desde su jubilación, tenía claro que había cosas
sagradas. La siesta y el güisqui después de la comida figuraban dentro de esta
lista. No obstante, las excepcionales circunstancias la convirtieron en papel
mojado. ¿Quién le iba a decir a él que a las cuatro y pico de la tarde se
encontraría en la comisaría? ¿Cómo iba a imaginar que a sus dos amigos del alma
les estarían tomando declaración? Ver para creer. La raíz de esto germina en el
empeño del ser humano por abocetar el perfil de los demás. Pero, eso es sólo un
dibujo, una representación de la realidad, a veces más idealizada y
estereotipada que otras. Pero, al fin y cabo, una farsa que hace tanto daño al
dibujante como al dibujado. Tras la sorpresa inicial, el jubilado había
decidido apoyarlos siempre. Sin excepciones. Porque, en realidad, eso es lo que
significa la palabra amigo.
Se entretuvo leyendo el periódico. Pasar páginas por inercia
resultó fútil: en vez de matar el tiempo, le sirvió para autodestruirse. Quería
dejar de pensar; no lo consiguió. Entre los titulares aparecían varios, pero
sólo uno le asestó un golpe mortal. «Un hombre envenado el pasado domingo en
Galínez del Azahar», leyó. Tampoco le dejó indiferente las líneas restantes de
la noticia. Según la prensa, el disparo, que había irrumpido en el rosetón de
la fachada de la iglesia, había sido disparado por una mujer. Los restos de
pintalabios color bermellón en la bala así lo evidenciaba.
Mientras tanto, en dos despachos contiguos, la indiferencia
de Francisco y Emilio, cada uno en un habitáculo distinto, los había dejado en
la cuneta. Abandonados a su suerte, intentaron sortear las preguntas incómodas,
las ganas de mentir y la incomodidad de ser tratado como criminales. Se trataba
de dos habitaciones pequeñas, aisladas, carentes de cualquier ornamento, sin
distracciones posibles. El mobiliario se reducía a tres sillas incómodas y un
espejo, frente al sospechoso. Emilio se atragantó con la intransigencia del
inspector.
— Don Emilio Molina, ¿qué relación tenía con la víctima? –interpeló
el policía Gómez.
— Nula. De oídas. ¡No me lo puedo creer! ¿Me están acusando
de asesinato? –levantó la voz.
— Limítese a responder mis preguntas. Nada más. Veamos… Por
tanto, niega haber tenido un contacto directo con Isidoro pocos días antes de su
muerte.
— Sí, sí, lo niego. Lo niego rotundamente –desafiándolo con
la mirada-.
— Repito. ¿Ha tenido contacto directo con él? ¿Nunca habló con la
víctima?
— Inspector, ¿en qué idioma se lo repito? ¿En francés? Je ne lui ai jamais parlé. Jamais –dijo con un tono burlón-.
— Miente, miente como un bellaco –gritó el policía, que no dudó en
lanzar su cuaderno de notas al suelo-.
— ¿Qué me miento? ¿Por qué iba a mentir?
— No finja. La noche del ocho de marzo, a las 22h., conversó con
él durante 25 minutos en la plaza de la iglesia.
— Un aplauso, inspector –aplaudió Emilio con socarronería-. ¿Es
una de esas acusaciones falsas para ver que me sonsaca? ¿Se cree que soy
estúpido?
— Tengo serias dudas. Deje de ridiculizarse. Varios ciudadanos se
han puesto en contacto con la comisaría para hacernos saber que usted lo
amenazó de muerte allí.
— ¿Cómo? –preguntó por inercia para reflexionar sobre cómo responder-.
Eso es una falacia.
— Hay grabaciones, ¿quiere visionarlas? –hizo amago de levantarse
por algo.
— Bueno, sí –dijo resignado, mientras se rascaba el cogote-. Como
lo sabe todo, pues prefiero irme de aquí con la cabeza alta. Quedé con ese hijo
de la gran puta en la plaza, que en el infierno esté. Llevaba meses
amenazándome. Quería denunciarme por haber secuestrado a un recién nacido el 22
de diciembre. Fue un ataque de locura. Parece que me moriré sin ser padre y en
abril cumplo cuarenta. Sin pareja y sin nada. ¿No comprende cómo me sentía?
— ¿Acaso necesita que le responda? –le espetó el inspector con
mordacidad-. Sigamos. ¿Y lo envenenó al día siguiente?
— ¡¿Cómo voy a ser tan idiota de hacer algo así?! ¿Acaso soy tan tonto
para amenazar a alguien en medio de la calle y luego matarlo? Era una manera de
hablar. ¡Si en la iglesia me senté detrás de él!
— Se sorprendería de lo que he visto en mis treinta años de
servicio. Por cierto, señor Molina, gracias por su declaración. Muy pronto
recibirá una denuncia por el secuestro del niño.
— Pero, antes dígame quién se ha chivado.
— Las calles que tienen oídos.
El inspector Gómez apagó la grabadora, realizó varias anotaciones
sobre su libreta y se marchó. Dejó a solas durante media hora más a Emilio,
quien, pese a todo, seguía siendo el principal sospechoso. Con todo, no se
podía subestimar el poder del sacerdote. Al fin y a la postre, la víctima había
estado en contacto con él al menos durante las últimas veinticuatro horas y,
para más inri, su cuerpo yacía en la casa cural. Las preguntas del agente, con señas
de una cólera enquistada en sus huesos desde hace mucho, se dispararon con la
misma velocidad de una mascletá. A
preguntas explosivas, respuestas pacíficas. «No sé nada, no sé nada. Se lo juro
por el Santísimo» y «Yo sólo me limito a preservar la fe de los cristianos» se
convirtieron en la salsa insulsa que acompañaba las preguntas suculentas de un
insidioso funcionario. Cada silencio lo trufaba mediante besos a su escapulario
y a su crucifijo y los primeros versos de las oraciones cristianas. La actitud
cortante del policía impedía que se demorara en tales menesteres. Sin embargo,
hubo un tema no tan fácil de soslayar.
— Don Francisco, ¿a quién conocía mejor a Isidoro, la víctima, o a
Pilar, su pareja?
— Nuestra relación era estrictamente religiosa. Isidoro siempre
participaba en la misa, leyendo pasajes bíblicos. Y, luego, Pilar vive la fe
con una confianza ciega... Ella practica a menudo el acto de contrición y era
una participante ejemplar en el sacramento de la eucaristía –dio por terminada
su réplica, pero tras la nula intención de su interlocutor, se vio obligado a
completar su respuesta-. Bueno, a veces quedaba con Pilar, éramos… éramos…
-vaciló-. Éramos grandes amigos.
— ¿Tan grandes como para ambicionarla carnalmente? Ella me ha confesado
que hace un mes que tuvieron una cita romántica.
— ¿Qué insinúa? Eso es mentira. ¿Acaso no recuerda mi oficio? Soy
sacerdote –apuntó a su sotana con el dedo sin perder jamás la compostura.
— Estamos curados de espanto. No mienta. Debe saber que, si
colabora y es honesto, la ley será más indulgente con usted. ¿Quiere que le
diga cómo interpreto yo este crimen? Creo que no soportó que Pilar le cambiara por
otro de la noche a la mañana, que se olvidara de ti tan pronto y por eso, para
vengarte de ella, has matado a su nueva pareja.
— Me gusta que piense así. Es usted muy competente en su trabajo.
¿De verdad eres español? Tienes pinta, pero la apariencia a la ciencia no le
alcanza ni a la suela. O, eso es lo que dicen en mi pueblo –dijo sin perder en
todo momento su sonrisa compelida por el miedo a pasar años entre rejas-.
Entonces, agente, si usted sospecha de mí por haber sido el pretendiente de
Pilar, ¿por qué no desconfía de Antonio? Fue su esposo hasta hace un año. El
divorcio resultó traumático y, como usted sabrá, el odio siempre sale por algún
lado.
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