lunes, 17 de marzo de 2014

"Las calles que tienen oídos" - MISTERIOS Y VILLANOS (IV)


CAPÍTULO 4. LAS CALLES QUE TIENEN OÍDOS            10 Marzo 16:00-21:00
Antonio, desde su jubilación, tenía claro que había cosas sagradas. La siesta y el güisqui después de la comida figuraban dentro de esta lista. No obstante, las excepcionales circunstancias la convirtieron en papel mojado. ¿Quién le iba a decir a él que a las cuatro y pico de la tarde se encontraría en la comisaría? ¿Cómo iba a imaginar que a sus dos amigos del alma les estarían tomando declaración? Ver para creer. La raíz de esto germina en el empeño del ser humano por abocetar el perfil de los demás. Pero, eso es sólo un dibujo, una representación de la realidad, a veces más idealizada y estereotipada que otras. Pero, al fin y cabo, una farsa que hace tanto daño al dibujante como al dibujado. Tras la sorpresa inicial, el jubilado había decidido apoyarlos siempre. Sin excepciones. Porque, en realidad, eso es lo que significa la palabra amigo.

Se entretuvo leyendo el periódico. Pasar páginas por inercia resultó fútil: en vez de matar el tiempo, le sirvió para autodestruirse. Quería dejar de pensar; no lo consiguió. Entre los titulares aparecían varios, pero sólo uno le asestó un golpe mortal. «Un hombre envenado el pasado domingo en Galínez del Azahar», leyó. Tampoco le dejó indiferente las líneas restantes de la noticia. Según la prensa, el disparo, que había irrumpido en el rosetón de la fachada de la iglesia, había sido disparado por una mujer. Los restos de pintalabios color bermellón en la bala así lo evidenciaba.

Mientras tanto, en dos despachos contiguos, la indiferencia de Francisco y Emilio, cada uno en un habitáculo distinto, los había dejado en la cuneta. Abandonados a su suerte, intentaron sortear las preguntas incómodas, las ganas de mentir y la incomodidad de ser tratado como criminales. Se trataba de dos habitaciones pequeñas, aisladas, carentes de cualquier ornamento, sin distracciones posibles. El mobiliario se reducía a tres sillas incómodas y un espejo, frente al sospechoso. Emilio se atragantó con la intransigencia del inspector.
— Don Emilio Molina, ¿qué relación tenía con la víctima? –interpeló el policía Gómez.
— Nula. De oídas. ¡No me lo puedo creer! ¿Me están acusando de asesinato? –levantó la voz.
— Limítese a responder mis preguntas. Nada más. Veamos… Por tanto, niega haber tenido un contacto directo con Isidoro pocos días antes de su muerte.
— Sí, sí, lo niego. Lo niego rotundamente –desafiándolo con la mirada-.
— Repito. ¿Ha tenido contacto directo con él? ¿Nunca habló con la víctima?
— Inspector, ¿en qué idioma se lo repito? ¿En francés? Je ne lui ai jamais parlé. Jamais –dijo con un tono burlón-.
— Miente, miente como un bellaco –gritó el policía, que no dudó en lanzar su cuaderno de notas al suelo-.
— ¿Qué me miento? ¿Por qué iba a mentir?
— No finja. La noche del ocho de marzo, a las 22h., conversó con él durante 25 minutos en la plaza de la iglesia.
— Un aplauso, inspector –aplaudió Emilio con socarronería-. ¿Es una de esas acusaciones falsas para ver que me sonsaca? ¿Se cree que soy estúpido?
— Tengo serias dudas. Deje de ridiculizarse. Varios ciudadanos se han puesto en contacto con la comisaría para hacernos saber que usted lo amenazó de muerte allí.
— ¿Cómo? –preguntó por inercia para reflexionar sobre cómo responder-. Eso es una falacia.
— Hay grabaciones, ¿quiere visionarlas? –hizo amago de levantarse por algo.
— Bueno, sí –dijo resignado, mientras se rascaba el cogote-. Como lo sabe todo, pues prefiero irme de aquí con la cabeza alta. Quedé con ese hijo de la gran puta en la plaza, que en el infierno esté. Llevaba meses amenazándome. Quería denunciarme por haber secuestrado a un recién nacido el 22 de diciembre. Fue un ataque de locura. Parece que me moriré sin ser padre y en abril cumplo cuarenta. Sin pareja y sin nada. ¿No comprende cómo me sentía?
— ¿Acaso necesita que le responda? –le espetó el inspector con mordacidad-. Sigamos. ¿Y lo envenenó al día siguiente?
— ¡¿Cómo voy a ser tan idiota de hacer algo así?! ¿Acaso soy tan tonto para amenazar a alguien en medio de la calle y luego matarlo? Era una manera de hablar. ¡Si en la iglesia me senté detrás de él!
— Se sorprendería de lo que he visto en mis treinta años de servicio. Por cierto, señor Molina, gracias por su declaración. Muy pronto recibirá una denuncia por el secuestro del niño.
— Pero, antes dígame quién se ha chivado.
— Las calles que tienen oídos.


El inspector Gómez apagó la grabadora, realizó varias anotaciones sobre su libreta y se marchó. Dejó a solas durante media hora más a Emilio, quien, pese a todo, seguía siendo el principal sospechoso. Con todo, no se podía subestimar el poder del sacerdote. Al fin y a la postre, la víctima había estado en contacto con él al menos durante las últimas veinticuatro horas y, para más inri, su cuerpo yacía en la casa cural. Las preguntas del agente, con señas de una cólera enquistada en sus huesos desde hace mucho, se dispararon con la misma velocidad de una mascletá. A preguntas explosivas, respuestas pacíficas. «No sé nada, no sé nada. Se lo juro por el Santísimo» y «Yo sólo me limito a preservar la fe de los cristianos» se convirtieron en la salsa insulsa que acompañaba las preguntas suculentas de un insidioso funcionario. Cada silencio lo trufaba mediante besos a su escapulario y a su crucifijo y los primeros versos de las oraciones cristianas. La actitud cortante del policía impedía que se demorara en tales menesteres. Sin embargo, hubo un tema no tan fácil de soslayar.

— Don Francisco, ¿a quién conocía mejor a Isidoro, la víctima, o a Pilar, su pareja?
— Nuestra relación era estrictamente religiosa. Isidoro siempre participaba en la misa, leyendo pasajes bíblicos. Y, luego, Pilar vive la fe con una confianza ciega... Ella practica a menudo el acto de contrición y era una participante ejemplar en el sacramento de la eucaristía –dio por terminada su réplica, pero tras la nula intención de su interlocutor, se vio obligado a completar su respuesta-. Bueno, a veces quedaba con Pilar, éramos… éramos… -vaciló-. Éramos grandes amigos.
— ¿Tan grandes como para ambicionarla carnalmente? Ella me ha confesado que hace un mes que tuvieron una cita romántica.
— ¿Qué insinúa? Eso es mentira. ¿Acaso no recuerda mi oficio? Soy sacerdote –apuntó a su sotana con el dedo sin perder jamás la compostura.
— Estamos curados de espanto. No mienta. Debe saber que, si colabora y es honesto, la ley será más indulgente con usted. ¿Quiere que le diga cómo interpreto yo este crimen? Creo que no soportó que Pilar le cambiara por otro de la noche a la mañana, que se olvidara de ti tan pronto y por eso, para vengarte de ella, has matado a su nueva pareja.

— Me gusta que piense así. Es usted muy competente en su trabajo. ¿De verdad eres español? Tienes pinta, pero la apariencia a la ciencia no le alcanza ni a la suela. O, eso es lo que dicen en mi pueblo –dijo sin perder en todo momento su sonrisa compelida por el miedo a pasar años entre rejas-. Entonces, agente, si usted sospecha de mí por haber sido el pretendiente de Pilar, ¿por qué no desconfía de Antonio? Fue su esposo hasta hace un año. El divorcio resultó traumático y, como usted sabrá, el odio siempre sale por algún lado. 

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