CAPÍTULO 2. EL CADÁVER DEL
OLVIDADO 9Marzo 13:00-16:00
Emilio abrió la puerta de la casa cural. «¿Hay alguien?», preguntó.
Nadie respondió. Miró en el aseo. Nadie. En la cocina. Tampoco nadie. Entró,
entonces, a la habitación de don Francisco. A oscuras. Sólo conoces bien una
casa, cuando consigues andar por ella a oscuras y adivinar dónde se hallan los
interruptores de la luz. La rutina también tiene sus ventajas. Pero, esta vez
la costumbre de poco servía. Dio dos pasos. El tercero vino con sorpresa. ¿Un
escalón? ¿Qué raro si nunca lo hubo? De ninguna manera. Volvió a pisar. Era
algo blandito, como una alfombra enrollada. No podía ser. Comenzó a explorar el
bulto con las manos. Una rodilla, un codo, un abdomen abultado, una nariz… ¡Un
muerto! No cabía duda alguna. Comprobó varias veces si los sentidos no lo
estaban traicionando. Pero, obtuvo la misma respuesta. Corrió hasta la consola
de la entrada. Allí estaba el teléfono. Llamó a la policía marcando los nueve
dígitos con extrema velocidad.
A las dos menos veinte, los timbrazos bombardearon hasta aniquilar el
silencio de la vivienda. Emilio abrió la puerta. Un par de agentes le saludaron
y atravesaron el umbral sin pedir permiso, saltándose los principios de la
cortesía y el límite de la educación.
— Comisaria Rodríguez e inspector Gómez –señalando a su compañero y
enseñando su placa-. ¿Qué hace aquí en la vivienda del sacerdote?
— Somos amigos. Él me había pedido que le hiciera la comida… He venido y
me he encontrado el fiambre ahí…
— Un poco de respeto –le reprochó la comisaria-. ¿Dónde está el cadáver?
Tres minutos más tarde, ese hogar se abarrotó de personas uniformadas:
un forense, dos médicos, dos conductores de ambulancia, cinco policías… Pronto
llegaron el casi septuagenario Antonio y el sacerdote. Las preguntas se
dispararon rápida e inmediatamente, como la bala que atravesó el rosetón de la
parroquia. Todas las cuestiones tenían un único destinatario: don Francisco.
— Padre, ¿cómo explica que el cadáver esté en vuestra casa?
— Francamente, no lo sé, inspector. Yo estaba en la iglesia, cuando de
golpe alguien desde fuera ha disparado, me han roto un cristal de la fachada…
— ¿De dónde viene?
— De acompañar al hospital a Pilar, la pareja del cadáver. Ha sufrido un
ataque de ansiedad y hemos tenido, él –señalando a Antonio- y yo, que ayudarla.
— Una cosa más –dijo el inspector convencido de la veracidad de sus
palabras-. ¿Vive solo?
— Últimamente sí. Más que vivir, respiro y doy misas.
— Déjese de bobadas, padre. ¿Vive con alguien o no? –interrumpió ésta
con tono severo.
— No, vivo solo.
A las tres y media de la tarde los acontecimientos se habían
recrudecido: el cadáver de rostro macilento ya estaba embutido en el sudario y
de camino al laboratorio forense. Bisturíes, luminol y una necropsia sazonarían
las últimas horas sobre la tierra, ya inerte. Antes de que sus carnes flácidas
se consumieran por la ferocidad del tiempo. No menos cruda fue la situación
para los tres amigos, pero también para la policía. Especialmente, desde que
Emilio contribuyó a perfilar los primeros sospechosos.
«A Isidoro –comenzó a hablar con indiferencia- lo conocía todo el mundo.
Hace veinte años llegó al pueblo y montó una fábrica de papel higiénico con su
socio. Y al capullo, con cariño, claro está, le fue de puta madre. Se forró,
vamos. Algunos cuchicheaban que era tan rico que cambió la celulosa de los
rollos por billetes de quinientos.»
«Déjese de historias, al grano –le espetó la comisaria con gesto de
repugnancia-, si quisiera películas, me pondría Cine de Barrio. ¿Sospecha de
alguien?»
«Pilar, su pareja, no creo –continuó, algo avergonzado-. Yo la conozco,
siempre está de rodillas, confesándose, es muy religiosa, muy buena. Luego, su
exmujer, tampoco… Sí, sí, es muy celosa y conflictiva, una vez le tiró de los
pelos a una anciana en el mercado; además dicen que está sin un duro, y que
cuando se divorció, le juró que no habría otra mujer en su vida. Por encima de
su cadáver. Y ya sabe lo del perro del hortelano, que ni come ni deja comer.
Luego, en la empresa tiene a un trabajador, Abdul y a su socio Rodrigo. Según
las malas lenguas, Isidoro repartía los beneficios a su manera, y al negro de
Abdul, le daban alguna perrilla, pero, vamos, que lo tenían explotado al pobre.
Resumiendo, que era un capullo, un hijo de la gran…grande de su madre
–rectificó a tiempo antes de llenarse la boca de injurias e improperios-.»
Por su parte, el inspector y la comisaria comenzaron a buscar el mejor
elixir para resolver las incógnitas de aquella muerte. Incógnitas, que, como un
reguero de pólvora, recorrieron no sólo las arterias de los implicados, sino
también las venas del pueblo, sediento de varios tragos de noticias morbosas.
El primer paso era contactar con esas tres personas: la ex esposa, el socio y
el asalariado de Isidoro. La señora Rodríguez cogió su teléfono; llamó a la
comisaría y esperó impaciente una llamada. Doce minutos después, casi a las
cuatro de la tarde, dos sospechosos habían sido citados para declarar; en
cambio, uno de ellos se encontraba en paradero desconocido. Es más, no se
conocía su edad, ni sus apellidos, ni su dirección, ni su procedencia. Se
trataba de Abdul. Con su silencio el misterio había comenzado a ser ruidoso,
atronador, a ser un dolor de cabeza, una cefalea, intensa para todos, eterna
para algunos. Y, a vista de pájaro, el medicamento parecía inalcanzable.
CAPÍTULO 1. EL PISTOLETAZO DE SALIDA
CAPÍTULO 1. EL PISTOLETAZO DE SALIDA
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