viernes, 28 de marzo de 2014

"Callar o morir" - MISTERIOS Y VILLANOS (VII)


CAPÍTULO 7. CALLAR O MORIR          12 marzo 9:00-10:00
Callar o morir. Tarde o temprano el misterio tenía que resolverse. Los datos, las pistas y las sospechas se estaban acumulando en una pila colosal. La policía llevaba casi tres días de interrogatorios que parecían no llevar a ningún sitio, y la resolución del caso parecía cada vez más remota. No obstante, lo imposible es sólo un pretexto que los vagos se inventaron para tirar la toalla sin remordimiento alguno. En esta ocasión, lo imposible cambió a posible y, luego, a logro, cuando el inspector Gómez ató cabos y descubrió la verdad, camuflada entre una dialéctica eficaz y una falta de pruebas. Se presentó en la casa cural con un par de agentes. Temprano. Ni siquiera eran las nueve de la mañana. Emilio abrió. «Emilio Molina, venimos para poner fin a esta historia. Ya sabemos quién es el asesino. Es uno de vosotros tres», dijo. Los otros dos aún no se habían levantado. Antonio, con los ojos entreabiertos, daba vueltas por la cama, mientras planificaba actividades que, nada más poner los pies en el suelo, rehusaría. Tampoco Francisco estaba dispuesto a rehusar a varios minutos de descanso. Sonaba el despertador y lo atrasaba cinco minutos. Volvía a sonar el despertar y volvía a atrasarlo.  Con todo, la voz inquisitorial del policía demolió su somnolencia.

Y no fue el único que iba a ver sus sueños masacrados. En efecto, para los tres hombres el calvario acababa de comenzar. En la cocina, mientras el inspector les preparaba sendos cafés, ellos esperaban sentados. Una vez servidos, tomó asiento junto a ellos y comenzó a hablar.
— Uno de vosotros envenenó a don Isidoro con estricnina el pasado domingo a las doce menos cuarto de la mañana.
— ¿Nosotros? ¡Venga ya! ¡No tiene pruebas! –interrumpió Antonio.
— Pero, ¿cómo vamos a hacer nosotros algo así? Yo soy sacerdote y los conozco como si los hubiera parido. Jamás matarían a nadie –terció Francisco.
— Padre, no mienta. ¿Acaso Emilio no robó al nieto de su amigo en el hospital hace tres meses? ¿Acaso usted no le ayudó? ¿Acaso Antonio no tuvo problemas con las drogas?
— Si lo hice, fue porque entré en un estado de locura. No era yo. Psicológicamente no estaba bien.
— Ignoraré sus palabras –continuó el señor Gómez-. Empecemos pues. Al comenzar a investigar el caso, nos pareció muy raro que el crimen se produjera en un lugar tan concurrido y que el cadáver se encontrara en el dormitorio del párroco. Primero pensamos en Francisco, pero nos parecía absurdo que él mismo se colocara en el centro de todas las miradas.
— ¿Me está culpando a mí? –preguntó ofendido Emilio.
— No adelantemos acontecimientos –respondió el policía-. Como iba diciendo, Francisco parecía inocente desde el principio, porque según las cámaras, él también salió de la iglesia tras los petardos que alguien encendió. Por tanto, cuando él entró, el cuerpo ya había sido trasladado a esta casa.
— Perdone, señor, pero esto no tiene ni pies ni cabeza –interrumpió Antonio.
— Calle, ¡qué prisas por revelar el nombre del asesino! El truco del árabe, que accedía a la parroquia, pero que nunca escapó tras la evacuación del edificio, fue pésimo. Todo apuntaba a que usted estaba implicado –indicó el inspector al solterón-. Su guardarropa estaba repleto de ropa roja; negó poseer un pañuelo rojo, y, para más inri, apareció ese pañuelo en el bolso de Pilar. No sabíamos exactamente quién, pero uno de ustedes, queriendo incriminarla, escondió la prenda en su bolso.
— Inspector, permítame un consejo. No lea tanto a Agatha Christie. Se volverá loco. Ve asesinatos donde nos los hay –gritó enfurecido Francisco.
— Haberlos, haylos. Callad y escuchadme. ¿Y el gorrión, que entró a la cocina? Templaba y no podía volar. Pero la prueba más evidente fue el gato, que encontramos muerto en la sacristía. ¿Por qué había estricnina a su alrededor?
— Inspector, disculpe, el café se va a enfriar. Me tengo que levantar por el azúcar– Antonio hizo amago de ello-. Siga con sus despropósitos.
— Usted no se va a mover de aquí –lo agarró del brazo el policía-. Aquí tenéis azúcar –sacó un bote pequeño del bolsillo de su gabardina-.

Callar o morir. Esa es la artimaña que había ideado la comisaria Rodríguez y el inspector para que el asesino confesara todo. En uno de los dormitorios habían descubierto días atrás este recipiente, que lejos de guardar azúcar o sal, contenía estricnina. Los tres cafés estaban envenenados y el asesino era el único que podía detener el envenenamiento inminente de sus desgraciados compañeros. Callar significaba la muerte inmediata de ellos; hablar, morir de pena entre los barrotes de la prisión. La policía quería comprobar si sus sospechas estaban encaminadas o no. Todos tenían razones para haber deseado y efectuado el homicidio. Antonio y Francisco podrían haber perpetrado un crimen pasional. No podrían tolerar que la mujer que los cautivó los hubiera olvidado rápidamente. Por su parte, Emilio, que no podía permitir que la víctima se fuera de la lengua y declarara que él había secuestrado a un bebé en el hospital, tomó tal vez represalias.

La argucia resultó realmente solvente. Uno de ellos comenzó a sudar, a sentir como una agitación extrema recorría sus arterias, a tartamudear, a respirar desesperadamente, a no quitar la vista de los cafés de sus compañeros, a no quitar la vista tampoco de los policías, a disimular su reacción sin éxito alguno… Le arrebató la taza a uno de sus amigos. El líquido oscuro se derramó por la mesa. No podía permitir que murieran por su culpa, por haber sido un cobarde, por no haber sabido responsabilizarse de sus actos… El otro agarró la taza y la fue llevando hasta su boca. Tranquilamente, pero sin descanso. La posó en sus labios. Callar o morir. ¿Y si la policía le había preparado una trampa? ¿Cómo iba a permitir el inspector que esos dos pobres inocentes murieran? Quizá fuera un truco. ¿Y si no lo era? Hablar o morir. Morir o confesar. La vida se precipitaba. Callara o no, la vida jamás sería igual. De hecho, una parte de su existencia ya estaba de luto. Emilio mojó los labios en el café. «Emilio, Emilio –le arrebató la taza su compañero-, suelta el café, si no quieres morir. Lleva veneno». 

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