CAPÍTULO 1. EL PISTOLETAZO DE
SALIDA 9 de Marzo 11:00-13:00
A falta de veinte minutos para la misa del primer domingo de
Cuaresma, el sacerdote de aquella ciudad del Levante español había ultimado los
preparativos de la celebración: ya llevaba puesta la casulla morada y había
repasado infinitas veces un pasaje bíblico del Evangelio según San Mateo. En
concreto, el de las tentaciones en el desierto. Inmediatamente, se deleitó con
la lectura reposada de Diez negritos
de Agatha Christie. Siempre fue un acérrimo lector de sus novelas y un adepto
de Hércules Poirot y el Capitán Hastings. Asesinato
en el Orient Express, La muerte de
Lord Edgware, El asesinato de Roger
Ackroyd… Todos ellos, repletos de misterios; pero, también, de villanos.
Y, absorto en la prosa sustanciosa de la novelista, devoró en su
sacristía las páginas con glotonería extrema. Hasta que el repiqueteo de las
campanadas rompió su estado de embelesamiento. Además, el sacristán, que
aguardaba en la puerta, le avisó de que la iglesia estaba a rebosar de
feligreses, hasta el punto de que si éstos fuesen agua, se derramarían por los
alféizares de los ventanales. Treinta años ejerciendo el sacerdocio, con el mismo
entusiasmo y, prácticamente, la misma concurrencia, cada año más abatida por el
trascurrir del tiempo. Las ancianas más devotas, casadas, viudas o solteras,
continuaban sentándose en los primeros bancos de la izquierda; en los últimos,
los ancianos más rezagados y padres jóvenes que procuraban que sus recién
nacidos callaran a base de mecerlos en los brazos o entretenerlos con algún juguete.
En las paredes izquierda, donde se situaba el confesonario, y derecha, se iban
sentando los que llegaban a deshora. Como de costumbre, los niños que
recibirían su primera comunión en mayo se acomodaban en los primeros bancos de
la derecha. Las posiciones centrales seguían siendo ocupadas por una masa
heterogénea de individuos de edades y gustos dispares. No obstante, en esa
parroquia también se plasma el agnosticismo incipiente e irrefrenable de la
sociedad. Don Francisco es de esas personas que siempre mantienen las ilusiones
intactas, aunque la tormenta vaya tras ellas sin descanso. Salvo unos meses
atrás en los que una crisis de fe hilvanó las dudas y la tentación de abandonar
el universo de los crucifijos, los textos sagrados y de los sacramentos de una
vez por todas.
Al salir de la sacristía, en el presbiterio, los feligreses se
pusieron en pie y dieron comienzo a un canto litúrgico, algunos. La mayoría
optó por ensayar el play-back de aquel
canto que jamás entonarían. Ciñéndose simplemente a abrir y cerrar la boca con
indiferencia. Desde el altar vislumbró a varias personas. A Pilar, una
sesentona con la que casi rompe su voto de celibato, que venía acompañada por
su nuevo novio. Un tal Isidoro, que estaba sentado a la derecha de ésta y a la
izquierda de un jubilado. Se llamaba Antonio y frisaría los sesenta y siete
años. Tal vez, para el sacerdote, Antonio fuera de esos amigos que merece la
pena tener cerca y, por eso, se arrepintió de haber galanteado a la exmujer de
éste, o sea, a Rosa, y, más aún, cuando firmaron su enemistad con una sarta de
improperios. ¡Él qué sabía! Si hubiera sospechado que esa señora descarada era
la ex de su amigo, jamás la habría rondado. Por suerte, un apretón de manos y
la buena fe de ambos dieron el pistoletazo de salida a su amistad restablecida.
Desde el presbiterio, también distinguió entre la muchedumbre a Emilio, detrás
de Antonio, un eterno soltero que se aproximaba sin remedio a los cuarenta años
con pánico. A falta de un mes, sin trabajo y con la frustración de un amor y un
hijo inexistentes, vivía en la casa cural, junto a él y Antonio.
Invitando a los allí presentes a santiguarse, el párroco comenzó
la ceremonia. La confusión se adueñó de los individuos menos asiduos, que
acudían menos a la iglesia que el inocente, al calabozo. «¿Con qué mano es, la
derecha o la izquierda? Primero, de arriba abajo o de abajo arriba, y luego,
cómo sigue, de izquierda a derecha o viceversa», se preguntaron muchos. Algunos
salieron airosos de la situación, mirando al feligrés vecino para emular sus
gestos; por el contrario, otros parecían bailar el Aserejé o la Macarena con
las manos indecisas.
La participación de los parroquianos en ese 9 de marzo destacó
por su abundancia. Y lo también abundante fueron las lecturas. Once futuros
comulgantes leyeron varias líneas cada uno, dejando a relucir quiénes eran los
más avezados y cuáles, los más torpes. Isidoro también leyó desde el ambón
izquierdo un pasaje, más extenso que sucinto, y no cesó hasta barnizar varias
páginas de la Biblia con su saliva. Un espectáculo, todo un espectáculo era ver
cómo mojaba el dedo en saliva para pasar las páginas. Con vehemencia, con
pasión, con destreza, con impudicia. No más acertado se mostró el sacerdote
quien pasaba las hojas del Evangelio según San Mateo como si estuviera
acariciando el vientre o rascando el lomo a un gato. Como un loco enamorado, de
agitado ímpetu, que deshoja los pétalos de margaritas, luego agonizantes.
Un disparo. Un disparo había sonado fuera. Un disparo fragoroso
que desafío el sosiego de los concurrentes. El tiro dio el pistoletazo de
salida a un silencio, sepulcral y estruendoso al mismo tiempo. El silencio era
tan extremo que no podía pasar inadvertido. «No salgan, no salgan, aquí en la
parroquia estaremos más seguros», ordenó el sacristán. La incertidumbre y el
miedo conquistaron los cuerpos de los allí presentes y acallaron el ruego de
Francisco de continuar con la homilía. La conquista se prolongó cinco minutos. Y
tan efímera fue como la reconquista. De hecho, el sacerdote no tuvo tiempo ni
siquiera para comulgar a siete cristianos, cuando una traca sorprendió, asustó
y aterrorizó a todos. Todos salieron corriendo de la parroquia. Locamente.
Niños, adolescentes, adultos, ancianos… A simple vista, los únicos seres vivos
que no huyeron fueron las flores del altar. Así pues la plaza de la iglesia reunió
a los devotos, apiñados en un gran corro. Algunos imploraron a Dios salir
ilesos. Otros aprovecharon la confusión para competir contra las chimeneas
encendidas en pleno invierno con un cigarrillo entre los labios. Otros,
incluso, cotillearon y gestaron hipótesis sobre quién había disparado. En esa
plaza rectangular, alejada del tráfico motorizado, se encuentran edificios,
cafeterías o negocios. En el lado derecho, desde fuera adentro, un banco, una
galería de arte religioso y un bar de tapas; en el lado izquierdo, un par de
restaurantes, un despacho de pan, la oficina de un supermercado y, por último,
la casa cural. Entre ambos lados, al fondo, la iglesia. «Podéis ir en paz»,
exhortó don Francisco, suponiendo que nadie se atrevería a entrar en la parroquia
de nuevo.
Una vez disuelta la concurrencia, Antonio, Emilio y Francisco
entraron a la iglesia. Silencio, bendito silencio. Los tres hombres quisieron
degustar el silencio apaciblemente. Pero no. Pilar daba vueltas por la iglesia,
buscando algo o alguien en el confesonario, en el campanario, bajo los bancos,
detrás de alguna columna. «¿Qué buscas, Pilar? La misa se ha cancelado»,
preguntó don Francisco a la que estuvo a punto de ser su pareja. «A Isidoro, mi
novio-respondió-. Ha desaparecido.»
No hay comentarios:
Publicar un comentario