lunes, 10 de marzo de 2014

"El pistoletazo de salida" - MISTERIOS Y VILLANOS (I)

CAPÍTULO 1. EL PISTOLETAZO DE SALIDA         9 de Marzo 11:00-13:00
A falta de veinte minutos para la misa del primer domingo de Cuaresma, el sacerdote de aquella ciudad del Levante español había ultimado los preparativos de la celebración: ya llevaba puesta la casulla morada y había repasado infinitas veces un pasaje bíblico del Evangelio según San Mateo. En concreto, el de las tentaciones en el desierto. Inmediatamente, se deleitó con la lectura reposada de Diez negritos de Agatha Christie. Siempre fue un acérrimo lector de sus novelas y un adepto de Hércules Poirot y el Capitán Hastings. Asesinato en el Orient Express, La muerte de Lord Edgware, El asesinato de Roger Ackroyd… Todos ellos, repletos de misterios; pero, también, de villanos.

Y, absorto en la prosa sustanciosa de la novelista, devoró en su sacristía las páginas con glotonería extrema. Hasta que el repiqueteo de las campanadas rompió su estado de embelesamiento. Además, el sacristán, que aguardaba en la puerta, le avisó de que la iglesia estaba a rebosar de feligreses, hasta el punto de que si éstos fuesen agua, se derramarían por los alféizares de los ventanales. Treinta años ejerciendo el sacerdocio, con el mismo entusiasmo y, prácticamente, la misma concurrencia, cada año más abatida por el trascurrir del tiempo. Las ancianas más devotas, casadas, viudas o solteras, continuaban sentándose en los primeros bancos de la izquierda; en los últimos, los ancianos más rezagados y padres jóvenes que procuraban que sus recién nacidos callaran a base de mecerlos en los brazos o entretenerlos con algún juguete. En las paredes izquierda, donde se situaba el confesonario, y derecha, se iban sentando los que llegaban a deshora. Como de costumbre, los niños que recibirían su primera comunión en mayo se acomodaban en los primeros bancos de la derecha. Las posiciones centrales seguían siendo ocupadas por una masa heterogénea de individuos de edades y gustos dispares. No obstante, en esa parroquia también se plasma el agnosticismo incipiente e irrefrenable de la sociedad. Don Francisco es de esas personas que siempre mantienen las ilusiones intactas, aunque la tormenta vaya tras ellas sin descanso. Salvo unos meses atrás en los que una crisis de fe hilvanó las dudas y la tentación de abandonar el universo de los crucifijos, los textos sagrados y de los sacramentos de una vez por todas.

Al salir de la sacristía, en el presbiterio, los feligreses se pusieron en pie y dieron comienzo a un canto litúrgico, algunos. La mayoría optó por ensayar el play-back de aquel canto que jamás entonarían. Ciñéndose simplemente a abrir y cerrar la boca con indiferencia. Desde el altar vislumbró a varias personas. A Pilar, una sesentona con la que casi rompe su voto de celibato, que venía acompañada por su nuevo novio. Un tal Isidoro, que estaba sentado a la derecha de ésta y a la izquierda de un jubilado. Se llamaba Antonio y frisaría los sesenta y siete años. Tal vez, para el sacerdote, Antonio fuera de esos amigos que merece la pena tener cerca y, por eso, se arrepintió de haber galanteado a la exmujer de éste, o sea, a Rosa, y, más aún, cuando firmaron su enemistad con una sarta de improperios. ¡Él qué sabía! Si hubiera sospechado que esa señora descarada era la ex de su amigo, jamás la habría rondado. Por suerte, un apretón de manos y la buena fe de ambos dieron el pistoletazo de salida a su amistad restablecida. Desde el presbiterio, también distinguió entre la muchedumbre a Emilio, detrás de Antonio, un eterno soltero que se aproximaba sin remedio a los cuarenta años con pánico. A falta de un mes, sin trabajo y con la frustración de un amor y un hijo inexistentes, vivía en la casa cural, junto a él y Antonio.

Invitando a los allí presentes a santiguarse, el párroco comenzó la ceremonia. La confusión se adueñó de los individuos menos asiduos, que acudían menos a la iglesia que el inocente, al calabozo. «¿Con qué mano es, la derecha o la izquierda? Primero, de arriba abajo o de abajo arriba, y luego, cómo sigue, de izquierda a derecha o viceversa», se preguntaron muchos. Algunos salieron airosos de la situación, mirando al feligrés vecino para emular sus gestos; por el contrario, otros parecían bailar el Aserejé o la Macarena con las manos indecisas.

La participación de los parroquianos en ese 9 de marzo destacó por su abundancia. Y lo también abundante fueron las lecturas. Once futuros comulgantes leyeron varias líneas cada uno, dejando a relucir quiénes eran los más avezados y cuáles, los más torpes. Isidoro también leyó desde el ambón izquierdo un pasaje, más extenso que sucinto, y no cesó hasta barnizar varias páginas de la Biblia con su saliva. Un espectáculo, todo un espectáculo era ver cómo mojaba el dedo en saliva para pasar las páginas. Con vehemencia, con pasión, con destreza, con impudicia. No más acertado se mostró el sacerdote quien pasaba las hojas del Evangelio según San Mateo como si estuviera acariciando el vientre o rascando el lomo a un gato. Como un loco enamorado, de agitado ímpetu, que deshoja los pétalos de margaritas, luego agonizantes.

Un disparo. Un disparo había sonado fuera. Un disparo fragoroso que desafío el sosiego de los concurrentes. El tiro dio el pistoletazo de salida a un silencio, sepulcral y estruendoso al mismo tiempo. El silencio era tan extremo que no podía pasar inadvertido. «No salgan, no salgan, aquí en la parroquia estaremos más seguros», ordenó el sacristán. La incertidumbre y el miedo conquistaron los cuerpos de los allí presentes y acallaron el ruego de Francisco de continuar con la homilía. La conquista se prolongó cinco minutos. Y tan efímera fue como la reconquista. De hecho, el sacerdote no tuvo tiempo ni siquiera para comulgar a siete cristianos, cuando una traca sorprendió, asustó y aterrorizó a todos. Todos salieron corriendo de la parroquia. Locamente. Niños, adolescentes, adultos, ancianos… A simple vista, los únicos seres vivos que no huyeron fueron las flores del altar. Así pues la plaza de la iglesia reunió a los devotos, apiñados en un gran corro. Algunos imploraron a Dios salir ilesos. Otros aprovecharon la confusión para competir contra las chimeneas encendidas en pleno invierno con un cigarrillo entre los labios. Otros, incluso, cotillearon y gestaron hipótesis sobre quién había disparado. En esa plaza rectangular, alejada del tráfico motorizado, se encuentran edificios, cafeterías o negocios. En el lado derecho, desde fuera adentro, un banco, una galería de arte religioso y un bar de tapas; en el lado izquierdo, un par de restaurantes, un despacho de pan, la oficina de un supermercado y, por último, la casa cural. Entre ambos lados, al fondo, la iglesia. «Podéis ir en paz», exhortó don Francisco, suponiendo que nadie se atrevería a entrar en la parroquia de nuevo.


Una vez disuelta la concurrencia, Antonio, Emilio y Francisco entraron a la iglesia. Silencio, bendito silencio. Los tres hombres quisieron degustar el silencio apaciblemente. Pero no. Pilar daba vueltas por la iglesia, buscando algo o alguien en el confesonario, en el campanario, bajo los bancos, detrás de alguna columna. «¿Qué buscas, Pilar? La misa se ha cancelado», preguntó don Francisco a la que estuvo a punto de ser su pareja. «A Isidoro, mi novio-respondió-. Ha desaparecido.»

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