«Supermercados
Calvario tienen el placer de informarles de una promoción
legendaria. A partir del miércoles 2 de junio, estarán a vuestra
disposición diez mil briks de Leche Lessa. En uno de ellos hay un
tapón con premio. 1000 euros al mes. Un sueldo para toda la vida, un
sueldo de la leche, sin lugar a dudas. Han oído bien. Un litro de
leche les puede cambiar la vida. No se lo piensen, vayan a
Supermercados Calvario, compren y dejen que la suerte haga el resto»,
anunciaba con entusiasmo la grabación desde un coche con megáfono.
Recorría las calles, como antaño se informaba de la defunción de
los ciudadanos. Para bien o para mal, esa tradición había quedado
relegada a pedanías y pueblos perdidos de España.
Así
las cosas, Emilio, Francisco y Carlos no se resistieron a una
promoción tan tentadora. Muestra de ello fue verlos a las nueve en
punto de la mañana en las puertas del supermercado. Habían
renunciado a algunas delicias con el fin de no perder la inversión
de diez mil euros, financiada con los ahorros del padre de Emilio y
los del exsacerdote. El mujeriego había renunciado a un encuentro
carnal con una portuguesa jovenzuela, que se había olvidado el
recato en Portugal, junto a las bragas y a un diccionario bilingüe
portugués-español. El soltero de oro había rechazado por una noche
el placer de trasnochar y de quedarse dormido en el sofá con los
programas de late night.
Lo cierto es que los tres habían dormido poco y mal, pero el afán
por enriquecerse los despojó del sueño con mayor eficacia que una
ducha fría nada más despertar.
— Carlos,
¿qué nos aconsejas para cumplir nuestros objetivos? —preguntó
Francisco.
— Os
leeré una tarjeta que escribí hace tiempo sobre... —metió la
mano en su camisa y sacó un paquete bien abultado de tarjetitas—.
Veamos, «Cómo esquivar a
mendigos con la ayuda de un exprimidor», «Cómo lograr que una
lesbiana acceda a acostarse con un hombre», «Cómo entrar a un
plató de televisión pasando desapercibido»...
— Pero,
¡qué vida más rara llevas! Eres carne de manicomio —le espetó
Emilio.
— Calla,
proletario... Aquí está... «Cómo
comprar en las rebajas sin oler a croquetas, aceites y a marujas
amargadas con rulos». No es exactamente el mismo caso, pero será de
gran ayuda... «Primero, —comenzó
a leer—, despeja la zona de carteles publicitarios. Segundo, si
estos se encuentran tras la cristalera, pega encima papeles de
funerarias o, en su defecto, de cualquier triunfito.
Todo sea por no despertar expectación. Tercero, en la puerta coloca
un letrero bien grande que diga: «Cerrado
por inspección sanitaria. Han encontrado ratas en el
establecimiento. Huid, no miréis atrás». Cuarto, si hay cámaras y
estas te han filmado poniendo en práctica los consejos anteriores,
entonces finge un ictus
y túmbate en el suelo. Quinto,...” Leed vosotros, que son diez
consejos y voy a acabar con la lengua echa polvo, peor que hace tres
años, cuando me tiré a un equipo de natación sincronizada
femenino...
— ¡Ostras,
Carlos! No sé si tratarte de genio o de loco.
El
establecimiento abrió sus puertas con puntualidad alemana. Había,
aún, cajas por medio de los pasillos. Corrieron con seis carros a la
sección de los lácteos. Tiraron una pila de latas de cerveza y
volcaron una estantería de cartón de sopas y de varias clases de
pasta. Macarrones, espaguetis, tallarines, antorchas, espirales... De
distintos colores y tamaños. Y, por fin, alcanzaron los cartones de
leche. Celebraron que gran parte de ellos estaba contenida en cajas
de cartón de veinticinco unidades y maldijeron que otra buena parte
estuviera suelta, desfilando individualmente por los kilométricos
estantes metálicos. Quinientos tetrabriks, mil, dos mil... Reunieron un
total de tres mil litros en veinte carros y, a pesar de todo, aún
faltaban siete mil litros más. Habían contratado un camión de la
mudanza, así que Emilio y Carlos fueron cargando el camión, con
aspiraciones a convertirse en una central lechera. El resto de leche
lo consiguió el ahora político cuando le informó al gerente del
super de adquirirlo. Si bien extremaron las precauciones como si más
que briks de leche fueran la familia real, sucedió algo inesperado.
Una señora que frisaría los cincuenta y cinco años llevaba en la
cesta un brik de leche Lessa. En tanto Carlos vigilaba el camión,
en la sección de confituras, Emilio y Francisco ejecutaron su
táctica, la del despiste.
— Señora,
¿sabe si esta mermelada de fresa lleva gluten? —inquirió el
político con una cortesía inusitada en él haciendo el gesto de
entregársela, pero ella no la tomó.
— No
lo sé, joven. Pregúntaselo a la reponedora.
— Veo
que le gusta Pablo Alborán, ¿eh? —prosiguió al percatarse de que
esta había comprado su nuevo álbum.
— Sí,
¿cómo lo sabe? —se sorprendió por la agudeza de su interlocutor.
— Lleva
en la cesta un disco suyo.
— ¡Caramba!
Me he vuelto a equivocar. Pensaba que era el de Julio Iglesias. No
sabe lo bien que canta ese hombre —mostró su entusiasmo, mientras
el expárroco hacía amagos de propinarle un puñetazo para
certificar que la mujer era invidente.
— Es
ciega —masculló Francisco sin esconder su júbilo—. ¡Oh, esto
es increíble, señora! Pero, ¿¡a quién ven mis ojos!? Es Julio
Iglesias comprando... —arrastró a Emilio a los brazos de ella para
que se hiciera pasar por el ilustre cantante—. Mira, bella mujer,
aquí está tu ídolo.
— ¿¡Quieres
que finja ser Julio Iglesias!? —quedó atónito Emilio—. Me
gustan las mujeres, me gusta el vino y si tengo que olvidarlas, me...
—cantó improvisando y alternando versos de distintas canciones
imitando el habla de Julio con escasa gracia—. Soy un truhán, soy
un señor...
— Y
casi fiel en el amor —prosiguió ella entusiasmada, que lo abrazaba
contra su pecho, vencido desde hace años por la fuerza de la
gravedad.
— Señora,
suélteme, no puedo respirar. Me quiere demasiado...
— Vas
a ser mío, bribón. Y da gracias que no soy rencorosa. Hace casi
treinta años te escribí una carta confesándote mi amor... Era
diciembre y me había hecho ilusiones de que vendrías a cenar en
Navidad. Y, fíjate por dónde, que no viniste. Ahí tengo el cordero
en el horno... ¿Ahora quién se lo come?
— He
estado muy ocupado, señora. He empalmado gira con gira... Si quiere
le firmo un autógrafo, pero a cambio me tiene que ceder el brik de
leche.
— ¿Auto
qué? Yo he venido en bus. Y no le pienso dar la leche, sí quiere,
le doy mi conejo.
— ¡Cerda!
—miró a su cesta y descubrió que sí había uno envasado al
vacío—. Perdón, pensé que se refería a... —perdió la
paciencia, así que, en un arrebato de ira y ansiedad, le dio vueltas
sobre sí hasta marearla como en el juego de la gallinita ciega y le
robó el cartón de leche—. ¡Hostia puta, qué la anciana ciega se
ha comido con los dientes la estantería! Corramos Francisco, paga
tú, que yo no quiero saber nada.
Desde
las diez de la mañana hasta las siete de la tarde, estuvieron
abriendo los briks de leche y coleccionando tapones no premiados.
— ¡No
puedo más, macho! —exclamó Emilio—. Me duelen los dedos ya. Las
paredes no llevan gotelé, sino tapones blancos. ¿Dónde, cojones,
está el sueldo de la leche?
— Tapones,
tapones, tapones, tapones... —se exasperó Carlos—.
— ¿No
sabes decir otra cosa?
— Me
cago en la puta central lechera que ideó esta promoción diabólica.
Ojalá se mueran los del supermercados, los ganaderos y la madre que
parió a las vacas —pegó un puñetazo en la mesa que desparramó
el líquido blanco por el mueble—. Por lo demás, tapones, tapones,
tapones...
— Papá,
no se dicen palabrotas —protestó Samuel con amabilidad.
— Samu,
hijo, si no quieren oírlas, muérete. ¿Por qué no te tragas un
litro de leche y así sufres una reacción alérgica, hasta que dejes
de respirar y hasta que tu corazón deje de bombear sangre. Hazme un
favor, muérete.
— Papá,
comienzo a pensar que no me quieres... —se entristeció.
— Sí,
pero muerto. Eres un estorbo.
— Calla,
no le digas eso a tu hijo —terció Emilio—. Solo nos quedan
cuatro briks. Coged cada uno uno.
— Nada.
— Nada.
— Nada.
— Nada.
— ¡Me
cago en lo sagrado, me oís! Hemos perdido diez mil euros.
— Esperad
—gritó entusiasmado Carlos— . Ya sé cuál es el premiado. Falta
uno. Esta mañana he escondido uno detrás de las bolsitas para
recoger las cacas de los perros.
— ¿Por
qué ahí?
— Porque
las aceras están siempre llenas de mierdas. Tenían que hacérselas
tragar a los hijos de putas de sus dueños. Seguro que son obreros
que se creen demasiado listos por convertir las calles en lo que son
sus vidas: mierda.
— Pero,
¿por qué has hecho semejante tontería?
— Emilio,
no toques los huevos, ¿vale? Me voy.
Salió
a la calle corriendo, con zapatos de charol, cuyo desgaste aparecía
disfrazado por gruesas capas de betún. Con la alegría de ser
millonario o mileurista, que en los tiempos que corrían era una
condición de ensueño, como estar en el Caribe rodeado de mulatas y
bebiendo hasta que el sol se fuera a dormir y viene la luna a
efectuar su turno. Llegó, encontró el brik de leche Lessa, lo
pagó, lo abrió y descubrió el premio. ¡Mil euros cada mes hasta
que se muriera! Vertió el líquido blanco por su cuerpo, como hacen
los deportistas en la primera posición del palmarés con botellas de
champán. Dio sus datos al gerente y le entregaron el premio en el
centro del supermercado, anunciándolo a bombo y platillo. La
multitud se fue congregando; los sentimientos contradictorios de
Carlos, también. Sentía una plenitud vital inigualable, al tiempo
que luchaba por no caer en la bondad de compartir el premio con sus
compañeros de piso, como habían pactado. Todo ello, mientras una
cajera, vestida de vaca, le aprisionaba con sus ubres de tela y le
levantaba la mano. «Suélteme la mano, cajera satánica. ¿Qué
quiere, que se me engangrene el brazo y, una vez amputado, me vea
obligado a robar brazos de maniquíes en los escaparates de Zara,
jugándome la libertad por un trozo de plástico hueco con que
disimular la desdicha de haberte conocido entre ofertas para gente
que se conforma con las marcas blancas, y sonrisas hipócritas de
cajeras, que se dejan los ojos buscando los códigos de barra para
pasarlos por el lector, y todo por un miserable salario con que
comprar chopped en promoción y merluza ultracongelada».
Pasó
la noche en tascas, bebiendo cerveza, entre mujeres y amigos, que no
escatimaron en pedirle dinero. El jueves, por la mañana, muy
temprano, se dirigió a casa con la euforia en la cabeza y con el
cansancio en los pies. Y, casi muere antes de entrar al umbral.
— ¡Cuidado,
Carlos! —le advirtió gritando Francisco al ver cómo caía la
maceta—. ¿Estás bien?
— Inepto,
hijoputamente hipoputa. Lleva más cuidado cuando riegues las
plantas.
— Perdón,
pero te juro que ni he tocado los maceteros. Venga, sube que te echo
un buen vaso de horchata de Valencia, de nuestra tierra.
— Pero,
¿qué te ha dado a ti con la horchata? ¿Ya te han contratado para
un anuncio turístico? Joder, con España, una cosa es que con la
crisis se escojan famosos de tercera, y otra es que contraten a un
soplagaitas o tragahorchatas como Emilio.
Le
ofreció un vaso nada más cruzar la puerta. «Ahora no, joder, a
menos que quieras que tu boca sea un orinal. Llevo la noche bebiendo
y tengo la vejiga que me explota», dijo el ahora mileurista, quien
dejo la bebida en la mesa. Lo que él ignoraba era que ni era
horchata, sino leche, y que el que tragaría el líquido no sería
él, sino su hijo Samuel, alérgico a los lácteos. Se trataba de una
estratagema de Emilio y Francisco para que renunciara al sueldo de la
leche, pues se negaban a quedarse de brazos cruzados ante el pacto
roto por Carlos, que se había apropiado del premio, que les
pertenecía a los tres por igual.
— Samu,
toma un vaso refrescante de horchata, lo mejor de Valencia, junto a
la paella, las fallas y sus gentes.
— Gracias,
Emilio.
— Venga,
traga, traga...
El
desgraciado niño mudó de color; su piel se enrojeció; le picaba
todo el cuerpo y se rascó la epidermis con furia, como si
pretendiera llegar hasta las arterias y las venas que recorrian sus
brazos menudos. Buscó el inhalador. No podía respirar. Comenzó a
expulsar espuma blanca por la boca... Mientras tanto, se desvestía
Carlos en su habitación.
— Carlos,
corre, corre, Samuel está echando espumarajos —se alarmó Emilio.
— Pues
lo llevamos al circo. Será una estrella circense, como la mujer
barbuda, el hombre lobo, el león que atraviesa las llamas, la alpaca
que sabe contar... Nos vamos a forrar...
— Carlos,
déjate de bobadas y baja a la cocina... Tiene los ojos rojos.
— ¡Qué
se joda! Que aprenda a no fumar porros. Ya se le pasará.
— Que
no es eso, que lo han envenenado. La horchata que he comprado hoy
estaba envenenada. Alguien te quiere matar. Lógico. La empresa no
está dispuesta a pagar ese pastizal.
— Papá,
me muero, me muero... Por favor, pínchame el Urbasón.
— ¡Cómo
le gusta llamar la atención a mi hijo! Le puede la fama.
Samuel
acabó en el hospital ingresado en la UVI. Optó Carlos por no
informar a la madre. No quería reproches sobre las pésimas virtudes
en cuanto padre. Allí pasó dos días con sus noches. Revivió
varios instantes. Algunos, muy recientes. El momento en que Francisco
sostuvo que se había producido un intento de asesinato alegando que
el microondas había sido trucado. Sin embargo, la verdad difería de
esa postura, ya que el ahora político había introducido un tenedor
en la bolsa de palomitas. Todo fuera por evitar la injusticia del
premio. Otro momento fue cuando sus dos compañeros de piso lo
atracaron, ocultando sus identidades mediante sendos pasamontañas.
No obstante, el que jamás pudo olvidar fue el instante en que firmó
la renuncia al premio. Sabía que su comportamiento carecía de ética
y de compañerismo, y prefería ser algo más pobre que morir
demasiado joven, porque el sueldo sería de la leche, pero la vida
valía más que eso.
— Tengo
que daros una buena noticia —comenzó diciendo a Emilio y a
Francisco en la sala de espera de la UCI—. ¡He rechazado el premio
de la leche!
— ¿¡Cómo!?
¡Tú eres tonto o te dejaste el cerebro en el útero de tu madre al
nacer! —le espetó Emilio.
— ¿Qué
dices, imbécil? Que tu vida no valga ni medio gramo de jamón york
no quiere decir que la mía valga eso. Francisco, ¿a qué he tomado
la decisión correcta?
— Podría
ser cruel, pero solo te diré que lo tuyo no lo arregla ni el agua
bendita, ni cien milagros... Lo tuyo no tiene nombre. Tú eres el
tonto que vendió la gasolina para comprar el coche, el imbécil
que... En fin, ¡qué te hemos engañado! Que nos jodía que nos
hubieras mangado diez mil
euros y te la teníamos que devolver de alguna manera. Queríamos que
compartieras con nosotros el premio; no que renunciaras a él.
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