jueves, 3 de julio de 2014

«Un sueldo de la leche» - HÉROES Y VILLANOS 14


CAPÍTULO 14. UN SUELDO DE LA LECHE
«Supermercados Calvario tienen el placer de informarles de una promoción legendaria. A partir del miércoles 2 de junio, estarán a vuestra disposición diez mil briks de Leche Lessa. En uno de ellos hay un tapón con premio. 1000 euros al mes. Un sueldo para toda la vida, un sueldo de la leche, sin lugar a dudas. Han oído bien. Un litro de leche les puede cambiar la vida. No se lo piensen, vayan a Supermercados Calvario, compren y dejen que la suerte haga el resto», anunciaba con entusiasmo la grabación desde un coche con megáfono. Recorría las calles, como antaño se informaba de la defunción de los ciudadanos. Para bien o para mal, esa tradición había quedado relegada a pedanías y pueblos perdidos de España.

Así las cosas, Emilio, Francisco y Carlos no se resistieron a una promoción tan tentadora. Muestra de ello fue verlos a las nueve en punto de la mañana en las puertas del supermercado. Habían renunciado a algunas delicias con el fin de no perder la inversión de diez mil euros, financiada con los ahorros del padre de Emilio y los del exsacerdote. El mujeriego había renunciado a un encuentro carnal con una portuguesa jovenzuela, que se había olvidado el recato en Portugal, junto a las bragas y a un diccionario bilingüe portugués-español. El soltero de oro había rechazado por una noche el placer de trasnochar y de quedarse dormido en el sofá con los programas de late night. Lo cierto es que los tres habían dormido poco y mal, pero el afán por enriquecerse los despojó del sueño con mayor eficacia que una ducha fría nada más despertar.

— Carlos, ¿qué nos aconsejas para cumplir nuestros objetivos? —preguntó Francisco.
— Os leeré una tarjeta que escribí hace tiempo sobre... —metió la mano en su camisa y sacó un paquete bien abultado de tarjetitas—. Veamos, «Cómo esquivar a mendigos con la ayuda de un exprimidor», «Cómo lograr que una lesbiana acceda a acostarse con un hombre», «Cómo entrar a un plató de televisión pasando desapercibido»...
— Pero, ¡qué vida más rara llevas! Eres carne de manicomio —le espetó Emilio.
— Calla, proletario... Aquí está... «Cómo comprar en las rebajas sin oler a croquetas, aceites y a marujas amargadas con rulos». No es exactamente el mismo caso, pero será de gran ayuda... «Primero, —comenzó a leer—, despeja la zona de carteles publicitarios. Segundo, si estos se encuentran tras la cristalera, pega encima papeles de funerarias o, en su defecto, de cualquier triunfito. Todo sea por no despertar expectación. Tercero, en la puerta coloca un letrero bien grande que diga: «Cerrado por inspección sanitaria. Han encontrado ratas en el establecimiento. Huid, no miréis atrás». Cuarto, si hay cámaras y estas te han filmado poniendo en práctica los consejos anteriores, entonces finge un ictus y túmbate en el suelo. Quinto,...” Leed vosotros, que son diez consejos y voy a acabar con la lengua echa polvo, peor que hace tres años, cuando me tiré a un equipo de natación sincronizada femenino...
— ¡Ostras, Carlos! No sé si tratarte de genio o de loco.

El establecimiento abrió sus puertas con puntualidad alemana. Había, aún, cajas por medio de los pasillos. Corrieron con seis carros a la sección de los lácteos. Tiraron una pila de latas de cerveza y volcaron una estantería de cartón de sopas y de varias clases de pasta. Macarrones, espaguetis, tallarines, antorchas, espirales... De distintos colores y tamaños. Y, por fin, alcanzaron los cartones de leche. Celebraron que gran parte de ellos estaba contenida en cajas de cartón de veinticinco unidades y maldijeron que otra buena parte estuviera suelta, desfilando individualmente por los kilométricos estantes metálicos. Quinientos tetrabriks, mil, dos mil... Reunieron un total de tres mil litros en veinte carros y, a pesar de todo, aún faltaban siete mil litros más. Habían contratado un camión de la mudanza, así que Emilio y Carlos fueron cargando el camión, con aspiraciones a convertirse en una central lechera. El resto de leche lo consiguió el ahora político cuando le informó al gerente del super de adquirirlo. Si bien extremaron las precauciones como si más que briks de leche fueran la familia real, sucedió algo inesperado. Una señora que frisaría los cincuenta y cinco años llevaba en la cesta un brik de leche Lessa. En tanto Carlos vigilaba el camión, en la sección de confituras, Emilio y Francisco ejecutaron su táctica, la del despiste.
— Señora, ¿sabe si esta mermelada de fresa lleva gluten? —inquirió el político con una cortesía inusitada en él haciendo el gesto de entregársela, pero ella no la tomó.
— No lo sé, joven. Pregúntaselo a la reponedora.
— Veo que le gusta Pablo Alborán, ¿eh? —prosiguió al percatarse de que esta había comprado su nuevo álbum.
— Sí, ¿cómo lo sabe? —se sorprendió por la agudeza de su interlocutor.
— Lleva en la cesta un disco suyo.
— ¡Caramba! Me he vuelto a equivocar. Pensaba que era el de Julio Iglesias. No sabe lo bien que canta ese hombre —mostró su entusiasmo, mientras el expárroco hacía amagos de propinarle un puñetazo para certificar que la mujer era invidente.
— Es ciega —masculló Francisco sin esconder su júbilo—. ¡Oh, esto es increíble, señora! Pero, ¿¡a quién ven mis ojos!? Es Julio Iglesias comprando... —arrastró a Emilio a los brazos de ella para que se hiciera pasar por el ilustre cantante—. Mira, bella mujer, aquí está tu ídolo.
— ¿¡Quieres que finja ser Julio Iglesias!? —quedó atónito Emilio—. Me gustan las mujeres, me gusta el vino y si tengo que olvidarlas, me... —cantó improvisando y alternando versos de distintas canciones imitando el habla de Julio con escasa gracia—. Soy un truhán, soy un señor...
— Y casi fiel en el amor —prosiguió ella entusiasmada, que lo abrazaba contra su pecho, vencido desde hace años por la fuerza de la gravedad.
— Señora, suélteme, no puedo respirar. Me quiere demasiado...
— Vas a ser mío, bribón. Y da gracias que no soy rencorosa. Hace casi treinta años te escribí una carta confesándote mi amor... Era diciembre y me había hecho ilusiones de que vendrías a cenar en Navidad. Y, fíjate por dónde, que no viniste. Ahí tengo el cordero en el horno... ¿Ahora quién se lo come?
— He estado muy ocupado, señora. He empalmado gira con gira... Si quiere le firmo un autógrafo, pero a cambio me tiene que ceder el brik de leche.
— ¿Auto qué? Yo he venido en bus. Y no le pienso dar la leche, sí quiere, le doy mi conejo.
— ¡Cerda! —miró a su cesta y descubrió que sí había uno envasado al vacío—. Perdón, pensé que se refería a... —perdió la paciencia, así que, en un arrebato de ira y ansiedad, le dio vueltas sobre sí hasta marearla como en el juego de la gallinita ciega y le robó el cartón de leche—. ¡Hostia puta, qué la anciana ciega se ha comido con los dientes la estantería! Corramos Francisco, paga tú, que yo no quiero saber nada.

Desde las diez de la mañana hasta las siete de la tarde, estuvieron abriendo los briks de leche y coleccionando tapones no premiados.
— ¡No puedo más, macho! —exclamó Emilio—. Me duelen los dedos ya. Las paredes no llevan gotelé, sino tapones blancos. ¿Dónde, cojones, está el sueldo de la leche?
— Tapones, tapones, tapones, tapones... —se exasperó Carlos—.
— ¿No sabes decir otra cosa?
— Me cago en la puta central lechera que ideó esta promoción diabólica. Ojalá se mueran los del supermercados, los ganaderos y la madre que parió a las vacas —pegó un puñetazo en la mesa que desparramó el líquido blanco por el mueble—. Por lo demás, tapones, tapones, tapones...
— Papá, no se dicen palabrotas —protestó Samuel con amabilidad.
— Samu, hijo, si no quieren oírlas, muérete. ¿Por qué no te tragas un litro de leche y así sufres una reacción alérgica, hasta que dejes de respirar y hasta que tu corazón deje de bombear sangre. Hazme un favor, muérete.
— Papá, comienzo a pensar que no me quieres... —se entristeció.
— Sí, pero muerto. Eres un estorbo.
— Calla, no le digas eso a tu hijo —terció Emilio—. Solo nos quedan cuatro briks. Coged cada uno uno.
— Nada.
— Nada.
— Nada.
— Nada.
— ¡Me cago en lo sagrado, me oís! Hemos perdido diez mil euros.
— Esperad —gritó entusiasmado Carlos— . Ya sé cuál es el premiado. Falta uno. Esta mañana he escondido uno detrás de las bolsitas para recoger las cacas de los perros.
— ¿Por qué ahí?
— Porque las aceras están siempre llenas de mierdas. Tenían que hacérselas tragar a los hijos de putas de sus dueños. Seguro que son obreros que se creen demasiado listos por convertir las calles en lo que son sus vidas: mierda.
— Pero, ¿por qué has hecho semejante tontería?
— Emilio, no toques los huevos, ¿vale? Me voy.

Salió a la calle corriendo, con zapatos de charol, cuyo desgaste aparecía disfrazado por gruesas capas de betún. Con la alegría de ser millonario o mileurista, que en los tiempos que corrían era una condición de ensueño, como estar en el Caribe rodeado de mulatas y bebiendo hasta que el sol se fuera a dormir y viene la luna a efectuar su turno. Llegó, encontró el brik de leche Lessa, lo pagó, lo abrió y descubrió el premio. ¡Mil euros cada mes hasta que se muriera! Vertió el líquido blanco por su cuerpo, como hacen los deportistas en la primera posición del palmarés con botellas de champán. Dio sus datos al gerente y le entregaron el premio en el centro del supermercado, anunciándolo a bombo y platillo. La multitud se fue congregando; los sentimientos contradictorios de Carlos, también. Sentía una plenitud vital inigualable, al tiempo que luchaba por no caer en la bondad de compartir el premio con sus compañeros de piso, como habían pactado. Todo ello, mientras una cajera, vestida de vaca, le aprisionaba con sus ubres de tela y le levantaba la mano. «Suélteme la mano, cajera satánica. ¿Qué quiere, que se me engangrene el brazo y, una vez amputado, me vea obligado a robar brazos de maniquíes en los escaparates de Zara, jugándome la libertad por un trozo de plástico hueco con que disimular la desdicha de haberte conocido entre ofertas para gente que se conforma con las marcas blancas, y sonrisas hipócritas de cajeras, que se dejan los ojos buscando los códigos de barra para pasarlos por el lector, y todo por un miserable salario con que comprar chopped en promoción y merluza ultracongelada».

Pasó la noche en tascas, bebiendo cerveza, entre mujeres y amigos, que no escatimaron en pedirle dinero. El jueves, por la mañana, muy temprano, se dirigió a casa con la euforia en la cabeza y con el cansancio en los pies. Y, casi muere antes de entrar al umbral.
— ¡Cuidado, Carlos! —le advirtió gritando Francisco al ver cómo caía la maceta—. ¿Estás bien?
— Inepto, hijoputamente hipoputa. Lleva más cuidado cuando riegues las plantas.
— Perdón, pero te juro que ni he tocado los maceteros. Venga, sube que te echo un buen vaso de horchata de Valencia, de nuestra tierra.
— Pero, ¿qué te ha dado a ti con la horchata? ¿Ya te han contratado para un anuncio turístico? Joder, con España, una cosa es que con la crisis se escojan famosos de tercera, y otra es que contraten a un soplagaitas o tragahorchatas como Emilio.

Le ofreció un vaso nada más cruzar la puerta. «Ahora no, joder, a menos que quieras que tu boca sea un orinal. Llevo la noche bebiendo y tengo la vejiga que me explota», dijo el ahora mileurista, quien dejo la bebida en la mesa. Lo que él ignoraba era que ni era horchata, sino leche, y que el que tragaría el líquido no sería él, sino su hijo Samuel, alérgico a los lácteos. Se trataba de una estratagema de Emilio y Francisco para que renunciara al sueldo de la leche, pues se negaban a quedarse de brazos cruzados ante el pacto roto por Carlos, que se había apropiado del premio, que les pertenecía a los tres por igual.
— Samu, toma un vaso refrescante de horchata, lo mejor de Valencia, junto a la paella, las fallas y sus gentes.
— Gracias, Emilio.
— Venga, traga, traga...

El desgraciado niño mudó de color; su piel se enrojeció; le picaba todo el cuerpo y se rascó la epidermis con furia, como si pretendiera llegar hasta las arterias y las venas que recorrian sus brazos menudos. Buscó el inhalador. No podía respirar. Comenzó a expulsar espuma blanca por la boca... Mientras tanto, se desvestía Carlos en su habitación.
— Carlos, corre, corre, Samuel está echando espumarajos —se alarmó Emilio.
— Pues lo llevamos al circo. Será una estrella circense, como la mujer barbuda, el hombre lobo, el león que atraviesa las llamas, la alpaca que sabe contar... Nos vamos a forrar...
— Carlos, déjate de bobadas y baja a la cocina... Tiene los ojos rojos.
— ¡Qué se joda! Que aprenda a no fumar porros. Ya se le pasará.
— Que no es eso, que lo han envenenado. La horchata que he comprado hoy estaba envenenada. Alguien te quiere matar. Lógico. La empresa no está dispuesta a pagar ese pastizal.
— Papá, me muero, me muero... Por favor, pínchame el Urbasón.
— ¡Cómo le gusta llamar la atención a mi hijo! Le puede la fama.

Samuel acabó en el hospital ingresado en la UVI. Optó Carlos por no informar a la madre. No quería reproches sobre las pésimas virtudes en cuanto padre. Allí pasó dos días con sus noches. Revivió varios instantes. Algunos, muy recientes. El momento en que Francisco sostuvo que se había producido un intento de asesinato alegando que el microondas había sido trucado. Sin embargo, la verdad difería de esa postura, ya que el ahora político había introducido un tenedor en la bolsa de palomitas. Todo fuera por evitar la injusticia del premio. Otro momento fue cuando sus dos compañeros de piso lo atracaron, ocultando sus identidades mediante sendos pasamontañas. No obstante, el que jamás pudo olvidar fue el instante en que firmó la renuncia al premio. Sabía que su comportamiento carecía de ética y de compañerismo, y prefería ser algo más pobre que morir demasiado joven, porque el sueldo sería de la leche, pero la vida valía más que eso.

— Tengo que daros una buena noticia —comenzó diciendo a Emilio y a Francisco en la sala de espera de la UCI—. ¡He rechazado el premio de la leche!
— ¿¡Cómo!? ¡Tú eres tonto o te dejaste el cerebro en el útero de tu madre al nacer! —le espetó Emilio.
— ¿Qué dices, imbécil? Que tu vida no valga ni medio gramo de jamón york no quiere decir que la mía valga eso. Francisco, ¿a qué he tomado la decisión correcta?
— Podría ser cruel, pero solo te diré que lo tuyo no lo arregla ni el agua bendita, ni cien milagros... Lo tuyo no tiene nombre. Tú eres el tonto que vendió la gasolina para comprar el coche, el imbécil que... En fin, ¡qué te hemos engañado! Que nos jodía que nos hubieras mangado diez mil euros y te la teníamos que devolver de alguna manera. Queríamos que compartieras con nosotros el premio; no que renunciaras a él.

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