CAPÍTULO 18. LA FILOSOFÍA DE LA VERBENA
Los
autobuses de largo recorrido no solo se atestan de pasajeros, sino también de
maletas, cargadas de hatos, de objetos de higiene personal y de cachivaches tan
inútiles como aparatosos. Los autobuses se atestan, también, de anhelos, de
esperanzas y de ensueños, que, en ocasiones, atraviesan la fina membrana de la
utopía y la quimera, sin pedir permiso, porque, al fin y al cabo, las ilusiones
son okupas de la mente humana y se instalan en el alma sin impedimentos, aunque
esté curtida en mil desengaños y avezada en caer en la desilusión más amarga.
El
miércoles 9 de julio partieron los cuatro al pueblo que acogió a Francisco
desde que salió del vientre de su madre hasta que se instaló en la capital con
el firme propósito de adquirir la formación eclesiástica que le abrió las
puertas al sacerdocio. Aquel pueblo, cuyo escenario montañoso quedaba
embellecido por la vegetación abundante y la fauna ibérica, era el típico que
aparece en las postales, el típico que toda persona hastiada del estrés y las
preocupaciones de la vida mundanal ansía, el típico que recuerda los valores de
antaño, de recogimiento, de comunión entre los habitantes, cada vez más
escasos, y de calidez. En la primera quincena de julio, con motivo de las
fiestas patronales, el pequeño pueblo se engalanaba para recibir a familiares y
amigos, en un enclave idóneo para practicar senderismo, para pasear por los
bosques y beber cerveza en los bares de las plazas, hasta que el dueño echara
el cierre hasta el día siguiente. Las paredes y las escalinatas empedradras,
las farolas, que ofrecían un ambiente, si cabe, más especial, y los balcones,
ornamentados con el buen hacer de las forjas, eran mudos testigos de las
distintas actividades del programa de fiestas. Concurso de paellas, carrera de
sacos, fiestas del agua y de la espuma, pasacalles, solemnes procesiones,
certámenes de petanca, conciertos y espectáculos magistrales a cargo de cómicos
y magos. A primera vista, el plan presentaba una capa generosa de cutrez, mas
la apabullante participación ciudadana ennoblecía el panorama de tal modo que
los festejos eran recordados hasta el próximo verano.
Francisco
se había resistido a pisar aquel pueblo muchas veces. Sus padres, a los que
amaba con todo su ser, habían fallecido hacía apenas dos años. Isabel, su
hermana, había depositado tantas esperanzas en que su hermano triunfara en la
vida que no vacilaba a la hora de proclamar a los cuatro vientos las virtudes
de este, a pesar de ser un cajón atiborrado de manías y defectos. Todo ello,
aderezado con la nostalgia de regresar a aquella localidad, le había atado los
pies y la voluntad firmemente al suelo para que no diera ni un solo paso hacia
allí. En cambio, debido a una promesa, de la que no pudo desatarse por mucho
empeño que puso, y gracias a los últimos días, en que, por su alma heroica y
por sus hazañas políticas y humanas, se había granjeado un reconocimiento y una
admiración casi instantáneas en la prensa, tomó fuerzas de flaqueza y se
dispuso a coger el autobús, junto a Emilio, Carlos y Samuel, para enfrentarse a
la melancolía de los tiempos pretéritos y, sobre todo, a un cuñado obsesionado
con la filosofía y a una hermana de bondad extrema, pero también con espíritu
de guardaespaldas y con el afán de protegerlo de todos y de todo.
Los
cuatro se presentaron en la vivienda de Isabel al mediodía. Francisco tocó la
aldaba con garra, con empuje. Al momento, salieron los anfitriones con
regocijo. Los hombres se dieron un fuerte apretón de manos y algún que otro
abrazo; los tres sobrinos del expárroco, amables y algo enclenques, besaron en
la mejilla a cada uno de los invitados. No obstante, el afecto se vislumbró con
total nitidez cuando Isabel y Francisco se abrazaron con la intensidad de un
emigrante que se despide de su familia temiendo no regresar nunca.
―
¡No sabéis el gozo que siento ahora mismo viéndoos a los cuatro aquí! Pasad
―Isabel dijo exaltada mientras abría las dos hojas de la puerta doble―,
acomodaos en vuestras habitaciones, dejad los bártulos y todo lo que traigáis,
y venid a comer, que tengo el cocido para servirlo.
―
¡Quién me ha visto y quién me ve! Yo, entre burgués y aburguesado, y ahora en
un pueblucho, con olor a mierda del ganado y comiendo pucheros y garbanzos
duros ―dijo Carlos entre dientes―, ¿alguien tiene un pasamontañas?
―
¡Ay, mi Francisco, que mayor se me ha hecho ya! ―Isabel le acarició a su
hermano la barbilla con una mano y con la otra, le pellizcó la mejilla.
―
Por Dios, hermana, que en octubre cumplo cincuenta y cuatro años. No soy un
niño.
―
Cariño ―terció su cuñado, profesor de Filosofía―, tu hermano tiene razón. Y
hablando de Dios y de niños, me he acordado del autor de Así habló Zaratustra. ¿Lo conocéis?
―
¿A Zaratustra? ¿Ese quién es un músico? Lo siento, a me tira más Estopa
―respondió Emilio.
―
Friedrich Nietzsche, filósofo alemán nacido en Röcken, hijo de un pastor
protestante y gran conocedor de la música de Wagner ―soltó de carrerilla todos
esos datos el profesor, con la mirada al frente y sin apenas enfatizar―. El
saber no ocupa lugar, querido amigo.
―
¿Que no ocupa lugar? ―interrumpió Carlos―. Pues díselo a mi estantería, que la
pobre va a tener que ir al gimnasio porque no hay alma que soporte tanto peso.
Y a mi hijo, que tiene la espalda hecha un Cristo, porque los libros del cole
pesan como muertos.
―
Invitado, no es por ser descortés, pero si la tradición lo dice, tú te callas y
lo asimilas ―el filósofo agrió su talante―. Por cierto, cuñado, te he enviado
varias cartas y nunca me contestas. Si lo sé, no les pongo sellos de Sócrates.
―
Rodolfo, ¡qué dices! Es la primera noticia que tengo de ellas.
―
Francisco ―le corrigió Emilio―, claro, que te llegan... ¡Qué cabeza tienes! La
última te la di en mano y la rompiste, mientras decías: «¡qué pesadilla de
cuñado».
―
Calla, imbécil ―masculló en tanto le dio un pisotón al chivato despistado de su
amigo―. Cuñado, ni caso.
―
Cielo, déjate la filosofía y tanta tontería y no entretengas más a estos
hombres que vienen cansados. ¡Si lo sé, me caso con Manolo, el charcutero!
Todos
los niños comieron juntos, vigilados por los adultos, temiendo que se
desencadenara en un momento a otro una guerra de migas de pan, o de albóndigas,
o de cualquier sucedáneo de bala. El plato de sopa, lejos de hacer un favor a
sus estómagos, los perjudicó. Un plato tan caliente en la canícula de julio era
una bomba atómica, sin miramientos a la hora de explotar.
―
¡Joder, me he quemado la lengua! ―gritó Carlos―. ¡Qué mala suerte tengo! Yo,
que compartía mesa con la aristocracia y la clase alta, yo, que me forraba
operando a ancianas acomplejadas, y ahora, aquí, cabreado por unos garbanzos
duros y cuatro bolas de fuego, en forma de albóndigas. ¡Maldito azar!
―
Pues, sopla antes de meterte la cuchara, Carlos ―le recomendó Isabel―. Yo estoy
indignada, de verdad. Antes los garbanzos se cocían al vuelo, pero ahora ni a
tiros. En fin, si Dios quiere, yo también.
―
Oye, ¿sabéis que Demócrito sostenía que las cosas del mundo son fruto del azar?
Luego, Aristóteles, al igual que Platón, les asigna un carácter teleológico, es
decir, consideran que tienen una finalidad. Que nada es casual, vamos, hablando
en plata.
―
Rodolfo, calla ―Isabel le dio un sopapo―, deja a tus filósofos ya. Es que toda
la vida igual, con este hombre.
―
Pues no haber sacado el tema. Y, luego, soy yo el único friki de la filosofía.
―
Hermana, te felicito ―terció el ahora político―, el cocido riquísimo como lo
hacía mamá. Carlos, ¿ves cómo no hacen falta platos caros y caviar para
disfrutar de un menú sano?
―
Bueno, ya que insistís, Epicuro, nacido en Samos, también hizo hincapié en
esto. Como sabéis, fundó el epicureísmo, que buscaba, ante todo, la felicidad
no a través de los placeres y las pasiones del cuerpo, sino mediante la
ataraxia. Esto es, la condición del alma que permanece inmutable ante las
adversidades, los miedos o los dolores.
―
¿Otra vez, cariño? Con todo mi respeto, ¿qué pinta en mi casa Epicuro a la hora
de la comida?
―
Epicuro no pinta; reflexiona, medita. ¡Es filósofo! Y, claro, que viene al
caso. Él afirmaba que «los alimentos frugales proporcionan el mismo placer que
una comida abundante, cuando alejan todo el dolor de la indigencia».
―
Francisco, eres mi ídolo ―comentó con socarronería Emilio―, ¿por qué no le
cortas los frenos de su coche o algo? Mátalo, por favor, pero que no hable más.
Que parezca un accidente.
―
Es un buen tío ―respondió el expárroco observando a su cuñado―, pero, con tanta
filosofía, no lo soporto. Me resignaré con moral cristiana.
―
¿¡Moral cristiana!? ―exclamó Rodolfo―. Jamás de los jamases. Mátame, si
quieres, pero alejad a Dios de mí. Ya lo dijo Nietzsche y lo corroboro, la
moral cristiana es antinatural, un atentado contra la vida. Instaura una moral
de resentimiento contra los instintos y la obsesión por limitar y reprimir la
vida biológica y la sexualidad. Y todo, gracias a qué, pues a las ideas, a los
conceptos, a las nociones, a esas dos figuras diabólicas, maquiavélicas,
asesinas, demoníacas, satánicas... Un Ventolín, por favor, que me asfixio.
―
No caerá esa breva ―masculló su esposa.
―
Sí, como intuís, me estoy refiriendo al pecado y la libertad. Pecado es la idea
más enfermiza que he escuchado en mi vida. ¿Acaso es pecado tener pensamientos
impuros, como, qué se yo, matar a la suegra, envenenar a los hijos cuando se
ponen pesados, acostarse con una vieja artrítica perdida, o matar a la suegra?
―
Has dicho dos veces lo de matar a la suegra ―comentó Emilio.
―
¿¡Solo dos!? Pues lo pensado tantas veces que me parecen hasta pocas.
―
Mi mamá era un ángel ―defendió Francisco a su difunta madre.
―
Yo solo digo, querido cuñado, que la sociedad necesita una transmutación de los
valores por otros que no condenen la vida, que digan sí a la vida. No más
camellos, seamos leones. Leones, leones... ―se puso en pie exaltado y gritó con
la cuchara en alto, al igual que un caballero con la espada en posición de
batalla.
―
Pero, ¿qué dice este hombre de leones y camellos? ―lanzó con gesto de vergüenza
ajena Carlos.
― Está bien. ¿No os interesa la filosofía? Pues
decidlo, no pasa nada. Yo lo acepto, pero no con el espíritu del camello.
Venga, un chiste. Un cacahuete en una piscina, ¿sigue siendo un fruto seco?
― Definitivamente, sí. Tales afirmó que el mundo se
apoyaba en el agua. De hecho, defiende que el elemento originario de la
realidad es agua, todo está constituido de agua. Luego, a pesar de las
condiciones externas del cacahuete, su composición es la misma―respondió Francisco,
sirviéndose de sus estudios de Filosofía y Teología.
― ¡Lo que faltaba! ¡Otro loco! Primero, mi marido; y
ahora, mi propio hermano.
Por la noche, a pesar del cansancio que supone viajar en autobús
durante horas y horas y pese a la sensación de mareo, fruto de recorrer eternas
carreteras tortuosas, decidieron acudir a la verbena. Carlos no tenía el cuerpo
para bailes, pero, a decir verdad, sí que lo tenía para disfrutar de las
jóvenes del pueblo, de su belleza rural. «¡Anda! ¡Si las mujeres de pueblo
también se depilan! Y yo que las imaginaba con más vello que el demonio de
Tasmania», dijo para sí. Con todo, la buena disposición no le acompañó durante
la noche. Lejos de sus años mozos, en los que se convertía en el alma de la
fiesta y salpimentaba los festejos con su garbo característico, su don de
gentes y su actitud irreverente. Lejos de todo ello, hoy fluctuaba entre
marcharse con Samuel, emperrado en subirse a todas y cada una de las
atracciones feriales, y seguir gruñendo por tener que tragar la música de una orquesta
de segunda. Una orquesta supeditada al playback,
en la que dos vocalistas, con anunciado sobrepeso, ponían el lado simpático en
la misma proporción que el chabacano, mientras lucían su dilatada curva de la
felicidad, y en la que, para más inri, un cantante provocaba carcajadas, tan
rotundas como vacuas, en un público entregado al humor trasnochado.
A las doce de la noche el espectáculo musical había llegado a su fin,
o lo que era lo mismo para el excirujano plástico, su culmen, su estado de perfección.
Su hijo Samuel le tiraba del brazo. El pequeño quería subirse a una atracción muy
similar al Zig-Zag. Si no fuera por su corpulencia y sus bíceps fornidos
durante intensas sesiones de mancuernas, su hijo lo habría arrastrado con la
fuerza de una pasión reprimida y con la furia de un ciclón tropical. Accedió más por acallarlo que por gusto. «Gracias, papá. Eres el mejor padre del mundo
mundial. Te quiero un montón», dijo agradecido. «Samuel, no digas eso o esta
noche en la cama te tragas cinco litros de leche, y acabas asfixiado y muerto»,
le amenazó su padre, aprovechando la alergia a los lácteos del niño. El
mecanismo, después de avisar con tres silbatos, comenzó a funcionar. Samuel
daba vueltas, muchas vueltas, tantas vueltas que tuvo la sensación de estar
tocando el cielo. «Estoy volando, estoy volando, papá», gritaba emocionado.
Jamás en su vida había disfrutado tanto de unas fiestas patronales, jamás
sintió esa dosis de éxtasis por su cuerpo menudo. En sus entrañas había
irrumpido el espíritu del héroe, la adrenalina. Se sentía un superhéroe, un
niño con ganas de comerse el mundo, con ansías de deshojar la vida sin prisas,
sin pausa, luchando contra los villanos. A su lado, Barman o Spiderman, sus
ídolos desde que el carrete de su memoria comenzó a funcionar, eran, en este
momento, dos individuos con quien se codearía. Ya estaba planeando en qué
atracciones se subiría después, en cómo agradecería a su padre por haberlo
llevado al recinto ferial o todas las anécdotas que le contaría a su madre con
la ilusión y la inocencia de siempre, aunque sesenta kilómetros de distancia los
separara. Porque una madre, por muy lejos que esté, siempre está ahí con solo
recordarla.
De pronto, los engranajes comenzaron a chirriar. La felicidad del
rostro de Samu se disipó de inmediato. En aquella atracción en la que casi toca
el cielo con la punta de los dedos y el corazón sobresaltado, había virado a
tormenta. Se agarró con fuerza a la barandilla de seguridad. Pero, no sirvió de
nada. Comenzó a temblar, a llorar. Los otros usuarios también; los padres y los
que observaban la atracción desde fuera pidieron que pararan la máquina, que
algo no iba bien. El miedo aumentaba al igual que la velocidad de la atracción.
Por culpa de la energía cinética, la vagoneta de Samuel salió
disparada. Quebró la trayectoria prevista y acabó en medio del recinto ferial.
La vagoneta acabó boca abajo. De pronto, las luces del mecanismo se apagaron y
el mecanismo cesó su actividad. Todos corrieron hacia Samuel. ¿Estaría muerto o
no? Carlos corrió hacia la vagoneta gritando: «Hijo mío, aguanta, no te mueras,
no te mueras. Papá está aquí contigo». El propietario feriante, los médicos y todo
el equipo de seguridad lo socorrieron. Sin embargo, era tarde. Se había partido
los brazos; tenía una enorme dislocación en las piernas; estaba decapitado.
Samuel había muerto. Carlos enloqueció. Exigía al personal sanitario que
hiciera algo, que lo salvaran… Algo que él no era capaz de poner nombre. No
sabía exactamente el qué, pero algo. «Lo siento en el alma, señor, pero su hijo
ha muerto», le repitió infinitas veces el doctor. «No, no, no puede ser. No te
mueras, mi vida, mi tesoro. Perdona por todo el daño que te hecho desde que te
conocí; te prometo que seré el mejor padre. No te mueras, joder. No, por favor»,
intentó reanimar el cuerpo difunto sin éxito. Haciendo amagos de poner en práctica
sus conocimientos como cirujano. Pero, el cuerpo era un puzle, un puzle que
nadie en el mundo, ni la ciencia, ni la filosofía, ni la religión, ni nada
podría recomponer. Samuel había muerto. Se llenó de sangre, besó su cara,
acarició su pelo… Intentó la respiración artificial. Pero, olvidó que una
noción básica, que de lo inerte jamás se puede obtener vida. Samuel había
muerto; él mismo, también, aunque su corazón siguiera latiendo durante un
tiempo más. Pero, sin él, la vida podía ser cualquier cosa, otro modo de llamar
a las piedras, otro modo de nombrar a la propia muerte.
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