CAPÍTULO 15. LA VIDA PRIVADA
Pocos
podían jactarse de conocer a Francisco con todas las letras. El
conocimiento era meramente superficial y aliñado con prejuicios que
distaban millas de llegar a buen puerto, a la radiografía de su
espíritu reservado y cabezota, y a su alma valiente y repleta de
viveza. Tal vez no atesorara
grandes secretos, tal vez sus confidencias fueran anécdotas con las
que encoger las dilatadas esperas en la parada del autobús, en
cambio, con toda seguridad se podía asegurar que protegía su vida
privada con el recelo de una madre inexperta.
Se
había convertido en un personaje público, cuyas declaraciones se
erigían, al momento, en un recurso de probada eficacia para
incentivar la compra de periódicos de tirada nacional, de subir la
audiencia y el share en programas de corte político o de
ascender al trono de los asuntos más comentados en Twitter. Para ser
sinceros, el ahora político veía con buenos ojos que las masas se
movilizaran por él o que los balcones, vestidos de pancartas con
mensajes del tipo «Vota a Francisco
García por un cambio en la política» atestiguaran la
aceptación generalizada hacia PRIME, su partido. Por el contrario,
el creciente interés por su vida privada por parte de los medios de
comunicación le producía urticaria e, iracundo, basculaba entre
rascarse la erupciones de la
piel enrojecida o expresar su furia directamente en el cuerpo de todo
periodista que se osara a entrometerse en su privacidad. En resumidas
cuentas, el periodismo que pretendía desmenuzar su intimidad en
lugar de centrarse en los vericuetos de sus pensamientos políticos
le resultaba una carga, tan pesada como un abrigo de plomo.
La
noche del viernes la archivaría en la papelera del arrepentimiento.
Lo habían invitado a un programa contenedor a fin de glosar su
programa político, pero cuál fue su sorpresa cuando advirtió que
los profesionales de aquel espectáculo, no tan televisivo como
circense, lo habían invitado para ponerlo sobre las cuerdas y sin
pinzas. Así las cosas, cayó al patio de luces de la frustración y
comprobó que no siempre las palabras gentiles van de la mano de la
ética y la moral, sino más bien flirtean con la impudicia y la
falta de rigor. En la televisión, todo es lícito con tal de subir
la audiciencia y atrapar a los teleespectadores, que se decantan por
contenidos de fácil digestión, pero nocivos a largo plazo.
— Buenas
noches de nuevo y bienvenidos a Cuando el corazón habla a los
que se incorporan a la emisión tras el corte publicitario ―saludó
el presentador con un rostro que competía en número de cráteres
con la luna―. Es un placer presentar a un hombre que está
revolucionando la política y los medios de comunicación en esta
primera semana de julio. Francisco Garcia, expárroco y fundador de
PRIME, un nuevo partido que pretende dar un volantazo en las próximas
urnas electorales.
Dio
paso a un vídeo de presentación del invitado, basado en un amalgama
de ideas inconexas sobre su vida, realizado con prisas, con desidia y
sin el talento indispensable en un buen editor de vídeos. Repasaron
su infancia, su carrera eclesiástica y algunos escándalos.
― ¿Le
ha gustado el vídeo, señor García?
― Hombre,
si lo ha hecho tu hijo de tres años, está genial. Dile de mi parte
que ya puede pasar a manipular plastilina ―sonrió el expárroco
escondiendo en parte su desagrado y exprimiendo su simpatía, que
comenzaba a consumirse―. Además de eso, que me saquen meando en un
farola en medio de la calle, tampoco es que sea plato de buen gusto.
— Veo
que tiene humor, señor García. Lo ha hecho un mono.
― ¿Un
mono? ―se sorprendió―. Sinceramente, defiendo que los animales
sean tratados como humanos, pero esto ya pasa de castaño oscuro.
— Sin
más dilaciones, quería iniciar la entrevista preguntándole por sus
primeras impresiones de su incursión política.
― Positivas,
tremendamente positivas. La respuesta de la ciudadanía ha sido
sorprendente, y su apoyo me retroalimenta, me da fuerzas para vencer
las barreras que las distintas fuerzas del país me vayan poniendo.
Gracias por la pregunta, es un placer acudir a un espacio donde se dé
visibilidad a las nuevas organizaciones.
— ¿Qué
le llevó a abandonar el sacerdocio?
― Unas
declaraciones sinceras, que, según la Iglesia católica, se
apartaban de los valores de la religión.
— Ahora,
entre nosotros —le guiñó el ojo con socarronería y un ápice de
picardía—, ¿no habrá tenido nada que ver alguna mujer en esto?
― Non
erat his locus, como dijo Horacio. Podría contestarle, pero no
hablo de mi vida privada.
— ¿Ha
estado con mujeres antes, durante o después de su cargo
eclesiástico?
― No
hablo de mi vida privada.
― ¿Se
le ha parecido Dios?
— No
hablo de mi vida privada.
― ¿Consume
estupefacientes?
— No
hablo de mi vida privada.
― Un
día le vieron en una corrida de toros, ¿acaso defiende la
tauromaquia?
— No
hablo de mi vida privada.
― Antes
ha afirmado que los animales deberían poseer los mismos derechos que
los humanos, ¿ha faltado a la verdad?
— No
le pienso contestar. Mientra no cometa delitos, puedo hacer en mi
intimidad lo que me venga en gana.
― ¿Lo
desmiente o lo corrobora?
― Ni
lo desmiento ni lo corroboro, sino todo lo contrario.
— ¿Tiene
miedo de mostrarse tal y como es?
― No
hablo de mi vida privada.
— Me
comunica mi regidor que nos vamos a publicidad a las... —miró
hacia su muñeca en busca de su reloj, pero no lo encontró—. ¿Qué
hora es? —preguntó sin un destinatario claro.
― No
hablo de mi vida privada.
A
decir verdad, ninguna razón de peso le arrastraba hacia el silencio.
Solo su negativa a dejar en paños menores la intimidad a la que se
había aferrado en no pocas ocasiones. Desde hacía años y,
prácticamente, desde que comenzó a andar sin sufrir un traspiés
tras otro, anhelaba los instantes de soledad, de reflexionar sobre su
propia existencia y los retos que a corto, medio y largo plazo él se
ponía. Los anhelaba con la intensidad con que un niño espera los
regalos de los Reyes Magos año tras año y con la vehemencia con que
un ferviente creyente se aferra a los dogmas de fe. En parte, por el
rechazo de que sus vivencias circularan a la velocidad de un rumor y
en el vagón de tercera clase, como un chisme, un secreto a voces,
una verdad deformada por el boca a boca y por la imaginación
fastuosa de los hombres. En parte, además, por el gusto de compartir
confidencias con uno mismo o, como mucho, con Dios, el único que, a
su parecer, sabía guardarlas sin la tentación de propagarlas a los
cuatro vientos. Pero, sobre todo, porque lo habían traicionado
tantas veces; habían desmantelado sus silencios compañeros, amigos
y familiares tantas veces que ahora prefería dejar las confesiones
para contárselas a Silencio, su único aliado fiel.
Aunque
bien pensado, había un agente que lo coaccionaba a guardar silencio.
Se trataba de su corazón, hastiado de recordar lo que sucedió en
una playa cuando su dueño apenas contaba con dieciocho años. Sus
padres acababan de comprar una casa, no muy amplia ni equipada con
ostentosos muebles ni amplias habitaciones, pero una casa al fin y al
cabo, un espacio delimitado por cuatro paredes y un tejado a dos
aguas que le permitía saborear la libertad cuando sus padres y su
hermana se marchaban. La libertad de llegar a las tantas a casa sin
dar explicaciones a nadie, de hacer nuevas amistades y dejar
aparcados en su primera residencia los lazos afectivos habituales, de
reponer las pilas y vivir experiencias que el ajetreo cotidiano y las
obligaciones familiares y estudiantiles se empecinaban en frenar.
Aquel verano de 1978 estaba dispuesto a comerse el mundo, a salir a
la calle en chanclas y con una toalla en el brazo en busca de
pequeños momentos de felicidad en buena compañía, en el lugar
perfecto y el momento más oportuno. Sin embargo, la suerte, el azar
o la casualidad, o, tal vez, los tres, movieron los hilos del
destino, por puro capricho, y conoció así a una chica de la que se
enamoró perdidamente. Quizá no fuera la muchacha más bella, pero
su modo de articular las palabras, de retocarse el peinado con la
punta de los dedos o su manera de ajustarse la parte superior del
bañador limaron las aristas de su bealdad. La brisa del mar y el
espíritu veraniego hicieron el resto.
Largas
tardes en el chiringuito, o tumbados en el sofá o en la cama,
haciendo de todo menos descansar, haciendo de todo menos perder el
tiempo entre romanticismos de película americana. Intensas noches
compartiendo el amor de verano junto a la pandilla de amigos,
paseando descalzos por la orilla del mar, comparando la humedad de la
arena de la playa con el fervor de su pasión. Prometiendo cosas que,
desde el parapeto del tiempo trascurrido, nacieron para romperse y
quedar despedazadas, como el destino de las piñatas o el de las
copas de champán de los enamorados en el día de la boda. Ella,
inexorablemente extrovertida; él, irreversiblemente ingenuo. Una
carta truncó su relación amorosa. El contenido le asestó un puñal
que, ni en mil reencarnaciones, podría olvidar. El dolor, la
angustia y la abundancia de interrogantes quedarían impresos en él,
con el mismo protagonismo que su nombre y sus apellidos en el DNI. La
carta le sirvió para corroborar su entrega a Dios, por tanto, el
contenido de la misma es baladí, es, al fin y al cabo, una parcela
más de su vida privada.
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