CAPÍTULO 2. LA MADRE QUE PARTIÓ ANTES
DE TIEMPO
Hay
olores que despiertan sensaciones diversas. Como el aroma de una etapa que se
encuentra en sus últimas, o como la pestilencia de un final inmediato y
lacerante. El instante que atravesaba Emilio en este momento estaba más próximo
a la pestilencia que al aroma. Con todo, si el olfato no le fallaba, el
ambiente olía a despedida, a decadencia. Incluso, a cambio, a crisis y a una
existencia marcada por los sinsabores y por la misma determinación de una
brújula loca. Un preludio de soledad permanente en un mundo subyugado a los cambios
incesantes, a eso olía aquel martes. Emilio demandaba pañuelos de papel a sus
seres queridos, cuya compañía le ayudaba
a masticar la píldora amarga del fallecimiento de su padre. Tal vez la causa no
radicara en un exceso de mucosidad, sino, más bien, en la necesidad de
aferrarse a un trozo de papel blanco y perfumado que le permitiera recordar que
en el mundo no solo tiene cabida lo negro y
hediondo.
1986.
Ese año, ese maldito año, en que falleció su madre invadió su mente, al tiempo
que los ojos se le llenaban de lágrimas. Por aquellas fechas, él solo era un
niño de doce años. O, por lo menos, así figuraba en su carnet de identidad. Un
dato amañado que ocultaba su madurez a
golpe de martillazos debido al óbito precipitado de aquella mujer impulsiva,
vivaracha y tierna que, en abril de 1974, lo trajo al mundo. Dicen que el
tiempo hace el olvido, pero, en el caso de Emilio, el tiempo cura heridas, mas
la nostalgia y la rabia se recrudecen. Se envalentonan con el firme propósito
de estrangular la ilusión de quien las posee.
Emilio
observaba sobrecogido cómo el ataúd de su padre descendía al hoyo de la mano de
los enterradores. Se maldijo, entonces, por sus discusiones constantes y
ensalzó mentalmente a su progenitor, reduciendo las discusiones pretéritas con
él a malentendidos aislados. A pesar de que en vida la realidad resultó bien
diferente, con su padre bajo tierra prefería quemar en la hoguera del
remordimiento el lado oscuro de su personalidad y dar lustre a sus muchas
virtudes. Lloró. Aún más funesto fue volver a casa en el coche de una prima
segunda, cuyo nombre era una verdadera incógnita para él. Un trayecto de diez
minutos escasos que permanecería archivado en su mente hasta que una enfermedad
cruel le devastara la memoria.
Los
recuerdos de un futuro imposible se agolpaban. Desde su reconciliación con su
padre a finales de 2013, había visualizado tantas veces el momento en que le
presentaría a su novia y a su hijo que a veces confundía si la imagen formaba
parte de la imaginación, del mundo onírico o de un viaje astral, fruto de una
vida pasada en un cuerpo distinto y sobradamente más dichoso que el actual. Ya
no podría felicitarle los cumpleaños, las Navidades o el Día del Padre; ni
mucho menos decirle que, pese a sus enfados con él, no lo hubiera cambiado ni
por todo el oro del mundo.
Al
llegar a casa, se dispuso a dormir con la esperanza de descubrir, al despertar,
que todo había sido una pesadilla. Sin embargo, se tragó el cansancio y la
confusión y, recomponiéndose de sus propias cenizas, cual Ave Fénix, comenzó a
rebuscar algo por toda la casa.
― Emilio, Emilio, sé
de sobra lo que estás sufriendo, pero te advierto que no pienso ayudarte a
recoger todos los enredos que estás sacando ‒dijo Carlos alicaído, pero sin desproveerse de su característica cara de
repugnancia.
― ¿Alguien te ha
pedido ayuda? No, ¿verdad? Entonces, cállate y sigue pensando en Samuel.
― ¡Oh, hijo de perra!
¿Cómo te atreves a pronunciar su nombre? Tú no eres digno de mencionarlo, de
decir tan siquiera Samuel ‒le reprochó.
― Para tu
información, estoy buscando el parchís.
― ¡Vaya, hijo! ¡Vaya,
hijo! Acaba de morir tu padre y, ¡hala!, tú, con ganas de jugar al parchís. Mi
hijo jamás me haría algo así. Jamás.
― Claro, porque está
muerto ‒dijo con socarronería
mientras esquivaba los destellos de ira de Carlos‒. No voy a jugar. Lo estoy buscando, porque estoy completamente seguro
de que en él se esconde algo importante. Las últimas palabras de mi padre
fueron «juega al parchís, nene, en honor a todos los sábados que jugábamos».
― ¿Y? ‒contestó con la más absoluta indiferencia‒. ¿Por qué no te vas a dormir de una vez? Necesitas
descansar.
― Ni hablar. En el
parchís debe de haber una carta, un mensaje... Algo sobre mi pasado, porque con
mi padre jamás jugué al parchís y menos los sábados, que es cuando se bajaba al
bar a echar la partida de dominó con los amiguetes.
Para su sorpresa,
Carlos le ayudó a desvalijar la casa de toda pulcritud y orden. Sacaron cajones
de sus compartimentos; sacaron álbumes de fotos, juegos de mesa, una colección
de minerales o, incluso, el costurero, con que sus padres, en un tiempo más
dichoso, con rodilleras y un par de puntadas le remendaban los pantalones...
Rebuscaron sin cesar, sin escatimar ningún recoveco y teniendo en cuenta que lo que se busca siempre aparece por sorpresa y
en el lugar menos pensado. «¡Aquí está el parchís!», gritó con satisfacción. En
el tablero no había nada sospechoso... Pero en el cubilete rojo descubrió un
papelito. «La mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse
morir sin más ni más, sin que nadie le mate ni otras manos le acaben que las de
la melancolía», leyó. Tales palabras pertenecían a Sancho Panza. Emilio jamás
había leído el Quijote, mas recordaba cómo su madre, Salvadora, se las
repetía a su abuela cuando expresaba sus ganas inexorables de morir.
Sin más dilación,
Emilio corrió al salón a buscar el grueso volumen de la segunda parte de Don
Quijote de La Mancha y entre sus páginas halló una carta amarilla. La
firmaba Salvadora. La abrió y leyó aquel mensaje que llevaba escrito veintiocho
años y que no merecía estar un día más condenado al olvido entre las páginas de
una novela. El destinatario era Emilio. Aunque, se avistaba harto complejo
descifrar si quien leía ahora la carta era el Emilio de 2014, a sus cuarenta
años, o el niño que dejó de serlo, cuando su madre partió antes de tiempo.
Leyó:
«Hola, tesoro:
Emilio, soy mamá. Sí,
mamá. Probablemente, ya habrán pasado muchos años desde mi muerte. Tal vez ya
no seas ese niño al que yo llamaba Emilito, a pesar de que te molestara tanto;
tal vez tengas ya cincuenta años y deba llamarte Emilio a secas o Don Emilio.
He pensando durante semanas y semanas en esta carta, tan difícil pero tan
necesaria. No sabes cuánto me ha costado avanzar una línea más, porque
despedirse de un hijo, tan pequeño, y de sus ojos, cargados de ilusiones e
inocencia inagotables, no es nada fácil y, más aún, cuando el adiós dura una
eternidad.
Aquí en el hospital
me someten día y noche a pruebas, y cada vez el diagnóstico se va tornando más
desolador y aciago. Los médicos, las enfermeras, la familia y papá no dejan de
darme ánimos, de fingir buena cara a pesar de las inclemencias de mi salud, y
de convencerme de que pronto estaré en casa. Celebrando las Navidades a vuestro
lado o tu cumpleaños. Pero, todo en balde. Estoy completamente segura de que
daréis la bienvenida a 1987 sin mí y que, con todo el dolor de mi alma, jamás
te veré soplar las trece velas de la tarta. Ni ninguna más. Papá llora
desconsoladamente por las esquinas, lo sé. Cada vez que los médicos le informan
sobre mi estado en los pasillos, regresa con los ojos rojos. Él afirma que se
debe a la alergia o que se le ha metido arena en el ojo, pero, para mi
desgracia, esto no son las dunas del desierto ni él es alérgico. No hay
solución, no hay nada. Ni siquiera más sesiones de quimioterapia; mi cuerpo ya
no tolera más. Sé que me acabo, sé que me muero.
Pero no estés triste,
¿eh? Yo he vivido mi vida. Una vida demasiado corta, abreviada en 33 años, pero
una vida feliz al fin y al cabo. Partiré con el mayor de los gozos, porque he
sido muy afortunada: Dios me dio la mejor familia del mundo y, especialmente,
me regaló tus sonrisas, tus desvelos, tus llantos, tus pataletas, tus besos,
tus abrazos, tus manías... Hijo mío, tú eres todo para mí y lo vas a seguir
siendo esté donde esté, vaya a donde vaya, aunque kilómetros de distancia nos
separen, aunque alguno de nosotros atraviese la atmósfera o sea prisionero del
calor de la astenosfera.
Podría darte mil
consejos sobre cómo encarar la vida, con sus alegrías y sus adversidades, sin
embargo, me resistiré porque vivir no es acumular años, como quien colecciona
sellos, sino acumular momentos, a veces felices, otros no tanto y el mayor
número de experiencias. El azar te pondrá la zancadilla cada vez que cruces la
esquina, pero recuerda que por muchas veces que caigas, por muchos amores frustrados, por muchas entrevistas que
acaben con la fórmula mágica de «ya te llamaremos», por mucho que tu salud
decaiga, levántate. No dejes que el pesimismo consuma tus esperanzas; no dejes
que nada ni nadie te arrastre por el suelo. Es tu vida, es tu historia, es tu
momento. Vívelo, déjate llevar por lo que dicte tu corazón. Sé tú mismo, sé
feliz.
Me despido con la
lástima adherida a la garganta, al pensar que me perderé grandes momentos de tu
vida. Tu primer beso, tu primera relación, tu boda, tu primer empleo, tu primer
ascenso, el nacimiento de tus hijos... Pero me marcho con la tranquilidad de
que tu padre te cuidará con el mismo amor, e, incluso, más con que yo te cuidé.
La vida te sonreirá como te mereces. Como yo hacía cada amanecer en que
invadías mi cama con tus historias, tu fantasía y tu inocencia.
Antes de decirte
adiós, te diré que no te devanes los sesos arrepintiéndote de todas las veces
que me hiciste enfadar. No hay nada que reprochar, nada que perdonar. Nadie es
perfecto, y posiblemente esa imperfección es la que sazona la vida, pues nace
de la pasión, de los instintos, de la personalidad... Resumiendo, de la vida.
Que tus lágrimas
saladas no empañen tu existencia. No creas que yo soy la madre que partió antes
de tiempo, pues, aunque no me veas, aunque no me escuches ni sientas mis dedos
acariciando tu pelo, en verdad, nunca partiré del todo. Estaré ahí, con la
fidelidad de las sombras y la perseverancia del sol. Te acompañaré en la
oscuridad o en la claridad, en la noche o en el día, porque el amor de una madre nunca se marcha
del todo.
Hasta siempre,
Emilio, cariño mío. Sé feliz y no olvides que te quise, te quiero y te querré.
De parte de tu madre,
Salvadora».
Próximo capítulo: EL SURTIDOR DE ESPERMATOZOIDES (III,6)
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