CAPÍTULO 6. EL CONCEPTO DE VILLANO
La
decadencia del villano es un concepto que cae por su propio peso, al
igual que un edificio diseñado por un arquitecto nefasto. Un
edificio que se tambalea por la falta de cimientos de mayor firmeza.
El villano nunca decae, puesto que más bajo no puede caer. A lo
largo de la historia, han corrido ríos de tinta sobre monarcas
absolutistas, sobre imperios grandiosos de apariencia invencible
pero, finalmente, derrotados, sobre luchas obreras o sobre héroes
nacionales que han defendido su patria con lágrimas, sudor y sangre.
En cambio, los libros de texto, las enciclopedias o los ensayos
suelen olvidarse de aquellos que nacieron con la misma condición que
la de los ilustres caballeros, pero que murieron con la etiqueta de
villanos. Y, cuando los recuerdan, optan por dedicarles unas míseras
líneas. Salteadores, bandoleros, pícaros, estafadores,
alcahuetas... Siempre, descritos a grandes rasgos; siempre,
representados con la imprecisión de las células procariotas.
Membrana, citoplasma y núcleo, siempre sumidos en la vaguedad. Pocos
conocen realmente a los villanos, sus límites y sus limitaciones. A
su vez, una minoría de ellos sabe qué les conduce a atajos de moral
cuestionable, pero necesarios para subir un escalón más en la
búsqueda de la felicidad.
Pocos
saben de verdad qué es sentirse excluido en una sociedad que barre
al diferente, que aparta lo mediato y que premia lo inmediato, lo
convencional y lo que no cuestiona que otras opciones sean posibles.
Pocos pueden presumir de ser tolerantes, pues, tras el disfraz de las
palabras, muchos encuentran traiciones, malentendidos y barbarie cada
vez que quienes tienen al lado difieren con ellos. Pocos saben qué
es morir de hambre, de frío y, especialmente, de soledad. Pocos, al
fin y al cabo, conocen de cerca a un villano, porque, tras el
parapeto de la indiferencia y la distancia, la cruda realidad se
enmascara. Pocos me conocen. Sí, basta ya de escribir en tercera
persona la historia de mi vida. Basta ya de disfrazarme de narrador
omnisciente y de maquillar la ansiedad, las congojas y mis carencias
con el afilado cuchillo de la objetividad.
Me
llamo Francisco García. Tengo cincuenta y tres años y he sido
tantas cosas a lo largo de mi vida que hace mucho tiempo que ya no sé
quién soy. Fui hijo, pero mis padres murieron. Hermano, pero mi
hermana sigue tratándome como a un bebé mimado. Estudiante, con
resultados notables, pero carecí de excelencia. Novio, pero ella
partió en busca de horizontes más pasionales y menos atormentados.
Sacerdote, pero mi ideología progresista derribó los pilares de una
vida consagrada a la oración y a la vida espiritual de los
feligreses. Amigo, pero por fascículos, por meses, temporal, de
repuesto. Político, pero me convertí tan pronto en carne de
titulares sensacionalistas que caí en el pozo del descrédito. Feliz
y seguro, pero la desdicha, la soledad y el silencio se encargaron de
apuñalar mis pretensiones gentiles y descuartizaron mi ser de un
plumazo.
Me
convertí en un villano. He pronunciado palabras y discursos a mil
quinientas millas de ser sentidos; he colaborado en el secuestro de
un recién nacido. Incluso, he puesto mi honradez patas arriba al
robar lo que el pueblo donaba en recolectas. He llegado a ser un
fantasma de lo que fui. Una fotocopia, un calco, una sombra de mi
propia sombra. Incumplir promesas, mentir, desear el mal ajeno,
cometer vilezas o convertirme con todas las letras en un villano. Por
culpa de la soledad, del resentimiento interior, de la necesidad de
vengarme de mí y de quienes me rodean, he inventado esta farsa. Este
teatro. Es más, Antonio, Emilio y Carlos son fruto de mi
imaginación. Necesitaba pagar mis frustraciones creando personajes
más mezquinos que yo. Necesitaba justificar que, al igual que yo,
hay miles de personas que sufren y que, a raíz de ese sufrimiento,
atraviesan la frontera de la moral e incumplen su promesa de ser
gente de bien. Así que he redactado estos sesenta capítulos durante
los últimos seis meses y, al final, un amigo los ha ido publicando
en su blog, El acantilado de las palabras. El éxito ha sido
tan relativo como escaso, pero me enorgullece de que unas pocas
personas en este mundo hayan dedicado, cuando menos, un segundo de
sus vidas en conocer la vida de un sacerdote fracasado.
No
creas que os he mentido durante este tiempo. Antonio, Emilio y Carlos
existen. Están vivos. No compartiendo conmigo el cuarto de baño, la
mesa o mis quebraderos de cabeza, pero sí en otros cuerpos, con
otros condicionantes y otras apariencias. Son de verdad. No solo
ellos, sino los cien personajes –seguro que en el cómputo alguno
ha quedado fuera– que me han acompañado a lo largo de mis
vivencias aderezadas por la imaginación. Efectivamente, la
imaginación. Porque solo con ella se pueden suplir las carencias del
día a día, los desengaños, las traiciones, los huecos vacíos en
una alma repleta de ambiciones, de deseos y de nostalgia empecinada
en recordar cuán felices fuimos en un pasado remoto no dispuesto a
regresar. Si la literatura posee una virtud, sin duda, es la de
rellenar ese hueco, los defectos de la realidad. De hacernos viajar,
soñar; de endulzar las amarguras, de volar; de llegar a territorios
insospechados, de persuadirnos de que, por muy pronunciada que sea la
pendiente de la montaña, tarde o
temprano, llegaremos a la cima. Que no hay que perder el ánimo, ya
que las energías positivas son el tungsteno de nuestro cuerpo, y sin
él, no hay bombilla convencional que brille, que luzca.
Ahora
toca poner fin a esta historia, mas, antes de que llegue ese punto
final, temido y deseado a partes iguales, querría repetir que esta
historia no ha sido el resultado de una mentira, que todos los
personajes han existido. De un amalgama de personas que han marcado
mi existencia, surgieron mis tres compañeros de piso en la ficción.
Comulgantes, vecinos, amigos, parejas dispuestas a contraer
matrimonio, charlas en confesonarios, compañeros de seminario,
profesores, mis padres, mi hermana y, posiblemente, tú. Sí, tal vez
nos hayamos encontrado alguna vez. O, tal vez, aún no se ha dado la
ocasión, pero el mundo es un pañuelo y quién sabe si mañana
rompemos el hielo y descorchamos juntos una nueva etapa.
Antes
de ese punto final, querría decir también que el mundo está
repleto de Emilios, de Carlos, de Antonios y de Franciscos, que
representan, en buena medida, los defectos de la humanidad. No me
tachéis de pretencioso, pero es que, a decir verdad, las personas no
somos tan distintas, a pesar de que nos guste diferenciarnos. Al fin
y al cabo, somos humanos, somos un cúmulo de defectos propiciados
por el Big Bang. Compartimos la misma materia, los mismos defectos y
las mismas virtudes. Somos, por mucho que nos pese, villanos.
Villanos desde que nacemos y villanos hasta que morimos, aunque las
sábanas bajo las que ocultamos nuestros miedos sean de seda, algodón
o se reduzcan a dos trozos de celulosa. Bajo la mísera luz de esta
bombilla pelada que cuelga del techo, pongo punto y final a esta
historia de villanos y arranco otra etapa, esta vez, como misionero
por África. Una nueva etapa en un mundo de villanos.
FIN DE "VILLANOS".
Gracias a los que habéis estado ahí a lo largo de los 60 capítulos y, por supuesto, a los habéis dedicado unos segundos de vuestras vidas en leer alguna línea. Me reconforta saber que el éxito de este relato "fascículos", siempre relativamente moderado", se ha mantenido a lo largo de cada una de las entregas. De hecho, gracias a ello, esta historia ha tenido 60 capítulos, en lugar de 6 iniciales. Os invito a dejar vuestros comentarios y opiniones, según positivas o negativas. Gracias.
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