lunes, 21 de julio de 2014

«El concepto de decadencia y un terrorista» - DECADENCIA Y VILLANOS 1


CAPÍTULO 1. EL CONCEPTO DE DECADENCIA Y UN TERRORISTA 
En ocasiones, bajo la forma de la calma aparente, la fatalidad acecha, como el cernícalo aguarda a su presa para devorarla después. Carlos había comprobado en sus propias carnes la voracidad de la fatalidad y, a su parecer, esta merecía alcanzar el palmarés de los depredadores más agresivos. Dos semanas atrás había muerto su hijo Samuel, un niño de ocho que, a pesar de todas las bestialidades que le espetaba, lo amaba. ¿Acaso era necesario verlo despedazado en el recinto ferial para decirle te quiero? Las noches eternas sin dormir, los lingotazos de anís dulce y el remordimiento por su fallida paternidad le pasaron factura en su trabajo de repartidor de pizzas a domicilio. Ebrio, con ataques de ira y con ojeras del tamaño de los ventanales de la Catedral de León, a la clientela no le templaba el pulso a la hora de firmar las hojas de reclamaciones. Y con la misma templanza su jefe lo puso de patitas a la calle olvidando el tacto, la empatía y las horas extra que le debía.

«Un cúmulo de granos de arena hacen una montaña», dicen. Mas, la relación entre Carlos, Emilio y Francisco era una muestra fehaciente de que con tres granos solamente puede surgir una réplica del Teide. El óbito de Samuel, las dificultades de Francisco para hacer carrera en política y el ingreso de Fulgencio por un infarto de miocardio. Tres granos solo, pero con la capacidad suficiente para poner en jaque sus aspiraciones.

Entre lingotazo y lingotazo, Carlos se encargaba ahora de las tareas domésticas. Empresas, a su juicio, tan arduas como vaciar una piscina con las manos o leer La regenta en japonés. No obstante, de ello dedujo que no hay que mezclar la ropa blanca con la de color, que el agua en el aceite hirviendo es más peligrosa que juntar a una ex con la novia actual en la misma mesa, o que una gota de lejía blanquea las camisetas, sin miramientos, ya sean del mercadillo o de una lujusa boutique. Fueron estas hostilidades las que lo animaron a incursionar en el mundo de los inventores. A decir verdad, ya se imaginaba figurando, junto a James Watt y a los hermanos Lumière, en próximas ediciones de las enciclopedias ilustradas.

Dedicó días y noches en vigilia en avivar las últimas brasas de creatividad y en analizar otros inventos que revolucionaron el mercado otrora. La lavadora, la aspiradora, el frigorífico, la máquina de vapor, la radio o Internet. Mas, previendo que sus escasos conocimientos tecnológicos supondrían el mayor varapalo en su ascenso a inventor del siglo, optó por ideas más modestas, pero igual de revolucionarias. Inspirándose en la escoba, el chupachups o en el exprimidor. Por una vez en mucho tiempo, los esfuerzos dieron sus frutos y, así pues, en siete días contaba con tres inventos que ofrecer a la humanidad. Antes de patentarlos, se dispuso a presentarlos a sus dos compañeros, por la noche, en tanto la menestra de verduras ultracongelada se cocía.


― Amigos proletarios, bueno, proletarios simplemente ‒rectificó con sus aires grandilocuentes, alejados de toda mesura y reluciendo su clasismo‒, estáis de enhorabuena porque...
― ¿¡Te vas de casa!? ¡Bendito sea Dios! ¡Nunca pensé que llegaría el día! ‒exclamó Francisco.
― Cierra el pico, que tu gozo va a durar lo mismo que tus erecciones: dos segundos. Porque no me voy. Como decía, estáis de suerte porque... ¡Voy a mostraros en exclusiva mis dos primeras creaciones!
― ¿Todavía sigues con la gilipollez de los inventos? A ti lo que te hace falta es trabajar de sol a sol. A ver si se te acaba la tontería ‒le reprochó Emilio.
― ¡Oh, desagradecidos! Yo, que con toda mi ilusión os quiero enseñar mis inventos como si fueráis hombres de bien y no como lo que sois, un expárroco politicucho y un obrero, y vosotros me atacáis con vuestra tosca lengua.
― Emilio, deja que nos los enseñe. Tú también inventas y nadie coharta tu libertad.
― ¿¡Emilio, eres inventor?! ‒exclamó el treintañero.
― Sí, lo invento todo. Carlos, eres el amigo que siempre soñé tener y tienes un talento sin parangón. Da Vinci te envidiaría y todo.
― Gracias, gracias... Lo sé, Emilio ‒dijo Carlos‒. Ahora, enséñame, por favor, algún invento tuyo.
― Ya lo he hecho, Carlos.
― ¿Cómo? ¿Dónde está? ¿No me ha dado tiempo a verlo?
― No te preocupes, amigo, ahí va otro. Eres un burgués, rico, independiente y tu familia te adora. ¿Quieres que me invente otra cosa?
― Hijo de mala madre, y no me cago en tus muertos, porque no soy un perro callejero sin costumbres asentadas, que defeca en las esquinas, por culpa de su triste vida nómada, tan vacía como un colegio público en el mes de agosto.
― ¡Y decía el horóscopo que esta semana sería tranquilita! ¡Que se mueran todos los astrólogos!
― Escuchad ‒gritó Carlos‒. El inventor de chupachups se forró y ¿cómo? ¡Clavándole un palo a un caramelo! El creador de las escobas, igual. En conclusión, la solución está en los palos.
― Sí, lástima que no te dieron a tiempo unos cuantos bien dados ‒masculló Emilio.
― ¿Estáis cansados de comer croquetas y acabar con las manos aceitosas? ¡Se acabó! Le he clavado un palo a una croqueta y voilà! ‒fue corriendo hasta la cocina y la trajo‒. ¿Qué me decís?
― ¿Que dónde está el teléfono del manicomio? ‒dijo con socarronería Emilio.
― ¡Genial, Emilio! ¿Podemos venderlos a los manicomios y forrarnos? En España hay muchos locos.
― Perdona, Carlos, pero lo decía por ti. La gracia de las croquetas está en el aceite, en comer con las manos...
― ¿Y si le pongo el palo a una cámara de fotos?
― Eso ya existe, se llama trípode ‒apuntó el exsacerdote.
― Callad, que los consumidores son tan imbéciles que ni se enteran. Si han triunfado las cámaras que se pueden mojar, ¿cómo no lo va a hacer una croqueta con un palo?
― Carlos, que no. Esas cámaras han triunfado porque han cubierto una necesidad.
― ¿Cuál? ¿La de las multinacionales de aprovecharse de idiotas sin autoestima, que compran cualquier cosa de moda para aliviar, sin éxito, sus carencias afectivas? ‒preguntó Carlos.
― No, la necesidad de grabarse haciendo glu glu bajo el agua y, luego, wasapearlo, y de tuitear «Estoy buceando», y de jugar al tetris en la piscina... ¡¿Te parece poco?!
― Amigos, lo siento, después de este conato de gilipollez hispana, me voy a la cama. Os pensaba enseñar un delantal. El delantal del siglo XXI, que evitará las manchas, y no como los de ahora, que no protegen de nada.
― ¿Con delantal te refieres al traje de astronauta de tu armario? ‒inquirió Emilio.
― Emilio, si me haces jaque, que sea mate, ¿¡cómo te atreves, so escornacabras!? Ahora la gente cree que es un traje de astronauta, porque Louis Amstrong lo vistió para pisar la luna. Pero, es un delantal, y lo digo yo, que para eso lo inventé.
― Claro, ahora resulta que ya vivías en 1969 ‒replicó socarrón Francisco‒. Y querrás decir Neil Amstrong, porque Louis era el músico. El de What a Wonderful World.
― ¿Es que siempre tienes que tener respuestas para todo? Ojalá me duerma y no despierte nunca. ¡Allá voy, Samu, hijo mío, al cielo! ‒se marchó enfadado a su habitación, no sin antes beberse las últimas gotas de anís a morro‒. ¡Y comprad más anís, tacaños! Mañana enseñaré mi gran invento en la IV Feria de Inventores Jóvenes Españoles!


Ese día llegó. El último lunes de julio llegó con la potencia devastadora de un huracán y con los retazos épicos de un tema de Aerosmith. Ante la mirada atónita de inversores, organizadores de la feria, periodistas, otros inventores y el resto del público, Carlos se convirtió en la leyenda negra del evento. Los flashes de las cámaras y el sofoco, provocado por una audiencia tan numerosa y en un espacio cerrado de dimensiones escuetas, fueron testigos mudos de la soberbia y el divismo del joven inventor. Carlos, disfrazado de árabe, se presentaba con una olla de presión en un hornillo encendido. Un momento. ¿Disfrazado de árabe? Sí. Se le había olvidado inscribirse, así que se le ocurrió la feliz idea de secuestrar en el cuarto de baño a Abdul Musharen, que se había inscrito para presentar un detector de carne de cerdo y un felpudo musical. Amordazado y maniatado el moro, Carlos se puso la túnica negra de este y transformó a la velocidad de la luz un trapo de la limpieza, que encontró entre escobas, fregonas y detergentes, en un turbante negro. La barba postiza la halló de casualidad. Una feliz casualidad, que contrastaba con las perrerías que el destino le venía ofreciendo.

― Señoras y señores, gracias por dedicarme vuestro valioso tiempo en este invento que revolucionará la cocina ‒Carlos dijo mientras tocaba la olla de presión, puesta en el fuego‒. Seguramente ustedes emplean la olla de presión por la rapidez de la cocción, pero, como no puede ser de otra manera, el ruido de la válvula giratoria, os molesta, os pone de los nervios, os irrita, os asesina el espíritu y los ánimos. ¿Os imagináis que esta funcionara sin destrozar vuestros tímpanos? Aquí tenéis la solución definitiva. Una válvula sin agujero. Antes de probarla, ¿alguien tiene alguna pregunta?
― Señor ‒dijo un caballero cincuentón con un marcado acento catalán.
― Llámame Abdul, que estamos entre amigos ‒Carlos intentó mostrarse cercano al público.
― De acuerdo. Abdul, ¿ha comprobado el artilugio alguna vez?
― No, puesto que estoy seguro de la eficacia de mi invento ‒respondió con un tono cortante.
― Abdul Musharen, ¿no cree que, al tapar el agujero de la válvula, ha creado un artilugio explosivo? ‒inquirió una señora, con aires de profesora de química, cuya vida privada se reduce a investigar las reacciones de las moléculas y las partículas.
― ¿Que mi invento es explosivo? De eso se trata, ¿no? De reventar lo preestablecido, de dejaros boquiabiertos y petrificados, de... ‒Carlos calló al leer en los ojos de la concurrencia el pánico.
― ¡Un terrorista! ¡Seguridad, seguridad! ¡Agentes, cogedlo! ‒gritaron al alimón los organizadores, mientras el público evacuaba de inmediato la sala.

Carlos colocó la válvula en la olla y está comenzó a hacer un ruido tremendo. Explotó. El inventor de pacotilla salió corriendo por la puerta de acceso al escenario, sabiendo que el cuerpo de seguridad le pisaba los talones...  Recorrió interminables pasillos, con aspiraciones de laberinto.  Pasillos que se ramificaban. «Deténgase, moro, no empeore más las cosas», gritó un agente, quien no dudó en coger su pistola y dispararle. No quedaba otra salida. Giró a la derecha y se escondió en una de las puertas. No había nada más que unas escaleras. Subir o bajar, bajar o subir... Optó por bajar. Frente al último peldaño, otra puerta. La cruzó y encontró más pasillos y un caudal inagotable de puertas. Se desvistió extremando las precauciones hasta que se quedó en calzoncillos y se deshizo de sus vestimentas arábigas.

Cinco horas después, el telediario dio cobertura a la noticia. «Un hombre finge ser Abdul Musharen, un ciudadano árabe de Galínez del Azahar, para ejecutar un atentado terrorista en una feria de inventores. Este, en paradero desconocido, es el responsable de la explosión de una olla de presión, la cual ha provocado la muerte de dos señoras de la limpieza».
― ¡Uf! ¡Menos mal! ‒se sintió aliviado Carlos‒. No ha habido pérdidas humanas. Todo ha quedado en un susto.
― Carlos, ¿has oído bien? ¡Han muerto dos limpiadoras por tu culpa! ‒le reprochó el expárroco.
― ¿Y? He dicho pérdidas humanas. ¿Desde cuándo una chacha es un ser humano? No quiero hacerte daño, Paco, pero has entrado en decadencia.
― ¿En decadencia? Ja. Tú sí que estás en decadencia, que desde que ha muerto tu hijo estás que no estás, que bebes como un fracasado y que, para más inri, casi matas a quinientas personas con la puta olla y la válvula.


Emilio, pálido, con el rostro desencajado y las manos temblorosas, los interrumpió. «Me acaban de llamar del hospital para decirme que... que... Mi padre ha muerto». 

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