CAPÍTULO 1. EL CONCEPTO DE DECADENCIA
Y UN TERRORISTA
En
ocasiones, bajo la forma de la calma aparente, la fatalidad acecha, como el
cernícalo aguarda a su presa para devorarla después. Carlos había comprobado en
sus propias carnes la voracidad de la fatalidad y, a su parecer, esta merecía
alcanzar el palmarés de los depredadores más agresivos. Dos semanas atrás había
muerto su hijo Samuel, un niño de ocho que, a pesar de todas las bestialidades
que le espetaba, lo amaba. ¿Acaso era necesario verlo despedazado en el recinto
ferial para decirle te quiero? Las noches eternas sin dormir, los
lingotazos de anís dulce y el remordimiento por su fallida paternidad le
pasaron factura en su trabajo de repartidor de pizzas a domicilio. Ebrio, con
ataques de ira y con ojeras del tamaño de los ventanales de la Catedral de
León, a la clientela no le templaba el pulso a la hora de firmar las hojas de
reclamaciones. Y con la misma templanza su jefe lo puso de patitas a la calle
olvidando el tacto, la empatía y las horas extra que le debía.
«Un
cúmulo de granos de arena hacen una montaña», dicen. Mas, la relación entre
Carlos, Emilio y Francisco era una muestra fehaciente de que con tres granos
solamente puede surgir una réplica del Teide. El óbito de Samuel, las
dificultades de Francisco para hacer carrera en política y el ingreso de
Fulgencio por un infarto de miocardio. Tres granos solo, pero con la capacidad
suficiente para poner en jaque sus aspiraciones.
Entre
lingotazo y lingotazo, Carlos se encargaba ahora de las tareas domésticas.
Empresas, a su juicio, tan arduas como vaciar una piscina con las manos o leer La
regenta en japonés. No obstante, de ello dedujo que no hay que mezclar la
ropa blanca con la de color, que el agua en el aceite hirviendo es más
peligrosa que juntar a una ex con la novia actual en la misma mesa, o que una
gota de lejía blanquea las camisetas, sin miramientos, ya sean del mercadillo o
de una lujusa boutique. Fueron estas hostilidades las que lo animaron a
incursionar en el mundo de los inventores. A decir verdad, ya se imaginaba
figurando, junto a James Watt y a los hermanos Lumière, en próximas ediciones
de las enciclopedias ilustradas.
Dedicó
días y noches en vigilia en avivar las últimas brasas de creatividad y en
analizar otros inventos que revolucionaron el mercado otrora. La lavadora, la
aspiradora, el frigorífico, la máquina de vapor, la radio o Internet. Mas,
previendo que sus escasos conocimientos tecnológicos supondrían el mayor
varapalo en su ascenso a inventor del siglo, optó por ideas más modestas, pero
igual de revolucionarias. Inspirándose en la escoba, el chupachups o en el
exprimidor. Por una vez en mucho tiempo, los esfuerzos dieron sus frutos y, así
pues, en siete días contaba con tres inventos que ofrecer a la humanidad. Antes
de patentarlos, se dispuso a presentarlos a sus dos compañeros, por la noche,
en tanto la menestra de verduras ultracongelada se cocía.
― ¿¡Te vas de
casa!? ¡Bendito sea Dios! ¡Nunca pensé que llegaría el día! ‒exclamó Francisco.
― Cierra el
pico, que tu gozo va a durar lo mismo que tus erecciones: dos segundos. Porque
no me voy. Como decía, estáis de suerte porque... ¡Voy a mostraros en exclusiva
mis dos primeras creaciones!
― ¿Todavía
sigues con la gilipollez de los inventos? A ti lo que te hace falta es trabajar
de sol a sol. A ver si se te acaba la tontería ‒le reprochó Emilio.
― ¡Oh,
desagradecidos! Yo, que con toda mi ilusión os quiero enseñar mis inventos como
si fueráis hombres de bien y no como lo que sois, un expárroco politicucho y un
obrero, y vosotros me atacáis con vuestra tosca lengua.
― Emilio, deja
que nos los enseñe. Tú también inventas y nadie coharta tu libertad.
― ¿¡Emilio,
eres inventor?! ‒exclamó el treintañero.
― Sí, lo
invento todo. Carlos, eres el amigo que siempre soñé tener y tienes un talento
sin parangón. Da Vinci te envidiaría y todo.
― Gracias,
gracias... Lo sé, Emilio ‒dijo Carlos‒. Ahora, enséñame, por favor, algún
invento tuyo.
― Ya lo he
hecho, Carlos.
― ¿Cómo? ¿Dónde
está? ¿No me ha dado tiempo a verlo?
― No te
preocupes, amigo, ahí va otro. Eres un burgués, rico, independiente y tu
familia te adora. ¿Quieres que me invente otra cosa?
― Hijo de mala
madre, y no me cago en tus muertos, porque no soy un perro callejero sin
costumbres asentadas, que defeca en las esquinas, por culpa de su triste vida
nómada, tan vacía como un colegio público en el mes de agosto.
― ¡Y decía el
horóscopo que esta semana sería tranquilita! ¡Que se mueran todos los
astrólogos!
― Escuchad
‒gritó Carlos‒. El inventor de chupachups se forró y ¿cómo? ¡Clavándole un palo
a un caramelo! El creador de las escobas, igual. En conclusión, la solución
está en los palos.
― Sí, lástima
que no te dieron a tiempo unos cuantos bien dados ‒masculló Emilio.
― ¿Estáis
cansados de comer croquetas y acabar con las manos aceitosas? ¡Se acabó! Le he
clavado un palo a una croqueta y voilà! ‒fue corriendo hasta la cocina y
la trajo‒. ¿Qué me decís?
― ¿Que dónde
está el teléfono del manicomio? ‒dijo con socarronería Emilio.
― ¡Genial,
Emilio! ¿Podemos venderlos a los manicomios y forrarnos? En España hay muchos
locos.
― Perdona, Carlos,
pero lo decía por ti. La gracia de las croquetas está en el aceite, en comer
con las manos...
― ¿Y si le
pongo el palo a una cámara de fotos?
― Eso ya
existe, se llama trípode ‒apuntó el
exsacerdote.
― Callad, que
los consumidores son tan imbéciles que ni se enteran. Si han triunfado las
cámaras que se pueden mojar, ¿cómo no lo va a hacer una croqueta con un palo?
― Carlos, que
no. Esas cámaras han triunfado porque han cubierto una necesidad.
― ¿Cuál? ¿La de
las multinacionales de aprovecharse de idiotas sin autoestima, que compran
cualquier cosa de moda para aliviar, sin éxito, sus carencias afectivas?
‒preguntó Carlos.
― No, la
necesidad de grabarse haciendo glu glu bajo el agua y, luego, wasapearlo, y de
tuitear «Estoy buceando», y de jugar al tetris en la piscina... ¡¿Te parece
poco?!
― Amigos, lo
siento, después de este conato de gilipollez hispana, me voy a la cama. Os
pensaba enseñar un delantal. El delantal del siglo XXI, que evitará las
manchas, y no como los de ahora, que no protegen de nada.
― ¿Con delantal
te refieres al traje de astronauta de tu armario? ‒inquirió Emilio.
― Emilio, si me
haces jaque, que sea mate, ¿¡cómo te atreves, so escornacabras!? Ahora la gente
cree que es un traje de astronauta, porque Louis Amstrong lo vistió para pisar
la luna. Pero, es un delantal, y lo digo yo, que para eso lo inventé.
― Claro, ahora
resulta que ya vivías en 1969 ‒replicó socarrón Francisco‒. Y querrás decir
Neil Amstrong, porque Louis era el músico. El de What a Wonderful World.
― ¿Es que
siempre tienes que tener respuestas para todo? Ojalá me duerma y no despierte
nunca. ¡Allá voy, Samu, hijo mío, al cielo! ‒se marchó enfadado a su
habitación, no sin antes beberse las últimas gotas de anís a morro‒. ¡Y comprad
más anís, tacaños! Mañana enseñaré mi gran invento en la IV Feria de Inventores
Jóvenes Españoles!
Ese día llegó.
El último lunes de julio llegó con la
potencia devastadora de un huracán y con los retazos épicos de un tema de
Aerosmith. Ante la mirada atónita de inversores, organizadores de la feria,
periodistas, otros inventores y el resto del público, Carlos se convirtió en la
leyenda negra del evento. Los flashes de las cámaras y el sofoco, provocado por
una audiencia tan numerosa y en un espacio cerrado de dimensiones escuetas,
fueron testigos mudos de la soberbia y el divismo del joven inventor. Carlos,
disfrazado de árabe, se presentaba con una olla de presión en un hornillo
encendido. Un momento. ¿Disfrazado de árabe? Sí. Se le había olvidado
inscribirse, así que se le ocurrió la feliz idea de secuestrar en el cuarto de
baño a Abdul Musharen, que se había inscrito para presentar un detector de
carne de cerdo y un felpudo musical. Amordazado y maniatado el moro, Carlos se
puso la túnica negra de este y transformó a la velocidad de la luz un trapo de
la limpieza, que encontró entre escobas, fregonas y detergentes, en un turbante
negro. La barba postiza la halló de casualidad. Una feliz casualidad, que
contrastaba con las perrerías que el destino le venía ofreciendo.
― Señoras y
señores, gracias por dedicarme vuestro valioso tiempo en este invento que
revolucionará la cocina ‒Carlos dijo mientras tocaba la olla de presión, puesta
en el fuego‒. Seguramente ustedes emplean la olla de presión por la rapidez de
la cocción, pero, como no puede ser de otra manera, el ruido de la válvula
giratoria, os molesta, os pone de los nervios, os irrita, os asesina el
espíritu y los ánimos. ¿Os imagináis que esta funcionara sin destrozar vuestros
tímpanos? Aquí tenéis la solución definitiva. Una válvula sin agujero. Antes de
probarla, ¿alguien tiene alguna pregunta?
― Señor ‒dijo
un caballero cincuentón con un marcado acento catalán.
― Llámame Abdul,
que estamos entre amigos ‒Carlos intentó mostrarse cercano al público.
― De acuerdo.
Abdul, ¿ha comprobado el artilugio alguna vez?
― No, puesto
que estoy seguro de la eficacia de mi invento ‒respondió con un tono cortante.
― Abdul
Musharen, ¿no cree que, al tapar el agujero de la válvula, ha creado un
artilugio explosivo? ‒inquirió una señora, con aires de profesora de química,
cuya vida privada se reduce a investigar las reacciones de las moléculas y las
partículas.
― ¿Que mi
invento es explosivo? De eso se trata, ¿no? De reventar lo preestablecido, de
dejaros boquiabiertos y petrificados, de... ‒Carlos calló al leer en los ojos
de la concurrencia el pánico.
― ¡Un
terrorista! ¡Seguridad, seguridad! ¡Agentes, cogedlo! ‒gritaron al
alimón los organizadores, mientras el público evacuaba de inmediato la sala.
Carlos colocó
la válvula en la olla y está comenzó a hacer un ruido tremendo. Explotó. El
inventor de pacotilla salió corriendo por la puerta de acceso al escenario,
sabiendo que el cuerpo de seguridad le pisaba los talones... Recorrió interminables pasillos, con
aspiraciones de laberinto. Pasillos que
se ramificaban. «Deténgase, moro, no empeore más las cosas», gritó un agente,
quien no dudó en coger su pistola y dispararle. No quedaba otra salida. Giró a
la derecha y se escondió en una de las puertas. No había nada más que unas
escaleras. Subir o bajar, bajar o subir... Optó por bajar. Frente al último
peldaño, otra puerta. La cruzó y encontró más pasillos y un caudal inagotable
de puertas. Se desvistió extremando las precauciones hasta que se quedó en
calzoncillos y se deshizo de sus vestimentas arábigas.
Cinco horas
después, el telediario dio cobertura a la noticia. «Un hombre finge ser Abdul
Musharen, un ciudadano árabe de Galínez del Azahar, para ejecutar un atentado
terrorista en una feria de inventores. Este, en paradero desconocido, es el
responsable de la explosión de una olla de presión, la cual ha provocado la
muerte de dos señoras de la limpieza».
― ¡Uf! ¡Menos
mal! ‒se sintió aliviado Carlos‒. No ha habido pérdidas humanas. Todo ha
quedado en un susto.
― Carlos, ¿has
oído bien? ¡Han muerto dos limpiadoras por tu culpa! ‒le reprochó el expárroco.
― ¿Y? He dicho pérdidas
humanas. ¿Desde cuándo una chacha es un ser humano? No quiero hacerte daño,
Paco, pero has entrado en decadencia.
― ¿En
decadencia? Ja. Tú sí que estás en decadencia, que desde que ha muerto tu hijo
estás que no estás, que bebes como un fracasado y que, para más inri, casi
matas a quinientas personas con la puta olla y la válvula.
Emilio, pálido,
con el rostro desencajado y las manos temblorosas, los interrumpió. «Me acaban
de llamar del hospital para decirme que... que... Mi padre ha muerto».
Próximo capítulo: LA MADRE QUE PARTIÓ ANTES DE TIEMPO (II,6)
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