CAPÍTULO 17. QUITASANG, NUEVE DE CADA DIEZ ASESINOS LO RECOMIENDAN
«Asesinas y asesinos, estáis de
enhorabuena. ¿Cansados de matar y de tener, luego, que quitar las manchas de
sangre, que no desaparecen ni con agua caliente ni restregando la prenda?
¿Cansados de recurrir al fuego, a las hogueras, para borrar toda pista del
asesinato? No se preocupen, porque está aquí un producto que os cambiará la
vida. Quitasang. Solo tienen que apretar el pulsador, como si fuera una
pistola, y las manchas se van en un plispás. Quitasang, nueve de cada diez
asesinos lo recomiendan». Cuando Emilio vio el anuncio se quedó boquiabierto y
hasta el mando de la televisión se le cayó al suelo. Del propio golpe, el
televisor se apagó. «Se están perdiendo los valores», pensó atemorizado,
previendo que ese producto de limpieza fomentaría la maldad y los asesinatos.
Y, más en verano, cuando las familias pasan más tiempo juntas o cuando muchas
parejas no resisten los dardos endiablados de la canícula.
Se dirigió a la cocina, despacio,
con el impacto del corte publicitario aún adherido a su mente, predispuesta a
escandalizarse con facilidad. Allí encontró a Francisco, rodeando la mesa y
reproduciendo la charla incendiada que había mantenido con una vecina
septuagenaria. Daba vueltas y vueltas, fruto de los nervios que recorrían sus
vasos sanguíneos. Pretendiendo quemar las calorías de más, así como la ira que
lo manipulaba, como el viento subyuga a las veletas.
«Manuela, necesito a tu nieto, el de
tres años. ¿Para qué? Pues para tirarlo por el balcón. Váyase, Francisco, o
llamo a la policía. Señora, que es por una buena causa. Mi hermana Isabel
siempre ha confíado en mí, siempre creyó que yo sería un héroe, que ayudaría a
la humanidad y que el mundo me admiraría y, mira, dónde estoy. No he hecho
ninguna hazaña. ¿Y a mí que me cuenta? Puta vieja, solo te pido que lo tires
por el balcón y luego yo lo recojo. ¿Dónde va, dónde va? A llamar a la policía,
no quiero locos en mi casa. Está bien me marcho, ojalá te pudras en el
infierno, hija de puta», repetía una y otra vez, como un autómata.
Insaciablemente, con la constancia del juego de luces de los árboles de
Navidad. Nada más cruzar la puerta, le ordenó a Emilio que fuera a casa del
vecino por unas hojas de laurel. Este aceptó el mandado de buena gana o, por
mejor decir, acató la orden devorando su desgana. No tenía el cuerpo para
discusiones banales, optó por el silencio y la obediencia. Además, un hombre
como él, sin oficio ni beneficio, a veces no podía negarse a ayudar a quien
hiciera falta, con tal de no convertirse en un parásito de la sociedad. Tampoco
le resultaba un mal aliciente encontrarse con Alfonso, su vecino, que hacía
mucho que no lo veía.
Cinco minutos después, estaba
tocando el timbre y golpeando la aldaba. A pesar de que su mente había
abocetado un feliz reencuentro con él, la realidad le sorprendió en el momento
en que abrió un señor de su edad, frisaría los cuarenta. Jamás lo había visto.
Con todo, se atrevió a pedirle laurel. Parecía juicioso, afable... En resumidas
cuentas, un buen tipo. Como cabía esperar, le invitó a entrar y le comentó que
Alfonso se había mudado a la costa, a gozar de sus postrimerías rodeado de
arena, playas tranquilas, de olor a crema solar y de bañistas procedentes de
distintas partes del mundo, y que este le había alquilado su residencia.
«Espera un momento, que estoy aquí
pringado. Te he abierto la puerta con los codos, no te digo más», le dijo a
Emilio. Antes no se había percatado de ello, pero llevaba unos guantes blancos
llenos de sangre, al igual que un niño que sumerge sus manos en témpera roja.
El inquilino lo guió hasta la cocina, donde se colocó el delantal, aun más
sangriento. Emilio, a decir verdad, se quedó frío. «¿Qué es toda esta sangre?
¿Será un psicópata? ¿Asesina a doncellas, después de violarlas? ¿Dónde está la
puerta?», dijo para sí mismo. Con todo, tomó infinitas bocanadas de aire para
aguardar con paciencia y no dejarse llevar por el pánico. Una empresa difícil,
ardua, casi utópica, para un hombre como él, que se asustaba fácilmente. Jamás
podrá olvidar el día en que el dentista le arrancó las muelas de juicio y, al
escupir la sangre que de sus encías había emanado, se desmayó. Desde entonces,
procuraba cepillarse los dientes con tanta intensidad que milagro era que
sufrieran estos el desgaste con tal de no pisarla la consulta del odontólog en
la vida. Apretaba con tal fuerza el cepillo de dientes que, hoy por hoy,
deberían de poseer el tamaño de las bolitas de anís.
Para mas inri, hubo algo que
comprometió todavía más la adquisición de sus objetivos. Su intelecto se resistía
a acreditar lo que sus ojos percibían. Ver para creer. Aquel hombre había
sacado de un armario de la cocina un espray. Concretamente, Quitasang. Recordó
Emilio no solo la coletilla del anuncio de «Quitasang, nueve de cada diez
asesinos lo recomiendan», sino que visualizó cada una de las secuencias que sus
ojos filmaron a lo largo de sus cuarenta años. Un sudor frío le recorrió el
cuerpo. Tenía claro que aquel desalmado lo mataría. ¿Qué hacer? Estaba tan
aturdido y perturbado que ni se acordaba de cómo llegar hasta la puerta. Tal
vez, fruto de la confusión, acabaría en el sótano, abarrotado quizá de
cadáveres, o en una cámara de gas.
― Emilio, ¿te llamabas así, verdad? ―comenzó
a hablarle aquel hombre, un tal Marcelo, mientras cambiaba de sitio films transparentes
para alimentos, cuchillos de distintos tamaños y grosores o hallas―. Quitasang
es magnífico. El invento del siglo. El terror de la policía. Quita las manchas
por arte de magia.
― Sí, eso he asesinado decir ―le
falló el subconsciente―, digo, he oído decir que no deja huellas, pero yo no
soy de ese tipos de hombres que...
― Paparruchas, Emilio. Hay que saber
hacer de todo... No le hagas ascos a nada, tío. Nunca se sabe cuándo puedes
verte pasando hambre.
― Mierda, tenía que haber hecho
dieta ―masculló, arrepintiéndose ahora que era un plato suculento para todo
caníbal―. Marcelo, ¿tan mal lo estás pasando para llegar a estos extremos?
― Cuando el hambre entra por la
puerta, los remilgos salen por la ventana. Ya lo decía mi madre. Y gracias a
ella, aquí me tienes... Matando... Lo peor es la sangre, que se queda pegada en
la ropa y, luego, si no te das cuenta de las manchas, vas por la calle dejando
huellas y llamando la atención.
― Claro, claro, es muy difícil ―proseguía
Emilio procurando no desvelar su inquietud y su miedo absolutos, fingiendo
normalidad en una situación tan extrema.
― ¿Díficil? No, ¡qué va! Ahora con
Quitasang es todo coser y cantar. O, más bien, matar y cantar ―Marcelo se hacía
el ocurrente―. ¿Quieres que te haga una demostración?
― No, no. De verdad, gracias, pero
me fío de tu palabra, querido vecino.
― Venga, hombre, que a mí no me
cuesta nada. Quítate la camiseta. Te prometo que no te haré daño.
― Te juro que no escondo ningún
micrófono. Te prometo por lo más sagrado que no soy un topo.
― Y si lo llevaras, ¿a mi qué me
importa? Que esto no lo he patentado yo... Antes de que yo naciera, ya muchos
lo hacían.
― Con ese espíritu, vas a morir muy
pronto ―rompió en una sonora carcajada y tomó el cuchillo repleto de sangre, la
cual se deslizaba desde la hoja metálica al suelo.
― Veo que tienes un humor afilado ―hizo
amago de reír, mientras masticaba la cobardía y empujaba el viento que soplaba
en su cuello, un viento cálido y frío, al mismo tiempo, un torrente fúnebre con
miras a la gelidez del féretro.
Marcelo, con ojos de psicópata y con
la habilidad de un asesino en serie, se dio la vuelta para coger de la encimera
un cuchillo de cinco centímetros de grosor. Era ahora o nunca. Emilio sacó
fuerzas de flaqueza y se sirvió del último resquicio de valentía, que vagaba
por su abdomen abultado, y le golpeó la cabeza con un soporte de madera para
cuchillos. Marcelo cayó al suelo ajedrezado en un santiamén. Necesitaba salir
de inmediato, tomar una bocanada de aire inmensa, una bocanada que, cuando
menos, no oliera a sangre, a leucocitos y glóbulos rojos. Necesitaba salir, en
definitiva, de aquella cocina, inspirada, a su parecer, en los fusilamientos
del 2 de mayo. Recorrió los pasillos de la vivienda, buscando sin aliento la
puerta de la entrada. Por fortuna, la halló rápidamente. Mas, una dosis de
tragedia y desesperación fue inyectada en su sistema circulatorio, cuando la
puerta no se abría. Buscó llaves, buscó un palo, un paraguas, una vara de hierro,
busco cualquier objeto con que hacer palanca. Nada encontró. Otra opción era
escapar por las ventanas, pero consideró que saltar desde los alféizares, a
tres metros de altura, solo lo conduciría al suicidio, a una muerte con el
mismo calibre de violencia y de mayor patetismo. Arañó la puerta de pino y, si
no fuera por las sucesivas capas de barniz, que esta había acogido desde medio
siglo, hubiera clavado sus uñas en las vetas de la madera. El tiempo apremiaba.
«¿Dónde estás, hijo de puta? Te voy a arrancar el pescuezo», balbuceó malherido
desde la cocina. El margen de maniobra de Emilio menguaba a pasos agigantados.
Tenía dos opciones. O se quedaba allí de pie esperando a que una hoja afilada
le arrebatara la vida, o se escondía en algún sitio. Ganó lo segundo.
Así las cosas, corrió hasta el
comedor y se escondió, junto a la chimenea, en un mueble amplio, en que,
posiblemente, el inquilino guardara la leña en invierno. Sorpresa sobre
sorpresa, descubrió vida humana.
― ¿¡Qué haces aquí, Carlos!? ―contuvo
las ganas de gritar y llorar y las redujo a simples susurros.
― Pues nada, que voy a tirar a mi
hijo por el balcón de este tío, y me estoy escondiendo por si llama a la
policía por colarme en su casa.
― ¿¡Cómo!? ¡Que quieres lanzar a
Samuel por aquí!
― Sí, pero, por desgracia, no le va
a pasar nada. En verdad, es un argucia. Francisco quiere hacerse el héroe y la
idea que se le ha ocurrido es salvar a un niño que caiga del aire. Ningún
vecino se ha ofrecido, así que, como yo soy el padre de Samuel, pues he
aceptado. Todo sea por verlo muerto cuanto antes.
― ¡Vaya padre!
― Es verdad, lo tendría que lanzar,
pero, como Francisco es un cobarde, pues le tiraré este muñeco del tamaño de
Samu ―se lo enseñó a Emilio, a pesar de que en la oscuridad percibir algo era
perseguir un imposible―. Y el truco está en que mi Samu, que está escondido
bajo un coche, aparecerá de golpe y porrazo en brazos de tu amigo cura o
político, Dios sabe a qué se dedica.
― Definitivamente, vivo con chalados
―masculló el cuarentón―. Bueno, dejadme de historias, que estamos en la casa de
un asesino. En la cocina tiene un espray, Quitasang, el que anuncian por la
tele. Sí, ese que dice: «Nueve de cada diez asesinos lo recomiendan».
― ¡Habló el cuerdo! ―espetó
irónicamente―. ¿Seguro que era Quitasang? A ti lo que te pasa es que te ha
fallado el subconsciente y has leído eso, en lugar de Quitasal, Quitacal o Quitaloquesea.
― Carlos, por favor, ¡que me ha
ofrecido probar Quitasang, que me ha advertido de que voy a morir enseguida,
que tiene la cocina y el delantal llenos de sangre y cuchillos!
― ¡Hostia puta! ¡Para una vez que
ayudo a alguien y me quieren trocear como si fuera una cebolla en manos de
Karlos Arguiñano! Ese cocinero es un hacha. No he visto a nadie cortar la
cebolla tan rápido y, encima contando chistes.
Salieron rápidamente del armario y
se escondieron los dos detrás de una cortina roja. Les repugnó la idea de que
la tinta del tejido estuviera fabricada a base de sangre humana. Aprovechó,
entonces, Carlos para lanzar el muñeco a la calle. Argucia lograda. El ahora político
sustituyó el trozo de tela, guarnecido con botones, lazos y piezas de plásticos
por Samuel y, desde entonces, el pueblo, la Comunidad Autónoma y el país en
general lo trataron de héroe. Había salvado a un niño. Bueno, un niño no, un
trozo de tela, pero si la prensa lo afirma, será porque es verdad. Con tal
premisa, colmó los titulares horas después en ediciones de diarios, tanto
electrónicos como en papel, tanto nacionales como internacionales.
Con todo, hubo otra noticia que
también tuvo protagonismo en la prensa: la referida a Emilio, Carlos y el
vecino sanguinario. «Sal, hijo de perra, tú querías laurel, pues yo te doy
laurel, lirios, alcatraces y clavales para que te los coloquen en tu lápida,
mamón», amenazaba Marcelo con voz inquisitorial desde algún rincón de la casa.
― Padre nuestro, que estás en los
cielos, santificado sea tu... ¿Cómo sigue, Emilio?
― Yo soy agnóstico, pero ya te digo
yo que un señor que nació en el año 1 de nuestra era muy bien no ha de estar.
― ¡Que no, imbécil, que me refiero a
cómo sigue el Padrenuestro! Creo en Dios poderoso, creador del cielo y la
tierra, creo en... ―Emilio no dejaba de persignarse.
― Déjate de oraciones ahora que si a
tu querido Jesús lo mataron, nosotros vamos por el mismo camino. Tenemos que
encontrar un plan.
― Ya está. Sal de la cortina,
siéntate en el sofá y espera a que venga. Luego, yo le pego un golpe en la
cabeza con esa silla de madera y ya está.
― Angelito, Emilio, antes has hecho
eso y mira dónde está ahora. Con un cuchillo en la mano y más loco que antes.
Vamos a ser su sangría, ya verás cómo no equivoco. No tienes fuerza, es un
hecho. Y eres un miedica. Seguimos tu plan, pero a la inversa. Tú lo
entretienes, y yo le asesto el golpe mortal, bueno, un golpe para dejarlo
tonto.
― Ni hablar.
― Tú lo has querido ―Carlos lo
empujó hasta dejarlo sentado en el sofá y, rápidamente, él se escondió tras la
puerta.
Marcelo llegó. Su corpulencia, sus
brazos, no trabajados en el gimnasio, pero voluminosos por sus quehaceres con
el cuchillo, su andar rudo. Todo ello infería un aura aún más terrorífica, si
cabe. Estaba cabreado, así lo atestiguaban las venas cargadas de sangre de su
frente. Con su estado de ira absoluta, se pudo camuflar con absoluto éxito
entre neandertales. Para más inri, varios ríos de sangre púrpura, incluidos
afluentes, invadían su cara y su cabeza. Su cuerpo era en este momento un
manantial de líquido rojo viscoso, de sangre.
― Aquí estás, cobarde. Te voy a
matar, ¿¡cómo se te ocurre pegarme!?
― Yo no he sido. Ha sido Bart Simpson.
― ¿Y encima te cachondeas? ¡Bart es
un dibujo animado!
― ¡Oh, vecino molesto! ¿Que Bart es
un dibujo? Acabo de enterarme. Me has jodido la infancia.
― Y la infancia solo, ja. Te voy a
joder la infancia, la adolescencia, la edad adulta, la vejez... Te voy a matar.
― Hazlo, pero algún día te pillará
la policía y descubrirá que eres un asesino.
― ¡Lo que me faltaba por oír! Yo no
he asesinado a nadie en mi vida. Pero, comienzo a dudar de si hoy haré una
excepción ―Marcelo se iba acercando a él más y más y más.
― No te creo, asesino. Asesino,
asesino. Sé lo que haces, lo que tienes en tu sótano, lo sé todo. Y más vale
que me mates, porque no seré un héroe, pero te juro que te vas a pudrir en la
cárcel.
Marcelo se tiró con el cuchillo en
mano a él. Clavó el cuchillo en el sofá, y sus ojos, en su presa. Emilio jamás
había visto la muerte tan de cerca, ni siquiera cuando su madre falleció ni
cuando él mismo padeció una neumonía que diezmó sus defensas hasta tal punto de
que su padre Fulgencio aún le debe a Dios mil oraciones por la salvación de su
retoño. Emilio quería escapar, quería exigirle a Carlos que, de una vez por
todas, saliera de detrás de la puerta y le rompiera la silla a ese malnacido en
la cabeza. Por fin lo hizo. Acto seguido, amordazaron y maniataron al vecino en
otra silla. En tanto que Emilio llamaba a la policía, Carlos le tapó el
manantial de sangre, las magulladuras y el golpe en la cabeza con sombreros y
un fular.
Media hora más tarde, el cuerpo de
policía entró en el domicilio y no escatimaron en preguntas. «¿Están bien,
señores?», «¿Cómo han descubierto sus crímenes?» o «¿De qué modo ha intentado
matarlos?».
― Agente ―comenzó a declarar Emilio
con un aire de herocidad―, desenmascaré a Marcelo, el inquilino, cuando esta
mañana he ido a su casa a pedirle laurel, concretamente, cuando ha sacado del
armario Quitasang, el producto que utilizan los asesinos para limpiar las
manchas de sangre. Sí, ese que dice: «Nueve de cada diez asesinos lo
recomiendan». Entonces, me decía que quería demostrarme lo bueno que era, que
le encantaba matar e, incluso, me animó a cometer asesinatos. Lo dicho, una
vergüenza que en esta ciudad de gente buena tengamos un hijo de perra como
este. Enchironadlo.
De pronto, el televisor encendido
despejó una de las claves del misterio. En concreto, el corte publicitario.
«Asesinas y asesinos, estáis de enhorabuena. ¿Cansados de matar y de tener,
luego, que quitar las manchas de sangre, que no desaparecen ni con agua
caliente ni restregando la prenda? ¿Cansados de recurrir al fuego, a las
hogueras, para borrar toda pista del asesinato? No se preocupen, porque está
aquí un producto que os cambiará la vida. Quitasang. Solo tienen que apretar el
pulsador, como si fuera una pistola, y las manchas se van en un plisplás. Quitasang,
nueve de cada diez asesinos lo recomiendan ―afirmaba un hombre, que frisaría
los cuarenta, con una sonrisa de oreja a oreja―. Ahora, en serio, Quitasang es
un producto para amas de casa cansadas de frotar hasta dejarse las fuerzas
lavando, para jóvenes sin tiempo o sin ganas de hacer la colada, y, en general,
para quien necesita quitar las manchas rápidamente. Quitasang, el producto de
limpieza que asesina la suciedad».
La cara de tonto que se le puso a
Emilio fue legendaria. Jamás se había sentido tan imbécil, y eso que en muchas
ocasiones había metido la pata hasta el fondo, sin miramiento, sin límites. El
anuncio de Quitasang recurría al asesinato, como gancho, para llamar la
atención de los consumidores. Una vez recuperó la consciencia Marcelo, contó su
versión, la real. Él mataba, pero no a personas, sino animales. Era carnicero y
en el patio de su casa criaba conejos, pollos y algún pavo que otro. Todo había
sido una confusión, una loca confusión que, pese a todo, escondía un asomo de
verdad, o, por mejor decir, un ventanal de terrible verdad. Marcelo era
traficante de drogas y bajar a su sótano era la versión española de bajarse al
moro. Por ello, la ruedecita del contador de la luz daba vueltas más rápidas
que un CD en un reproductor. Hachís, pastillas, pirulas, porros, marihuana de
distinta calidad, cristal... Aquello era el imperio de la cocaína. Con la
esposas puestas, el vecino prometió vengarse no solo de Emilio, por chivato,
sino también de Carlos, por cómplice, nada más salir de la cárcel.
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