martes, 8 de julio de 2014

«Quitasang, nueve de cada diez asesinos lo recomiendan» - HÉROES Y VILLANOS 17


CAPÍTULO 17. QUITASANG, NUEVE DE CADA DIEZ ASESINOS LO RECOMIENDAN
«Asesinas y asesinos, estáis de enhorabuena. ¿Cansados de matar y de tener, luego, que quitar las manchas de sangre, que no desaparecen ni con agua caliente ni restregando la prenda? ¿Cansados de recurrir al fuego, a las hogueras, para borrar toda pista del asesinato? No se preocupen, porque está aquí un producto que os cambiará la vida. Quitasang. Solo tienen que apretar el pulsador, como si fuera una pistola, y las manchas se van en un plispás. Quitasang, nueve de cada diez asesinos lo recomiendan». Cuando Emilio vio el anuncio se quedó boquiabierto y hasta el mando de la televisión se le cayó al suelo. Del propio golpe, el televisor se apagó. «Se están perdiendo los valores», pensó atemorizado, previendo que ese producto de limpieza fomentaría la maldad y los asesinatos. Y, más en verano, cuando las familias pasan más tiempo juntas o cuando muchas parejas no resisten los dardos endiablados de la canícula.

Se dirigió a la cocina, despacio, con el impacto del corte publicitario aún adherido a su mente, predispuesta a escandalizarse con facilidad. Allí encontró a Francisco, rodeando la mesa y reproduciendo la charla incendiada que había mantenido con una vecina septuagenaria. Daba vueltas y vueltas, fruto de los nervios que recorrían sus vasos sanguíneos. Pretendiendo quemar las calorías de más, así como la ira que lo manipulaba, como el viento subyuga a las veletas.

«Manuela, necesito a tu nieto, el de tres años. ¿Para qué? Pues para tirarlo por el balcón. Váyase, Francisco, o llamo a la policía. Señora, que es por una buena causa. Mi hermana Isabel siempre ha confíado en mí, siempre creyó que yo sería un héroe, que ayudaría a la humanidad y que el mundo me admiraría y, mira, dónde estoy. No he hecho ninguna hazaña. ¿Y a mí que me cuenta? Puta vieja, solo te pido que lo tires por el balcón y luego yo lo recojo. ¿Dónde va, dónde va? A llamar a la policía, no quiero locos en mi casa. Está bien me marcho, ojalá te pudras en el infierno, hija de puta», repetía una y otra vez, como un autómata. Insaciablemente, con la constancia del juego de luces de los árboles de Navidad. Nada más cruzar la puerta, le ordenó a Emilio que fuera a casa del vecino por unas hojas de laurel. Este aceptó el mandado de buena gana o, por mejor decir, acató la orden devorando su desgana. No tenía el cuerpo para discusiones banales, optó por el silencio y la obediencia. Además, un hombre como él, sin oficio ni beneficio, a veces no podía negarse a ayudar a quien hiciera falta, con tal de no convertirse en un parásito de la sociedad. Tampoco le resultaba un mal aliciente encontrarse con Alfonso, su vecino, que hacía mucho que no lo veía.

Cinco minutos después, estaba tocando el timbre y golpeando la aldaba. A pesar de que su mente había abocetado un feliz reencuentro con él, la realidad le sorprendió en el momento en que abrió un señor de su edad, frisaría los cuarenta. Jamás lo había visto. Con todo, se atrevió a pedirle laurel. Parecía juicioso, afable... En resumidas cuentas, un buen tipo. Como cabía esperar, le invitó a entrar y le comentó que Alfonso se había mudado a la costa, a gozar de sus postrimerías rodeado de arena, playas tranquilas, de olor a crema solar y de bañistas procedentes de distintas partes del mundo, y que este le había alquilado su residencia.

«Espera un momento, que estoy aquí pringado. Te he abierto la puerta con los codos, no te digo más», le dijo a Emilio. Antes no se había percatado de ello, pero llevaba unos guantes blancos llenos de sangre, al igual que un niño que sumerge sus manos en témpera roja. El inquilino lo guió hasta la cocina, donde se colocó el delantal, aun más sangriento. Emilio, a decir verdad, se quedó frío. «¿Qué es toda esta sangre? ¿Será un psicópata? ¿Asesina a doncellas, después de violarlas? ¿Dónde está la puerta?», dijo para sí mismo. Con todo, tomó infinitas bocanadas de aire para aguardar con paciencia y no dejarse llevar por el pánico. Una empresa difícil, ardua, casi utópica, para un hombre como él, que se asustaba fácilmente. Jamás podrá olvidar el día en que el dentista le arrancó las muelas de juicio y, al escupir la sangre que de sus encías había emanado, se desmayó. Desde entonces, procuraba cepillarse los dientes con tanta intensidad que milagro era que sufrieran estos el desgaste con tal de no pisarla la consulta del odontólog en la vida. Apretaba con tal fuerza el cepillo de dientes que, hoy por hoy, deberían de poseer el tamaño de las bolitas de anís.


Para mas inri, hubo algo que comprometió todavía más la adquisición de sus objetivos. Su intelecto se resistía a acreditar lo que sus ojos percibían. Ver para creer. Aquel hombre había sacado de un armario de la cocina un espray. Concretamente, Quitasang. Recordó Emilio no solo la coletilla del anuncio de «Quitasang, nueve de cada diez asesinos lo recomiendan», sino que visualizó cada una de las secuencias que sus ojos filmaron a lo largo de sus cuarenta años. Un sudor frío le recorrió el cuerpo. Tenía claro que aquel desalmado lo mataría. ¿Qué hacer? Estaba tan aturdido y perturbado que ni se acordaba de cómo llegar hasta la puerta. Tal vez, fruto de la confusión, acabaría en el sótano, abarrotado quizá de cadáveres, o en una cámara de gas.

― Emilio, ¿te llamabas así, verdad? ―comenzó a hablarle aquel hombre, un tal Marcelo, mientras cambiaba de sitio films transparentes para alimentos, cuchillos de distintos tamaños y grosores o hallas―. Quitasang es magnífico. El invento del siglo. El terror de la policía. Quita las manchas por arte de magia. 
― Sí, eso he asesinado decir ―le falló el subconsciente―, digo, he oído decir que no deja huellas, pero yo no soy de ese tipos de hombres que...
― Paparruchas, Emilio. Hay que saber hacer de todo... No le hagas ascos a nada, tío. Nunca se sabe cuándo puedes verte pasando hambre.
― Mierda, tenía que haber hecho dieta ―masculló, arrepintiéndose ahora que era un plato suculento para todo caníbal―. Marcelo, ¿tan mal lo estás pasando para llegar a estos extremos?
― Cuando el hambre entra por la puerta, los remilgos salen por la ventana. Ya lo decía mi madre. Y gracias a ella, aquí me tienes... Matando... Lo peor es la sangre, que se queda pegada en la ropa y, luego, si no te das cuenta de las manchas, vas por la calle dejando huellas y llamando la atención.
― Claro, claro, es muy difícil ―proseguía Emilio procurando no desvelar su inquietud y su miedo absolutos, fingiendo normalidad en una situación tan extrema.
― ¿Díficil? No, ¡qué va! Ahora con Quitasang es todo coser y cantar. O, más bien, matar y cantar ―Marcelo se hacía el ocurrente―. ¿Quieres que te haga una demostración?
― No, no. De verdad, gracias, pero me fío de tu palabra, querido vecino.
― Venga, hombre, que a mí no me cuesta nada. Quítate la camiseta. Te prometo que no te haré daño.
― Te juro que no escondo ningún micrófono. Te prometo por lo más sagrado que no soy un topo.
― Y si lo llevaras, ¿a mi qué me importa? Que esto no lo he patentado yo... Antes de que yo naciera, ya muchos lo hacían.
― Con ese espíritu, vas a morir muy pronto ―rompió en una sonora carcajada y tomó el cuchillo repleto de sangre, la cual se deslizaba desde la hoja metálica al suelo.
― Veo que tienes un humor afilado ―hizo amago de reír, mientras masticaba la cobardía y empujaba el viento que soplaba en su cuello, un viento cálido y frío, al mismo tiempo, un torrente fúnebre con miras a la gelidez del féretro.  

Marcelo, con ojos de psicópata y con la habilidad de un asesino en serie, se dio la vuelta para coger de la encimera un cuchillo de cinco centímetros de grosor. Era ahora o nunca. Emilio sacó fuerzas de flaqueza y se sirvió del último resquicio de valentía, que vagaba por su abdomen abultado, y le golpeó la cabeza con un soporte de madera para cuchillos. Marcelo cayó al suelo ajedrezado en un santiamén. Necesitaba salir de inmediato, tomar una bocanada de aire inmensa, una bocanada que, cuando menos, no oliera a sangre, a leucocitos y glóbulos rojos. Necesitaba salir, en definitiva, de aquella cocina, inspirada, a su parecer, en los fusilamientos del 2 de mayo. Recorrió los pasillos de la vivienda, buscando sin aliento la puerta de la entrada. Por fortuna, la halló rápidamente. Mas, una dosis de tragedia y desesperación fue inyectada en su sistema circulatorio, cuando la puerta no se abría. Buscó llaves, buscó un palo, un paraguas, una vara de hierro, busco cualquier objeto con que hacer palanca. Nada encontró. Otra opción era escapar por las ventanas, pero consideró que saltar desde los alféizares, a tres metros de altura, solo lo conduciría al suicidio, a una muerte con el mismo calibre de violencia y de mayor patetismo. Arañó la puerta de pino y, si no fuera por las sucesivas capas de barniz, que esta había acogido desde medio siglo, hubiera clavado sus uñas en las vetas de la madera. El tiempo apremiaba. «¿Dónde estás, hijo de puta? Te voy a arrancar el pescuezo», balbuceó malherido desde la cocina. El margen de maniobra de Emilio menguaba a pasos agigantados. Tenía dos opciones. O se quedaba allí de pie esperando a que una hoja afilada le arrebatara la vida, o se escondía en algún sitio. Ganó lo segundo.

Así las cosas, corrió hasta el comedor y se escondió, junto a la chimenea, en un mueble amplio, en que, posiblemente, el inquilino guardara la leña en invierno. Sorpresa sobre sorpresa, descubrió vida humana.
― ¿¡Qué haces aquí, Carlos!? ―contuvo las ganas de gritar y llorar y las redujo a simples susurros.
― Pues nada, que voy a tirar a mi hijo por el balcón de este tío, y me estoy escondiendo por si llama a la policía por colarme en su casa.
― ¿¡Cómo!? ¡Que quieres lanzar a Samuel por aquí!
― Sí, pero, por desgracia, no le va a pasar nada. En verdad, es un argucia. Francisco quiere hacerse el héroe y la idea que se le ha ocurrido es salvar a un niño que caiga del aire. Ningún vecino se ha ofrecido, así que, como yo soy el padre de Samuel, pues he aceptado. Todo sea por verlo muerto cuanto antes.
― ¡Vaya padre!
― Es verdad, lo tendría que lanzar, pero, como Francisco es un cobarde, pues le tiraré este muñeco del tamaño de Samu ―se lo enseñó a Emilio, a pesar de que en la oscuridad percibir algo era perseguir un imposible―. Y el truco está en que mi Samu, que está escondido bajo un coche, aparecerá de golpe y porrazo en brazos de tu amigo cura o político, Dios sabe a qué se dedica.
― Definitivamente, vivo con chalados ―masculló el cuarentón―. Bueno, dejadme de historias, que estamos en la casa de un asesino. En la cocina tiene un espray, Quitasang, el que anuncian por la tele. Sí, ese que dice: «Nueve de cada diez asesinos lo recomiendan».
― ¡Habló el cuerdo! ―espetó irónicamente―. ¿Seguro que era Quitasang? A ti lo que te pasa es que te ha fallado el subconsciente y has leído eso, en lugar de Quitasal, Quitacal o Quitaloquesea.
― Carlos, por favor, ¡que me ha ofrecido probar Quitasang, que me ha advertido de que voy a morir enseguida, que tiene la cocina y el delantal llenos de sangre y cuchillos!
― ¡Hostia puta! ¡Para una vez que ayudo a alguien y me quieren trocear como si fuera una cebolla en manos de Karlos Arguiñano! Ese cocinero es un hacha. No he visto a nadie cortar la cebolla tan rápido y, encima contando chistes.

Salieron rápidamente del armario y se escondieron los dos detrás de una cortina roja. Les repugnó la idea de que la tinta del tejido estuviera fabricada a base de sangre humana. Aprovechó, entonces, Carlos para lanzar el muñeco a la calle. Argucia lograda. El ahora político sustituyó el trozo de tela, guarnecido con botones, lazos y piezas de plásticos por Samuel y, desde entonces, el pueblo, la Comunidad Autónoma y el país en general lo trataron de héroe. Había salvado a un niño. Bueno, un niño no, un trozo de tela, pero si la prensa lo afirma, será porque es verdad. Con tal premisa, colmó los titulares horas después en ediciones de diarios, tanto electrónicos como en papel, tanto nacionales como internacionales.


Con todo, hubo otra noticia que también tuvo protagonismo en la prensa: la referida a Emilio, Carlos y el vecino sanguinario. «Sal, hijo de perra, tú querías laurel, pues yo te doy laurel, lirios, alcatraces y clavales para que te los coloquen en tu lápida, mamón», amenazaba Marcelo con voz inquisitorial desde algún rincón de la casa.
― Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu... ¿Cómo sigue, Emilio?
― Yo soy agnóstico, pero ya te digo yo que un señor que nació en el año 1 de nuestra era muy bien no ha de estar.
― ¡Que no, imbécil, que me refiero a cómo sigue el Padrenuestro! Creo en Dios poderoso, creador del cielo y la tierra, creo en... ―Emilio no dejaba de persignarse. 
― Déjate de oraciones ahora que si a tu querido Jesús lo mataron, nosotros vamos por el mismo camino. Tenemos que encontrar un plan.
― Ya está. Sal de la cortina, siéntate en el sofá y espera a que venga. Luego, yo le pego un golpe en la cabeza con esa silla de madera y ya está.
― Angelito, Emilio, antes has hecho eso y mira dónde está ahora. Con un cuchillo en la mano y más loco que antes. Vamos a ser su sangría, ya verás cómo no equivoco. No tienes fuerza, es un hecho. Y eres un miedica. Seguimos tu plan, pero a la inversa. Tú lo entretienes, y yo le asesto el golpe mortal, bueno, un golpe para dejarlo tonto.
― Ni hablar.
― Tú lo has querido ―Carlos lo empujó hasta dejarlo sentado en el sofá y, rápidamente, él se escondió tras la puerta.

Marcelo llegó. Su corpulencia, sus brazos, no trabajados en el gimnasio, pero voluminosos por sus quehaceres con el cuchillo, su andar rudo. Todo ello infería un aura aún más terrorífica, si cabe. Estaba cabreado, así lo atestiguaban las venas cargadas de sangre de su frente. Con su estado de ira absoluta, se pudo camuflar con absoluto éxito entre neandertales. Para más inri, varios ríos de sangre púrpura, incluidos afluentes, invadían su cara y su cabeza. Su cuerpo era en este momento un manantial de líquido rojo viscoso, de sangre.
― Aquí estás, cobarde. Te voy a matar, ¿¡cómo se te ocurre pegarme!?
― Yo no he sido. Ha sido Bart Simpson.
― ¿Y encima te cachondeas? ¡Bart es un dibujo animado!
― ¡Oh, vecino molesto! ¿Que Bart es un dibujo? Acabo de enterarme. Me has jodido la infancia.
― Y la infancia solo, ja. Te voy a joder la infancia, la adolescencia, la edad adulta, la vejez... Te voy a matar.
― Hazlo, pero algún día te pillará la policía y descubrirá que eres un asesino.
― ¡Lo que me faltaba por oír! Yo no he asesinado a nadie en mi vida. Pero, comienzo a dudar de si hoy haré una excepción ―Marcelo se iba acercando a él más y más y más.
― No te creo, asesino. Asesino, asesino. Sé lo que haces, lo que tienes en tu sótano, lo sé todo. Y más vale que me mates, porque no seré un héroe, pero te juro que te vas a pudrir en la cárcel.

Marcelo se tiró con el cuchillo en mano a él. Clavó el cuchillo en el sofá, y sus ojos, en su presa. Emilio jamás había visto la muerte tan de cerca, ni siquiera cuando su madre falleció ni cuando él mismo padeció una neumonía que diezmó sus defensas hasta tal punto de que su padre Fulgencio aún le debe a Dios mil oraciones por la salvación de su retoño. Emilio quería escapar, quería exigirle a Carlos que, de una vez por todas, saliera de detrás de la puerta y le rompiera la silla a ese malnacido en la cabeza. Por fin lo hizo. Acto seguido, amordazaron y maniataron al vecino en otra silla. En tanto que Emilio llamaba a la policía, Carlos le tapó el manantial de sangre, las magulladuras y el golpe en la cabeza con sombreros y un fular.

Media hora más tarde, el cuerpo de policía entró en el domicilio y no escatimaron en preguntas. «¿Están bien, señores?», «¿Cómo han descubierto sus crímenes?» o «¿De qué modo ha intentado matarlos?».
― Agente ―comenzó a declarar Emilio con un aire de herocidad―, desenmascaré a Marcelo, el inquilino, cuando esta mañana he ido a su casa a pedirle laurel, concretamente, cuando ha sacado del armario Quitasang, el producto que utilizan los asesinos para limpiar las manchas de sangre. Sí, ese que dice: «Nueve de cada diez asesinos lo recomiendan». Entonces, me decía que quería demostrarme lo bueno que era, que le encantaba matar e, incluso, me animó a cometer asesinatos. Lo dicho, una vergüenza que en esta ciudad de gente buena tengamos un hijo de perra como este. Enchironadlo.  

De pronto, el televisor encendido despejó una de las claves del misterio. En concreto, el corte publicitario. «Asesinas y asesinos, estáis de enhorabuena. ¿Cansados de matar y de tener, luego, que quitar las manchas de sangre, que no desaparecen ni con agua caliente ni restregando la prenda? ¿Cansados de recurrir al fuego, a las hogueras, para borrar toda pista del asesinato? No se preocupen, porque está aquí un producto que os cambiará la vida. Quitasang. Solo tienen que apretar el pulsador, como si fuera una pistola, y las manchas se van en un plisplás. Quitasang, nueve de cada diez asesinos lo recomiendan ―afirmaba un hombre, que frisaría los cuarenta, con una sonrisa de oreja a oreja―. Ahora, en serio, Quitasang es un producto para amas de casa cansadas de frotar hasta dejarse las fuerzas lavando, para jóvenes sin tiempo o sin ganas de hacer la colada, y, en general, para quien necesita quitar las manchas rápidamente. Quitasang, el producto de limpieza que asesina la suciedad».

La cara de tonto que se le puso a Emilio fue legendaria. Jamás se había sentido tan imbécil, y eso que en muchas ocasiones había metido la pata hasta el fondo, sin miramiento, sin límites. El anuncio de Quitasang recurría al asesinato, como gancho, para llamar la atención de los consumidores. Una vez recuperó la consciencia Marcelo, contó su versión, la real. Él mataba, pero no a personas, sino animales. Era carnicero y en el patio de su casa criaba conejos, pollos y algún pavo que otro. Todo había sido una confusión, una loca confusión que, pese a todo, escondía un asomo de verdad, o, por mejor decir, un ventanal de terrible verdad. Marcelo era traficante de drogas y bajar a su sótano era la versión española de bajarse al moro. Por ello, la ruedecita del contador de la luz daba vueltas más rápidas que un CD en un reproductor. Hachís, pastillas, pirulas, porros, marihuana de distinta calidad, cristal... Aquello era el imperio de la cocaína. Con la esposas puestas, el vecino prometió vengarse no solo de Emilio, por chivato, sino también de Carlos, por cómplice, nada más salir de la cárcel. 

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