CAPÍTULO 3. EL SURTIDO DE ESPERMATOZOIDES
Cuando
más se necesita dormir, más difícil es conciliar el sueño. Una
hipótesis que, en la vida de Emilio, había ascendido a teoría con
la inmediatez con que estalla un explosivo activo. El saco de
desdichas que cargaba a la espalda se había hecho más abultado de
un día a otro. Ahora no solo soportaba el fallecimiento temprano de
su madre, su paternidad frustrada e inexistente, sus amores
contrariados o su carrera profesional en pañales, sino que añadía
un elemento más, el reciente óbito de su padre. Para mayor
desgracia, tales cargas se guarnecían por la noche con pesadillas,
quebraderos de cabeza y la idea, tan enfermiza como verdadera, de que
su vida se consumiría no en lo que duran dos telediarios, sino en lo
que dura el sumario. Un pestañeo, la mitad de un bostezo, un tercio
de empujón. La desazón le recorría por el cuerpo a la par que los
planes desesperados por traer descendencia a la Tierra buceaban por
su estómago abultado y su corazón exaltado. «Si no tengo una
pareja con la que traer hijos al mundo, entonces donaré mi esperma
para que cualquier mujer pueda ser la madre de mis niños», pensó
entusiasmado y orgulloso de su idea.
El
desayuno del miércoles vino trufado con la manifestación eufórica
de su propósito. Fue oírlo y a Carlos se le cayó la magdalena en
la leche. Francisco, en cambio, aplaudió ese acto de generosidad
indiscutible en un cuerpo que, en otro tiempo, había secuestrado a
un recién nacido y cometido otro tipo de vilezas…
―
¿¡Emilio,
estás enfermo?! ¿Cómo se te ocurre donar? ‒le gritó Carlos.
―
¿Enfermo?
¡Claro que no! Por eso voy a donar, aunque antes tienen que analizar
el esperma.
―
¿Analizar
eso? ¡Qué pérdida de tiempo! Saldrá defectuoso, como su dueño.
Es que son ganas de hacer perder el tiempo a la sanidad pública a lo
tonto ‒Carlos respondió con desdén.
―
Ni
caso, Emilio ‒terció el párroco‒. Dios te pagará por tu buena
obra.
―
Claro, que te
las pagará, Emilio. Pero trayendo a un monstruo al mundo. El
embarazo es una enfermedad.
A
las nueve de la mañana, con una premura insólita en sus pasos,
salió de casa con los ánimos frescos, a pesar de que la canícula
estival había convertido las calles en la forja de Vulcano. Quince
minutos después, estaba en un banco de semen consultando sus dudas a
una recepcionista, algo fría, bastante solvente en su trabajo y
absolutamente nada de buen ver.
―
Buenos días,
señorita. Quisiera donar mis semillitas, pero tengo unas preguntas
sobre las condiciones de anonimato y la inseminación artificial.
―
¿IAC o IAD?
―
Ya,
ya... ‒contestó Emilio por inercia.
―
¿IAC
o IAD? ‒insistía ella.
―
¿Qué
leche habla esta mujer? ¿Inglés, alemán...? ‒masculló‒. Yo no
speak inglés. Can
tú speak español?
Spanish, please.
―
¿Que
si quiere información sobre inseminación artificial conyugal o de
donante? No me haga perder más el tiempo ‒protestó.
―
De
donante, ya ‒respondió el soltero cuarentón‒. Thank
you, señorita ―respondió cuando esta le
proporcionó un folleto sobre el protocolo de donación y el de
inseminación‒.
―
You're
welcome, sheriff ‒contestó irónicamente
ella.
―
¡Qué
bien se me dan los idiomas! Tengo un inglés medio, que ya es más
que el de los políticos españoles ‒masculló.
A
las once menos veinte, regresó del banco, tras cumplimentar un
formulario kilométrico, depositar su esperma en un frasco de
plástico transparente y, por ende, tras cruzar la primera puerta en
el camino hacia la paternidad. A decir verdad, pensándolo con la
frialdad de la que carecía la ciudad a mediados de verano, le
desazonaba la idea de que, en un futuro próximo, pudiera tener
hijos, pero sin reconocerlos. La quiosquera, soltera, podría
engendrar a su hijo y Emilio, aunque se tropezará con él día tras
día, jamás sabría que compartían algo más que el código postal.
Su primo, infértil desde que un toro lo invistió en los San
Fermines y su esposa, podrían recurrir a sus espermatozoides. Con el
mismo resultado, el de caer en un mar de vacilaciones, conflictos
emocionales y en la sed insaciable de vivir activamente su
paternidad. En pocas palabras, Emilio sería el Tántalo del siglo
XXI. Un personaje mitológico más que lo representaba, al igual que
Sísifo, pues, desde hace mucho, empujaba una roca por la ladera de
la paternidad y, a dos pasos de la cima, esta caía rodando. Y
Emilio, o Sísifo, se veía obligado a empujar el canto de nuevo. Una
vez y otra, y otra...
No estaba dispuesto a esperar un resplandor divino. Buscó una solución más terrenal y no mucho menos inmediata. Vender su esperma. Al menos así podría conocer a la madre de sus retoños en proyecto. Salió a la calle con un cartón gigantesco, al igual que esos que publicitan a empresas de compraventa de oro, que se dignan a pagarles con unos billetes del mismo valor, o casi, que los del Monopoly. En él se leía «Bendo mi semen». ¿Dónde podría encontrar féminas luchar por sus embarazos, escurridizos y de pies esquivos? El primer lugar que tocá la aldaba de su cerebro fue un club LGBT. Así las cosas, corrió apresuradamente y esperó en la puerta de un bar de ambiente. Una transexual. Next. Dos hombres. Next. Nadie le vende pescados al pescador. Por suerte, halló a una pareja de lesbianas. Dos mujeres que, con su elegancia, su donaire y con una feminidad de revista, desafiaban los tópicos del lesbianismo al vuelo.
― Buenos días, amigas tortilleras, ¿queréis semen? Lo tengo en oferta ‒dijo animado Emilio.
― ¿Perdona? ¿A qué llamo a la policía, depravado? ‒le espetó una de ellas asustada.
― Mari, no le hagas caso. Ya conoces a los hombres ‒le aconsejó su compañera.
― ¿Otra vez con la cantinela de siempre, Juana? ¡Que no he probado varón nunca! Me gustan las mujeres, me gustas tú.
― ¡Oh, qué feliz coincidencia! ‒terció Emilio‒. ¡Si juntáis vuestros nombres, da Mari Juana! Así llaman a la droga en inglés.
― Tú lo has querido ‒sacó un espray antivioladores y pulverizó la cara del solterón hasta cegarlo‒. Y es Mary Jane Holland, no Mari Juana, cateto.
― ¡¿Pero qué haces tortillera resentida?! ¡Me has dejado ciego! ¿Ahora cómo voy a ver la Interviú? ¿Ahora cómo os desnudaré con la mirada? ‒gritó.
― ¡Salido! ‒le espetó la delicada Mari‒. Cari, corramos.
Pasados veinte minutos, con la vista totalmente recuperada y con el cartón de «Bendo mi semen», a la par que se avistaban con una nitidez extrema sus carencias ortográficas, se dirigió a un bloque de pisos, donde habían instalado una colosal antena de telefonía móvil. Según había leído en un periódico local, algunos vecinos temían por su salud y preveían un aluvión de tumores, disfunciones y enfermedades por culpa de ese artefacto de tan mala reputación. Así pues, esperó a que una mujer con edad de concebir saliera o entrara de la comunidad de vecinos. La espera le resultó eterna y eso que estaba acostumbrado a echarle paciencia a sus metas. Para bien o para mal, una señora, más próxima a los cuarenta que a los treinta, penetró en el inmueble. Emilio la llamó. «Buenas, señora, no quisiera meterme en su vida privada, pero si su marido no puede embarazarla, yo vendo mi semen», comenzó a hablar con timidez y cierto recato. Ella se desplomó, lloró y, a pesar de los pronósticos de cualquier persona cuerda, acabó alimentando el desmadre de Emilio.
― ¡Menuda desgracia, buen hombre! Mi marido es manso. Sus espermatozoides tienen menos movilidad que la pobre de mi madre, que está en coma. Y todo por culpa de la puta antenita de los cojones.
― ¿La antenita de los cojones? ¡La primera vez que escucho a alguien llamarle al pene así! Según tengo entendido, buena mujer, y muy buena que está ‒sacó a relucir su faceta pícara‒, en esto del semen influyen los testículos sobre todo.
― ¡No me haga reír, señor! Me está interesando comprarle el semen, pero antes quiero conocerlo mejor y hablar con mi esposo ‒calló de repente‒. Definitivamente, ¿vende con b?
― ¿Qué es be? ‒se extrañó‒. ¡A mí con dinero contante y sonante!
― ¿¡Quiere que le compre el semen en B!? ‒se escandalizó ella.
― ¿De qué me habla, señora? ¿Qué es be?
― En negro. No pienso estafar al Estado. Yo no le pienso comprar el semen en negro ‒dijo decidida.
― ¡Por supuesto que es en blanco! ¿Cómo va a haber semen negro?
― Inculto, claro que hay semen en negro, ¿cómo nacen, si no, los negros? Pues del semen negro, ¿y los blancos? Del semen blanco.
― ¿Y los chinos? ¿Del amarillo? ¿Y los mulatos? ¿Qué hacen, mezclarlo como si fuera leche con cacao? ‒ironizó Emilio.
― Mira, déjalo, se lo pido a mi padre, que ya veo que usted tiene genes defectuosos.
Las adversidades se iban encadenando y, según los pronósticos, la cadena venía acompañada de pretensiones bien ambiciosas. Un kilómetro de largo a base de eslabones de tormento, sorpresas aciagas y amargura. Un SMS se convirtió en el meteorólogo al pronosticar la tempestad emocional de Emilio. Abrir aquel mensaje supuso inaugurar una etapa complicada, cuya salida se encontraba inmediatamente después de la aceptación de la realidad. «Don Emilio Molina el banco de semen de Galínez del Azahar le comunica que, una vez revisada su muestra de esperma, ha detectado que usted padece una infertilidad idiopática. Para más información, visite nuestra clínica». Con el alma helada y el cuerpo petrificado, consultó Wikipedia y descubrió que su ilusión de ser padre tendría el mismo final que aquel sueño en que él era un afamado capitán de un crucero y las mujeres y el dinero le llovían a cántaros.
Entre lágrimas y güisqui, se despidió de la paternidad. Adiós a cambiar pañales, a hacer biberones o a calentar potitos. Adiós a acabar con los tímpanos destrozados de tanto llanto… Jamás tendría un retoño con que disfrutar de sus primeros pasos y de sus primeras palabras, al que enseñar a montar en bicicleta o ayudarle con los deberes del colegio. Un retoño con el que emocionarse al ver cómo iba creciendo y madurando, mientras su padre afrontaba la soledad y las enfermedades de la vejez.
Próximo capítulo: PALOMITAS DE MAÍZ Y DOS ESPECTROS DEL PASADO
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