lunes, 7 de julio de 2014

«El amor de la hoja roja» - HÉROES Y VILLANOS 16


CAPÍTULO 16. EL AMOR DE LA HOJA ROJA
Las piedras han de rodar para ser redondas y, a medida que circulan por el barranco del tiempo trascurrido, se acercan más al acantilado del silencio. Desaparecen, se convierten en arena. Y quedan relegadas al fondo del olvido. Nadie las recuerda, nadie las mima. Ellas pertenecieron a un tiempo pretérito, por cuyos boquetes se deslizan los resquicios y la herencia de lo que en otra época fueron. El ser humano, al igual que las piedras, está condenado a olvidar y a ser olvidado, está destinado a nacer, pero también a morir.

Fulgencio cada vez era más consciente de que su consistencia era más arenosa que pétrea, era un fantasma de su propio yo anterior. Si antes masticaba las horas dirigiendo su empresa o eliminando toda mota de polvo que se osaba a posarse sobre el mobiliario, ahora se entretenía moderando las discusiones entre octogenarios en una residencia de ancianos, su hogar desde las postrimerías de enero. U ordenando las fotografías en su escueta mesita de noche. Ya se había convertido en un ritual besar la foto de su esposa, que murió cuando aún era un hombre cargado de ilusiones a la espalda y de ideas felices en la mente. Besaba la foto y deslizaba sus dedos por el marco frío del cristal. Veintiocho años atrás, con sus días y sus noches, lo distanciaban de los últimos latidos de su corazón. No obstante, su amor vencía a la muerte, por mucho que su otra mitad descansara sobre el frío mármol por los siglos de los siglos. Otra tradición asentada, si bien con un aval más liviano, era la de guardar en el cajón la foto de su hijo, Emilio. A modo de protesta. Por sus visitas, cada vez más esporádicas, más breves y no mucho más sustanciosas. Por su escaso interés en fortalecer los lazos paterno-filiares, por su inmensa desidia a la hora de disfrutar de sus últimos años, de la hoja roja de su existencia.

La mañana del lunes se escapó de la residencia para visitar a su hijo. Era el único modo factible de charlar con este. No lo hizo solo, lo acompañó una compañera de tardes tranquilas, interrumpidas en llantos injustificados, servidos por la locura de la vejez, y aderezadas por la desesperación. Desesperación, a veces, por la demora de la llegada de la muerte y, otras, por unos hijos que habían desarraigado de sus recuerdos a quienes les dieron educación, valores y la vida misma. Regresó a su vivienda durante unas horas, aquella que levantó con el sudor de su frente y la fuerza de sus bíceps, en otro tiempo fuertes y voluminosos. Fulgencio, su compañera de la residencia, Emilio y sus dos compañeros de venturas, en gran parte, desdichadas, ocuparon el sofá, el sillón y un par de sillas de roble. El mobiliario anticuado fue cómplice del desfile de sorpresas, sustos y disgustos que pasearon por la tráquea del soltero cuarentón, tras un comienzo protocolario y ejemplar, trufado de expresiones básicas para todo buceador en el inmenso océano de la lengua castellana. Expresiones como «Buenos días, papá, ¿qué haces aquí?», «Encantado de conocerla, señora» o «Me alegra verlo, Fulgencio».

― Bueno, papá, ahora es cuando me dirás a qué has venido, ¿no? ―dijo Emilio.
— Me encerraste en un residencia. En un calabozo sin barrotes de hierro macizo, pero con unas normas estrictas. No fumar en el salón, acostarse antes de las diez, no tocar el culo a las auxiliares, no tomar bebidas alcohólicas...
― ¿Y? ―preguntó su hijo, quien aún no había descifrado la información implícita de sus palabras.
― Olé, olé por tu inteligencia. Cada día tengo más claro que absorbías con tanta fuerza la leche del biberón que te llegó al cerebro y acabaste haciendo un pantano blanco en tu cráneo.
― Ya somos dos ―se unió a la hipótesis Francisco.
— No, tres ―también lo hizo Carlos.
― Cuatro, pero a mí me pones dos churros solo, que mañana viene a mi crucero mi madre y no me puede ver gorda ―terció la anciana.
― ¡¿Pero qué dice la vieja?! ―exclamó Emilio―.
― Un respeto, hijo, que es tu futura madre ―prosiguió Fulgencio.
— Papá, ¿cómo dices? ¿He oído lo que oído?
― Sí, hoy es domingo ―respondió con palabras deslavazadas e inconexas la anciana―. Ayer era lunes, así que hoy es domingo.
― Hijo, te presento a Amalia, mi novia. La he conocido en la residencia y estoy locamente enamorado de ella. Aunque, ya sabes, tu madre siempre estará en mi corazón, porque... Vengo a pedirte permiso, hijo mío.
― ¿Permiso a tu edad? Haz lo que te salga de los huevos, bueno, con tu edad, lo que te salga de los huesos. ¿Vais en serio?
— Por supuesto. Nos hemos revolcado por las sábanas y todo.
― Papá, que la auxiliar os cambie los pañales y os eche polvo de talco no es hacer el amor.
― Ya, pero Paqui, la auxiliar, menuda foca de metabolismo lento, nos limpia juntos, en la misma cama, ¿te parece poco ese acto de amor?
― Papá, yo hablaba de darle un capricho al cuerpo, movimiento... Alegría.
― ¿Y qué quieres, que tome viagra y acabe tieso en el átaud?
― Hablando de viagras, Fulgencio, tienes que echarle aceite a las viagras de la puerta, que hacen un ruido tremendo. Mamá, cada vez que viene a verme, me protesta ―interrumpió Amalia.
― Fulgencio, tu alma gemela se cree que el jamón york es su madre ―dijo con socarronería Carlos―.
― Y la puerta tiene bisagras, no viagras ―apuntó Emilio.
― Dejadla, se ha perdido ―le quitó importancia Fulgencio al asunto.
― ¡Si está aquí sentada en el sofá!
― Hijo, no me refería a eso.
― ¿Se ha despendolado la mujer? ¡Le va el vicio, ahí es nada!
― No, que ha tenido un lapsus. Es que Amalia tiene mucha vida interior. Eso fue lo que me enamoró de ella.
― Cierto ―corroboró Francisco sus palabras―. Yo hablé años atrás con ella desde la celosía y la mujer es así.
― ¿¡Qué encima es celosa?! Papá, déjala, déjala. Ya sabes lo que me ocurrió a mí con la innombrable ―se alarmó Emilio.
― Hijo, cómprate un diccionario. En serio, te hace falta. Ella es un amor.
― Me lo compré, pero el primo Guille lo utilizó para liar porros. Era tacaño hasta para eso.
― Ahora no pongas excusas, toda la vida, igual. Cuarenta añazos y tienes el coco de un crío de cuatro.
― Y no es lo único que tiene de esa edad ―disparó con humor ácido Carlos, vanagloriándose de sus propias ocurrencias.
― Es que mi hijo, siempre, ha sido un remolón.
― Gracias, papá, gracias. Pero, un consejo, que tú también quieres hacerte el jovenzuelo: mola mazo o esto es super molón ya no se oyen.
― ¿Es que te has quedado sordo, hijo? Lo pillas todo, salvo a las mujeres y la inteligencia.
― No se oyen, no se usan ―reformuló su idea.
― Hasta ahí llego, descerebrado.
Remolón significa ʻvagoʼ ―explicó el político.
― Calla, pedante, sabiondo e imbécil, o, mejor lo diré en vuestro idioma, rehumilde, resabio y reinteligente. Y reCarlos.
― ¡Ey! ―se defendió Carlos― Conmigo, no te metas.
― ¿A dónde?
― Bueno, hijo, corramos un túpido velo. Además de nuestro noviazgo, quería hablarte de nuestros planes de futuro.
― ¿Incineración o entierro de toda la vida?
― No me refería a eso, bestia.
― Entonces, ¿donar el cuerpo a la ciencia o donar órganos?
― Cállate, hijo, cada vez que hablas subes el pan. ¿Eres político o qué? ―se molestó Fulgencio―. Me voy a casar con Amalia.
― ¡Papá! ―escupió Emilio, sorprendido por la noticia, el agua que estaba ingeriendo―. ¡¿Cómo que te casas?!
― Esta tarde hay drama proletario ―ironizó Carlos―. No hay mal que por bien no venga, Emilio. Las flores de la novia le valdrán para el entierro. No les dará tiempo ni a ponerse mustias. Será la novia cadáver.
― Yo también estuve en Murcia ―terció esta mostrando que sus conexiones cerebrales habían desconectado desde hace mucho de la realidad―. No veáis qué discusión tuve con aquel hombre rechoncho, que bebía vino del porrón. Él decía que la paella de pollo se llamaba arroz y pollo en Murcia. La paella es valenciana de toda la vida, mi mamá siempre se lo dice al sereno.
― Amalia, ¿cómo te pidió matrimonio? ―preguntó Carlos con curiosidad―.
― Papá no está, lo siento. Vendrá el mes que viene. Cuando se va a pescar, tarda semanas y semanas sin venir. ¿Tenéis una radio? A lo mejor están echando la nueva canción de Nino Bravo. Al partir un beso y una flor...
― ¡Ojalá los ángeles te oyeran! ¡Ojalá pudiéramos retroceder en el tiempo y disfrutar de su voz, de su talento inigualable! La noche en que partió lloré. Lloré por el dolor de pensar que su existencia había sido fugaz. Nos dejó huérfanos a todos los seguidores ―exclamó Francisco sacando a relucir su fanatismo hacia la voz masculina más grande que ha tenido España.

Quince minutos después, regresaron a la residencia, a fin de no perderse el instante más placentero del día, el de la merienda, en que, a veces, las auxiliares repartían bizcochitos bañados en chocolate, flanes de vainilla e infusiones. No eran la panacea para el tedio, pero cualquier sabor, olor o sonido que los retrotrajera a la felicidad de sus años pasados resultaba un oasis en un desierto, donde la soledad, la aridez en el trato de algunas trabajadoras y el abandono de gran parte de las familias se erigían como la cara más visible de aquel lugar. Pero, antes de eso, padre e hijo hablaron en la intimidad de la cocina despoblada.

― Papá, venga, dime ahora que estabas de coña. ¿Cómo te vas a casar? ¡Si ni siquiera te casan los huesos ya!
― Casándome. Voy a cambiar el testamento y le voy a dejar todos mis bienes. Olvídate de la herencia.
― Papá, he estado contigo durante tantos años, cuarenta, para ser exactos. Quítale, si quieres, nuestras etapas de enfado, pero siempre he estado ahí, al pie del cañón. No es justo que me arrebates todo así, de golpe, y sin anestesia.
― ¡Vaya, hijo! ¡Vaya hijo! A ti solo te importa la herencia. Y mi felicidad, un pimiento. Si tanto me quieres, ¿por qué no vienes a verme ya? ¿Por qué no me invitas a tu casa, bueno, mi casa?
― Papá, yo te quiero. Hemos estado como el perro y el gato toda la vida, pero sé que eres la única persona en este mundo que ha estado siempre, cuando te he necesitado y cuando no. Cuando he sido un buen hijo, pero, más aún, cuando he sido un capullo. A veces no te entiendo y, tal vez, jamás comprenda ese afán por sobreprotegerme, por querer contralarlo todo o por limpiar todo el rato, pero te quiero, te respeto, te amo.
― Gracias, hijo. ¡No sabes lo feliz que me hace escuchar eso de ti! ―fue incapaz de contener las lágrimas.
― De hombre a hombre, ¿qué noche de bodas piensas darle a esa mujer? Ya no estás hecho un chaval.
― ¿¡Que no estoy hecho un chaval!? Pues la acabo de preñar. Sí, hijo, vas a tener un hermanito.
― Papá, ¿te has ido?
― No, hijo, sigo aquí. ¿No me ves?
― Claro, que te veo, pero es que estás chocheando... Amalia no puede estar embarazada con setenta años. Lo suyo no es un embarazo, son gases.
― ¿No me digas? Lo sé, el chiringuito de su maternidad se cerró hace veinte años. Pero, quiero que sepas dos cosas. La primera, que a esta edad la sexualidad se disfruta de otra manera. Ya no tengo la necesidad de copular. El amor a mis años pierde en genitalidad, pero gana en pasión, en confianza, en franqueza. Se disfruta viéndonos desnudos, simplemente, pero, sobre todo, sabiendo que, mientras esperamos a que Dios nos lleve, hay alguien con quien compartir este trance, esta sensación de fin de fiesta, de fin de la existencia, que es aún más grave. La segunda cosa es que ni Amalia está embarazada, ni me voy a casar con ella ni somos pareja. Es una vieja más, que, por un frasco de colonia de Mercadona, ha aceptado venir a casa. Necesitaba una excusa para verte, para que escarmentaras y supieras que, mientras vives tu vida, hay alguien, tu padre, que muere por compartirla contigo, porque sabe que el final está a la vuelta de la esquina.

Así las cosas, Emilio fue consciente, ahora, de verdad, de que su padre había comenzado el tiempo de descuento. Quedaba poco. Cinco, diez años, tal vez quince... Quizá el hecho de que la muerte le pisara los talones no le inquietaba tanto como la sensación de estar perdiendo el tiempo, pese a tener una mente sana y un cuerpo que lograba ponerse en pie día tras día, pese a la necesidad de medicarse y apoyarse en un bastón. Los glóbulos rojos, cargados de vida, parecían precipitarse al vacío, desde la hemorragia del hastío, del tiempo perdido y de los despertares condenados a encadenarse sin sobresaltos, mas tampoco con motivos por que levantarse un mañana más. Cada día era una mera copia de la anterior. Tampoco contribuía la impresión de que, por muchos esfuerzos que hiciera, la casualidad o la causalidad se habían empecinado en negarle nuevas experiencias. El amor de la hoja roja estaba exprimiéndose a pasos agigantados; su vida ya lo había hecho. 

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