CAPÍTULO
16. EL AMOR DE LA HOJA ROJA
Las
piedras han de rodar para ser redondas y, a medida que circulan por
el barranco del tiempo trascurrido, se acercan más al acantilado del
silencio. Desaparecen, se convierten en arena. Y quedan relegadas al
fondo del olvido. Nadie las recuerda, nadie las mima. Ellas
pertenecieron a un tiempo pretérito, por cuyos boquetes se deslizan
los resquicios y la herencia de lo que en otra época fueron. El ser
humano, al igual que las piedras, está condenado a olvidar y a ser
olvidado, está destinado a nacer, pero también a morir.
Fulgencio
cada vez era más consciente de que su consistencia era más arenosa
que pétrea, era un fantasma de su propio yo anterior. Si antes
masticaba las horas dirigiendo su empresa o eliminando toda mota de
polvo que se osaba a posarse sobre el mobiliario, ahora se entretenía
moderando las discusiones entre octogenarios en una residencia de
ancianos, su hogar desde las postrimerías de enero. U ordenando las
fotografías en su escueta mesita de noche. Ya se había convertido
en un ritual besar la foto de su esposa, que murió cuando aún era
un hombre cargado de ilusiones a la espalda y de ideas felices en la
mente. Besaba la foto y deslizaba sus dedos por el marco frío del
cristal. Veintiocho años atrás, con sus días y sus noches, lo
distanciaban de los últimos latidos de su corazón. No obstante, su
amor vencía a la muerte, por mucho que su otra mitad descansara
sobre el frío mármol por los siglos de los siglos. Otra tradición
asentada, si bien con un aval más liviano, era la de guardar en el
cajón la foto de su hijo, Emilio. A modo de protesta. Por sus
visitas, cada vez más esporádicas, más breves y no mucho más
sustanciosas. Por su escaso interés en fortalecer los lazos
paterno-filiares, por su inmensa desidia a la hora de disfrutar de sus
últimos años, de la hoja roja de su existencia.
La
mañana del lunes se escapó de la residencia para visitar a su hijo.
Era el único modo factible de charlar con este. No lo hizo solo, lo
acompañó una compañera de tardes tranquilas, interrumpidas en
llantos injustificados, servidos por la locura de la vejez, y
aderezadas por la desesperación. Desesperación, a veces, por la
demora de la llegada de la muerte y, otras, por unos hijos que habían
desarraigado de sus recuerdos a quienes les dieron educación,
valores y la vida misma. Regresó a su vivienda durante unas horas,
aquella que levantó con el sudor de su frente y la fuerza de sus
bíceps, en otro tiempo fuertes y voluminosos. Fulgencio, su
compañera de la residencia, Emilio y sus dos compañeros de
venturas, en gran parte, desdichadas, ocuparon el sofá, el sillón y
un par de sillas de roble. El mobiliario anticuado fue cómplice del
desfile de sorpresas, sustos y disgustos que pasearon por la tráquea
del soltero cuarentón, tras un comienzo protocolario y ejemplar,
trufado de expresiones básicas para todo buceador en el inmenso
océano de la lengua castellana. Expresiones como «Buenos días,
papá, ¿qué haces aquí?», «Encantado de conocerla, señora» o
«Me alegra verlo, Fulgencio».
― Bueno,
papá, ahora es cuando me dirás a qué has venido, ¿no? ―dijo
Emilio.
— Me
encerraste en un residencia. En un calabozo sin barrotes de hierro
macizo, pero con unas normas estrictas. No fumar en el salón,
acostarse antes de las diez, no tocar el culo a las auxiliares, no
tomar bebidas alcohólicas...
― ¿Y?
―preguntó su hijo, quien aún no había descifrado la información
implícita de sus palabras.
― Olé,
olé por tu inteligencia. Cada día tengo más claro que absorbías
con tanta fuerza la leche del biberón que te llegó al cerebro y
acabaste haciendo un pantano blanco en tu cráneo.
― Ya
somos dos ―se unió a la hipótesis Francisco.
— No,
tres ―también lo hizo Carlos.
― Cuatro,
pero a mí me pones dos churros solo, que mañana viene a mi crucero
mi madre y no me puede ver gorda ―terció la anciana.
― ¡¿Pero
qué dice la vieja?! ―exclamó Emilio―.
― Un
respeto, hijo, que es tu futura madre ―prosiguió Fulgencio.
— Papá,
¿cómo dices? ¿He oído lo que oído?
― Sí,
hoy es domingo ―respondió con palabras deslavazadas e inconexas la
anciana―. Ayer era lunes, así que hoy es domingo.
― Hijo,
te presento a Amalia, mi novia. La he conocido en la residencia y
estoy locamente enamorado de ella. Aunque, ya sabes, tu madre siempre
estará en mi corazón, porque... Vengo a pedirte permiso, hijo mío.
― ¿Permiso
a tu edad? Haz lo que te salga de los huevos, bueno, con tu edad, lo
que te salga de los huesos. ¿Vais en serio?
— Por
supuesto. Nos hemos revolcado por las sábanas y todo.
― Papá,
que la auxiliar os cambie los pañales y os eche polvo de talco no es
hacer el amor.
― Ya,
pero Paqui, la auxiliar, menuda foca de metabolismo lento, nos limpia
juntos, en la misma cama, ¿te parece poco ese acto de amor?
― Papá,
yo hablaba de darle un capricho al cuerpo, movimiento... Alegría.
― ¿Y
qué quieres, que tome viagra y acabe tieso en el átaud?
― Hablando
de viagras, Fulgencio, tienes que echarle aceite a las viagras de la
puerta, que hacen un ruido tremendo. Mamá, cada vez que viene a
verme, me protesta ―interrumpió Amalia.
― Fulgencio,
tu alma gemela se cree que el jamón york es su madre ―dijo con
socarronería Carlos―.
― Y
la puerta tiene bisagras, no viagras ―apuntó Emilio.
― Dejadla,
se ha perdido ―le quitó importancia Fulgencio al asunto.
― ¡Si
está aquí sentada en el sofá!
― Hijo,
no me refería a eso.
― ¿Se
ha despendolado la mujer? ¡Le va el vicio, ahí es nada!
― No,
que ha tenido un lapsus. Es que Amalia tiene mucha vida
interior. Eso fue lo que me enamoró de ella.
― Cierto
―corroboró Francisco sus palabras―. Yo hablé años atrás con
ella desde la celosía y la mujer es así.
― ¿¡Qué
encima es celosa?! Papá, déjala, déjala. Ya sabes lo que me
ocurrió a mí con la innombrable ―se alarmó Emilio.
― Hijo,
cómprate un diccionario. En serio, te hace falta. Ella es un amor.
― Me
lo compré, pero el primo Guille lo utilizó para liar porros. Era
tacaño hasta para eso.
― Ahora
no pongas excusas, toda la vida, igual. Cuarenta añazos y tienes el
coco de un crío de cuatro.
― Y
no es lo único que tiene de esa edad ―disparó con humor ácido
Carlos, vanagloriándose de sus propias ocurrencias.
― Es
que mi hijo, siempre, ha sido un remolón.
― Gracias,
papá, gracias. Pero, un consejo, que tú también quieres hacerte el
jovenzuelo: mola mazo o esto es super molón ya no se
oyen.
― ¿Es
que te has quedado sordo, hijo? Lo pillas todo, salvo a las mujeres y
la inteligencia.
― No
se oyen, no se usan ―reformuló su idea.
― Hasta
ahí llego, descerebrado.
― Remolón
significa ʻvagoʼ ―explicó el político.
― Calla,
pedante, sabiondo e imbécil, o, mejor lo diré en vuestro idioma,
rehumilde, resabio y reinteligente. Y reCarlos.
― ¡Ey!
―se defendió Carlos― Conmigo, no te metas.
― ¿A
dónde?
― Bueno,
hijo, corramos un túpido velo. Además de nuestro noviazgo, quería
hablarte de nuestros planes de futuro.
― ¿Incineración
o entierro de toda la vida?
― No
me refería a eso, bestia.
― Entonces,
¿donar el cuerpo a la ciencia o donar órganos?
― Cállate,
hijo, cada vez que hablas subes el pan. ¿Eres político o qué? ―se
molestó Fulgencio―. Me voy a casar con Amalia.
― ¡Papá!
―escupió Emilio, sorprendido por la noticia, el agua que estaba
ingeriendo―. ¡¿Cómo que te casas?!
― Esta
tarde hay drama proletario ―ironizó Carlos―. No hay mal que por
bien no venga, Emilio. Las flores de la novia le valdrán para el
entierro. No les dará tiempo ni a ponerse mustias. Será la novia
cadáver.
― Yo
también estuve en Murcia ―terció esta mostrando que sus
conexiones cerebrales habían desconectado desde hace mucho de la
realidad―. No veáis qué discusión tuve con aquel hombre
rechoncho, que bebía vino del porrón. Él decía que la paella de
pollo se llamaba arroz y pollo en Murcia. La paella es
valenciana de toda la vida, mi mamá siempre se lo dice al sereno.
― Amalia,
¿cómo te pidió matrimonio? ―preguntó Carlos con curiosidad―.
― Papá
no está, lo siento. Vendrá el mes que viene. Cuando se va a pescar,
tarda semanas y semanas sin venir. ¿Tenéis una radio? A lo mejor
están echando la nueva canción de Nino Bravo. Al partir un beso
y una flor...
― ¡Ojalá
los ángeles te oyeran! ¡Ojalá pudiéramos retroceder en el tiempo
y disfrutar de su voz, de su talento inigualable! La noche en que
partió lloré. Lloré por el dolor de pensar que su existencia había
sido fugaz. Nos dejó huérfanos a todos los seguidores ―exclamó
Francisco sacando a relucir su fanatismo hacia la voz masculina más
grande que ha tenido España.
Quince
minutos después, regresaron a la residencia, a fin de no perderse el
instante más placentero del día, el de la merienda, en que, a
veces, las auxiliares repartían bizcochitos bañados en chocolate,
flanes de vainilla e infusiones. No eran la panacea para el tedio,
pero cualquier sabor, olor o sonido que los retrotrajera a la
felicidad de sus años pasados resultaba un oasis en un desierto,
donde la soledad, la aridez en el trato de algunas trabajadoras y el
abandono de gran parte de las familias se erigían como la cara más
visible de aquel lugar. Pero, antes de eso, padre e hijo hablaron en
la intimidad de la cocina despoblada.
― Papá,
venga, dime ahora que estabas de coña. ¿Cómo te vas a casar? ¡Si
ni siquiera te casan los huesos ya!
― Casándome.
Voy a cambiar el testamento y le voy a dejar todos mis bienes.
Olvídate de la herencia.
― Papá,
he estado contigo durante tantos años, cuarenta, para ser exactos.
Quítale, si quieres, nuestras etapas de enfado, pero siempre he
estado ahí, al pie del cañón. No es justo que me arrebates todo
así, de golpe, y sin anestesia.
― ¡Vaya,
hijo! ¡Vaya hijo! A ti solo te importa la herencia. Y mi felicidad,
un pimiento. Si tanto me quieres, ¿por qué no vienes a verme ya?
¿Por qué no me invitas a tu casa, bueno, mi casa?
― Papá,
yo te quiero. Hemos estado como el perro y el gato toda la vida, pero
sé que eres la única persona en este mundo que ha estado siempre,
cuando te he necesitado y cuando no. Cuando he sido un buen hijo,
pero, más aún, cuando he sido un capullo. A veces no te entiendo y,
tal vez, jamás comprenda ese afán por sobreprotegerme, por querer
contralarlo todo o por limpiar todo el rato, pero te quiero, te
respeto, te amo.
― Gracias,
hijo. ¡No sabes lo feliz que me hace escuchar eso de ti! ―fue
incapaz de contener las lágrimas.
― De
hombre a hombre, ¿qué noche de bodas piensas darle a esa mujer? Ya
no estás hecho un chaval.
― ¿¡Que
no estoy hecho un chaval!? Pues la acabo de preñar. Sí, hijo, vas a
tener un hermanito.
― Papá,
¿te has ido?
― No,
hijo, sigo aquí. ¿No me ves?
― Claro,
que te veo, pero es que estás chocheando... Amalia no puede estar
embarazada con setenta años. Lo suyo no es un embarazo, son gases.
― ¿No
me digas? Lo sé, el chiringuito de su maternidad se cerró hace
veinte años. Pero, quiero que sepas dos cosas. La primera, que a
esta edad la sexualidad se disfruta de otra manera. Ya no tengo la
necesidad de copular. El amor a mis años pierde en genitalidad, pero
gana en pasión, en confianza, en franqueza. Se disfruta viéndonos
desnudos, simplemente, pero, sobre todo, sabiendo que, mientras
esperamos a que Dios nos lleve, hay alguien con quien compartir este
trance, esta sensación de fin de fiesta, de fin de la existencia,
que es aún más grave. La segunda cosa es que ni Amalia está
embarazada, ni me voy a casar con ella ni somos pareja. Es una vieja
más, que, por un frasco de colonia de Mercadona, ha aceptado venir a
casa. Necesitaba una excusa para verte, para que escarmentaras y
supieras que, mientras vives tu vida, hay alguien, tu padre, que
muere por compartirla contigo, porque sabe que el final está a la
vuelta de la esquina.
Así
las cosas, Emilio fue consciente, ahora, de verdad, de que su padre
había comenzado el tiempo de descuento. Quedaba poco. Cinco, diez
años, tal vez quince... Quizá el hecho de que la muerte le pisara
los talones no le inquietaba tanto como la sensación de estar
perdiendo el tiempo, pese a tener una mente sana y un cuerpo que
lograba ponerse en pie día tras día, pese a la necesidad de
medicarse y apoyarse en un bastón. Los glóbulos rojos, cargados de
vida, parecían precipitarse al vacío, desde la hemorragia del
hastío, del tiempo perdido y de los despertares condenados a
encadenarse sin sobresaltos, mas tampoco con motivos por que
levantarse un mañana más. Cada día era una mera copia de la
anterior. Tampoco contribuía la impresión de que, por muchos
esfuerzos que hiciera, la casualidad o la causalidad se habían
empecinado en negarle nuevas experiencias. El amor de la hoja roja
estaba exprimiéndose a pasos agigantados; su vida ya lo había
hecho.
Capítulo siguiente: QUITASANG, NUEVE DE CADA DIEZ ASESINOS LO RECOMIENDAN (Capítulo 17)
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