CAPÍTULO 5. CINCO HORAS CON ANTONIO
Don
Francisco es de ese tipo de personas que reciclan los tiempos muertos
aderezándolos de reflexiones y filosofía. Después de sentarse en
un sofá mullido, pero helado como un albornoz de hielo, tras la
visita de Adriana, Francisco recuesta levemente la nuca en la pared
hasta notar el contacto frío de su superficie. Siente la mano
derecha dolorida y los labios tumefactos de tanto besar. Besos,
apretones y otras muestras de afecto desfilan por la sala 3 del
tanatorio. Es medianoche y a falta de nueve horas para el funeral, la
concurrencia no decrece. La gente nunca es la misma, pero la densidad
no disminuye. Al principio, el velatorio resultó convencional y
previsible. Caras largas, silencios insidiosos. Fue José, un vecino
tan inoportuno como un herpes horas antes de una primera cita, quien
quebró la tirantez con un chiste, el de la prostituta con halitosis.
Un chiste de mal gusto en una boca inoportuna que tiró por tierra
más de diez horas de rostros serios y caras hipócritas de
responsabilidad fingida. De peor gusto fueron las reacciones de La
Pili, una prostituta de moral laxa y sin miramientos a la hora de
chantajear a sus clientes, y de Belén, un olor a ajo permanente en
un cuerpo femenino de infarto. «Ya no eres cura, así que...
¿quieres ver mis ingles depiladas?», le propuso ella. «Cierra ese
estercolero que tienes por boca o
por ano, Belén, o te denuncio por homicidio», le contesta
Francisco.
— Debes
dormir un poco, Paco. Me encanta verte así de entero, pero reconoce
que estás agotado. Como yo –Emilio disimula con la mano un bostezo
sonoro.
—
Dormir,
no, Emilio. Tenemos que estar con él. Es su última noche. Aún me
parece mentira, fíjate; hace algo más de un año lo conocimos, nos
conocimos; le ayudamos a superar el divorcio con la loca de Pilar y a
hacer las paces con su hija Laura... Y, ahora, míralo; ahí tras el
escaparate, dentro de una caja de pino y una mortaja del año
catapún. No somos nadie.
— Oye,
un respeto –tercia aludida Pilar, que había puesto la oreja–. Me
divorcié porque era una marido cojín. Cuarenta años casados y el
único regalo que me hizo en su vida fue una máquina de coser y de
eso hace ya veinticinco años.
— No
quiero meter el dedo en la llaga –replica Francisco–, pero la
loca eres tú, que siendo cura te me tiraste varias veces a la
bragueta...
— Una
cremallera no se baja si dos no quieren –contesta ella–. Yo, por
lo menos, no soy una asesina, como él. ¡Ay, mi Laura, que está en
la cárcel y no se va a poder despedir de su padre!
«¡Pobre
Antonio! No se lo merecía», «Que Dios lo guarde en su gloria» o
«¡Qué vida más injusta! ¡Siempre se van los mejores!» son
expresiones que se repiten en la sala constantemente, con la
insistencia de los estribillos de las canciones del verano. «Bueno,
lo que se dice bueno no era, ¡que mató a Isidoro y le echó el
muerto a sus amigos», apostilla una y otra vez Julián, el nuevo
sacerdote de Galínez del Azahar, tras la expulsión de Francisco,
quien no veía con buenos ojos que un chantajista de primera clase
pudiera dar lecciones de moral.
— ¡Eh,
Carlos! ¿Sabes si el tal Julián es gay? Da gusto ver hombres tan
rudos y con esa barba de tres días... –salió, de repente, el
amigo de Carlos de algún lugar recóndito, como el cotillón.
— ¡Es
el cura, Javier! ¿No has visto la sótana?
— ¿Y?
Todos tenemos defectos.
— ¡¿Que
tiene defectos el cura?! Y yo que le iba a pedir semen para ver si me
quedo preñada de una puta vez –les interrumpe la señora que
negoció con Emilio por sus espermatozoides.
—
Obviamente,
es cura –responde Javier–. Ya hay que ser tontos para perderse
los placeres de la carne. Y qué carne, madre mía.
— ¿Que
se pierde los placeres de la carne el cura? Ja. Ya te aseguro que no.
Disfruta, exactamente, dos veces por semanas, cuando vengo de pilates
–tercia la exnovia de Emilio, Débora, que los estaba escuchando.
— ¡Solo
de imaginármelo, me está poniendo burro! –exclama Javier.
— Un
poco burro sí que eres –replica Carlos.
— Pues
te hostio –el gay le pega un puñetazo en medio de la concurrencia.
Algunos
aprovechan el percance para hacerse notar. Un político nuevo
licenciado en Ciencias políticas y experto en despotricar contra la
casta con cinismo y discursos populistas reparte octavillas y arranca
una proclama.
—
Reformemos
la Constitución, el modelo socieconómico y devoremos a la casta. No
más represión hacia vosotros, obreros míos. Los empresarios han de
escarmentar.
— Oye,
que yo soy empresario –se ofende João, el antiguo jefe de Emilio–.
Restaurante João el Portugués en Galínez del Azahar.
— Pues
iré por la vía rápida... Quién me ayude a implantar una dictadura
en el país, le invito a una ración de pizza con atún. ¿Quién
quiere pizza? –llama a una pizzería al ver el apoyo de los
asistentes con complejo de borrego–. Tenía que haberles comprado
sus votos con una galletita salada por cabeza. Seguro que pican.
—
Bueno,
ahora déjame a mí publicitarme –tercia una empleada de
Movistorm–. ¿Quién quiere contratar una línea de ADSL con una
oferta incomparable?
— Pues
mi operador también dice lo mismo de la suya, que era incomparable
–la corrige Helena, la exalumna adolescente de Francisco, mientras
se morreaba con El Balas.
— Pero,
la de Movistorm es mejor, es más incomparable.
— Eso
es una incoherencia –le reprocha Rodolfo, el cuñado filósofo del
expárroco, mientras Isabel, su mujer, intenta taparle la boca–.
¡Cómo se nota que en clase de Filosofía te metías rayas, porrera!
— He-he
al-algui-alguien ha dicho-cho ra-ra-ra-rayas chorayas –grita
un camello tartamudo desde la otra punta de la sala, a pesar de que
su interlocutor, otro camello, está a su lado.
— Y,
además, las condiciones serán para cagarse en la madre que las
parió –apostilla El Balas a la de Movistorm.
—
¡Paparruchas!
Solo tienes que sernos fiel doce meses; luego, si nos dejas, solo te
torturaremos llamándote a todas horas y persiguiéndote por las
calles hasta que vuelvas agradecido con la mano que te llevó a la
fibra óptica. Si te quejas por la mala conexión, tampoco pasa nada.
Tú llámanos, que ya nosotros te haremos el caso que mereces: cero.
Y como nos demandes, te mandamos un sicario y ya está.
—
¡Tenemos
coca, de la buena, de la que coloca! Coca, coca, señores –interrumpe
la tertulia el otro camello.
—
Venga,
dame un gramo –le dice la joven que siete meses atrás le había
ofrecido al difunto el décimo que acabó siendo el Gordo de
Navidad–. Que me voy de campamento.
—
¡Arrestados
quedan, señores, por venta de estupefacientes! –dicen al unísono
la comisaria Rodríguez y el inspector Gómez, quienes descubrieron
que el crimen pasional de Antonio, tras dejar en la cuneta su
apariencia de anciano entrañable.
— No,
policías. Esto no es coca, es bicarbonato, que es muy bueno para la
acéatica. Suéltenos.
— Os
vais a podrir en la cárcel –amenaza ella.
— ¡Por
fin! ¡Ya era ho-hora, po-po-policías! ¡Que que que ganas te-tenía
de co-memer todos los dí-días! Se acabó-bó pa-pa-pa-sar hambre.
¡Hu-hu-rra por la cárcel-cel!
La
concurrencia declina su trasiego a las tres de la madrugada. Pocos
quedan ya en la sala 3 del tanatorio. Y de esas pocas almas
presentes, una minoría puede jactarse de tener los ojos abiertos. En
un rincón, dos ancianas rezan con el rosario entre las manos.
Probablemente, más por permanecer despiertas que por la salvación
del alma del difunto, un almacén de pecados comprimido en un cuerpo
desgarbado, calvo y contrahecho. Pilar, junto con su yerno, pasea por
los pasillos, trufando los descansos con saqueos a las máquinas
expendedoras. Galletas de nata, café con leche, chocolate caliente,
cruasanes rancios o zumo de naranja, que, de acuerdo a sus arcadas,
debe de saber a todo menos a naranja. Emilio y Carlos duermen
plácidamente. Rozando los límites de la contaminación acústica
con ronquidos generosos y acompasados. Parece aquello una canción de
Pimpinela. Francisco pone las manos sobre el escaparate tras el que
descansa el cadáver y lee por enésima vez los mensajes de las
coronas funerarias. Se vanagloria, a su vez, del maquillaje del
muerto. «¡Hay que joderse! ¡Para
verlo adecentado, ha tenido que morirse!», se dice para sí.
«En
esto hemos conocido la
caridad, en que Él dio su vida por nosotros y nosotros debemos dar
nuestra vida por nuestros hermanos. El que tuviera bienes de este
mundo y viendo a su hermano pasar necesidad le cierra sus entrañas,
¿cómo mora en él la caridad de Dios?... En
lo que a ti te concierne, amigo, no te puedes quejar. Una exmujer tan
liberal que por su cama han pasado más hombres que ácaros; una hija
que, además de darte un nieto, te ayudó a envenenar a Isidoro; y
unos amigos, más pobres y hambrientos que un perro en un poblado
chabolista, pero ¿acaso podías encontrar algunos mejores? No,
desengáñate. Eras un buen hombre. Honrado, sensato y entrañable,
como cualquier anciano que se conforma con que su dentadura postiza
no se desplace por las encías desnudas. Pero, ahora, cuando más te
necesitaba, zas, te marchas. O, mejor dicho, envenenas al nuevo novio
de tu mujer (pobre Isidoro, él no se lo merecía) y, en lugar de
delatarte, como haría un hombre de pelo en pecho, o de huir, como
haría el inteligente, te quedas y nos culpas a todos. A Rodrigo, el
socio de Isidoro, a su empleado sin papeles (¿Abdul, verdad?) o a su
exmujer. Que no te digo que seas mala gente, Dios me libre, ¿me
oyes?, pero eso no se hace.
Siendo
sincero, no pondría la mano en el fuego. Que sí, que repartías con
Emilio y conmigo tu pensión, pero también pretendiste repartir la
responsabilidad en ese crimen. ¿¡Cómo se te ocurrió,
inconsciente!? Y, suerte que has tenido, amigo, que no todos los
presos encuentran entre rejas a alguien que los proteja de la
villanía de los otros encarcelados. Considérate afortunado, hombre.
Siempre quejándote de tu mala suerte, de los desagradecidos... ¿Y
tú qué? ¿Es que tú nos has tenido nada que ver? Que no niego que
seas sensato, pero, mira, ¿recuerdas aquella semana que te dio por
hablar a lo retro, como si esto fueran los ochenta y en las radios
sonara Like a
Virgin
de Madonna? «La
cagaste, Burn Lancaster», «¿de qué vas, Bitter Kas?» o «Dabuten,
mola cantidubi». Hasta las narices, amigo, de oír eso. Desfasado
total. Llegué a soñar con walkmans
y diskmans
que me perseguían y con las tapas, cual perro hambriento, querían
morderme. Y, ¿qué me dices de aquella noche que te drogaste?
¡Menuda vergüenza me hiciste pasar! ¿A quién se le ocurre con
sesenta y siete años irse de fiesta y meterse de todo? ¡Insensato!
Sí, insensato. Quería evitar el tema del envenamiento, sin embargo,
no me puedo reprimir. ¿Por qué tuviste que envenenarlo? ¿No te
valía con maniatarlo y ponerle en bucle Los
peces en el río?
Querido
Antonio, a ver, que eras sensato, honrado y entrañable. Mas, ¿no me
negarás que eras un hombre de otro siglo? Con una mentalidad más
anticuada que la del inventor de la rueda. Que no me preguntes cómo
se llama, que no lo sé. Pregúntale a San Pedro que lo tendrás al
lado. O a Satán. Es que Dios se tuvo que confundir en el reparto de
órganos. Debió de colocarte por error un corazón de lagartija y,
cuando se dio cuenta, ya te había puesto las costillas y el esternón
y se dijo: «Lo dejo así, que a lo mejor da el pego». Sí, algo
así. Ya le pasó, por ejemplo, con la creación de las tortugas. A
todas les dio casas y las que sobraron las repartió entre las cajas
del Monopoly y entre los humanos. Al parecer, empezó por el
hemisferio norte, por eso, amigo mío, en África hay tantos sin
techo. Y, no me entretengas más, camarada. Que por muy muerto que
estés, eso no te da derecho
a arrebatarme la palabra. Eres un antiguo, un austrolopitecus, un
carca. Un día le comenté tu caso a Lola, la psicóloga de Carlos, y
me dio la razón. ¿Insultas, disfrazado de Melchor, a un niño
afeminado? ¿Te burlas de una niña pija? Me duele en el alma
decirlo, pero eres un machista y así has acabado: solo y divorciado.
¿Y qué opinas de las madres solteras? Venga, no me lo digas.
Prejuicios y más prejuicios, amigo. Mira, Rocío Palazón, a la
Carlos embarazó hace ocho años. Sacó adelante a su hijo sola y, al
final, ¿para qué? ¿Para que una atracción de la feria lo
descalabrara? ¡Ay, Samuel, que en paz descanse! Eso sí que es una
madre coraje.
Deséngañate
de una vez, Antonio, que tú eres el único responsable de tus
problemas. Conoció Emilio el otro día a una pareja de lesbianas
felices, a pesar de los miles de obstáculos que se han interpuesto
en su relación por culpa de esta sociedad retrógada. Ya ves tú,
como si importara con quien se acuesta uno. Conoció, también, a
Amalia aquel día que vino a casa fingiendo ser la nueva novia de su
padre. Mira que está más ida que venida, pero es feliz. Con el
cerebro de adorno, con su madre y su padre pescador, sí, pero feliz.
Conoció Carlos a Jenny, una inmigrante con hepatitis, pero feliz.
Quien cree en la felicidad es feliz. Pero, tú no, tú eras un
descreído. Siempre alicaído, siempre tragando bilis. De tanta bilis
te atragantaste, y mírate ahí, con el sanbenito de asesino y
muerto.
Amigo,
y cuando más te necesito, te vas. Te abrí las puertas de mi casa y,
cuando me descuido, diste portazo a una paz que me estaba ganando con
sudor y lágrimas y a base de presidir misas sábados y domingos. Y,
claro, te has perdido muchas cosas. Hace nada he conocido a la novia
que le jodió la adolescencia y casi media vida a nuestro Emilio. Sí,
al final, se llamaba Alicia. También ha fallecido hace nada
Fulgencio y, claro, Emilio está destrozado. Un padre no se muere
todos los días. Por cierto, si algún día el Señor te perdona tus
perrerías, porque no te engañes, que no has sido bueno, que has
sido un judas de mucha cuidado, te suplico que saludes a mis padres,
a Salvadora, que es la madre de Emilio y a Nabila, una amiga de
Carlos. Diles que aquí nadie les olvida. Y, no como hiciste tú con
nosotros. Traidor. Pero, hablemos de otra cosa, que no quiero ponerte
a parir, que te lo mereces, pero no quiero romper la tradición de
recordar solo las virtudes de los muertos.
Y
lo peor de esto es que me estás poniendo de los nervios, es que te
rociaría gasolina y encendería fuego hasta verte arder. De los
nervios, ¿me oyes? Casi acabo en la cárcel por tu culpa, que no te
lo querido mencionar por respeto. Y, encima que te digo esto para que
en otra vida seas mejor persona, y tú ahí. Como si nada. Impávido.
Pero di algo, joder. Tú, ahí, descansando, como si por un oído te
entrara y por otro te saliera. ¡Un poquito de consideración! Seguro
que te estás mordiendo la lengua porque prefieres que yo acabe como
el malo de la película, ya ves tú. A mí no me engañas, que el
ictus que te dio ayer era un argucia para salir de la cárcel y que
la gente hablara de ti. Pues, mira dónde estás ahora por obsesivo.
¿Cómo osas decir que «Los amigos son como la recuperación de la
economía española, que todos hablan de ella, pero que nadie la
nota»? Te quejarás. Reconozco que, tras acabar en la cárcel, nos
distanciamos y llegué a olvidarte. ¿Y? ¿Qué derecho tiene a
protestar alguien que se pea delante de sus amigos? Ahora te callas,
¿verdad, cobarde? Pues que sepas que un político negoció conmigo
para convertir nuestra casa en una cámara de gas. Para exterminar a
toda la oposición mediante gas metano. Yo solo tenía que darte
fabadas, fabadas y más fabadas, y cerrar todos los conductos de
ventilación. Y rechacé la oferta. Eso no lo hace cualquiera. Pero,
aquí tienes al idiota de Francisco, dándolo todo por los demás sin
recibir nada a cambio. Es que de bueno paso a tonto.
Querido
amigo, que sí, que eres honrado, sensato y entrañable. Lo sé. El
pueblo lo sabe. De hecho, han venido aquí todos, con quienes hemos
compartido nuestras vivencias, nuestras historias. Pero, esto se
acaba. Lo presiento con un pálpito real y no de esos de los tuyos.
¿Te acuerdas delos ricos que íbamos a ser con el décimo que
compraste? Me río. No teníamos ni para comer y te gastante veinte
eurazos, más tres del autobús, en un puto décimo. Ni el reintegro,
amigo. Tú juegas a los dardos y te los lanzas a tu propia cara, que
te lo digo yo. Pues eso, que esto se acaba. Emilio me dijo ayer:
«Francisco, me marcho del país, me voy a Portugal. A ver si me gano
la vida y huyo de la justicia, que antes o temprano vendrán a
tomarme declaración por robar a aquel bebé en el hospital. He sido
muy feliz con nuestras villanías, pero es el momento de comenzar una
nueva etapa». Nuestro Emilio, ¡que se va a Portugal! ¿Qué sabe él
de portugués? Tiene menos futuro que la insignia de un Mercedes en
un barrio marginal, que el olor a rosas en un contenedor o que una
jeringa en manos de un yonqui. Y Carlos, igual. «Francisco, que
vivir con dos proletarios es un asco. ¡A tomar por culo los dos! ¡He
hecho las paces con mis padres adoptivos y ya está! Se acabó perder
la dignidad burguesa por un camastro, cuatro alubias duras y negras y
un sofá apolillado. ¡A la mierda!», me dice.
Y
ya llevo aquí casi cinco horas. ¡Cinco, Antonio, cinco! El tiempo
en que pierde la frescura el jamón york, el tiempo necesario para
cabrearme. Di algo; levántate del atáud. No te quedes quieto.
Siempre llevándome la contraria. ¡Siempre! ¡Absolutamente siempre!
Parece como si no te conociera. Es que no te reconozco. Si es verdad
que deseabas mantener el contacto conmigo, levántate y vivamos
juntos. No me valen las excusas. Aunque sea un paseo. Cinco minutos,
al menos. Uno, por favor. No pido más. Todos se van. Mis padres,
muertos; mi hermana y su familia, en el pueblo; mis otros amigos
enseguida los perderé de vista. ¡Tú no me puedes fallar!
Que
no va a dar tiempo a que los gusanos me devoren, que antes me
devorará la soledad. Que no quiero pasar el resto de mi vida
hablando con el exprimidor y la tostadora por verme solo, mientras la
soledad me arranca los pies, las manos, las piernas, los brazos, los
dientes, los ojos... La vida. Claro, tú ya estás acostumbrado, pero
yo no. Recuerda que, si nos hicimos compañeros de piso fue por eso,
por batallar contra el hastío vital y el silencio ruidoso del
abandono. Quédate, quédate. Te lo suplico. Perdóname si alguna vez
te dije que eras mala gente y un desgraciado. Eso es mentira.
Habladurías. Pero, en cualquier caso, no volverá a ocurrir. Me
tragaré esa basura para mis adentros. Que me veo dentro de unos años
muerto sin nadie que se acuerde de mí. Ni mis sobrinos, ni mis
parroquianos... Seré un cuerpo sin alma, movido por la inercia de
incrementar las pelusas de debajo de los muebles y engordar gatos,
mientras dejan el sofá lleno de pelos. No te vayas, cobarde. Hablaré
con la Virgen, con quien haga falta, pero no te vayas. Seremos
invencibles hasta que Dios nos cierre el chiringuito. Sí, montaremos
uno y coquetearemos con alemanas borrachas, y rubias. Rubísimas.
Pero, quédate. Que ya habrá tiempo para la soledad y la oscuridad
eternas, que eres demasiado joven para morir. Eres un mozo aún. Ya
ves tú, que sesenta y ocho años no son nada. Nada es como yo me
siento; nada es lo que soy cuando el silencio cae sobre mí con la
pesadez de un edredón de plomo; nada soy cuando, a solas, descubro
que, tarde o temprano, os iréis yendo todos y que mi felicidad
quedará recluida, por los siglos de los siglos, en las garras de la
soledad».
______
Este capítulo es un humilde homenaje al gran Delibes, que hace unos años falleció, pero, a pesar de todo, mi admiración por él (y la de los amantes de la literatura) y por sus obras como El camino, La hoja roja o Cinco horas con Mario se mantiene intacta. Su producción literaria ha sido y seguirá siendo in saecula saeculorum un espejo donde los aspirantes escritores (y también los más célebres) se han de mirar.
________________
Próximo capítulo: EL CONCEPTO DE VILLANO (VI, 6) - Capítulo final definitivo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario