martes, 29 de julio de 2014

«Cinco horas con Antonio» - DECADENCIA Y VILLANOS 5


CAPÍTULO 5. CINCO HORAS CON ANTONIO
Don Francisco es de ese tipo de personas que reciclan los tiempos muertos aderezándolos de reflexiones y filosofía. Después de sentarse en un sofá mullido, pero helado como un albornoz de hielo, tras la visita de Adriana, Francisco recuesta levemente la nuca en la pared hasta notar el contacto frío de su superficie. Siente la mano derecha dolorida y los labios tumefactos de tanto besar. Besos, apretones y otras muestras de afecto desfilan por la sala 3 del tanatorio. Es medianoche y a falta de nueve horas para el funeral, la concurrencia no decrece. La gente nunca es la misma, pero la densidad no disminuye. Al principio, el velatorio resultó convencional y previsible. Caras largas, silencios insidiosos. Fue José, un vecino tan inoportuno como un herpes horas antes de una primera cita, quien quebró la tirantez con un chiste, el de la prostituta con halitosis. Un chiste de mal gusto en una boca inoportuna que tiró por tierra más de diez horas de rostros serios y caras hipócritas de responsabilidad fingida. De peor gusto fueron las reacciones de La Pili, una prostituta de moral laxa y sin miramientos a la hora de chantajear a sus clientes, y de Belén, un olor a ajo permanente en un cuerpo femenino de infarto. «Ya no eres cura, así que... ¿quieres ver mis ingles depiladas?», le propuso ella. «Cierra ese estercolero que tienes por boca o por ano, Belén, o te denuncio por homicidio», le contesta Francisco.

— Debes dormir un poco, Paco. Me encanta verte así de entero, pero reconoce que estás agotado. Como yo –Emilio disimula con la mano un bostezo sonoro.
— Dormir, no, Emilio. Tenemos que estar con él. Es su última noche. Aún me parece mentira, fíjate; hace algo más de un año lo conocimos, nos conocimos; le ayudamos a superar el divorcio con la loca de Pilar y a hacer las paces con su hija Laura... Y, ahora, míralo; ahí tras el escaparate, dentro de una caja de pino y una mortaja del año catapún. No somos nadie.
— Oye, un respeto –tercia aludida Pilar, que había puesto la oreja–. Me divorcié porque era una marido cojín. Cuarenta años casados y el único regalo que me hizo en su vida fue una máquina de coser y de eso hace ya veinticinco años.
— No quiero meter el dedo en la llaga –replica Francisco–, pero la loca eres tú, que siendo cura te me tiraste varias veces a la bragueta...
— Una cremallera no se baja si dos no quieren –contesta ella–. Yo, por lo menos, no soy una asesina, como él. ¡Ay, mi Laura, que está en la cárcel y no se va a poder despedir de su padre!

«¡Pobre Antonio! No se lo merecía», «Que Dios lo guarde en su gloria» o «¡Qué vida más injusta! ¡Siempre se van los mejores!» son expresiones que se repiten en la sala constantemente, con la insistencia de los estribillos de las canciones del verano. «Bueno, lo que se dice bueno no era, ¡que mató a Isidoro y le echó el muerto a sus amigos», apostilla una y otra vez Julián, el nuevo sacerdote de Galínez del Azahar, tras la expulsión de Francisco, quien no veía con buenos ojos que un chantajista de primera clase pudiera dar lecciones de moral.
— ¡Eh, Carlos! ¿Sabes si el tal Julián es gay? Da gusto ver hombres tan rudos y con esa barba de tres días... –salió, de repente, el amigo de Carlos de algún lugar recóndito, como el cotillón.
— ¡Es el cura, Javier! ¿No has visto la sótana?
— ¿Y? Todos tenemos defectos.
— ¡¿Que tiene defectos el cura?! Y yo que le iba a pedir semen para ver si me quedo preñada de una puta vez –les interrumpe la señora que negoció con Emilio por sus espermatozoides.
— Obviamente, es cura –responde Javier–. Ya hay que ser tontos para perderse los placeres de la carne. Y qué carne, madre mía.
— ¿Que se pierde los placeres de la carne el cura? Ja. Ya te aseguro que no. Disfruta, exactamente, dos veces por semanas, cuando vengo de pilates –tercia la exnovia de Emilio, Débora, que los estaba escuchando.
— ¡Solo de imaginármelo, me está poniendo burro! –exclama Javier.
— Un poco burro sí que eres –replica Carlos.
— Pues te hostio –el gay le pega un puñetazo en medio de la concurrencia.

Algunos aprovechan el percance para hacerse notar. Un político nuevo licenciado en Ciencias políticas y experto en despotricar contra la casta con cinismo y discursos populistas reparte octavillas y arranca una proclama.
— Reformemos la Constitución, el modelo socieconómico y devoremos a la casta. No más represión hacia vosotros, obreros míos. Los empresarios han de escarmentar.
— Oye, que yo soy empresario –se ofende João, el antiguo jefe de Emilio–. Restaurante João el Portugués en Galínez del Azahar.
— Pues iré por la vía rápida... Quién me ayude a implantar una dictadura en el país, le invito a una ración de pizza con atún. ¿Quién quiere pizza? –llama a una pizzería al ver el apoyo de los asistentes con complejo de borrego–. Tenía que haberles comprado sus votos con una galletita salada por cabeza. Seguro que pican.
— Bueno, ahora déjame a mí publicitarme –tercia una empleada de Movistorm–. ¿Quién quiere contratar una línea de ADSL con una oferta incomparable?
— Pues mi operador también dice lo mismo de la suya, que era incomparable –la corrige Helena, la exalumna adolescente de Francisco, mientras se morreaba con El Balas.
— Pero, la de Movistorm es mejor, es más incomparable.
— Eso es una incoherencia –le reprocha Rodolfo, el cuñado filósofo del expárroco, mientras Isabel, su mujer, intenta taparle la boca–. ¡Cómo se nota que en clase de Filosofía te metías rayas, porrera!
— He-he al-algui-alguien ha dicho-cho ra-ra-ra-rayas chorayas –grita un camello tartamudo desde la otra punta de la sala, a pesar de que su interlocutor, otro camello, está a su lado.
— Y, además, las condiciones serán para cagarse en la madre que las parió –apostilla El Balas a la de Movistorm.
— ¡Paparruchas! Solo tienes que sernos fiel doce meses; luego, si nos dejas, solo te torturaremos llamándote a todas horas y persiguiéndote por las calles hasta que vuelvas agradecido con la mano que te llevó a la fibra óptica. Si te quejas por la mala conexión, tampoco pasa nada. Tú llámanos, que ya nosotros te haremos el caso que mereces: cero. Y como nos demandes, te mandamos un sicario y ya está.
— ¡Tenemos coca, de la buena, de la que coloca! Coca, coca, señores –interrumpe la tertulia el otro camello.
— Venga, dame un gramo –le dice la joven que siete meses atrás le había ofrecido al difunto el décimo que acabó siendo el Gordo de Navidad–. Que me voy de campamento.
— ¡Arrestados quedan, señores, por venta de estupefacientes! –dicen al unísono la comisaria Rodríguez y el inspector Gómez, quienes descubrieron que el crimen pasional de Antonio, tras dejar en la cuneta su apariencia de anciano entrañable.
— No, policías. Esto no es coca, es bicarbonato, que es muy bueno para la acéatica. Suéltenos.
— Os vais a podrir en la cárcel –amenaza ella.
— ¡Por fin! ¡Ya era ho-hora, po-po-policías! ¡Que que que ganas te-tenía de co-memer todos los dí-días! Se acabó-bó pa-pa-pa-sar hambre. ¡Hu-hu-rra por la cárcel-cel!











La concurrencia declina su trasiego a las tres de la madrugada. Pocos quedan ya en la sala 3 del tanatorio. Y de esas pocas almas presentes, una minoría puede jactarse de tener los ojos abiertos. En un rincón, dos ancianas rezan con el rosario entre las manos. Probablemente, más por permanecer despiertas que por la salvación del alma del difunto, un almacén de pecados comprimido en un cuerpo desgarbado, calvo y contrahecho. Pilar, junto con su yerno, pasea por los pasillos, trufando los descansos con saqueos a las máquinas expendedoras. Galletas de nata, café con leche, chocolate caliente, cruasanes rancios o zumo de naranja, que, de acuerdo a sus arcadas, debe de saber a todo menos a naranja. Emilio y Carlos duermen plácidamente. Rozando los límites de la contaminación acústica con ronquidos generosos y acompasados. Parece aquello una canción de Pimpinela. Francisco pone las manos sobre el escaparate tras el que descansa el cadáver y lee por enésima vez los mensajes de las coronas funerarias. Se vanagloria, a su vez, del maquillaje del muerto. «¡Hay que joderse! ¡Para verlo adecentado, ha tenido que morirse!», se dice para sí.

«En esto hemos conocido la caridad, en que Él dio su vida por nosotros y nosotros debemos dar nuestra vida por nuestros hermanos. El que tuviera bienes de este mundo y viendo a su hermano pasar necesidad le cierra sus entrañas, ¿cómo mora en él la caridad de Dios?... En lo que a ti te concierne, amigo, no te puedes quejar. Una exmujer tan liberal que por su cama han pasado más hombres que ácaros; una hija que, además de darte un nieto, te ayudó a envenenar a Isidoro; y unos amigos, más pobres y hambrientos que un perro en un poblado chabolista, pero ¿acaso podías encontrar algunos mejores? No, desengáñate. Eras un buen hombre. Honrado, sensato y entrañable, como cualquier anciano que se conforma con que su dentadura postiza no se desplace por las encías desnudas. Pero, ahora, cuando más te necesitaba, zas, te marchas. O, mejor dicho, envenenas al nuevo novio de tu mujer (pobre Isidoro, él no se lo merecía) y, en lugar de delatarte, como haría un hombre de pelo en pecho, o de huir, como haría el inteligente, te quedas y nos culpas a todos. A Rodrigo, el socio de Isidoro, a su empleado sin papeles (¿Abdul, verdad?) o a su exmujer. Que no te digo que seas mala gente, Dios me libre, ¿me oyes?, pero eso no se hace.

Siendo sincero, no pondría la mano en el fuego. Que sí, que repartías con Emilio y conmigo tu pensión, pero también pretendiste repartir la responsabilidad en ese crimen. ¿¡Cómo se te ocurrió, inconsciente!? Y, suerte que has tenido, amigo, que no todos los presos encuentran entre rejas a alguien que los proteja de la villanía de los otros encarcelados. Considérate afortunado, hombre. Siempre quejándote de tu mala suerte, de los desagradecidos... ¿Y tú qué? ¿Es que tú nos has tenido nada que ver? Que no niego que seas sensato, pero, mira, ¿recuerdas aquella semana que te dio por hablar a lo retro, como si esto fueran los ochenta y en las radios sonara Like a Virgin de Madonna? «La cagaste, Burn Lancaster», «¿de qué vas, Bitter Kas?» o «Dabuten, mola cantidubi». Hasta las narices, amigo, de oír eso. Desfasado total. Llegué a soñar con walkmans y diskmans que me perseguían y con las tapas, cual perro hambriento, querían morderme. Y, ¿qué me dices de aquella noche que te drogaste? ¡Menuda vergüenza me hiciste pasar! ¿A quién se le ocurre con sesenta y siete años irse de fiesta y meterse de todo? ¡Insensato! Sí, insensato. Quería evitar el tema del envenamiento, sin embargo, no me puedo reprimir. ¿Por qué tuviste que envenenarlo? ¿No te valía con maniatarlo y ponerle en bucle Los peces en el río?

Querido Antonio, a ver, que eras sensato, honrado y entrañable. Mas, ¿no me negarás que eras un hombre de otro siglo? Con una mentalidad más anticuada que la del inventor de la rueda. Que no me preguntes cómo se llama, que no lo sé. Pregúntale a San Pedro que lo tendrás al lado. O a Satán. Es que Dios se tuvo que confundir en el reparto de órganos. Debió de colocarte por error un corazón de lagartija y, cuando se dio cuenta, ya te había puesto las costillas y el esternón y se dijo: «Lo dejo así, que a lo mejor da el pego». Sí, algo así. Ya le pasó, por ejemplo, con la creación de las tortugas. A todas les dio casas y las que sobraron las repartió entre las cajas del Monopoly y entre los humanos. Al parecer, empezó por el hemisferio norte, por eso, amigo mío, en África hay tantos sin techo. Y, no me entretengas más, camarada. Que por muy muerto que estés, eso no te da derecho a arrebatarme la palabra. Eres un antiguo, un austrolopitecus, un carca. Un día le comenté tu caso a Lola, la psicóloga de Carlos, y me dio la razón. ¿Insultas, disfrazado de Melchor, a un niño afeminado? ¿Te burlas de una niña pija? Me duele en el alma decirlo, pero eres un machista y así has acabado: solo y divorciado. ¿Y qué opinas de las madres solteras? Venga, no me lo digas. Prejuicios y más prejuicios, amigo. Mira, Rocío Palazón, a la Carlos embarazó hace ocho años. Sacó adelante a su hijo sola y, al final, ¿para qué? ¿Para que una atracción de la feria lo descalabrara? ¡Ay, Samuel, que en paz descanse! Eso sí que es una madre coraje.

Deséngañate de una vez, Antonio, que tú eres el único responsable de tus problemas. Conoció Emilio el otro día a una pareja de lesbianas felices, a pesar de los miles de obstáculos que se han interpuesto en su relación por culpa de esta sociedad retrógada. Ya ves tú, como si importara con quien se acuesta uno. Conoció, también, a Amalia aquel día que vino a casa fingiendo ser la nueva novia de su padre. Mira que está más ida que venida, pero es feliz. Con el cerebro de adorno, con su madre y su padre pescador, sí, pero feliz. Conoció Carlos a Jenny, una inmigrante con hepatitis, pero feliz. Quien cree en la felicidad es feliz. Pero, tú no, tú eras un descreído. Siempre alicaído, siempre tragando bilis. De tanta bilis te atragantaste, y mírate ahí, con el sanbenito de asesino y muerto.

Amigo, y cuando más te necesito, te vas. Te abrí las puertas de mi casa y, cuando me descuido, diste portazo a una paz que me estaba ganando con sudor y lágrimas y a base de presidir misas sábados y domingos. Y, claro, te has perdido muchas cosas. Hace nada he conocido a la novia que le jodió la adolescencia y casi media vida a nuestro Emilio. Sí, al final, se llamaba Alicia. También ha fallecido hace nada Fulgencio y, claro, Emilio está destrozado. Un padre no se muere todos los días. Por cierto, si algún día el Señor te perdona tus perrerías, porque no te engañes, que no has sido bueno, que has sido un judas de mucha cuidado, te suplico que saludes a mis padres, a Salvadora, que es la madre de Emilio y a Nabila, una amiga de Carlos. Diles que aquí nadie les olvida. Y, no como hiciste tú con nosotros. Traidor. Pero, hablemos de otra cosa, que no quiero ponerte a parir, que te lo mereces, pero no quiero romper la tradición de recordar solo las virtudes de los muertos.


Y lo peor de esto es que me estás poniendo de los nervios, es que te rociaría gasolina y encendería fuego hasta verte arder. De los nervios, ¿me oyes? Casi acabo en la cárcel por tu culpa, que no te lo querido mencionar por respeto. Y, encima que te digo esto para que en otra vida seas mejor persona, y tú ahí. Como si nada. Impávido. Pero di algo, joder. Tú, ahí, descansando, como si por un oído te entrara y por otro te saliera. ¡Un poquito de consideración! Seguro que te estás mordiendo la lengua porque prefieres que yo acabe como el malo de la película, ya ves tú. A mí no me engañas, que el ictus que te dio ayer era un argucia para salir de la cárcel y que la gente hablara de ti. Pues, mira dónde estás ahora por obsesivo. ¿Cómo osas decir que «Los amigos son como la recuperación de la economía española, que todos hablan de ella, pero que nadie la nota»? Te quejarás. Reconozco que, tras acabar en la cárcel, nos distanciamos y llegué a olvidarte. ¿Y? ¿Qué derecho tiene a protestar alguien que se pea delante de sus amigos? Ahora te callas, ¿verdad, cobarde? Pues que sepas que un político negoció conmigo para convertir nuestra casa en una cámara de gas. Para exterminar a toda la oposición mediante gas metano. Yo solo tenía que darte fabadas, fabadas y más fabadas, y cerrar todos los conductos de ventilación. Y rechacé la oferta. Eso no lo hace cualquiera. Pero, aquí tienes al idiota de Francisco, dándolo todo por los demás sin recibir nada a cambio. Es que de bueno paso a tonto.

Querido amigo, que sí, que eres honrado, sensato y entrañable. Lo sé. El pueblo lo sabe. De hecho, han venido aquí todos, con quienes hemos compartido nuestras vivencias, nuestras historias. Pero, esto se acaba. Lo presiento con un pálpito real y no de esos de los tuyos. ¿Te acuerdas delos ricos que íbamos a ser con el décimo que compraste? Me río. No teníamos ni para comer y te gastante veinte eurazos, más tres del autobús, en un puto décimo. Ni el reintegro, amigo. Tú juegas a los dardos y te los lanzas a tu propia cara, que te lo digo yo. Pues eso, que esto se acaba. Emilio me dijo ayer: «Francisco, me marcho del país, me voy a Portugal. A ver si me gano la vida y huyo de la justicia, que antes o temprano vendrán a tomarme declaración por robar a aquel bebé en el hospital. He sido muy feliz con nuestras villanías, pero es el momento de comenzar una nueva etapa». Nuestro Emilio, ¡que se va a Portugal! ¿Qué sabe él de portugués? Tiene menos futuro que la insignia de un Mercedes en un barrio marginal, que el olor a rosas en un contenedor o que una jeringa en manos de un yonqui. Y Carlos, igual. «Francisco, que vivir con dos proletarios es un asco. ¡A tomar por culo los dos! ¡He hecho las paces con mis padres adoptivos y ya está! Se acabó perder la dignidad burguesa por un camastro, cuatro alubias duras y negras y un sofá apolillado. ¡A la mierda!», me dice.

Y ya llevo aquí casi cinco horas. ¡Cinco, Antonio, cinco! El tiempo en que pierde la frescura el jamón york, el tiempo necesario para cabrearme. Di algo; levántate del atáud. No te quedes quieto. Siempre llevándome la contraria. ¡Siempre! ¡Absolutamente siempre! Parece como si no te conociera. Es que no te reconozco. Si es verdad que deseabas mantener el contacto conmigo, levántate y vivamos juntos. No me valen las excusas. Aunque sea un paseo. Cinco minutos, al menos. Uno, por favor. No pido más. Todos se van. Mis padres, muertos; mi hermana y su familia, en el pueblo; mis otros amigos enseguida los perderé de vista. ¡Tú no me puedes fallar!

Que no va a dar tiempo a que los gusanos me devoren, que antes me devorará la soledad. Que no quiero pasar el resto de mi vida hablando con el exprimidor y la tostadora por verme solo, mientras la soledad me arranca los pies, las manos, las piernas, los brazos, los dientes, los ojos... La vida. Claro, tú ya estás acostumbrado, pero yo no. Recuerda que, si nos hicimos compañeros de piso fue por eso, por batallar contra el hastío vital y el silencio ruidoso del abandono. Quédate, quédate. Te lo suplico. Perdóname si alguna vez te dije que eras mala gente y un desgraciado. Eso es mentira. Habladurías. Pero, en cualquier caso, no volverá a ocurrir. Me tragaré esa basura para mis adentros. Que me veo dentro de unos años muerto sin nadie que se acuerde de mí. Ni mis sobrinos, ni mis parroquianos... Seré un cuerpo sin alma, movido por la inercia de incrementar las pelusas de debajo de los muebles y engordar gatos, mientras dejan el sofá lleno de pelos. No te vayas, cobarde. Hablaré con la Virgen, con quien haga falta, pero no te vayas. Seremos invencibles hasta que Dios nos cierre el chiringuito. Sí, montaremos uno y coquetearemos con alemanas borrachas, y rubias. Rubísimas. Pero, quédate. Que ya habrá tiempo para la soledad y la oscuridad eternas, que eres demasiado joven para morir. Eres un mozo aún. Ya ves tú, que sesenta y ocho años no son nada. Nada es como yo me siento; nada es lo que soy cuando el silencio cae sobre mí con la pesadez de un edredón de plomo; nada soy cuando, a solas, descubro que, tarde o temprano, os iréis yendo todos y que mi felicidad quedará recluida, por los siglos de los siglos, en las garras de la soledad».
______
Este capítulo es un humilde homenaje al gran Delibes, que hace unos años falleció, pero, a pesar de todo, mi admiración por él (y la de los amantes de la literatura) y por sus obras como El camino, La hoja roja o Cinco horas con Mario se mantiene intacta. Su producción literaria ha sido y seguirá siendo in saecula saeculorum un espejo donde los aspirantes escritores (y también los más célebres) se han de mirar. 
________________

Próximo capítulo: EL CONCEPTO DE VILLANO (VI, 6) - Capítulo final definitivo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario