CAPÍTULO 6. MAÑANA DE PUTAS POÉTICAS, NOCHE DE
VIEJAS EMOCIONES
En ocasiones, bajo la forma de la calma aparente,
la fatalidad acecha, como el cernícalo aguarda a su presa para devorarla
después. Hacía tres días que Emilio había fagocitado parte de sus pesares al
arreglar las rencillas con su padre. Estaba feliz, sin duda, y su rostro estaba
abandonando su palidez casi perenne a favor de tonos rosáceos. “Cámbiate los
calzones, y ponte unos decentes, que los que llevas de Bob Esponja son de todo
menos sexis”, le aconsejó don Francisco. Antonio y el clérigo salieron de casa.
El primero, para aprovisionarse de alimentos para la última cena del año; el
segundo, para reencontrarse con La Pili.
El Corte Inglés. La taberna de enfrente. Varios
barriles a modo de mesas, un mostrador concurrido y una gran variedad de tapas,
de platos fríos y calientes, y de gustosos jamones. La Pili estaba sentada en
un taburete alto, frente a una mesa con un plato de gambas al ajillo y un chato
de vino. Sus senos turgentes y sus nalgas, enormes y sensuales como las de
Jennifer López, quedaron ocultos por un suéter de cuello alto, unos vaqueros
anchos y unas botas de terciopelo negras. Sin embargo, todos los allí presentes
se percataron de ese cuerpazo oculto entre prendas abaratadas y de ese par de
muslos, que se unificaban en un punto que debía de ser un paraíso terrenal en
la intimidad y en la mente calenturienta de aquellos hombres y de alguna mujer
que otra.
- Buenos días, Pili –la saludó Francisco-. Tengo
prisa, así que seré breve. Emilio está más salido que el pico de una plancha.
De todos modos, él no busca sexo. Él desea encontrar a la mujer de su vida.
- ¡Qué tierno y qué gilipollas! Menos películas de
Disney y más Torrente –interrumpió la meretriz- Y, ¿cuánto me pagarás por el
servicio?
- Cállate, 100 euros. Sea como sea, pilingui, actúa como si fueras una
señora decente y católica, no te tires a la bragueta como una ninfómana. Sé
sutil, hazle sentir un donjuán. Y, fornica con él.
A Pilar jamás le atrajo la interpretación, pero se
sentía cómoda en el arte de fingir. Ventajas de su oficio. El cura calvo giró
la llave, abrió la puerta, la invitó a pasar y a gritos dijo: “Emilio, ya
estamos en casa. Vengo con una catequista”. Su compañero estaba hojeando la sección
de contactos del diario. “Mujer de 36 años busca amigo y lo que surja.
Aficiones: leer, cine y cocinar” le resultó un anuncio tan sugerente que la
hubiera llamado, si no se hubiera topado con las mamas voluminosas de aquella
mujer pizpireta. Don Francisco y La Pili discutieron la estructura y los
contenidos de unas clases de catequesis que jamás se celebrarían. Cinco minutos
después se marchó, no sin antes excusarse ante la mujer y prometiéndole que en
quince minutos volvería. El truco era viejo, pero efectivo. “Emilio
entreténmela, hazme el favor”, pidió a su compañero.
Había olvidado la última vez que había estado a
solas con una mujer. Ahora mismo, su cabeza era una amalgama de silencios
tensos, de comentarios estúpidos y de esperanzas encontradas. Por suerte, la
impronta impulsiva de su madre y su idiosincrasia le arrastró hasta proponerse
seducir a aquella dama que parecía de ilustre linaje. El pasota, el misterioso,
el canalla, el romántico, el pagafantas, el cantautor… A pesar de su variedad
de estrategias, el resultado fue el mismo: fracaso. Sólo le quedaban dos más:
la del musculitos y la del poeta enamorado. La primera le inspiraba tanta
vagancia que nada más pensarlo la descartó. La poesía sería su salvación,
creyó.
- No sabe qué es amor quien no te ama, celestial
hermosura, esposo bello… Tu boca como lirio, que derrama licor al alba…
- ¡Vaya galán, madre mía! –contestó La Pili. ¡Qué
tierno!
- Es yelo abrasador, es fuego helado… -prosiguió
Emilio animándose ante el estímulo que ella le había otorgado-.
- ¡Venga, bribón, déjate de mariconadas! Menos
poesía y más acción.
- Es herida que duele y no se siente, es un soñado
bien, un mal presente… -haciendo caso omiso a las palabras de Pilar.
“Pues empezamos bien. Otro micropene”, pensó La
Pili. “Quítatelo todo, que no tenemos tiempo, que viene el padre Francisco y
nos puede pillar. ¡Ay, Emilio, qué te lo como todo!”, le dijo al cada vez más
excitado soltero. Entraron al dormitorio y, según don Francisco, que, al
regresar a casa, pegó la oreja a la puerta, Emilio había repasado el mecanismo
del amor después de más de dos décadas de sequía. Mientras se volvían a vestir,
el cuarentón con una alegre sonrisa, inaudita en su triste cara, recitó otro
fragmento de Neruda. “Para
mi corazón basta tu pecho, para tu libertad bastan mis alas. Desde mi
boca llegará hasta el cielo lo que estaba dormido sobre tu alma.”. Ella le
siguió el juego versionando al mismo autor: “Me gusta cuando callas porque
estás como inerte, podrido y sufriendo como si hubieras muerto. Una mortaja
entonces, unas exequias bastan.”.
Don
Francisco, aprovechando que Emilio buscaba algo en su cuarto, pagó a La Pili.
Sin embargo, quedó un cabo suelto: Antonio acababa de entrar y estaba con la
oreja puesta.
-
Aquí tienes tus cien euros, zorra.
-
¿Cómo que cien euros? Tu amigo está muy ilusionado conmigo, ¿no querrás
romperle el corazón? Son quinientos –chantajeó Pilar al párroco.
-
Eres demasiado puta, y nunca mejor dicho. Se nota que has disfrutado. Como una
guarrilla descocada, que nunca se pone ni un mísero tanga porque lo pierde
entre áreas de servicio, moteles y polígonos. Pero, aquí tienes tu dinero, así
que cierra el pico y que los disfrutes, cacho golfa.
Al
salir, Pilar encontró a Antonio en el vestíbulo. Tras un saludo tímido y un
portazo atronador, éste recriminó al sacerdote su celibato quebrantado.
-
¿¡Te has acostado con una puta!?
-
Antonio, cállate, que te van a escuchar hasta en China. No sabes de qué va
esto.
-
¿Y lo que oído qué es? Haz lo que te salga de los huevos, y nunca mejor dicho,
pero no quiero saber nada, ¿me oyes? –Antonio comenzó a gritar.
-
Te lo cuento: es para Emilio. Quería que despidiera el año feliz, pero él cree
que ha ligado.
Lo cierto es que lo logró: Emilio vivió la Nochevieja
más dichosa desde las Navidades de 1986, las últimas en que se tomó las doce
uvas con su madre. Desde entonces, la fortuna le dio la espalda y ni siquiera
el fin de año de 1987 ni el escote revoltoso de Sabrina Salerno impulsaron la
ventura en su juventud. Con todo, había llegado el momento de aparcar la
nostalgia y de arrancar los preparativos para la última cena del año. Don
Francisco encendió la radio y sintonizó una cadena de música. Cadena 100 o Los
40 Principales, probablemente. Para fortuna de su melancolía y para desgracia
suya, sonó Un año más de Mecano. A
través de los altavoces irrumpió el 1988 en aquel salón cutre. Evocó aquel año,
en que fue ordenado sacerdote, y los sueños que por esas fechas le perseguían.
Quería batallar contra la pobreza y las injusticias; quería que a su parroquia
acudieran ancianos, pero también jóvenes; quería que el pueblo se uniera y
pusiera en práctica los valores del cristianismo, que no eran los que las altas
esferas eclesiásticas se empeñan en instaurar, sino la humildad, el perdón, la búsqueda de la
paz, la paciencia o el amor mutuo. Quería tantas cosas y ninguna consiguió.
Las Nocheviejas pasadas también danzaron sobre la
mente de Antonio, quien recordó los años que pasó anhelando su ascenso en
Correos, con la misma fortuna que había corrido su fatídico matrimonio. Su hija
Laura comiéndose las uvas, por error, al sonar los cuartos; la que fue su esposa
atragantándose con los huesecitos de las uvas; su suegra llorando al extrañar al
marido difunto; su yerno bebiendo Anís del Mono para olvidar el sonoro suspenso
en las oposiciones; y él, bailando con su cuñada, la soltera de la familia, para
que dejara de empinarse la botella de orujo y, así de paso, se olvidara de la
soledad que la amargaba. Las postrimerías del año siempre fueron una píldora
ácida en su estómago nostálgico. La vida iba pasando; la juventud, también.
Cada año Emilio, Antonio y don Francisco se veían más viejos y no mucho más
sabios. Sentían que los años corrían a la velocidad de la luz y que estaban
desaprovechando la época más feliz de sus vidas.
A las nueve de la noche se sentaron a cenar con la
misma hambre de siempre y con menos comida que nunca. De todos modos, daban
gracias al Señor y, especialmente, a Antonio por haberse gastado sus últimas
pelas en una botella de sidra, algo de queso, jamón york y un turrón blando. “¡Qué
se le iba a hacer!”, se resignó Antonio, quien había visto cómo la cesta de
Navidad que su empresa le regalaba cada año se reducía a pasos agigantados. Del
jamón de Jabugo al chorizo de Cantimpalos, del chorizo al jamón de York, del
jamón cocido a nada. Absolutamente nada tenía, y lo poco que había lo compartía
con otros dos muertos de hambre. En tanto que escuchaban las noticias de los informativos
radiofónicos, charlaban, reían, contaban chistes, se proponían nuevos retos
para el próximo año, que nunca lograrían… Se troncharon con el humor arcaico de
Los Morancos y bailaron hasta desfallecer con las actuaciones musicales que
echaban en La 1. Tal vez lo más femenino de aquella estancia fuera Anne
Igartiburu, que dio las Campanadas desde la Puerta del Sol, el queso de tetilla
y la panza prominente de Antonio, más propia de una parturienta que la de un
señor de sesenta y siete años.
Brindaron con sidra El Gaitero por un próspero 2014
y para que los mejores momentos de este año, pocos por cierto, fueron los
peores del siguiente. Pero, sobre todo, brindaron con el deseo de seguir
sonriendo y viviendo, aunque el porvenir fuera hostil, aunque el amor y el
trabajo siguieran ausentes, aunque la salud flaqueara, y aunque el mayor de los
males les persiguiera con una perseverancia insólita. Lo mejor estaría aun por
llegar, porque todo, al fin y al cabo, es posible.
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