CAPÍTULO 2. CUANDO LOS SUEÑOS SE PONEN A JUGAR. (Para leerlo, pincha sobre el título).
CAPÍTULO 3. UNA LIBERACIÓN EMBARAZOSA Y UNA “NOCHEMALA”.
El día 24 de diciembre llegó a aquel piso de hombres desgraciados con la
misma añoranza y el mismo bullicio de siempre, pero con la miseria y la soledad
más adherida que nunca a sus huesos. Por suerte o por desgracia, la mañana iba
a ser ajetreada, así que el tiempo para que los recuerdos de otras Navidades
más felices carcomieran su ánimo sería escaso. Desde que don Francisco y Emilio
llegaron a casa con un bebé el día de la Lotería de Navidad, Antonio lo tenía
claro: el niño no podía estar allí. Habían traspasado la línea blanca del
secuestro, sin embargo, él no iba a vacilar a la hora de restablecerles la
cordura. Para reajustarles los valores de la sensatez, les obligó a que aquella
criatura saliera de su hogar con la misma inmediatez con que se olvida la
canción del verano al llegar el mes de septiembre y con la misma apatía con que
su ex le había desmantelado una vejez gozosa. Después de horas trazando un plan
milimétrico y pulverizando los intentos de Emilio de quedarse con el bebé,
cinceló en la mente de sus compañeros su idea, que se reducía en abandonarlo en
el primer contenedor que hallasen.
Los tres salieron de casa con el carricoche y la criatura, tan envuelta
entre mantas blancas que en un museo hubiera pasado por una momia del Antiguo
Egipto, a no ser por el par de lamparones que evidenciaban la falta de
pulcritud de aquellos tipos. “Al mal tiempo, buena cara” y nunca mejor dicho:
llovía a cántaros. Por ello, el párroco agradeció a Dios las inclemencias del
tiempo, y previó que eso implicaría unas calles deshabitadas y unas
probabilidades remotas de acabar en el calabozo en Nochebuena, bajo el acecho de
un policía suspicaz, sediento de declaraciones. Deambularon por los
alrededores, aturdidos por la zozobra de si alguien los sorprendía y por la
preocupación que suponía abandonar al niño junto a un contenedor a merced de
delincuentes, rufianes y yonquis. Los labios fruncidos, la mirada cabizbaja y
la cabeza gacha de Emilio perfilaron su compunción. La efervescencia de su
paternidad efímera erosionó aún más sus entrañas, ya que tendría que sufrir más
de un millón de sinsabores para que pudiera olvidar el regusto amargo tras el
abandono del único ser que le había hecho sonreír desde hace muchos años.
Por fin, avistaron el lugar perfecto para abandonarlo: el hueco entre el
contenedor azul y el amarillo. Zona perfecta, momento perfecto y un… un vecino tocapelotas.
- Buenos días, mosqueteros. ¡Qué ya estamos en Pascuas! – les dijo don
José, un compinche de cañas y correrías.
- ¿Cómo que en ascuas? ¿En ascuas? ¿De qué, vamos? ¿Por qué íbamos a
estar nerviosos? Nosotros somos unos vividores folladores, unos machos de pelo
en pecho… ¿De qué vamos a tener miedo? –contestó Emilio haciendo acopio de su
principio de sordera.
- Oye, un respeto, que yo soy casto y frío como la gamba arrocera del
Atlántico que acaba ultracongelada, como una pordiosera en la nevera de un
matrimonio pobre, que se conforma con tres peladillas rancias, porque no tiene
dinero ni para una caja de Ferrero Rocher que llevarse a la boca. Yo mantengo
mi celibato, faltaba más. –replicó el cura altivamente.
- Corramos un tupido velo –propuso el inoportuno José. Por cierto, ¿qué
hacéis con ese carricoche?
- Pues, practicando una coreografía para un concurso de chotis, ¿no te
jode?, Pepico. Estoy paseando a mi nieta –responde Antonio.
-
¿Cómo? Pero si tu hija no te habla, dice que eres un putero que no duda en
chuscar con furcias baratas.
-
¿Eso dice, mi Laurita? ¡Qué bromista ella! Clavadita a su madre.
-
Las bromas pierden la gracia cuando descubres que nunca lo fueron- sentenció
Emilio entre dientes.
-
Está practicando para cuando nazca la criatura. ¡A ver si hacemos de él un abuelazo!
–continuó don Francisco.
-
Y, ¿qué lleváis entonces en el carricoche? ¿Una Barbie vuestra? –prosiguió José.
-
¿Una Barbie nuestra? No. Llevamos la de tu puta madre – dijo Emilio irrumpiendo
en la conversación con gran virulencia-.
-
Felices fiestas, don José. Nos vamos, que tenemos prisa. – concluyó Antonio
evitando así echar más leña al fuego.
Pronto
serían las once de la mañana y no podían postergar más el momento. Cambio de
planes. Dejaron al niño, aún dormido, en un portal de un edificio de alto standing. Un niño aún sin nombre, por
mucho que el eterno solterón lo llamara Emilio Junior, como señal de afecto, y
sus dos compañeros, Laurencio, un nombre que les parecía tan horroroso que
sería más fácil encariñarse con la programación de Telecinco, con una canción
de Justin Bieber y hasta con el presidente del Gobierno antes que con aquel
renacuajo.
Acto
seguido, se encaminaron hacia la iglesia del pueblo. El día de Nochebuena era la
ocasión idónea para recolectar dinero, alimentos y ropa para los más pobres.
Cáritas era la organización que mejor definía los objetivos de la Iglesia
Católica, que se podrían resumir en su lucha contra la pobreza, la exclusión
social, la intolerancia y la discriminación. Sin embargo, el padre don Francisco
no era un ejemplo de nada o, al menos, no debería serlo para nadie honrado.
Abrió las puertas de su parroquia, desplazó algunos bancos, colocó una gran
pancarta en la puerta de la iglesia y guarneció el altar de un par de velas.
Con un micrófono salió a la calle y comenzó a vociferar: “Paisanos, creyentes y
descreídos, cualquiera es bienvenido a la casa del Señor. Todo aquel que desee
contribuir, ya sea con dinero, calzado, ropa, comida o material escolar, puede
hacerlo. Le invitamos a colaborar, pues gracias a su inestimable ayuda, la
sonrisa de los más necesitados es posible”.
-
¡Oh, padre! ¡Hace mucho tiempo que no le veía tan comprometido! Estoy totalmente
estupefacto –exclamó Antonio.
-
Y, más estupefacto vas a estar… -respondió con voz misteriosa el sacerdote.
-
¡No me cuentes, no me cuentes! Por cierto, ¿qué vamos a cenar esta noche? No
tenemos ni diez euros en casa. Si no me hubiera gastado los 20 euros en el puto
décimo…
-
¿Qué vamos a cenar, dices? Depende…
-
¿Depende?
-
De según cómo se mire, todo depende… -contestó don Francisco.
-
¡Veo qué te gusta Jarabe de Palo! Yo es que soy más del gran Manolo Escobar,
qué en gloria esté. Nunca habrá otro artista como él.
La
muchedumbre fue llegando, cargada de paquetes de arroz, botes de fabada, latas de
conserva, jerséis de lana… Todo aporte era bienvenido. También, hubo quienes
trajeron alimentos gourmet: sucedáneo
de caviar, gulas del Norte o un turrón Suchard.
Paradójicamente los más necesitados suelen dejar los remilgos hambrientos,
porque cuando el estómago y la piel adolecen de hambre y frío, no se les hace
ascos ni a unos macarrones demasiados hechos, ni a un plato caldoso de lentejas
ni mucho menos a un chaquetón más feo que matar a una abuela y empanarla entre
panecillos de hamburguesa. Con el éxito de la colecta de alimentos a sus
espaldas y con un montón de donativos que empaquetar, fueron clasificándolos.
Antes de cerrarlos, don Francisco se encargó de buscar provisiones para la gran
cena de Nochebuena, bueno en su caso, el adjetivo “gran” sólo estaba motivado
por un principio de cortesía, justamente de ese principio del que carecía el cura,
quien no dudó en quedarse con los alimentos más sugerentes al paladar. Sin
importarles esa sonrisa de la que tanto hablaba entre los generosos donantes,
tomó un sobre de gulas del Norte, una botella de sidra, un bote de fabada, una
caja de polvorones y dos chorizos. “Los pecados en proporciones mínimas no
cuentan como tales”, pensaba el cura.
Cinco
horas más tarde estaban en casa, frente al televisor, como de costumbre. A la
espera de que Su Majestad el Rey les felicitara las Navidades, Emilio aprovechó
para cortar unas rodajas de chorizo y varias rebanadas de pan candeal. “Última hora.
El bebé robado el pasado domingo, 22 de diciembre, ha sido encontrado en un
portal a las afueras de la ciudad. Los padres han denunciado al responsable de
maternidad del hospital y piden explicaciones. Aquí os ofrecemos sus
declaraciones”, informaba la joven periodista del telediario. Los tres fueron
corriendo hasta la tele y conocieron a los padres, víctimas del secuestro. “¿Cómo?
¿Qué hace hay mi hija? ¡Era mi nieto! ¡Habíais secuestrado a mi nieto, sinvergüenzas!
Y mi hija, sin llamarme. Sesenta años asentando los cimientos de mi vida y de
golpe y porrazo, todo estalla, y ni siquiera mi hija me habla. ¿Qué le he hecho
yo? ¿Tan ogro he sido como para que no me llame y ni me avise de que ha nacido
mi nieto?”, se lamentó el desdichado Antonio. Con el alma petrificada y fría,
hizo de tripas corazón y escuchó el mensaje del Rey. Por suerte, aquella
maldita noche pasó rápida para los tres, ya que a los cuatro minutos de oír al
monarca se fueron los tres a la cama. “Pues, para qué, si para escuchar chistes
ya está Wert. Definitivamente, Chiquito de la Calzada o Jaimito Borromeo
resultaban más graciosos o, por lo menos, no jugaban con las habichuelas de
nadie”, pensó Emilio.
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