miércoles, 25 de diciembre de 2013

Villancicos y Villanos: "Condenados a olvidar y ser olvidados" (IV)

>  CAPÍTULO 1. EN BUSCA DE LA SUERTE PERDIDA (Para leer primer capítulo, pincha sobre el título).
CAPÍTULO 2. CUANDO LOS SUEÑOS SE PONEN A JUGAR. (Para leerlo, pincha sobre el título).
CAPÍTULO 3. UNA LIBERACIÓN EMBARAZOSA Y UNA “NOCHEMALA”. (Para leerlo, pincha sobre el título).

CAPÍTULO 4. CONDENADOS A OLVIDAR Y SER OLVIDADOS
Despertar en un apartamento mugriento, con el desorden de una obra de Joan Miró y el hedor de una cloaca no debía ser plato de buen gusto y, en efecto, no lo era para ninguno de esos tres caballeros. Quizá, la simple acción de abrir los ojos y ponerse en pie fuera una desgracia para ellos, especialmente, para Antonio. “Señor, si me quieres, llévame; si no soy más que un viejo moribundo y una carga para el Estado.”, decía a menudo. 8:05 a.m. 25 de diciembre. Llovía, llovía, pero no con la suficiente virulencia como para aquella tierra del levante español eliminara de la litosfera cualquier rescoldo de desdicha. El despertar de don Francisco fue casi una experiencia religiosa. Entreabrió los ojos y, sin reconocer dónde se encontraba, se sintió confuso por la gran luz polícroma y pensó “¿estoy en el Edén?”. Respuesta incorrecta. Estaba en su parroquia, recostado en posición fetal en un banco y la iluminación era fruto, simplemente, de las vidrieras ornamentadas con motivos sagrados. A medianoche celebró la Misa del Gallo y, tras la marcha de los feligreses, acabó dormido en aquel mueble de madera que le provocaría un dolor de espalda abismal durante los próximos días. Por su parte, Emilio llevaba despierto desde las seis de la madrugada y después de competir contra su cabeza por ver quién daba más vueltas, si él sobre la cama, o ella sobre sus tormentos, resultó vencido por la tenacidad de la segunda. Asumida la derrota, otra más, desayunó un polvorón de almendras junto con Antonio, más impertérrito que nunca, que se entretenía, mientras tanto, con ejercicios de papiroflexia para principiantes.

- ¿Cómo has dormido? –preguntó el soltero.
- ¿Hace falta que conteste? Muy mal. Mi hija me ha enterrado en el pozo negro del olvido. Pero, curiosamente, hoy lo que más extrañan mis entrañas es otra cosa.
- Metáfora pura y paronimia. Estás hecho todo un poeta, Antoñete- contesta Emilio intentando sonsacarle una sonrisa- ¿A qué te refieres?
- A mi madre. Si siguiera viva, ella jamás hubiera permitido que mi Laura me tratara así.
- Que sepas, que aunque a veces me comporte como un cabrón, puedes contar conmigo. Yo también estoy hecho polvo. ¡Ay, Emilio Junior, cuánto te echo de menos! Si quieres podemos salir a pasear –propuso Emilio.
- Está bien, salgamos.

Abrigados con sendos gabanes, que parecían enemistados con la lavadora y el detergente, y desarropados de toda muestra de afecto, comentaron el discurso del Rey y, asfixiados en las palabras fútiles y baladíes, optaron por visitar el cementerio. La ciudad estaba atestada de familias felices, árboles de Navidad, niños disfrutando de sus nuevos juguetes y carteles publicitarios de perfumes onerosos, de conciertos vibrantes y de ofertas suculentas de El Corte Inglés. Al menos, el camposanto reflejaba mejor sus ánimos, y el bullicio del centro se reducía a silencio, allí, entre aquellas lápidas de mármol y granito, las menos acicaladas con lirios, alcatraces y claveles; las más, aderezadas con mantos de polvo, advirtiendo que el hombre está condenado a olvidar y ser olvidado. Guiados por la morbosidad, se deleitaron pensando en cómo les gustaría morir, qué sentirían si acabaran sepultados vivos, o incluso en los detalles más nimios de sus funerales, que, no tanto por sus pálpitos sino, más bien, por sus anhelos, pensaban que estarían a la vuelta de la esquina. “Vamos a la sepultura de mi madre, Emilio, que ya que estamos aquí, pues aprovecho el viaje”, dijo Antonio.

Llegaron. Pero, no estaban solos, o, al menos, no tan solos como de costumbre.
- ¿Qué haces tú, aquí? No quiero saber nada de ti, papá –le espetó Laura a su padre con la altanería en ebullición y el desprecio candente.
- ¿Acaso me vas a prohibir que visite a mi propia madre? ¡Basta ya! Te he tratado toda mi vida como una princesa. Dime, ¿qué te ha faltado? Como todo humano, he tenido mis errores y los voy a seguir teniendo. Pero, tú me crucificas por algo que ni siquiera he hecho.
- ¡Pusiste los cuernos a mamá! Ella siempre aguantó tu apatía, lo aburrido que eras, que no quisieras hacer nada, sólo sentarte en tu sofá y ver telediarios, películas trasnochadas y jornadas maratonianas de fútbol.
- ¡Yo siempre la respeté!-replicó Antonio.
- Entonces, ¿quién fue el infiel? ¿Mi madre? ¿Ahora me vas a decir que fue mi madre la que se ha tirado a medio pueblo?
- No, yo nunca, ¿me has oído?, nunca, diría eso de ella –respondió Antonio.
- Es verdad –terció Emilio-, él jamás diría que se ha tirado a medio pueblo, sino a uno entero, o a dos, o a tres, o veinte pueblos. A tu madre lo que le pasa es que muy puta.
- Borracho, error de Dios. Me cago en tus muelas, hijo de perra. ¡Qué hayan raptado a mi hijo y no a ti! Eres tan hijo de la gran puta que tu madre cuando te parió te metía y te sacaba de su útero, porque le gustaba tener algo siempre entre las piernas. Mi madre es una señora.

La sangre de cada uno bullía por las venas a la velocidad de la luz y lo raro fue que a ninguno le explotara la yugular o que el enfrentamiento no sobrepasara los límites de la agresión verbal.
- ¡Parad! ¡Parad! ¡Ya no puedo más! Emilio, esto no es cosa tuya; y tú, hija, haz lo que veas, pero te confieso que ya no te conozco, que insultas sin reparo alguno, que no tienes criterio propio, y que te has creído todas las patochadas sin fundamento que te ha contado tu madre, a la que respeto porque, gracias a ella, conocí a la persona que más feliz me ha hecho en esta vida: tú. ¿Acaso te has olvidado de todos los sacrificios que he hecho por ti, de todas esas noches en vilo porque la fiebre no te bajaba de 39º grados, de todos los detalles que he tenido contigo, de…?
- No me olvido, no, -interrumpió Laura-, pero tampoco olvido cuando me controlabas las salidas y entradas como si fuera una terrorista… O cuando tocabas cada dos minutos la puerta de mi dormitorio cuando traía a algún chico a casa, o cuando me rompí los dientes y fui durante dos años con las paletas partidas a clase, o cuando preferiste comprarme las gafas más feas a no despilfarrar el dinero en partidas de mus con los colegas del bar…
- Hija, yo te quiero, si quieres cobijarte en el rencor y en el pasado, hazlo: eres libre. Pero, si quieres hacer borrón y cuenta nueva, llámame.
- Antes muerta –contestó Laura.


Ocho horas después la aflicción de su alma no había menguado. Sentados Emilio, Antonio y don Francisco en el sofá y viendo la reposición de un programa de humor de TVE, comentaron cómo les fue la mañana. Don Francisco optó por un tenaz secretismo, bajo la fórmula de un “ya os contaré, pero sólo os puedo decir una cosa: mi vida es una mierda y voy a hacer todo para que deje de serlo”. Emilio, por su parte, poco podía decir y mucho, lamentarse, así que acalló sus pugnas internas. Tampoco Antonio estaba por la labor de recrear, con palabras, su día infernal, por lo que con un “bien” se despachó. Ring-ring. Un SMS. Entonces, el jubilado fue por el móvil, seleccionó “abrir mensaje” y lo leyó. “Hola, papá. Quiero hablar contigo. Llámame y concretamos el lugar y la hora.”

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