Bajo la mísera luz de una bombilla pelada que colgaba del techo,
la vida en aquel apartamento a las afueras de la ciudad se hacía sombría, fría
y pesada como un abrigo de plomo. Unas paredes amarillentas, un suelo
ajedrezado con una capa creciente de polvo, una modesta mesa de madera y, en el
centro, presidiéndola, facturas, pañuelos usados y cigarrillos. Todo ello
guarnecía el comedor. Probablemente el mobiliario tuviera más vida que sus
dueños, y por desgracia, poco hacían para virar el timón de sus existencias.
Uno de ellos era un párroco cincuentón de voz pastosa, de humildad
fingida y de arrogancia disimulada, decía llamarse Don Francisco, pero su vida
privada la tenía tan guardada que a nadie le extrañaría que se llamara de otro
modo, que ni siquiera fuera cura o que incluso fuera un hombre de bien. Emilio,
al contrario, era menos reacio a diseccionar sus entrañas y contar qué sentía y
qué quería sentir… Un hijo, un contrato de trabajo y una novia colmaban el cupo
de deseos. Sin embargo, sus sueños no rebosaban, pero las lágrimas de sus ojos,
sí. A punto de cumplir cuarenta años, veía cómo la posibilidad de encontrar
pareja era tan remota como la de encontrar un empleo, y más aún careciendo de
estudios primarios. Además, su experiencia profesional se reducía a buscar
chicas en cueros en el ordenador de su oficina, según aseguraba su secretaría.
Él, en cambio, defendía que ocupa un cargo de gran responsabilidad en la
empresa de su padre y que curraba como el que más. Sea como sea, jamás lo sabremos,
pero de lo que no cabía duda era que, ahora, sin el enchufe y el respaldo
paternos, difícil lo tendría. El cura y él mantuvieron una charla acalorada:
las facturas no se pagaban solas y la compañía eléctrica ya les había amenazado
con cortarles el suministro. Por si fuera poco, don Francisco se estaba
planteando regresar a la casa que la Iglesia le había asignado. Aún así, era
poco probable que lo cumpliera, pues odiaba con toda su alma la sensación de
llegar a casa y no encontrar a nadie, por mucho que Dios le acompañara y que su
gusto por el güisqui le reconfortara.
La discusión se saldó cuando uno de ellos lanzó su copa contra la
pared y Antonio despertó malhumorado. ¡Me
cago en vuestros muertos! ¿No os podéis ir a discutir a otro sitio, coño?,
dijo. ¿Quién le iba a decir a él, a sus sesenta y siete años, que tantísimo tiempo
de lucha por sacar adelante a su familia se desmoronarían cuando la infiel de
su esposa le había puesto las maletas en la puerta y los papeles del divorcio
en todas las narices? Para más inri, su exmujer le había comido la cabeza a su
hija, embarazada de 38 semanas, hasta que ésta creyó a pie juntillas que su
padre no era más que un putero y que ella había conocido a un solo varón: su
exmarido. Quizá si hubiera sido más aduladora, más sensiblera y mucho más
descarada, ahora mismo su hija Laura sostendría que su vientre hinchado era
sólo fruto de la acumulación de gases por tomar mucha fibra, de su intolerancia
a la lactosa o hasta de un encuentro alienígena.
- ¡Estamos de suerte, amigos! He soñado con el Gordo de la Lotería
de la Navidad -dice Antonio con una exaltación extrema.
- Sí, claro. Yo ayer soñé con tu entierro y, mira, aquí sigues.
Pero, Señor, ¿por qué no te lo llevas ya, si no es más que un viejo chocho con
más cuernos que el padre de Bambi, la madre del Bambi, la abuela de Bambi y los
muertos de Bambi? –replica Emilio con actitud socarrona.
- Mira, gilipollas, no te arrancó la cabeza por educación y asco.
Además, tengo cosas más importantes que hacer. Voy a comprar un décimo. En mi
sueño estaba en la ventanilla de la administración, el segundo empezando por la
izquierda, de arriba abajo. ¿Qué hora es? –mira su reloj- ¡Las seis y media de
la tarde! ¡Me voy!
- Hijo mío, ¡no te dejes arrastrar por la codicia! Los bienes
materiales te harán más desgraciado aún, porque te sentirás cautivo del dinero.
Haz como yo, para vivir, procúrate no más que un pedazo de pan y agua.
De pronto, Emilio se echó las manos al pecho, su respiración se
aceleró y su rostro, nada agraciado, lo fue menos al estar desencajado. No puedo respirar, es el fin, ¡un infarto!,
masculló. Antonio aplaudió como si hubiera tenido a Shakira en su cama
bailándole el Waka Waka. Bravo, bravo.
¡Fantástico! De aquí directo al Óscar al mejor actor. Es la quinta vez que me
haces el infarto ese fingido. Eso de fingir lo aprendiste de esa novia que
tuviste hace veintitrés años, ¿no? Adiós, me voy., dijo Antonio.
Salió a la calle y tomó el autobús de línea. Iba repleto de
viajeros. Algunos, cargados de provisiones para la Nochebuena; otros, con pose
de esnobs y actitud de una vida
excitante, cuando lo más probable es que lo más emocionante de sus vidas fuera
dormir a su Pou; y otros, como él, caminaban sin rumbo, con las ilusiones a
corto plazo, porque las más longevas desaparecían al ver el telediario o al
pensar en la animadversión que su hija sentía hacia él. Allí sólo intercambió
palabras con una muchacha, que frisaría los dieciséis años, que le invitó a
comprar un número de Lotería.
- Caballero, cómpreme un décimo, que va a tocar se lo digo yo, que
para eso las mujeres tenemos una sexto sentido -dijo ella con una sonrisa de
oreja a oreja.
- No, lo siento. El Gordo no será ese, se lo digo yo… El diablo
sabe más por viejo que por diablo, y a viejo no me ganas, ¿eh?, guapa -le
contestó.
- Es para el viaje de estudios, sólo son 23 euros. Me voy con mi
clase a París –objetó.
- ¿A París? ¡Qué chica más mona! –dijo Antonio irónicamente- ¡Como
si te vas a la mierda! He intentado ser educado, señorita, pero no le pienso
comprar nada. No tengo ni para comer, como para gastarme los cuartos en tu
asqueroso número.
Media hora más tarde llegó a la administración. La cola era
kilométrica y la espera, eterna. Le dio tiempo a hojear el diario El País y acabar más deprimido aún
leyendo los titulares como “Aborto: España retrocede 30 años” o “Industria
fijará la subida de la luz en enero, tras la anulación del tarifazo”. De todos
modos, se despojó de tal aflicción cuando pidió a la lotera su preciado décimo.
20 eurazos le costó. Una cantidad que le asfixiaba más en su pobreza. Tras ese
gasto, no tendría ni siquiera para turrón.
Al llegar a casa, encontró a Emilio y a don Francisco con cara de
pocos amigos. Temían que se marchara de casa en el caso de que su décimo
estuviera premiado. Probablemente él preferiría quedarse con ellos: mientras
tuviera tele y una hogaza de candeal, su dolor era menor. Empero, sus dos
amigos no dudaron en hacer cualquier cosa para que no se marchara, y el infarto
simulado no era más que una muestra de ello. ¡Qué vida esta! Menos mal que mañana seré rico. Tengo tantas ganas que
no me importaría tener pesadillas, aunque éstas fueran soñar con el anuncio de
la Lotería de este año una y otra vez., fueron sus últimas palabras hasta
acabar en brazos de Morfeo.
CONTINUARÁ...
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