CAPÍTULO 5. LOS SANTOS Y PECADORES INOCENTES
Pocas cosas existían en el mundo con la capacidad
de trastocar las expectativas de Antonio como lo hizo el encuentro con su hija
Laura. Seis meses de silencio se habían liquidado cuando quedaron en un bar
aquel 26 de diciembre. Un bar de esos que se convierten en el lugar de reunión
de jubilados, que matan el tiempo entre partidas de dominó, jarras de cerveza,
pinchos de tortilla y calamares a la romana, y que acogen los domingos a
padres, hijos y abuelos a la salida de misa. Entre charlas futbolísticas y análisis
de mujeres explosivas, Laura le contó que su madre había reconocido su
infidelidad y le confesó que se sentía avergonzada por no haber confiado en él.
Le pidió disculpas, al mismo tiempo que se mostraba un tanto rencorosa, porque
su padre no era más que un hombre bonachón e insulso, que no había cumplido las
expectativas amorosas y carnales de su esposa, ni, mucho menos, había estado a
la altura como padre. “¡Venga, pelillos a la mar, hija!”, propuso Antonio,
quien, a pesar de estar realmente feliz por haber hecho las paces, no pudo
formatear sus sentimientos al completo, ni, menos aun, eliminar todo el
resentimiento. Con todo, confiaba en que el tiempo fuera el analgésico más
eficaz contra su alma afligida.
Frente a la felicidad incipiente de su compañero,
Emilio también estaba animándose a dar portazo a su pasado tormentoso. Por
culpa de todos los varapalos que la vida le tenía guardados, él se había convertido
en una especie de artesano que, al llevar las manos ensuciadas de sufrimiento,
en cualquier pieza que moldeaba quedaban impresas las huellas negras de sus
dedos. En su caso, se trataba de odio, hacia el mundo y hacia sí mismo. Odio
por sus intentos amatorios frustrados, odio por ser un desempleado sin
formación y desconocedor de los vericuetos de algún oficio, odio por su nula
relación con su padre… Tal vez, por la
acumulación de tragedias humanas que se cocía entre las cuatro paredes del
apartamento, Emilio nunca había desvelado a don Francisco y a Antonio si tenía
familia o cómo era su relación con ella. Pero, el transcurrir de los
acontecimientos y, por supuesto, la complicidad de compartir la comida, el baño
o el secuestro de un niño allanaron el camino hasta animarlo a desembuchar todo.
“Mi madre murió cuando yo tenía doce años, así que mi padre me crió solo. No
hubo día que no me acordara de ella, pero, en general, en mi adolescencia no
tuve grandes carencias. Sin embargo, mi padre me sobreprotegió. Siempre estaba
preocupado, pidiendo explicaciones de con quién y a dónde iba, de qué cosas
podía tomar, de quién me convenía y quién no… Creyó que sobreprotegerme era amarme,
cuando, en realidad, así lo único que hacía era dañarme y subestimarme.”,
admitió Emilio.
A tres días de despedir el 2013, salió de casa
dispuesto a reconciliarse con su progenitor. Sólo necesitó cruzar la calle para
que empezara a vacilar. Regresar a casa o insuflar en sus pulmones el aliento
necesario para golpear la aldaba del hogar donde nació. Dos fuerzas con el
mismo peso. Aún así, ganó la segunda. Tomó el autobús de línea y, en tres
cuartos de hora, llegó a su lugar de destino. Inspiró con el mismo ímpetu con que
un buceador principiante toma aire para zambullirse después en el mar. De
hecho, Emilio también iba a sumergirse, pero, más bien, en un océano de
ausencias, desengaños y rencores, provocados por un padre opresor y una madre
ausente, pero tan presente en su memoria, que su pérdida le dolía aún, como la
llaga reciente al contacto con el agua salada.
- Ah, Emilio, eres tú… -dijo su padre simulando indiferencia
y encubriendo sus ganas por abrazarle.
- Sí, soy yo, ¿puedo entrar?
- Quien se marcha sin ser echado, puede regresar
cuando quiera.
Entraron. El anciano, a pesar de carecer del vigor
y la vitalidad de antaño, no había sucumbido a arrellanarse en su sillón y aguardar
a la muerte con tesón y pundonor. Todo lo contrario: auxiliado por una muleta y
movido por la necesidad de sentirse joven, aquel septuagenario permanecía
inexorable a cualquier mota de polvo, a la mínima arruga o, incluso, a todo objeto
que alimentara su neurosis por no estar en su sitio. Le ofreció zumo de naranja
y bizcocho de avellanas -tan apetitoso, pero tan poco hipocalórico como
siempre.
- Y, ¿cómo es que te has animado a visitarme? Ya ha
pasado más de un año desde que te marchaste “para no volver” –preguntó el
viejo.
- Pues yo también me lo pregunto. No sé si es por mí,
o por mamá… o por ti.
- O porque te has visto solo y perdido…
-interrumpió ayudando a su hijo y a la vez lanzándole una pulla.
- ¿Ya empezamos, papá? –respondió furioso Emilio. Parece
que te alegras de mis desgracias.
- Un padre jamás gozaría con el sufrimiento de su
vástago –contestó a modo de sentencia.
- Claro, claro, ni tampoco le sobreprotegería hasta
el punto de prohibirle cocinar para “evitar peligros”, de acompañarlo a las
discotecas para que no le echaran drogas en la bebida, de espiarlo cuando tenía
alguna cita por si era “una golfa con sífilis”, o de entrometerse en su relación
con su novia diciéndole que su hijo era maricón…
- Te estás pasando, hijo. No te puedes imaginar lo difícil
que es ser padre y más aún cuando sólo tienes ganas de morir, al darte cuenta
de que la mujer de tu vida falleció. Yo lo hice como mejor supe. Tal vez me pasé,
pero también te digo que Alicia, Elisa o cómo se llamara la muy zorra no te
convenía. Además, me soportaste todo este tiempo, pero cuando te quedaste en
paro porque mi empresa se fue a pique, tu padre ya no era tan bueno, sino un
ogro asqueroso.
- Bueno, dejémoslo -dijo Emilio intentando ignorar las
palabras hirientes de su padre-, sólo quería verte, porque estoy seguro que a
mamá estará llorando al saber que los dos hombres de su vida no se hablan.
La discusión concluyó con un afectuoso abrazo, y
dos corazones cosiendo, a todo trapo, los retales de cariño que les unía años
atrás. Al mismo tiempo, pero en un lugar bien distinto, don Francisco, vestido
de paisano, pretendía que su amigo, el soltero de oro, hilvanara dos momentos
de felicidad. Estaba convencido de que su encuentro con su padre iba a ser
fructífero, así que decidió alimentar su alegría unos días más. Lo malo es que
pensó que la solución no era un contrato de trabajo, ni una cesta de Navidad,
ni una psicóloga, sino una meretriz. Se acordó de un hombre rudo, rollizo y
libidinoso que, por exigencia de su madre, acudía a la iglesia a confesarse
cada domingo. Ya había pasado casi un año de aquello, pero aún recordaba cuándo
le contó, muy arrepentido, que había mantenido relaciones con una prostituta.
Si la memoria no le fallaba, se trataba de una, que siempre rondaba el
aparcamiento del Eroski de la localidad. Y, allí, estaba él, rodeado de vehículos,
filas de carritos y el frío adherido a sus carnes, cada vez más flácidas. “Olé
y olé. Aquí está La Pili”, pensó al reconocerla. Minifalda roja, medias negras
de mallas anchas, bisutería barata, un bolso diminuto de cuero negro, y un
sujetador negro que se asomaba por la abertura del bolso. Sabía que estaba
perdido si alguien lo reconocía. No obstante, podría salvar su culo alegando
que se trataba de una inocentada o, mejor, de una estrategia para salir en los
medios y promocionar crucifijos de madera.
- ¡Ey, bombón! Te propongo una misión.
- ¿El misionero? –preguntó la prostituta- ¡Qué
moñas es este tío, ostias! Ni Ned Flanders. Aunque, éste tiene más pinta de Ned
Flácido –murmuró.
- Exacto, estuve en una misión por África para
predicar el mensaje de Dios entre los pobres negritos.
- ¿Cómo? Este hombre es tonto –refunfuñó-. Venga, al
tajo. Mira, bribón, nos vamos a ir detrás de esa furgoneta –señaló con el dedo-
y allí ya veremos si la misión es en Cuenca, en Turquía o en Móstoles.
- ¡Qué no, guarrilla descocada! No es para mí, es
para un amigo. Se llama Emilio y, como no encuentra novia, pues he venido a
contratarte para que el pobre se desfogue; si supieras la mala leche acumulada
que tiene… Desde que cortó con su novia hace casi treinta años, no ha estado
con otra paya y con ese panorama se va a morir sin ser padre…
- ¡Cállate! Me rayas… -le espetó en la cara al
sacerdote-. Y que yo, con una carrera y sabiendo tres idiomas, tenga que
soportar a este gilipollas… Para que luego digan que estudiar sirve para algo…
-refunfuñó La Pili.
- El día de Nochevieja, a las 10 y media, nos vemos
en la taberna que está frente a El Corte Inglés. Allí te espero y te cuento
cómo actuar. Eso sí: vístete como una señorita refinada y, no así, que con esas
pintas se nota de qué calaña estás hecha.
- ¡Qué te
den por el culo, imbécil! ¿Te crees que por ser puta ya valgo menos que la
mierda? Si hago esto es por mi hijo, porque con los cuatrocientos euros del
paro no me da ni para un paquete de arroz. ¡Puta crisis! Y, ¡puta yo!
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