CAPÍTULO 2. CUANDO LOS SUEÑOS SE PONEN A JUGAR.
Pipipiií, pii, piiii… Pipipiií, pii, piiii… Sonó el
despertador. 8:45. Antonio despertó y fue corriendo al baño. Con una premura
inusual en él, exprimió los diez minutos siguientes de tal modo que pudo
lavarse los dientes y la cara, ducharse y prepararse un cortado bien caliente,
antes de que empezara la lotería. Sacó el décimo de su cartera, lo colocó sobre
la mesa pequeña que tenía frente al televisor, y puso La 1. Enseguida seré un millonario más, pensaba. Lo peor de la
espera no fueron los desaires de don Francisco y Emilio, que no querían que le
tocase ni la pedrea, pues ¿de qué iban a vivir ellos si los abandonaba el único
que aportaba algún ingreso? Pero, había algo mucho peor que eso: el aterrador anuncio
de la Lotería de la Navidad. Sin embargo, embriagado por la ilusión de ser uno
de los agraciados del sorteo y, por qué no decirlo, por un buen lingotazo de
anís, sobrevivió a la ñoñería personificada, a lo grotesco de la escena e,
incluso, a la pose de diva trasnochada de Marta Sánchez.
Sus dos compañeros de piso se negaban a presenciar
tal panorama y, con más razón aún, si perdía. Demasiados lloriqueos habían
soportado desde que se conocieron hace seis meses como para aguantar más. La
coartada de don Francisco resultó la más sólida: era Domingo y el día del Señor
no se iba a celebrar sólo. En cambio, Emilio buscó un pretexto enclenque desde
el principio. “No nos va a tocar ni el reintegro, mierda de vida. Me voy por el
niño –dijo el soltero-, a ver si hay suerte.”. Por desgracia no había mentido:
su objetivo era el niño. El problema es que no se refería al del sorteo, sino a
un bebé de carne y hueso.
Emilio atravesó las calles, saludó a vecinos y vio muchas
parejas jóvenes tirando de un carricoche o protegiendo a sus hijos de un más
que probable traspié. Quería ser padre simplemente. Siempre le aconsejaron que
no se preocupara, que llegaría la mujer de su vida… Pero, lo cierto es que
desde que rompió con Alicia, Elisa o Elicia (no recuerdo exactamente su nombre)
esa mujer parecía estar a años luz. En aquella época era un adolescente imberbe,
ingenuo y un blanco fácil sobre los que fueron los dardos envenenados de su
amada. No obstante, no iba a resignarse: por una vez en su vida estaba
decidido a que sus acciones sobrepasaran sus palabras. Así pues, la solución
más rápida era secuestrar a un recién nacido. Pero, antes, tenía que esperar a don Francisco,
su cómplice. Tal vez Paco, que así es cómo Emilio lo llamaba entre fechoría y
fechoría, infringía los diez mandamientos, pero todo se debía al hastío
provocado por las férreas ataduras inherentes a su cargo eclesiástico.
Mientras que esperó al cura, se sentó en un banco,
junto a un anciano que escuchaba la retransmisión del sorteo desde una pequeña
radio portátil. El canto melódico y angelical de los niños de San Ildefonso recitando
los números y los premios le evocaba todo aquello que siempre quiso hacer:
cambiar pañales, escuchar “papá” en boca de un renacuajo llorón, reñirle por
sus malas notas o enseñarle a montar en bici. 62246, 4 millones de euros… “¡Sí, sí, te jodes, Antonio”, pensó
tras oír el Gordo. Cuando llegó don Francisco, repasaron el plan para evitar
cualquier cabo suelto.
- Venga, Paco, ya sabes, vamos a la planta de
maternidad, allí buscamos el nido, y bueno, allí haces eso que te he dicho esta
mañana. Sin remilgos. La gente es tan idiota que se cree cualquier cosa.
- Tranquilo, hombre, ya tengo una buena argucia.
Primera planta, sección de maternidad, frente al
nido. Por suerte, las ventanas de aquella habitación estaban acicaladas con
unas cortinas venecianas. Pegó los ojos al cristal y entre lámina y lámina vio
que en aquella estancia sólo había una enfermera entre decenas de bebés. “Venga,
vamos a allá. Entretenla, yo voy a hacer como si fuera a tomar un café de este máquina”,
dijo Emilio a Francisco. Acto seguido, el cura, con casulla morada incluida, llamó
a la puerta, abrió y preguntó si podía entrar.
- Padre, salga, aquí sólo puede estar el personal
sanitario –dijo la enfermera con un tono inquisitorial.
- Lo sé, buena mujer. Sólo quería bendecir a estos
hijos de nuestro Señor. Mi alma sólo siente la inercia de iluminar la vida de
estas criaturas tan tiernas. ¿Acaso no es ahora un buen momento?
- Puede, señor. Pero yo sólo me limito a cumplir
órdenes.
- ¿Hace tiempo que no te pones de rodillas, verdad?
Como líder espiritual, le invito a orar más a menudo.
- Muchas gracias por la recomendación. Pero, no
puedo, entiéndame.
-¡Ay, señora! ¿Qué está pasando? Cada vez reúno a menos
feligreses, los chiquillos cuando comulgan no vuelven a pisar la parroquia, ahora
tú no confías en mí –dijo mientras sus lágrimas de cocodrilo circulaban por su
jeta.
- Padre, padre. No se me venga abajo. Le acompaño a
tomarse un café, le tranquilizará.
Aprovechando que la enfermera y el cura se
aproximaban a la máquina dispensadora de café, Emilio entró al
nido y robó un bebé de las cunas. El tiempo apremiaba. Don Francisco no podía
entretenerla más: ya le había contado sus andanzas durante su misión en África,
cuán dolorosa fue su operación de fimosis, los días que pasó a base de purés y
salsas cuando le extirparon las muelas del juicio, o, incluso, cómo superó la
muerte de su tortuga… En fin, no había otra solución: tenía que llevar a cabo
el plan B.
- ¡Oh, Dios
mío! ¿Qué ven mis ojos? ¡Milagro, milagro, milagro! ¡En el café se puede ver
una cruz! A Moisés se le separaron las aguas del Mar Rojo, pues a mí, igual,
pero con mi café.
- Pero, ¿qué dice, Padre? ¡No blasfeme!
- Se lo digo en serio. Visto lo visto, voy a tener
que bendecirla. Satán, sal de su cuerpo. Que no me cree esta zorra. –replicó y
le tiró el café a la enfermera.
- ¡Seguridad, seguridad! Este cura infecto es un
maleducado, qué digo, un hijo de perra. Venid, corred.
- Deja de gritar. Como cuentes algo, diré que te me
habías tirado a la bragueta y que como yo me he negado, me has querido inyectar
algo.
Desde luego, aquella mujer jamás pensó que su
jornada laboral quedaría trufada por los delirios de un sacerdote loco, un
milagro carente de veracidad y un bebé raptado. Y, es que a veces la realidad
llega a ser tan insólita que hasta un capítulo de Bob Esponja puede resultar
más creíble. El capricho de la realidad provocó que aquel niño acabara en unos
brazos que no eran los de su madre, en una casa llena de cerveza y desprovista
de biberones, y bajo el cuidado de un cura inmoral, un soltero sin escrúpulos,
y un cornudo con 23 euros perdidos y los ánimos descuartizados. Antonio se iba
a arrepentir hasta su muerte de haberse obcecado en comprar un décimo que no
tocó, y todo por haber sido esclavo de un sueño, pero sobre todo, de haberse
negado a comprar el número que le había ofrecido la joven del autobús. Si lo
hubiera hecho, ahora mismo tendría cuatrocientos mil euros en el bolsillo.
Pero, no. “Estoy condenado a ser un perdedor toda mi vida.”, pensó. Emilio y
don Francisco no pudieron disimular su alegría al enterarse de la mala suerte
de su compañero, pero es que cuando el hambre entra por la puerta, el amor, la
amistad y la dignidad salen por la ventana. Al fin y al cabo, todos pusieron sus sueños
a jugar.
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