Perpendiculares
a mis ojos, por las calles desfilan pelvis ocultas bajo faldas o pantalones de distinto género, de precios
variados y con diferentes grados de desgaste. Vuelvo a recorrer las aceras,
sentada como en los tiempos de carricoche: a cuatro ruedas y mi padre
empujando. Evoco mi infancia de verbenas, de recintos feriales y de mi espíritu
embelesado ante los atractivos lumínicos. Vuelvo a la tierra: ni soy una niña,
ni voy en carricoche, soy una moribunda y voy en silla de ruedas. Confinada en
el trasiego cotidiano de las prisas y las obligaciones mundanas, rodeada de
esclavos de las capas de maquillaje, de las grandes firmas de la moda y de los
baños de notoriedad, asqueada por los hipsters por contrato, miro a la gente a
los ojos hasta captar su dolor. Jóvenes, viejos, mujeres, hombres, pobres,
ricos, aceptados, marginados, hipócritas, honestos, tú y yo estamos sufriendo.
Todo el mundo sufre. Propongo que los diccionarios acepten sufridor como
sinónimo de persona. O no, porque persona ya incluye los semas de
dolor y sufrimiento. El semáforo parece que se ha puesto rojo:
ningún sufridor cruza el paso de cebra. Habrá unas veinte personas, o
sufridores, frente a nosotros. Llega otro, y otro, y otro, y otro... El grupo
es cada vez más numeroso. El dolor se acumula.
Un señor que
frisará los cincuenta mira al suelo cabizbajo, habla por teléfono. “Estoy
sufriendo porque no la aguanto, tengo que divorciarme, pero ¿ahora, a mi edad?
Es tarde para empezar de nuevo. Para lo que queda, aguanto. No, no puedo seguir
así. ¿Cómo serán las otras mujeres? Ese joven de la camiseta azul de ahí junto
a su chica tiene pinta de ser un picha brava. Ojalá no cometa el error de
comprometerse con la primera novia”.
“Comprobado, a
ti te van los tíos, pero ¿qué haces ahora con esta? ¿sufrir? –dirá el de
azul–. Pensará que la has utilizado. Y no se equivoca.
Sabías de sobra lo que eras, ¿a quién querías engañar? Dale largas, porque como
se desnude otra vez delante de ti, vomitas”.
“¿Por qué está
tan borde últimamente? Seguro que se está liando con otra. Calma, calma, tú
desconfías porque has sufrido mucho por amor. Este me hará feliz, hará que me
valore y que me quiera, borrará las manchas de mi pasado. ¡Madre del amor
hermoso, un mendigo, qué asco!”. Cuando salga del armario, esta se suicida.
“Estoy
sufriendo porque tengo mucho arte que ofrecer y poco que pueda mostrar. Nadie
apuesta por los nuevos talentos. Compongo mis canciones, bailo, hablo tres
idiomas, tengo carisma, mi título de la escuela superior de Arte Dramático… Si
alguien con contactos escuchara uno solo de mis temas, sabría que lo mío es
mucho más que un pasatiempo, que… ¡Nada! Cuando llamo a las puertas, a menudo ni
siquiera salen a responder y, cuando lo hacen, recibo despiadados portazos en
mis narices. Mis canciones nacen entre las mismas paredes donde mueren a los pocos
segundos. Solo me queda la satisfacción. ¡Uff! Resígnate, será lo mejor… ¡Ni
hablar! Los críticos musicales, como el resto de críticos, solo saben lamer
culos, ser arrogantes, rechazar a los que quieren hacerse un hueco en la música,
aplaudir a sus semejantes en público y por la espalda criticarlos, convertirse
en las putillas de las editoriales, pavonearse delante de sus alumnos… En estos
interminables pasillos, repletos de enchufes, vicios e hipocresía, ni siquiera
están dispuestos a escuchar mis temas, a valorarlos (no pido más); con chusma
como esta, Chopin o Berlioz habrían aplicado su arte a tararear mientras
lustraban las botas de los ricachones a golpe de betún y escupitajos. Estos
críticos se creen eternos, pero ya caerán, como sus semejantes cayeron. Sus estudios,
sus críticas y sus desprecios morirán con ellos; el buen hacer de los artistas,
nunca”.
Un niño
procedente tal vez de Costa de Marfil pulsa el botón del semáforo varias veces.
Se le ve inquieto, se rasca el pescuezo, se coloca mejor la camiseta. Una
señora le besa la frente.
“Dejad de
mirarme, cabrones. Sí, esta es mi madre; soy negro y adoptado. Tengo ojos y con
esas miradas me estáis poniendo como el color de mi piel. ¿Soy un mono acaso?
¿Podré algún día salir a la calle sin que me miren raro por ser diferente?
Pues, nada, tíos, aquí seguiré sufriendo”.
“¡Cómo envidio
a esa mujer con su hijo, aunque discapacitado! Al menos sabe lo que es parir,
sentirlo de su propia sangre. ¡Tonterías! A mi negrito no lo cambio por nada;
la adopción es lo mejor que me he pasado en la vida. No te engañes: tu sueño
desde pequeña fue ser madre, quedarte embarazada, comprarle la ropita del
primer mes, pero, con él fue imposible. ¡Si me lo trajeron con cinco años! Un
poco más y viene licenciado, casado y con cinco churumbeles. Y yo, que soy su
madre, ninguno. En cada embarazo, aborto. ¿Dejaré algún día de sufrir?
¿Aceptaré que me moriré sin cumplir mi sueño?”.
“Sufro porque
hay una doble moral, por la hipocresía del eso se piensa, pero no se dice.
¿Por qué no me pueden gustar los toros? Si para mí es una tradición, ¿quiénes
son los demás para juzgar mis creencias?”, puede pensar el de pantalones
cortos.
“Dice el
médico que estoy resfriado, que me tome unas pastillas. ¡Virgen santa, un
resfriado! ¡Virgen de mi corazón! ¿Cuántos se han muerto por un resfriado?
Millones. ¿Y si me resfrío más y los pulmones se me encharcan? ¿Recuerdas que
la tía murió de neumonía? ¿Y si empiezo a toser hasta tal punto de que me entre
asma? ¿Y si no encontrara la medicación y me muriera?”.
Una
veinteañera se muerde las uñas. Según su modo de tomar bocanadas de aire, muy
al estilo de una bulímica en una fábrica de helados, debe de padecer ansiedad.
Está nerviosa. Le cuesta respirar.
“Sin trabajo,
sin novio, sin vivir la vida loca, dependiendo de mis padres. ¡Estoy sufriendo!
Y no sé cómo salir de tanto dolor, de no saber si hice la carrera adecuada, si
me quedaré sola para el resto de mi vida... No encuentro caminos, solo maleza.
No sé cómo avanzar, ni por dónde. Tengo la sensación de tener un muro frente a
mí, pegado a la punta de mis pies que no me deja mirar hacia adelante... Y me
refugio en el pasado, en mis logros. Pocos, pero logros al fin y al cabo. Y me
siento luego peor porque estoy estancada. De pie, ni avanzo ni retrocedo, y la
vida pasa, y se agota, y me muero cada día. Y bien pensado no me quedan ni
sesenta años, y de juventud, nada. ¿Diez, como mucho? ¿Pero cómo derrumbo ese
muro? No veo la luz. El muro avanza a medida que avanzan mis pasos. Vivo en la
más jodida de las incertidumbres. ¿Qué hago con mi vida?”. Me juego el pellejo
a que es filóloga o estudió letras.
“Esa chica se
va a morir de tanto resoplar, Dios bendito. Las drogas, que son muy malas. La
sociedad en mis tiempos no era así. Que no, que había otra moral. Si ahora ni
se persinan, ¿a dónde vamos? Aunque, sufrirá como yo. 88 años viva, estoy a
punto de morir. Confío en que Dios me ampare y que me acompañe mi querido
marido”, ella besó a un viejo con andador, de esos que ya cuentan con DNI que
expiran en 9999.
“Que sea su
marido no le da derecho a besarme. ¡Faltaba más! La vida es injusta. Aquí tenía
que estar mi amada, que en paz descanse, y esta, en el cielo. Nos vemos
enseguida, mi vida”.
“Sufro porque
en el mundo académico todos me adulan, nadie se presta a rebatir mis ideas. Soy
catedrático de universidad, no Torquemada”, algo así debe pensar otro.
“Vive tu
vida, dicen los anuncios. Vive tu sufrimiento, digo yo. ¿Cómo he acabado
así, durmiendo bajo cartones y mendigando? ¡Que siento asco hasta de mí mismo!
El pasado no regala segundas oportunidades; el presente, tampoco”. Tiene cara
de sufrir las pesadas consecuencias de su mente ligera, irreflexiva.
“¡Mierda de
vida! ¿Por qué no estudié? ¿De qué me sirve ser honesto? Si hubiera sido listo,
otro gallo cantaría. Otros tienen millones y millones en el banco, otros tienen
fama y reconocimiento, incluso recogen premios, sin embargo, desgraciado de mí,
yo solo voy a tener y a recoger bolsas de basura en mi puta vida. Sufro”.
“Que sí, que
mucha corbata, muchas inversiones y dinero a fin de mes, pero soy un autómata.
¿Cuándo viste a tu mujer por última vez? Hace tres semanas. ¿Cuánto tiempo le
dedicaste? No más de media hora. ¿Por qué cuesta tanto el éxito? Sin embargo,
compensa. Siempre soñaste con estar donde estás. Cierto, pero en mis sueños no
sufría”.
“Sufro porque
soy un estorbo. ¿Quién desea malgastar una vida en cuidar a un hijo
discapacitado? Que mamá me querrá mucho, seguro, pero le he jodido la vida. Y
tengo que fingir ser feliz, simular que nada me importa. ¡Pues no! Que cuando
se muera, ¿quién me va a cuidar? ¿Mi esposa? Ja, nadie se casa con una carga”,
tal vez se diga un niño de cincuenta años en silla de ruedas.
“Soy una
mujer, una mujer, ¿alguien lo recuerda? No, ¿verdad? Soy una madre a la fuerza.
Una madre las veinticuatro horas del día. Que si dale la comida, que si límpiale
el culo, que si ahora quiere esto y luego lo otro... Que no he vivido nada, que
tengo setenta años y no puedo siquiera ir al bar yo sola. Ni quedar con las
amigas. Quiero morirme, aunque lo ame con todas mis fuerzas”.
“Estoy
sufriendo porque no tengo tabaco. Voy a ver si le pido a alguien. ¿Tabaco se
pide con be o con uve?”. Ajenos a su desgracia, los tontos son felices.
“Estoy
sufriendo. ¿Cómo he sido capaz de pegar a mi mujer, de darle esas palizas hasta
hacerla sangrar por las narices? Yo no soy malo. Mi madre siempre lo decía. Es
mi obligación, hay que hacerse respetar. Es ella la mala, la culpable”. Veo
asustada a su mujer, en cuyos hombros reposan los brazos del hijo de puta. Teme
la vida. ¿Es que no hay nadie que pueda ayudarla? Siento escalofríos al pensar
cómo puede acabar una mujer de esa manera, cómo nadie le ha parado los pies a
ese animal. Quiero defenderla. Pero no sé cómo. ¿Cómo ayudar?
“Debo
disimular los moratones. No puedo enfadar a mi esposo”. “Por lo que más
quieras, sal corriendo, mujer –me grito en las cavernas
de mi intimidad–. La sociedad y las instituciones están contigo”.
“Tengo 20 años
y vivo en tensión constante. Naufrago en mi propia consciencia, sin dejar de
pensar en lo que hago, en lo que digo y en lo que siento; cuestiono todo lo
cuestionable –y
buena parte de lo incuestionable–, y me pregunto
si soy el actor o el personaje. Estoy sufriendo como nadie ha sufrido en esta
vida, estoy sufriendo porque no hay en mí un mínimo ápice de paz. Es tan
difícil dejarse llevar con el freno de la mente puesto todo el santo día... He
visto a actores con más capacidad de improvisación que yo en el sofá, he visto
coreografías milimetradas con más libertad que la mía. Sufro las cadenas del
saberme sabido”.
Entre
pensamientos, reflexiones y punzadas en las entrañas, llego al hospital. Podría
seguir escribiendo sobre el sufrimiento que escucho, que veo, que huelo, que
saboreo, que toco. Que mata, que nos mata. Pero demasiado tienes con sufrirte
como yo me sufro.
5 DÍAS PARA MORIR. Estreno: lunes 18 a las 15.00.
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