La
vida pudo ser otra cosa, pero no lo fue. Las ciudades son confluencias de
caminos y carreteras, sin embargo, solo poseo un par de pies. Ubicuidad, no
tuve en el reparto de dones. Tantas calles como parejas de carótidas todavía
contratadas. La variedad infinita de trayectos es abrumadora. ¿Qué me llevará
hasta el final de la calle? ¿Y si hubiera tomado otra? ¿Giro a la izquierda?
Debo detenerme. No puedo hacerlo. Alguien me espera. Perdí el mapa. ¿Cuánto
falta para llegar a Roma? Había cerrado los ojos: me perdí los Pirineos. ¿Habremos
pasado ya el Ródano? Nubes espesas, infranqueables. Nadie parece escucharme. No
me comprenden, o no los entiendo. No puedo quedarme dormida: tengo que ver los
Alpes. Estoy en Roma.
De
mi mano colgaban muchos destinos, pero a veces las carreteras están cortadas.
Me precipito como el péndulo de un reloj al desterrarlo de su engranaje. En su
oscilar se barrunta el presagio de la eternidad que poseen una caja de
cerillas, el efecto de la vacuna del tétanos o el color y el brillo de un
cartel publicitario de sol a sol. La Tierra es la sepultura de las expresiones
fervorosas de amor eterno; es, también, la fuente de los libros con páginas
blanquísimas que devienen en amarillas. Las cajas de bastoncillos, como el
tóner de la impresora, parecen eternas, inagotables; en verdad, no lo son.
Entro
en la librería. Las estanterías están repletas de libros de cualquier género,
aunque de muy distinta calidad. Los best-sellers a primera vista, a la mano, en
la entrada con eslóganes llamativos y atractivas portadas rompen el tablero
editorial… Durante unos meses. Luego la inmensa mayoría se olvida. Caduca
presurosa al igual que la canción del verano de 2001. ¿Cuál era? ¿Alguien se
acuerda? Me sumerjo en los pasillos solo aptos para ratas de biblioteca.
Traspaso el lugar cómodo. Rehúyo de las campañas de marketing, quiero ir más
allá de los destacados. No queda más
remedio que trabucar el confort, mover los dedos y meterme en travesías de
barro. Busco, me siento perdida bajo esta luz blanca cegadora. Me asfixia.
Quiero salir de la librería. Tomar el aire. ¿Cuántos libros geniales nunca vas
a leer porque no sabes que existen? ¿Cómo dar con ellos? ¿Cómo ampliar tus
miras tras el estante de best-sellers? ¿Cuántos libros quedan escondidos por el
poder de la chequera? La búsqueda es el único resuello que puedo introducir en
mi cuerpo trémulo.
A
mi espalda queda la librería. Me habría gustado sumar al catálogo mi libro (en
un blog, por nada en el mundo). Quizá el primero sea el postre, quizá se
produzca cuando entregue la cuchara. 60
días para vivir será el título –¡qué complicado es elegirlo, resumir el
electrocardiograma de mi espíritu!–. Hablar es mentir. Las palabras son los
peleles de los cuerpos con obesidad mórbida. Nunca dan la talla.
Algunos
clientes del bar aún toman el aperitivo. Echan sus partidas de naipes. Reparten
la baraja, cada uno toma su rol y, convencidos de su futurible victoria,
apuestan sus ahorros. Demasiados derrotados, un solo vencedor. Barajan. El rey
de copas es de otro; el as de oros ha cambiado de mano… Con las demás cartas,
ídem. Comienzan privando de flores a sus difuntos montones de naipes, a sus
anteriores jugadas. No existen, al parecer. Á auga de correr e ós cans de ladrar, non llo podes
privar. El recuerdo se sepulta bajo capas de presente. Al final todas
las cosas son iguales,
como el dorso de las cartas. Sedimento.
Las imágenes
de aquella tarde en el parque de atracciones llaman a la puerta de mis
pensamientos. Por cortesía, nada más: no piden permiso, o lo dan por hecho. Se
abren las puertas. Entran. Me siento maravillada por las luces, los atractivos
visuales, los carteles, los anuncios en lenguas desconocidas, los ruidos, el
bullicio, el megáfono. Yo, grano de mostaza donde los haya, doy pasos de
hormiga por un universo inabarcable, por ese gran recinto de… A la derecha, la
noria… Allí, una montaña rusa… En el fondo, la caída libre… Y solo estoy a dos
pasos de la entrada. Tengo que descubrirlo todo: las atracciones mecánicas, los
espectáculos, las tiendas, los restaurantes, los puestos ambulantes, los
jardines… Hay demasiados para un solo día, para unas horas. Tengo que vivir al
máximo la experiencia. No habrá más oportunidades. Corro. Mi impaciencia me
hace intolerante a las colas: los ratos de espera destruyen posibilidades. No
te preocupes, Irene: seguro que te da tiempo. ¡Me quedaría a vivir aquí para
siempre! Mamá, ¿podremos volver? No, dice que no. Horas después, me siento
plena, siento la felicidad extrema, la adrenalina. Sospecho que antes o después
caeré de la montaña rusa. No me ha dado tiempo a recorrer el recinto. ¿Qué
habrá detrás de esa puerta? Veo una capa de hielo en el coche de mi padre.
Impecable en su superficie, aunque el desenlace es previsible con su escaso
grosor. Mejor será que piense en otras cosas. El parque de atracciones es ya
historia, y debe serlo. Sigamos el camino.
La vida pudo
ser otra. Pude haber sido una hippie, una choni, una pija, una borracha, una
rebelde, una monja, una ministra, una madre coraje, una drogata, una rocker, una artista de éxito, una
modelo, una tenista admirada, una lesbiana, una grupi, una funcionaria borde
(valga la redundancia), una humanista... No participé de estas vidas, sin
embargo, las conozco en el fondo de mi ser, por su inevitable desgaste, y por
el mío propio. Los infinitivos son infinitos, aunque inútiles por sí mismos. Yo
quise ser uno de ellos. Amar, follar o sentir, si tuviera el privilegio de escoger. Pero nací siendo
gerundio. Y los gerundios siempre acaban siendo participios. Es su naturaleza.
Como se va consumiendo una botella de orujo sin abrir en casa del abstemio.
También pude
haber sido una rueda de neumático, la suela de mis zapatos, el hilo de
wolframio de una bombilla tradicional, la pintura fresca de un banco del
parque, el grafito del compás en una lección de circunferencias, una esponja
íntegra y colorida, los filamentos de mi cepillo de dientes, un charco de
cemento temiendo el paso de los humanos… Vividos poco, nada tienen de útil los
largos días.
La vida pudo
ser otra, y puedo imaginarla. Ingenua sin amuletos de hierro y bronce,
despojada incluso de la necesidad de armadura, a mis diecinueve años, habría seguido
en la universidad, alternando periodos de vagancia extrema con fines de semana en
discotecas y garitos de moda. Considerando a mis padres unos anticuados, unos
trasnochados, que no supieron divertirse; creyendo que las generaciones jóvenes
éramos diferentes. Habría seguido bebiendo, ligando y prometiéndome frenar mis
impulsos antes de que el alcohol me subiera a la cabeza y acabara comprobando
al día siguiente que siempre puede haber una resaca peor. Llegarían las
Navidades y, luego, mayo, y, después, septiembre, y empezarían los
arrepentimientos (y sus “debería haber empezado a estudiar mucho antes”).
Terminaría la
carrera, con más novios a la espalda y no muchos menos por delante. Rompería
con ellos, porque no habría ninguna que me satisficiera al completo. Todos
tendrían fallos, y yo habría creído que merecería un hombre mucho, mejor, a mi
altura. Es fácil ser alta con tacones. Por esas fechas, allá por el 2017,
comenzaría a plantearme la vida en serio, o tal vez diría: “Soy joven, aún
tienes tiempo, Irene”. Eso es lo que hacen todos.
La vida pudo
ser otra, pero, de todos modos, no habría querido seguir el mismo camino que
mis padres, que mis abuelos, que la tradición. Por los euros en la cuenta
corriente, por las facturas a fin de mes, por los bonos o los descuentos en el
supermercado me habría dejado llevar mucho menos que por los billetes de tren,
de avión, de barco, por la mochila a la espalda, por mi coche con su depósito
lleno, por el viaje… Habría descubierto mucho mundo. Pekín, Buenos Aires, Nueva
York… Ambiciones cosmopolitas, pasaportes de libertad. Habría jurado una y otra
vez que no seguiría al rebaño, desterrando de mi existencia el esquema estudios–trabajo
fijo–casa en propiedad–boda–maternidad–jubilación–muerte. ¿Cómo soportar el
peso de las obligaciones y las responsabilidades frente a los placeres de estar
viva? ¿Cómo soportar tantos deberes? ¿Por qué no luchar por una parcela de mi
voluntad? ¿Por qué debo aceptar los límites que me han impuesto?
Mientras me
rebelara contra el mundo, contra el sistema y contra lo inevitable, mi hermano
seguiría creciendo, convirtiéndose en granos de pus, acné y hormonas jacobinas
concentrados en su cuerpo. Mis padres comenzarían a dar síntomas de vejez. Las
arrugas, los senos caídos de mi madre, la menopausia… El pelo canoso, el mal
humor, las patas de gallo de mi padre, las ojeras… Empezaría a ser consciente
de que dentro de unas décadas se marcharían… Me aterrorizaría pensar en abrir
un día los ojos, buscarlos por la casa y encontrar no más que silencio. Ver sus
números de teléfono en la guía y concluir que las llamadas y los mensajes
enviados nunca serían recibidos. Quedarían sus fotos en el ordenador,
en el álbum, en la pared (colgando de alcayatas muy cansadas, agotadas),
quedaría incluso su recuerdo o la sensación de tenerlos cerca, pero ni el
papel, ni las impresiones ni los bytes
me permitirían abrazarlos, hablarles y escucharlos decir que al nacer
yo una nueva puerta de amor se abrió en sus corazones.
La vida pudo
ser otra cosa, pero siempre habrá formas que nacen para romperlas. El papel de
regalo, los fusibles, las bombas, la cinta en una ceremonia de apertura, el
filtro de papel de la cafetera, el himen, el abre fácil de una lata, la corbata
del novio en una boda rancia o la estrella del Mercedes. Cuando estoy perdiendo,
es cuando soy más consciente de todo lo que nunca voy a ganar. Siendo honesta,
diré que a veces sospechaba que, tarde o temprano, acabaría escarmentando, que
sería menos perra, cuando llegara una desgracia; ahora descubro que esa
desgracia es la que vivimos cada día. Que la mayor desdicha es que te amordacen
la gloria escasa y el comportamiento ejemplar. Los locos y los zombis no son
los que viven a sus anchas y pretenden satisfacciones mayúsculas, sino los que
huyen echándose atrás, o quedándose quietos. Son sus propios Caronte en sus
barcas varadas cruzando aquel río.
Mi hermano
comenzaría a ir al gimnasio a poner cachas, para sumar una ventaja más en la
seducción, para sentirse mejor o, simplemente, para no ser mañana uno de esos
que lucen sus barrigas abultadas por activa o pasiva. Se sentiría el dios del
mundo y creería ver en los demás la cara de la envidia y la desgracia. Hasta
caer. Pero antes de eso, me casaría con un buen hombre, rico, inteligente,
bienquisto, si bien carente de una mirada seductora, de picardía y de un
compromiso más allá de la firma de los papeles de la hipoteca. Yo no lo querría
tanto, aunque le trataría bien. Los invitados nos darían tirones de orejas y
bromearían. «¡Que al final has pasado por el aro!». Me pedirían el dudoso
placer de realizar una serie de bailes ridículos, y fingiría ser plenamente
feliz. ¿Hasta cuándo te vas a seguir
engañando creyendo que vives al máximo? Otros beben alcohol para olvidar; yo
tal vez tragaría cicuta hasta acostumbrarme a que la plenitud y la vida de
cuento de hadas son, en realidad… Déjalo estar, no quiero amargarte. La vida,
pese a todo, merece la pena. Temer el
empujón guarda en su interior más sufrimiento que el propio empujón. Las jeringuillas
son menos dolorosas cuando atraviesan la piel.
Más allá de
2025, en la sección de maternidad tendría en mis brazos a mi primer hijo con el
gozo y el temor que implica ser madre primeriza. Luego vendría la niña.
Llegarían los días de la madre, los cumpleaños con sándwiches de Nocilla,
piñata y tarta de la abuela. Cumpleaños
feliz, cumpleaños feliz, te deseamos todos, cumpleaños feliz. ¡Felicidades,
cariño, ya tienes un añito!. Ese año Miguel estaría viajando por el mundo,
ilocalizable, seduciendo a mujeres, conociendo mundo o amando, por encima de su
hermana olvidada, el speed o la
cocaína. Cumpleaños feliz, cumpleaños
feliz, te deseamos todos, cumpleaños feliz. ¡Felicidades, mi niño! ¡3 años ya!. Llegarían los regalos de los abuelos,
de algún vecino, de sus amigos del cole y… ¿de Natalia? Ella ya no. Ya no la
vería, desde que se hubiera casado, nos habríamos ido distanciado. No tengo tiempo, ya quedamos, si eso, otro
día para tomar café. Nos encontraríamos en bodas, en funerales, en el
médico, en el supermercado o en alguna tienda por circunstancias de la vida,
las mismas que escindieron la eternidad de nuestra amistad. Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz, te
deseamos, Jose, cumpleaños feliz. Una década que tiene mi niño. ¡Qué viejos nos
vamos haciendo!. Discutiría con mi marido en medio de la fiesta, como de
costumbre; seguiría con él en mi vida por comodidad. ¿Dónde iba yo con cuarenta
años? Ni mi Jose ni mi Laura se merecían ser hijos de padres divorciados. Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz, te
deseamos, Laura, cumpleaños feliz. ¡Doce añitos!. Sería su segundo
duodécimo cumpleaños (el primero, en casa de su padre y de la zorra de su
madrasta).
Continuarían
los aplausos de fin de curso de los niños, los veranos llevándolos a la playa y
ajustando las proporciones de libertad y autoridad en mi modo de educarlos;
trabajaría preparando las clases del próximo curso universitario y los trabajos
de investigación; me quedaría en casa optando por la comodidad del sofá,
descartando salir de noche o conocer hombres en afters.
Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz, te deseamos, Laura,
cumpleaños feliz. ¡Veinte años!. Pero mi hija
no soplaría las velas. Estaría Dios sabe dónde, tan perdida como su madre, con
tantas posibilidades como yo a su edad. Mi hijo no sabría ahorrar, gastaría,
como si el dinero cayera del cielo, y no del bolsillo de su madre. Querría
vivir tantas vidas: ser perezoso y trabajador, ser loco y sensato, ser golfo y
continente, ser exigente y acomodadizo... Iría dando lecciones morales,
despreciando a diestro y siniestro, pero sería la misma mierda que todos: un
borrego más sin la valentía suficiente para discriminar lo coherente conforme a
sus ideas y acciones de lo accesorio, lo aleatorio, lo propio de otras vidas
que no eran la suya. Un desgraciado ansioso por vivir todo sin vivir nada. Como
un extranjero en un autobús turístico que no se detiene. No hay peor lluvia
para la agricultura que la torrencial, porque esa no sabe qué es atravesar la
tierra, crecer en profundidad e intensidad ni qué es nutrir a las plantas, esa
solo es veloz, dañina, erosiva, olvidada.
Existir y
vivir no son lo mismo, como tampoco lo son vivir mucho y vivir mejor. Se
equivocará, seguro. Jose y Laura se equivocarán, serían hermanos hasta que viva
y mi dinero descanse en la cuenta corriente. Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz, te deseamos, Martín, cumpleaños
feliz. En 2056 mi padre celebraría sus 82 cumpleaños. Mi hermano Miguel y
yo discutiríamos continuamente por los cuidados de nuestros padres. Yo quiero vivir mi vida, hermanita, tengo mi
familia, mi trabajo y tú estás sola, me diría. «No me llames hermanita en tu puñetera vida. Para ti
soy un saco de mierda, eres asqueroso, despreciable, eres como la esquina de un
barrio marginal: solo te mereces que te meen y te escupan. Si no lo haces por
mí, hazlo por tus padres, ¿así le agradeces todo lo que hicieron por ti?».
Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz, te deseamos,
Asun, cumpleaños feliz. Octogésimo sexto
cumpleaños. Feliz y último. Por esas
fechas mi padre estaría muerto, enterrado y siendo una víctima más, tal y como
apuntan las estadísticas, de cáncer, de ictus o de infarto de miocardio. Y yo
cada vez más vieja, más canosa y no mucho más sabia frente al espejo. Lo fácil
es el bisturí; lo jodido es el trago de vinagre, el tragar la cicuta. El
bisturí elimina arrugas, tersa la piel… Sin embargo, la ciencia no ha llegado
tan lejos para estirar la vida, realizar un lifting a los desengaños… Y, si lo
consiguiera, habría llegado demasiado lejos.
La vida pudo
ser otra cosa; podría haber sido una de esas ancianas que esperan la muerte
pasando las tardes con una vecina, leyendo un libro o concluyendo que la lucha
por la eternidad y contra la soledad enajena y, cuando no, alcanza el final de
los peces de hielos. «¡Pececillos, vosotros no vais a morir, os lo juro», dije
de niña, tras la muerte de mi perro, tras el instante en que descubrí en mí la
mirada del miedo y los ojos de la rabia. Cuando el frío te atraviesa, la
esperanza de calor es solo eso: esperanza y desengaño.
La vida pudo
ser el lienzo del pintor. Pude ser un Velázquez o un Malevich, pero prefiero
ser los periódicos y los plásticos que todos colocan con vistas a dejar el
techo inmaculado e impoluto el suelo. No, me opongo. La vida está ahí, hay que
mancharse, hay que salpicar. Los tachones y las enmiendas de Bécquer en el
cuaderno de borradores valen mucho más que la edición más cuidada de sus Rimas.
La vida pudo
ser otra; yo, también. No he caído en el error de ser una bicicleta amarrada a
la farola. No me he colocado mis propios candados. No he tirado la cerilla
encendida a mi propio barril de gasolina. Lo fácil es regalar la libertad; lo
complicado es cuidarla a pesar de su carácter escurridizo, de su vulnerabilidad
de ángel de mantequilla.
La vida pudo
ser otra, si bien el eje habría sido idéntico. Venimos al mundo a recibir mimos
y besos (al principio); llegan luego los años de jugar (y se acaban); llegan
las dudas y las seguridades de humo de la adolescencia (y el tormento de los
padres); llega el amor (o, más bien, su reflejo) y se combina con los estudios
y/o el trabajo (y se relega el papel de los amigos); toca plantearse si seguir
lo que nuestros padres hicieron con sus vidas, incluso, criticarlo,
despreciarlo y rebelarse contra ello (y luego aceptarlo a veces por
convencimiento, otras con desdén); se descongela el férreo yo no me casaré, no tendré hijos; quiero ser libre (y no hace falta
explicar cómo acaba); llegan los cuarenta años, los cincuenta, los sesenta (y
las arrugas y la defunción de los padres); llega la jubilación para viajar y
disfrutar de los nietos y, en general, de la familia (pero el cuerpo ya posee
menos ganas que fuerzas, o menos fuerzas que salud). Va llegando la muerte y se
advierte; llega. Muchos deciden avanzar en ese eje, en esas líneas
discontinuas. Sin reflexiones. Con fe ciega. Otros muchos intentan distanciarse
(y nunca lo conseguirán). En ocasiones se se alejan y acercan, se alejan y
vuelve a acercarse. Pero el eje, la guía, ahí está. Y quienes nunca pisan sus
líneas, siempre las tienen presentes. A decir verdad, todos seguimos su estela
ya sea para asumirla, ya sea para desafiarla. El magnífico juego de las
sustituciones. Hay quienes se casan con una mujer o con un hombre; hay quienes
contraen matrimonio con el alcohol y la barra del bar o con la Biblia o con el
Código Civil o con… Somos derviches y nuestros giros son siempre de 360º.
Los más sabios
en materia de la vida son los niños y los ancianos; los primeros, porque no la
razonan y los segundos porque la entienden. No hay manera más rápida de morir
que la de tomarse la muerte demasiado en serio. Todo lo que nos rodea va
devorando porciones de vida: todo lo que nos rodea está muriendo. Hay otros que
han muerto antes. Nadie en la entrada de este teatro nos dijo a qué hora
acababa la función. En cambio, sí nos invitaron a disfrutar de lo representado.
Cada minuto es un regalo; cada día, un tesoro.
La vida pudo
ser otra cosa, y ojalá me hubiese acostumbrado antes a la muerte. Subí una
noche a mi cuarto y me encontré treinta esqueletos del aula de biología. Cosas
de mi madre. ¿Querría ayudarme a desmitificar a la muerte? No lo sé. Lo cierto
es que lo hizo. La valentía de la muerte es un soufflé fanfarrón que se
desploma al mínimo contacto con los dientes del tenedor. Repite tantas veces esas
seis letras hasta desgastarlas con su poder para tambalearte, con su capacidad
para temerlas. Masca esa palabra como un chicle de fresa ácida.
La vida pudo
ser otra cosa, pero no lo fue. Fui feliz; lo fui tanto que no podría mencionar ningún
momento en que no lo fuera o que no me hubiera conducido a serlo Fui yo misma
pero la vida pudo ser otra Lloré reí amé amé dilo antes de que sea demasiado
tarde ella ya ha venido ella está aquí por ti te busca no te escondas ese truco
ya no te sirve la vida pudo ser otra cosa otra cosa otra cosa muerte muerte
muerte muerte muerte muerte muerte muerte muerte muerte muerte muerte muerte la
vida pudo ser otra cosa pero no lo fue y así la prefiero la vida pudo ser otra
cosa pero me quedo con la mía y la acepto y la agradezco y la celebro la vida
es lo que yo he sido
FIN
Gracias por leer
19 DÍAS PARA MORIR. «No hay premio para los cobardes»
15 DÍAS PARA MORIR. «Detrás de cada final, hay un nuevo comienzo»
12 DÍAS PARA MORIR. «Nada como el flujo»
9 DÍAS PARA MORIR. «Las leyendas están vivas»
7 DÍAS PARA MORIR. «La historia se repite; los que no nos repetimos somos nosotros» 1ª parte <> (2ª parte)
5 DÍAS PARA MORIR. «La esperanza no entiende de garantías»
12 DÍAS PARA MORIR. «Nada como el flujo»
9 DÍAS PARA MORIR. «Las leyendas están vivas»
7 DÍAS PARA MORIR. «La historia se repite; los que no nos repetimos somos nosotros» 1ª parte <> (2ª parte)
5 DÍAS PARA MORIR. «La esperanza no entiende de garantías»
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