viernes, 22 de mayo de 2015

1 DÍA PARA MORIR. «La vida pudo ser otra cosa»


La vida pudo ser otra cosa, pero no lo fue. Las ciudades son confluencias de caminos y carreteras, sin embargo, solo poseo un par de pies. Ubicuidad, no tuve en el reparto de dones. Tantas calles como parejas de carótidas todavía contratadas. La variedad infinita de trayectos es abrumadora. ¿Qué me llevará hasta el final de la calle? ¿Y si hubiera tomado otra? ¿Giro a la izquierda? Debo detenerme. No puedo hacerlo. Alguien me espera. Perdí el mapa. ¿Cuánto falta para llegar a Roma? Había cerrado los ojos: me perdí los Pirineos. ¿Habremos pasado ya el Ródano? Nubes espesas, infranqueables. Nadie parece escucharme. No me comprenden, o no los entiendo. No puedo quedarme dormida: tengo que ver los Alpes. Estoy en Roma.

De mi mano colgaban muchos destinos, pero a veces las carreteras están cortadas. Me precipito como el péndulo de un reloj al desterrarlo de su engranaje. En su oscilar se barrunta el presagio de la eternidad que poseen una caja de cerillas, el efecto de la vacuna del tétanos o el color y el brillo de un cartel publicitario de sol a sol. La Tierra es la sepultura de las expresiones fervorosas de amor eterno; es, también, la fuente de los libros con páginas blanquísimas que devienen en amarillas. Las cajas de bastoncillos, como el tóner de la impresora, parecen eternas, inagotables; en verdad, no lo son.

Entro en la librería. Las estanterías están repletas de libros de cualquier género, aunque de muy distinta calidad. Los best-sellers a primera vista, a la mano, en la entrada con eslóganes llamativos y atractivas portadas rompen el tablero editorial… Durante unos meses. Luego la inmensa mayoría se olvida. Caduca presurosa al igual que la canción del verano de 2001. ¿Cuál era? ¿Alguien se acuerda? Me sumerjo en los pasillos solo aptos para ratas de biblioteca. Traspaso el lugar cómodo. Rehúyo de las campañas de marketing, quiero ir más allá de los destacados. No queda más remedio que trabucar el confort, mover los dedos y meterme en travesías de barro. Busco, me siento perdida bajo esta luz blanca cegadora. Me asfixia. Quiero salir de la librería. Tomar el aire. ¿Cuántos libros geniales nunca vas a leer porque no sabes que existen? ¿Cómo dar con ellos? ¿Cómo ampliar tus miras tras el estante de best-sellers? ¿Cuántos libros quedan escondidos por el poder de la chequera? La búsqueda es el único resuello que puedo introducir en mi cuerpo trémulo.

A mi espalda queda la librería. Me habría gustado sumar al catálogo mi libro (en un blog, por nada en el mundo). Quizá el primero sea el postre, quizá se produzca cuando entregue la cuchara. 60 días para vivir será el título –¡qué complicado es elegirlo, resumir el electrocardiograma de mi espíritu!–. Hablar es mentir. Las palabras son los peleles de los cuerpos con obesidad mórbida. Nunca dan la talla.

Algunos clientes del bar aún toman el aperitivo. Echan sus partidas de naipes. Reparten la baraja, cada uno toma su rol y, convencidos de su futurible victoria, apuestan sus ahorros. Demasiados derrotados, un solo vencedor. Barajan. El rey de copas es de otro; el as de oros ha cambiado de mano… Con las demás cartas, ídem. Comienzan privando de flores a sus difuntos montones de naipes, a sus anteriores jugadas. No existen, al parecer. Á auga de correr e ós cans de ladrar, non llo podes privar. El recuerdo se sepulta bajo capas de presente. Al final todas las cosas son iguales, como el dorso de las cartas. Sedimento.  

Las imágenes de aquella tarde en el parque de atracciones llaman a la puerta de mis pensamientos. Por cortesía, nada más: no piden permiso, o lo dan por hecho. Se abren las puertas. Entran. Me siento maravillada por las luces, los atractivos visuales, los carteles, los anuncios en lenguas desconocidas, los ruidos, el bullicio, el megáfono. Yo, grano de mostaza donde los haya, doy pasos de hormiga por un universo inabarcable, por ese gran recinto de… A la derecha, la noria… Allí, una montaña rusa… En el fondo, la caída libre… Y solo estoy a dos pasos de la entrada. Tengo que descubrirlo todo: las atracciones mecánicas, los espectáculos, las tiendas, los restaurantes, los puestos ambulantes, los jardines… Hay demasiados para un solo día, para unas horas. Tengo que vivir al máximo la experiencia. No habrá más oportunidades. Corro. Mi impaciencia me hace intolerante a las colas: los ratos de espera destruyen posibilidades. No te preocupes, Irene: seguro que te da tiempo. ¡Me quedaría a vivir aquí para siempre! Mamá, ¿podremos volver? No, dice que no. Horas después, me siento plena, siento la felicidad extrema, la adrenalina. Sospecho que antes o después caeré de la montaña rusa. No me ha dado tiempo a recorrer el recinto. ¿Qué habrá detrás de esa puerta? Veo una capa de hielo en el coche de mi padre. Impecable en su superficie, aunque el desenlace es previsible con su escaso grosor. Mejor será que piense en otras cosas. El parque de atracciones es ya historia, y debe serlo. Sigamos el camino.

La vida pudo ser otra. Pude haber sido una hippie, una choni, una pija, una borracha, una rebelde, una monja, una ministra, una madre coraje, una drogata, una rocker, una artista de éxito, una modelo, una tenista admirada, una lesbiana, una grupi, una funcionaria borde (valga la redundancia), una humanista... No participé de estas vidas, sin embargo, las conozco en el fondo de mi ser, por su inevitable desgaste, y por el mío propio. Los infinitivos son infinitos, aunque inútiles por sí mismos. Yo quise ser uno de ellos. Amar, follar o sentir, si tuviera el privilegio de escoger. Pero nací siendo gerundio. Y los gerundios siempre acaban siendo participios. Es su naturaleza. Como se va consumiendo una botella de orujo sin abrir en casa del abstemio.

También pude haber sido una rueda de neumático, la suela de mis zapatos, el hilo de wolframio de una bombilla tradicional, la pintura fresca de un banco del parque, el grafito del compás en una lección de circunferencias, una esponja íntegra y colorida, los filamentos de mi cepillo de dientes, un charco de cemento temiendo el paso de los humanos… Vividos poco, nada tienen de útil los largos días.

La vida pudo ser otra, y puedo imaginarla. Ingenua sin amuletos de hierro y bronce, despojada incluso de la necesidad de armadura, a mis diecinueve años, habría seguido en la universidad, alternando periodos de vagancia extrema con fines de semana en discotecas y garitos de moda. Considerando a mis padres unos anticuados, unos trasnochados, que no supieron divertirse; creyendo que las generaciones jóvenes éramos diferentes. Habría seguido bebiendo, ligando y prometiéndome frenar mis impulsos antes de que el alcohol me subiera a la cabeza y acabara comprobando al día siguiente que siempre puede haber una resaca peor. Llegarían las Navidades y, luego, mayo, y, después, septiembre, y empezarían los arrepentimientos (y sus “debería haber empezado a estudiar mucho antes”).

Terminaría la carrera, con más novios a la espalda y no muchos menos por delante. Rompería con ellos, porque no habría ninguna que me satisficiera al completo. Todos tendrían fallos, y yo habría creído que merecería un hombre mucho, mejor, a mi altura. Es fácil ser alta con tacones. Por esas fechas, allá por el 2017, comenzaría a plantearme la vida en serio, o tal vez diría: “Soy joven, aún tienes tiempo, Irene”. Eso es lo que hacen todos.

La vida pudo ser otra, pero, de todos modos, no habría querido seguir el mismo camino que mis padres, que mis abuelos, que la tradición. Por los euros en la cuenta corriente, por las facturas a fin de mes, por los bonos o los descuentos en el supermercado me habría dejado llevar mucho menos que por los billetes de tren, de avión, de barco, por la mochila a la espalda, por mi coche con su depósito lleno, por el viaje… Habría descubierto mucho mundo. Pekín, Buenos Aires, Nueva York… Ambiciones cosmopolitas, pasaportes de libertad. Habría jurado una y otra vez que no seguiría al rebaño, desterrando de mi existencia el esquema estudios–trabajo fijo–casa en propiedad–boda–maternidad–jubilación–muerte. ¿Cómo soportar el peso de las obligaciones y las responsabilidades frente a los placeres de estar viva? ¿Cómo soportar tantos deberes? ¿Por qué no luchar por una parcela de mi voluntad? ¿Por qué debo aceptar los límites que me han impuesto?


Mientras me rebelara contra el mundo, contra el sistema y contra lo inevitable, mi hermano seguiría creciendo, convirtiéndose en granos de pus, acné y hormonas jacobinas concentrados en su cuerpo. Mis padres comenzarían a dar síntomas de vejez. Las arrugas, los senos caídos de mi madre, la menopausia… El pelo canoso, el mal humor, las patas de gallo de mi padre, las ojeras… Empezaría a ser consciente de que dentro de unas décadas se marcharían… Me aterrorizaría pensar en abrir un día los ojos, buscarlos por la casa y encontrar no más que silencio. Ver sus números de teléfono en la guía y concluir que las llamadas y los mensajes enviados nunca serían recibidos. Quedarían sus fotos en el ordenador, en el álbum, en la pared (colgando de alcayatas muy cansadas, agotadas), quedaría incluso su recuerdo o la sensación de tenerlos cerca, pero ni el papel, ni las impresiones ni los bytes me permitirían abrazarlos, hablarles y escucharlos decir que al nacer yo una nueva puerta de amor se abrió en sus corazones.

La vida pudo ser otra cosa, pero siempre habrá formas que nacen para romperlas. El papel de regalo, los fusibles, las bombas, la cinta en una ceremonia de apertura, el filtro de papel de la cafetera, el himen, el abre fácil de una lata, la corbata del novio en una boda rancia o la estrella del Mercedes. Cuando estoy perdiendo, es cuando soy más consciente de todo lo que nunca voy a ganar. Siendo honesta, diré que a veces sospechaba que, tarde o temprano, acabaría escarmentando, que sería menos perra, cuando llegara una desgracia; ahora descubro que esa desgracia es la que vivimos cada día. Que la mayor desdicha es que te amordacen la gloria escasa y el comportamiento ejemplar. Los locos y los zombis no son los que viven a sus anchas y pretenden satisfacciones mayúsculas, sino los que huyen echándose atrás, o quedándose quietos. Son sus propios Caronte en sus barcas varadas cruzando aquel río.

Mi hermano comenzaría a ir al gimnasio a poner cachas, para sumar una ventaja más en la seducción, para sentirse mejor o, simplemente, para no ser mañana uno de esos que lucen sus barrigas abultadas por activa o pasiva. Se sentiría el dios del mundo y creería ver en los demás la cara de la envidia y la desgracia. Hasta caer. Pero antes de eso, me casaría con un buen hombre, rico, inteligente, bienquisto, si bien carente de una mirada seductora, de picardía y de un compromiso más allá de la firma de los papeles de la hipoteca. Yo no lo querría tanto, aunque le trataría bien. Los invitados nos darían tirones de orejas y bromearían. «¡Que al final has pasado por el aro!». Me pedirían el dudoso placer de realizar una serie de bailes ridículos, y fingiría ser plenamente feliz. ¿Hasta cuándo te vas a  seguir engañando creyendo que vives al máximo? Otros beben alcohol para olvidar; yo tal vez tragaría cicuta hasta acostumbrarme a que la plenitud y la vida de cuento de hadas son, en realidad… Déjalo estar, no quiero amargarte. La vida, pese a todo, merece la pena. Temer el empujón guarda en su interior más sufrimiento que el propio empujón. Las jeringuillas son menos dolorosas cuando atraviesan la piel.

Más allá de 2025, en la sección de maternidad tendría en mis brazos a mi primer hijo con el gozo y el temor que implica ser madre primeriza. Luego vendría la niña. Llegarían los días de la madre, los cumpleaños con sándwiches de Nocilla, piñata y tarta de la abuela. Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz, te deseamos todos, cumpleaños feliz. ¡Felicidades, cariño, ya tienes un añito!. Ese año Miguel estaría viajando por el mundo, ilocalizable, seduciendo a mujeres, conociendo mundo o amando, por encima de su hermana olvidada, el speed o la cocaína. Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz, te deseamos todos, cumpleaños feliz. ¡Felicidades, mi niño! ¡3 años ya!. Llegarían los regalos de los abuelos, de algún vecino, de sus amigos del cole y… ¿de Natalia? Ella ya no. Ya no la vería, desde que se hubiera casado, nos habríamos ido distanciado. No tengo tiempo, ya quedamos, si eso, otro día para tomar café. Nos encontraríamos en bodas, en funerales, en el médico, en el supermercado o en alguna tienda por circunstancias de la vida, las mismas que escindieron la eternidad de nuestra amistad. Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz, te deseamos, Jose, cumpleaños feliz. Una década que tiene mi niño. ¡Qué viejos nos vamos haciendo!. Discutiría con mi marido en medio de la fiesta, como de costumbre; seguiría con él en mi vida por comodidad. ¿Dónde iba yo con cuarenta años? Ni mi Jose ni mi Laura se merecían ser hijos de padres divorciados. Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz, te deseamos, Laura, cumpleaños feliz. ¡Doce añitos!. Sería su segundo duodécimo cumpleaños (el primero, en casa de su padre y de la zorra de su madrasta).

Continuarían los aplausos de fin de curso de los niños, los veranos llevándolos a la playa y ajustando las proporciones de libertad y autoridad en mi modo de educarlos; trabajaría preparando las clases del próximo curso universitario y los trabajos de investigación; me quedaría en casa optando por la comodidad del sofá, descartando salir de noche o conocer hombres en afters.

Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz, te deseamos, Laura, cumpleaños feliz. ¡Veinte años!. Pero mi hija no soplaría las velas. Estaría Dios sabe dónde, tan perdida como su madre, con tantas posibilidades como yo a su edad. Mi hijo no sabría ahorrar, gastaría, como si el dinero cayera del cielo, y no del bolsillo de su madre. Querría vivir tantas vidas: ser perezoso y trabajador, ser loco y sensato, ser golfo y continente, ser exigente y acomodadizo... Iría dando lecciones morales, despreciando a diestro y siniestro, pero sería la misma mierda que todos: un borrego más sin la valentía suficiente para discriminar lo coherente conforme a sus ideas y acciones de lo accesorio, lo aleatorio, lo propio de otras vidas que no eran la suya. Un desgraciado ansioso por vivir todo sin vivir nada. Como un extranjero en un autobús turístico que no se detiene. No hay peor lluvia para la agricultura que la torrencial, porque esa no sabe qué es atravesar la tierra, crecer en profundidad e intensidad ni qué es nutrir a las plantas, esa solo es veloz, dañina, erosiva, olvidada.

Existir y vivir no son lo mismo, como tampoco lo son vivir mucho y vivir mejor. Se equivocará, seguro. Jose y Laura se equivocarán, serían hermanos hasta que viva y mi dinero descanse en la cuenta corriente. Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz, te deseamos, Martín, cumpleaños feliz. En 2056 mi padre celebraría sus 82 cumpleaños. Mi hermano Miguel y yo discutiríamos continuamente por los cuidados de nuestros padres. Yo quiero vivir mi vida, hermanita, tengo mi familia, mi trabajo y tú estás sola, me diría. «No me llames hermanita en tu puñetera vida. Para ti soy un saco de mierda, eres asqueroso, despreciable, eres como la esquina de un barrio marginal: solo te mereces que te meen y te escupan. Si no lo haces por mí, hazlo por tus padres, ¿así le agradeces todo lo que hicieron por ti?».

Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz, te deseamos, Asun, cumpleaños feliz. Octogésimo sexto cumpleaños. Feliz y último. Por esas fechas mi padre estaría muerto, enterrado y siendo una víctima más, tal y como apuntan las estadísticas, de cáncer, de ictus o de infarto de miocardio. Y yo cada vez más vieja, más canosa y no mucho más sabia frente al espejo. Lo fácil es el bisturí; lo jodido es el trago de vinagre, el tragar la cicuta. El bisturí elimina arrugas, tersa la piel… Sin embargo, la ciencia no ha llegado tan lejos para estirar la vida, realizar un lifting a los desengaños… Y, si lo consiguiera, habría llegado demasiado lejos.
 

La vida pudo ser otra cosa; podría haber sido una de esas ancianas que esperan la muerte pasando las tardes con una vecina, leyendo un libro o concluyendo que la lucha por la eternidad y contra la soledad enajena y, cuando no, alcanza el final de los peces de hielos. «¡Pececillos, vosotros no vais a morir, os lo juro», dije de niña, tras la muerte de mi perro, tras el instante en que descubrí en mí la mirada del miedo y los ojos de la rabia. Cuando el frío te atraviesa, la esperanza de calor es solo eso: esperanza y desengaño.

La vida pudo ser el lienzo del pintor. Pude ser un Velázquez o un Malevich, pero prefiero ser los periódicos y los plásticos que todos colocan con vistas a dejar el techo inmaculado e impoluto el suelo. No, me opongo. La vida está ahí, hay que mancharse, hay que salpicar. Los tachones y las enmiendas de Bécquer en el cuaderno de borradores valen mucho más que la edición más cuidada de sus Rimas.

La vida pudo ser otra; yo, también. No he caído en el error de ser una bicicleta amarrada a la farola. No me he colocado mis propios candados. No he tirado la cerilla encendida a mi propio barril de gasolina. Lo fácil es regalar la libertad; lo complicado es cuidarla a pesar de su carácter escurridizo, de su vulnerabilidad de ángel de mantequilla.

La vida pudo ser otra, si bien el eje habría sido idéntico. Venimos al mundo a recibir mimos y besos (al principio); llegan luego los años de jugar (y se acaban); llegan las dudas y las seguridades de humo de la adolescencia (y el tormento de los padres); llega el amor (o, más bien, su reflejo) y se combina con los estudios y/o el trabajo (y se relega el papel de los amigos); toca plantearse si seguir lo que nuestros padres hicieron con sus vidas, incluso, criticarlo, despreciarlo y rebelarse contra ello (y luego aceptarlo a veces por convencimiento, otras con desdén); se descongela el férreo yo no me casaré, no tendré hijos; quiero ser libre (y no hace falta explicar cómo acaba); llegan los cuarenta años, los cincuenta, los sesenta (y las arrugas y la defunción de los padres); llega la jubilación para viajar y disfrutar de los nietos y, en general, de la familia (pero el cuerpo ya posee menos ganas que fuerzas, o menos fuerzas que salud). Va llegando la muerte y se advierte; llega. Muchos deciden avanzar en ese eje, en esas líneas discontinuas. Sin reflexiones. Con fe ciega. Otros muchos intentan distanciarse (y nunca lo conseguirán). En ocasiones se se alejan y acercan, se alejan y vuelve a acercarse. Pero el eje, la guía, ahí está. Y quienes nunca pisan sus líneas, siempre las tienen presentes. A decir verdad, todos seguimos su estela ya sea para asumirla, ya sea para desafiarla. El magnífico juego de las sustituciones. Hay quienes se casan con una mujer o con un hombre; hay quienes contraen matrimonio con el alcohol y la barra del bar o con la Biblia o con el Código Civil o con… Somos derviches y nuestros giros son siempre de 360º.

Los más sabios en materia de la vida son los niños y los ancianos; los primeros, porque no la razonan y los segundos porque la entienden. No hay manera más rápida de morir que la de tomarse la muerte demasiado en serio. Todo lo que nos rodea va devorando porciones de vida: todo lo que nos rodea está muriendo. Hay otros que han muerto antes. Nadie en la entrada de este teatro nos dijo a qué hora acababa la función. En cambio, sí nos invitaron a disfrutar de lo representado. Cada minuto es un regalo; cada día, un tesoro.

La vida pudo ser otra cosa, y ojalá me hubiese acostumbrado antes a la muerte. Subí una noche a mi cuarto y me encontré treinta esqueletos del aula de biología. Cosas de mi madre. ¿Querría ayudarme a desmitificar a la muerte? No lo sé. Lo cierto es que lo hizo. La valentía de la muerte es un soufflé fanfarrón que se desploma al mínimo contacto con los dientes del tenedor. Repite tantas veces esas seis letras hasta desgastarlas con su poder para tambalearte, con su capacidad para temerlas. Masca esa palabra como un chicle de fresa ácida.


La vida pudo ser otra cosa, pero no lo fue. Fui feliz; lo fui tanto que no podría mencionar ningún momento en que no lo fuera o que no me hubiera conducido a serlo Fui yo misma pero la vida pudo ser otra Lloré reí amé amé dilo antes de que sea demasiado tarde ella ya ha venido ella está aquí por ti te busca no te escondas ese truco ya no te sirve la vida pudo ser otra cosa otra cosa otra cosa muerte muerte muerte muerte muerte muerte muerte muerte muerte muerte muerte muerte muerte la vida pudo ser otra cosa pero no lo fue y así la prefiero la vida pudo ser otra cosa pero me quedo con la mía y la acepto y la agradezco y la celebro la vida es lo que yo he sido

FIN
Gracias por leer


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